22. CANNERY ROW
El verano después de la guerra fuimos a Suiza porque era el único país del Continente que no había sido devastado por la contienda, y anhelábamos un poco de normalidad, después de seis años de bombardeos, racionamiento, austeridad y restricciones. Las transformaciones fueron evidentes en cuanto cruzamos la frontera: los uniformes de los funcionarios de aduanas suizos eran nuevos y relucientes, todo lo contrario de los raídos uniformes del lado francés. El tren parecía más limpio y resplandeciente, y se movía con más eficacia y velocidad. Al llegar a Lucerna, vino a recogemos un cupé que iba con energía eléctrica, uno de los primeros modelos de coche que se habían fabricado. Alto, erguido, con unas enormes ventanillas de cristal cilindrado, mis padres habían visto algún vehículo así en su infancia, pero nunca habían montado en ninguno. El antiguo cupé nos llevó de manera muy silenciosa al Hotel Schweizerhof, un hotel más grande, más espléndido, que todo lo que yo podía haber imaginado. Mis padres solían elegir alojamientos modestos, pero esa vez su instinto les llevó en la dirección opuesta, al más suntuoso, al más lujoso y opulento hotel de Lucerna: un derroche que se podían permitir, pensaban, después de seis años de guerra.
El Schweizerhof permanece en mi memoria por otra razón: fue allí donde di el primer (y último) concierto de mi vida. Había pasado poco más de un año desde que la señora Silver, mi profesora de piano, falleciera, un año en el que no había tocado un piano, pero entonces una sensación de alegría, de liberación, sacudió mi timidez, me hizo querer tocar de pronto para otras personas. Aunque me había criado escuchando a Bach y Scarlatti, gracias a la influencia de la señora Silver había llegado a apreciar a los románticos, sobre todo a Schumann, y las exuberantes e impulsivas mazurkas de Chopin. Muchas de esas obras me superaban desde el punto de vista técnico, pero yo me sabía las cincuenta y pico de memoria, y podría, cuando menos (pensaba con jactancia), transmitir su vitalidad, cómo sonaban. Eran miniaturas, pero cada una parecía contener todo un mundo.
Mis padres lograron convencer al hotel de que organizara un concierto en su salón y de que me permitieran usar el piano de cola (era el más grande que había visto, un Bösendorfer con algunas teclas extras que nuestro Bechstein no tenía), y anunciar que, el próximo jueves por la noche, habría un recital del «joven pianista inglés Oliver Sacks». Eso me aterró, y a medida que se acercaba el día me iba poniendo más nervioso. Pero cuando llegó la hora, me vestí con mi mejor traje (me lo habían hecho para mi Bar Mitzvah el mes antes), entré en el salón, hice una reverencia, conseguí esbozar una sonrisa y (casi incontinente de terror) me senté al piano. Tras los acordes iniciales de la primera mazurka, me dejé llevar y concluí de manera bastante florida. Hubo aplausos, hubo sonrisas, me perdonaron mis errores, y así ataqué la siguiente, y la siguiente, hasta tocarlas todas, incluido un opus póstumo (que, imaginaba vagamente, alguien había completado tras la muerte de Chopin.)
Aquel concierto me provocó una satisfacción especial, extraña. Mi afición a la química, la mineralogía y la ciencia eran algo privado, compartido sólo por mis tíos y por nadie más. El recital, en contraste, fue algo público y abierto, hubo reconocimiento, intercambio, se dio y se recibió. Fue el inicio de algo nuevo, el comienzo de un intercambio.
Nos regodeamos sin recato alguno en el lujo del Schweizerhof, pasando horas en los enormes baños de mármol, comiendo hasta la saciedad en el opulento restaurante. Pero con el tiempo nos cansamos de tanto exceso y comenzamos a pasear por la parte vieja de la ciudad, con sus calles tortuosas y las vistas de la montaña y el lago que de pronto surgían ante ti. Cogimos el funicular y subimos hasta la cúspide del monte Rigi: era la primera vez que subía a un funicular o a una montaña. Y más tarde nos trasladamos a la aldea alpina de Arosa, donde el aire era fresco y seco, y por primera vez vi el edelweiss y la genciana, y diminutas iglesias de madera pintada, y oí la trompa de los Alpes resonar de valle en valle. Fue en Arosa, creo, más aún que en Lucerna, donde me vi invadido por una repentina sensación de dicha, un sentimiento de liberación, de relajación, y la vida me pareció bella, llena de promesas y futuro. Yo tenía trece años, ¡trece!, ¿acaso no tenía toda la vida por delante?
Durante el viaje de regreso nos detuvimos en Zurich (la ciudad, me había dicho mi tío Abe, en la que el joven Einstein había vivido y trabajado). Y esa estancia, que por lo demás no tuvo nada de particular, permanece en mi recuerdo por una razón muy especial. Mi padre, que allí donde iba buscaba siempre una piscina, encontró en la ciudad una enorme piscina municipal. De inmediato comenzó a nadar arriba y abajo, con esa poderosa brazada que tanto dominaba, pero yo, que me sentía perezoso, encontré una tabla de corcho y decidí, por una vez, quedarme simplemente a la deriva. Perdí toda noción del tiempo mientras estuve allí flotando, o moviendo los brazos lentamente. Se apoderó de mí una extraña sensación de calma, de éxtasis, una sensación que a veces había experimentado en sueños. A veces había flotado en tablas de corcho, en flotadores de goma, o con manguitos, pero aquella vez ocurrió algo mágico, una enorme ola de dicha que aumentaba lentamente me elevaba más y más alto, y parecía seguir, eternamente, hasta que finalmente remitió para transformarse en un lánguido bienestar. Fue el sentimiento más hermoso y sereno que he experimentado nunca.
Sólo al quitarme el bañador me di cuenta de que debía de haber tenido un orgasmo. No se me ocurrió relacionarlo con el «sexo» ni con otras personas; no me sentí angustiado ni culpable, pero no se lo dije a nadie, pues me pareció algo mágico, íntimo, una bendición, una gracia que había recaído sobre mí sin buscarla, espontáneamente. Me pareció haber descubierto un gran secreto.
En enero de 1946 dejé mi instituto de Hampstead, The Hall, y me matricularon en una escuela mucho más grande, St. Paul's, en Hammersmith. Fue allí, en la Biblioteca Walker, donde conocí a Jonathan Miller; yo estaba escondido en un rincón, leyendo un libro del siglo XIX sobre electrostática —por alguna razón leía un fragmento que hablaba de los «huevos eléctricos»—, cuando una sombra se cernió sobre la página. Levanté la vista y vi a un muchacho increíblemente alto y desgarbado con una cara muy expresiva, unos ojos brillantes y pícaros, y una exuberante mata de pelo rojizo. Nos pusimos a charlar, y desde entonces hemos sido amigos.
Anteriormente mi único amigo de verdad había sido Eric Korn, al que conocía casi desde mi nacimiento. Un año después Eric también se pasó a St. Paul's, y a partir de entonces él, Jonathan y yo formamos un trío inseparable, unido no sólo por vínculos personales, sino también familiares (nuestros padres, treinta años antes, habían estudiado medicina juntos, y nuestras familias mantenían una relación muy estrecha). Jonathan y Eric no compartían mi pasión por la química —aunque participaron en el experimento de lanzar sodio al agua y en un par más—, pero lo que más les interesaba era la biología, y fue inevitable que acabáramos en la misma clase de biología y que los tres nos enamoráramos de nuestro profesor de biología, Sid Pask.
Sid era un profesor espléndido. También era estrecho de miras, llevaba bigote, el estigma de un odioso tartamudeo (que imitábamos sin parar) y no era ni mucho menos excepcionalmente inteligente. A base de la disuasión, la ironía, el ridículo o la fuerza, el señor Pask nos apartaba de todas las demás actividades: el deporte, el sexo, la religión y la familia, y de todas las demás asignaturas de la escuela. Exigía que, al igual que él, no pensáramos en otra cosa.
La mayoría de sus alumnos lo consideraban un profesor estricto y exigente hasta lo imposible. Hacían todo lo que podían para huir de la mezquina tiranía de ese pedante, como ellos lo consideraban. La lucha duraba un tiempo, y de pronto ya no había más resistencia: eran libres. Pask dejaba de reprenderlos, y ya no les pedía que consumieran su tiempo y energías de manera ridícula.
Sin embargo, cada año había algunos que respondían al reto de Pask. Y a cambio él se entregaba en cuerpo y alma, y nos ofrecía todo su tiempo y dedicación. Nos quedábamos hasta tarde con él en el Museo de Historia Natural (una vez me escondí en una galería y conseguí pasar la noche allí). Sacrificábamos todos los fines de semana para ir a buscar plantas. Nos levantábamos al alba en los gélidos días de invierno para ir a su curso sobre el agua dulce de enero. Y una vez al año —aún conservo un recuerdo casi intolerablemente delicioso— íbamos con él a Millport para estudiar la biología marina durante tres semanas.
Millport, situado frente a la costa occidental de Escocia, poseía una estación biológica marina maravillosamente equipada, donde siempre se nos daba una cordial bienvenida y se nos informaba de los experimentos que estaban llevando a cabo. (En aquella época se hicieron observaciones fundamentales acerca de los erizos de mar, y Lord Rothschild tuvo una infinita paciencia con los entusiastas colegiales que abarrotaban su laboratorio y escrutaban sus placas de petri, donde estaban las larvas transparentes.) Jonathan, Eric y yo hicimos varios cortes transversales en la orilla rocosa, contando todos los animales y algas que podíamos en sucesivas porciones de treinta por treinta centímetros, desde la cima de las rocas cubiertas de liquen (Xantboria parietina era el eufónico nombre de ese liquen) hasta la línea de la costa y los charcos que dejaba la marea. Eric era especialmente ingenioso, y una vez que necesitábamos una plomada que nos diera una vertical de verdad, pero no sabíamos cómo suspenderla, levantó una lapa de la base de una roca, colocó el extremo de la plomada debajo, y volvió a pegarla con fuerza, como si fuera una chincheta natural.
Todos adoptamos grupos zoológicos concretos: Eric se enamoró de los cohombros de mar, las holoturias; Jonathan, de los gusanos iridiscentes y peludos, los poliquetos; y yo, de los calamares y las sepias, los pulpos, los cefalópodos: los más inteligentes y, para mí, los invertebrados más hermosos. Un día viajamos a la costa, a Hythe, en Kent, donde los padres de Jonathan habían alquilado una casa para el verano, y fuimos a pasar un día de pesca en un barco de pesca comercial. Normalmente los pescadores devolvían al mar los calamares que acababan en sus redes (no eran un alimento muy popular en Inglaterra). Pero yo insistía de manera obsesiva en que me los guardaran, y debía de haber docenas de calamares en cubierta cuando llegamos. Yo me llevé todos los calamares a la casa dentro de baldes y cubas, y los coloqué en grandes tarros en el sótano, añadiendo un poco de alcohol para conservarlos. Los padres de Jonathan no estaban, por lo que no hubo que pensárselo. Conseguiríamos llevar todos los calamares a la escuela, para que Sid los viera —nos imaginábamos su sonrisa de asombro— y todos los alumnos tendrían un calamar para diseccionar, dos o tres para los entusiastas de los cefalópodos. Yo mismo daría una pequeña charla sobre ellos en la Asociación de Historia Natural, donde me extendería acerca de su inteligencia, el gran tamaño de su cerebro, sus ojos con retinas erectas y la rapidez con que cambiaban de color.
Unos días después, justo el que tenían que llegar los padres de Jonathan, oímos unos golpes sordos que llegaban del sótano, y cuando bajamos a investigar nos encontramos con una escena grotesca: los calamares, mal conservados, se habían podrido y fermentado, y los gases que habían producido habían hecho estallar los tarros, con lo que había grandes trozos de calamar por las paredes y el suelo; incluso algún pedacito había llegado al techo. El intenso olor a putrefacción era inimaginable. Hicimos lo que pudimos para rascar las paredes y eliminar los trozos de calamar incrustados. Limpiamos con la manguera todo el sótano, a punto de vomitar, pero aquel hedor no había quien lo quitara, y cuando abrimos las puertas y ventanas para airear el sótano, se extendió alrededor de la casa como un miasma unos cincuenta metros en todas direcciones.
Eric, siempre ingenioso, sugirió que enmascaráramos el olor, o lo reemplazáramos por otro más fuerte, pero agradable, y nos decidimos por la esencia de coco. Juntamos todo el dinero que teníamos y compramos un gran frasco, que utilizamos para rociar el sótano; a continuación lo distribuimos generosamente por el resto de la casa y el terreno que la rodeaba.
Los padres llegaron una hora más tarde, y, mientras avanzaban hacia la casa, les asaltó un fuerte olor a coco. Pero siguieron caminando, y de pronto llegaron a una zona dominada por el olor a calamar podrido, pues los dos olores, los dos vapores, se habían organizado en zonas alternativas de metro y medio o dos metros de amplitud. Cuando llegaron a la escena del accidente, del delito, el olor no se podía soportar más de unos pocos segundos. Los tres estábamos muy avergonzados por el incidente, sobre todo yo, pues todo había sido originado por mi codicia (¿no habría bastado con un solo calamar?) y mi estupidez por no darme cuenta de cuánto alcohol se necesitaba. Los padres de Jonathan tuvieron que acortar sus vacaciones y dejar la casa (oímos decir que la casa siguió inhabitable durante meses). Pero eso no afectó a mi amor por los calamares.
Quizá ello se debía a razones químicas, tanto como biológicas, pues el calamar (como muchos otros moluscos y crustáceos) tenía la sangre azul, y no roja, porque habían desarrollado un sistema de transporte de oxígeno completamente distinto al de los vertebrados. Mientras que nuestro pigmento respiratorio rojo, la hemoglobina, contenía hierro, su pigmento verde azulado, la hemocianina, contenía cobre. Pero el hierro y el cobre poseían un excelente potencial de reducción: podían absorber oxígeno fácilmente, pasando a un estado de oxidación superior, y luego liberarlo, reducirse, cuando lo necesitaran. Me pregunté si sus vecinos de la tabla periódica (algunos con un potencial reductor incluso mayor) habían sido alguna vez utilizados como pigmentos respiratorios, y me entusiasmó averiguar que unos bichos marinos, los tunicados, eran extremadamente ricos en vanadio, y poseían unas células especiales, los vanadocitos, que servían para almacenarlo. Por qué contenían esas células era un misterio; no parecían formar parte de un sistema de transporte de oxígeno. De una manera absurda e insolente pensé que podría resolver el misterio durante una de mis excursiones anuales a Millport. Pero no llegué más allá de coger un montón de tunicados (con la misma codicia, la misma desmesura que me había empujado a recoger demasiados calamares). Me dije que podía incinerarlos y medir el contenido de vanadio de las cenizas (había leído que en algunas especies superaba el 40%). Y eso me proporcionó la única idea comercial que he tenido: abrir una granja de vanadio, hectáreas de prados marinos sembrados de tunicados. Les haría extraer el precioso vanadio del agua del mar, tal como habían hecho con tanta eficiencia durante los últimos trescientos millones de años, y lo vendería a quinientas libras la tonelada. El único problema, comprendí, aterrado ante mis pensamientos genocidas, sería el auténtico holocausto de tunicados que se precisaría.
Lo orgánico, con todas sus complejidades, estaba entrando en mi vida, transformándome, en el bastión de mi propio cuerpo. De pronto comencé a crecer muy deprisa; me salió pelo en la cara, en los sobacos, por los genitales; y mi voz —todavía una clara voz de tiple cuando cantaba mi haftorah[84]— ahora comenzaba a quebrarse, a cambiar de tono de manera errática. En las clases de biología me entró un repentino e intenso interés por los sistemas reproductores de los animales y las plantas, sobre todo los «inferiores», los invertebrados y las gimnospermas. La sexualidad de las cicadinas y las ginkgoales me intrigaba, que conservaran espermatozoos todavía motiles, como los helechos, pero tuvieran unas semillas tan grandes y tan bien protegidas. Y los cefalópodos, la sepia, eran aún más interesantes, pues los machos introducen un brazo modificado que transporta los espermatóforos en la cavidad del manto de la hembra. Aún me hallaba a una gran distancia de la sexualidad humana, de mi propia sexualidad, pero ya comenzaba a parecerme un tema de lo más intrigante, tan interesante casi, a su manera, como la valencia o la periodicidad.
Pero aunque estábamos enamorados de la biología, ninguno de nosotros era tan monomaníaco como el señor Pask. La fuerza de la juventud, de la adolescencia, y toda la energía de nuestras mentes querían explorar en todas direcciones, aún no estaban preparadas para comprometerse con una sola cosa.
Durante cuatro años mi interés predominante había sido la ciencia; una pasión por el orden, por la belleza formal, era lo que me había seducido: la belleza de la tabla periódica, la belleza de los átomos de Dalton. El átomo cuántico de Bohr me parecía una cosa celestial, pensada, por así decir, para durar toda la eternidad. A veces sentía una especie de éxtasis ante la belleza formal e intelectual del universo. Pero ahora, con la aparición de nuevos intereses, a veces sentía lo opuesto, una suerte de vacuidad o aridez en mi interior, pues la belleza, el amor a la ciencia, ya no me satisfacía del todo, y ahora anhelaba lo humano, lo personal.
Fue sobre todo la música lo que sacó a la luz ese anhelo, y lo que lo sació; la música me hacía estremecer, o me daba ganas de llorar, o de aullar; la música que parecía llegarme hasta el tuétano, que le hablaba a mi naturaleza, aun cuando fuera incapaz de decir de qué manera, por qué me afectaba así, Mozart, sobre todo, suscitaba en mí sentimientos de una intensidad casi insoportable, pero era incapaz de definir esos sentimientos, quizá porque escapaban al lenguaje.
La poesía pasó a ser algo importante de una manera nueva y personal. En la escuela habíamos estudiado a Milton y a Pope, pero ahora comenzaba a descubrirlos por mi cuenta. Había versos de Pope de sobrecogedora ternura —«morir de una rosa en aromático dolor»— que yo susurraba para mí una y otra vez, hasta que me transportaban a otro mundo.
Jonathan, Eric y yo habíamos crecido con una gran pasión por la lectura y la literatura: la madre de Jonathan era novelista y biógrafa, y Eric, el más precoz de los tres, había leído poesía desde que tenía ocho años. Yo solía leer más historia y biografía, sobre todo diarios y experiencias personales. (En aquella época yo también llevaba un diario.) Como consideraban que mis gustos eran un tanto limitados, Eric y Jonathan me introdujeron en la lectura de autores más variados: Jonathan a Selma Lagerlof y Proust (yo sólo había oído hablar de Joseph-Louis Proust, el químico, no de Marcel), y Eric a T. S. Eliot, cuya poesía, sostenía, era más grande que la de Shakespeare. Y fue Eric quien me llevó al restaurante Cosmo de Finchley Road, donde mientras tomábamos té con limón y pastel de frutas escuchábamos a un joven poeta estudiante de medicina, Dannie Abse, recitar los poemas que acababa de componer.
Con gran petulancia los tres decidimos formar una Sociedad Literaria en la escuela; ya existía una, cierto, la Sociedad Milton, pero llevaba moribunda muchos años. Jonathan sería nuestro secretario, Eric nuestro tesorero y yo (aunque me consideraba el más ignorante de los tres, y el más tímido) su presidente.
Anunciamos una primera reunión para sondear el ambiente, y acudió un curioso grupo. Teníamos muchas ganas de invitar a gente de fuera para que dieran conferencias —poetas, dramaturgos, novelistas, periodistas—, y recaía sobre mí, dada mi condición de presidente, tentarlos para que vinieran. Un asombroso número de escritores acudió a nuestras reuniones, atraídos (imagino) por la absoluta excentricidad de las invitaciones, su absurda mezcla de infantilismo y ganas de dárselas de adulto, y la idea, quizá, de que una multitud de chavales que habían leído algunas de sus obras se morían de ganas de conocerlos. El mayor éxito habría sido la presencia de Bernard Shaw, pero me envió una deliciosa postal, escrita con letra temblorosa, diciendo que le encantaría venir, pero que era demasiado mayor para viajar (me escribió que ya tenía noventa y tres años y tres cuartos). Con los conferenciantes que invitábamos, y las vehementes discusiones posteriores, nos hicimos muy populares, y en nuestras reuniones semanales aparecían cincuenta o setenta chavales, muchos más de los que se habían visto nunca en las sobrias reuniones de la Sociedad Milton. Además, publicábamos una revista mimeografiada en tinta púrpura y llena de borrones, el Prickly Pear, que incluía textos de estudiantes y de vez en cuando de algún profesor, y, muy esporádicamente, de algunos de los escritores «de verdad» invitados.
Pero nuestro gran éxito, y quizá otras consideraciones nunca explícitamente declaradas —que nos burláramos de la autoridad, que poseyéramos una intención subversiva, que hubiéramos «matado» la Sociedad Milton (que ahora, como reacción, suspendió sus reuniones, por lo demás no muy frecuentes), y que fuéramos unos judíos repelentes, inteligentes y bulliciosos—, condujeron a nuestra desaparición. Un día me llamó el director y me dijo, sin más ceremonias:
—Sacks, su sociedad queda disuelta.
—¿A qué se refiere, señor? —tartamudeé—. No puede «disolvernos» así como así.
—Sacks, puedo hacer lo que quiera. Su sociedad literaria queda disuelta desde este momento.
—Pero ¿por qué, señor? —pregunté—. ¿Qué razones tiene para disolverla?
—No tengo que darle ninguna, Sacks. Y tampoco necesito ninguna. Ya puede irse, Sacks. Su sociedad ya no existe. Se acabó. —Y con estas palabras, chasqueó los dedos (un gesto de aniquilación, de que me fuera) y regresó a su trabajo.
Les llevé la noticia a Eric, a Jonathan y a los demás miembros de nuestra sociedad. Estábamos indignados y perplejos, pero no podíamos hacer nada. El director era la autoridad, el poder absoluto, y nada podíamos hacer para resistir u oponernos a él.
Cannery Row se publicó en 1945 o 1946,[85] y yo debí de leerlo poco después, quizá en 1948, cuando estudiaba biología en el instituto, y la biología marina se había añadido a la lista de mis intereses. Me encantaba la figura de Doc, su búsqueda de pulpos de pocos días de vida en los charcos que dejaba la marea cerca de Monterey, el que bebiera su batido de leche y cerveza con los muchachos, la idílica calma y placidez de su vida. Me decía que yo quería llevar su misma vida, vivir en una California mágica y mítica (que, con las películas de vaqueros, ya era para mí una tierra de fantasía). A medida que entraba en la adolescencia cada vez pensaba más en los Estados Unidos, nuestro gran aliado durante la guerra; su poder, sus recursos, eran casi ilimitados. ¿Acaso no habían construido la primera bomba atómica del mundo? Los soldados americanos que estaban de permiso recorrían las calles de Londres: sus gestos, su manera de hablar, parecían destilar una seguridad en sí mismos, una despreocupación, una calma casi inimaginable para nosotros después de seis años de guerra. La revista Life, con sus grandes desplegables, mostraba montañas, cañones, desiertos, paisajes de una amplitud y una magnificencia como nunca se había visto en Europa, por no hablar de esas poblaciones americanas llenas de gente sonriente, entusiasta y bien alimentada, de casas relucientes, tiendas llenas, que disfrutaban de una vida de abundancia y alegría que nos resultaba inimaginable tras el severo racionamiento y el triste recuerdo de la guerra aún pesando sobre nosotros. A esa seductora imagen de bienestar, exagerada espontaneidad y esplendor del otro lado del Atlántico, musicales como Annie Get Your Gun y Oklahoma! añadían una fuerza mitopoiética suplementaria. Fue en ese ambiente de exageración romántica donde Cannery Row y (a pesar de lo empalagoso que era) su secuela, Dulce jueves, tuvieron tanto impacto sobre mí.
Cuando tenía dieciséis o diecisiete años, y estaba profundamente enamorado de la biología marina, escribí a los laboratorios de biología marina de todos los Estados Unidos: a Woods Hole de Massachusetts, a la Scripps Institution de La Jolla, al Golden Gate Aquarium de San Francisco, y, naturalmente, a Cannery Row en Monterey (por entonces ya sabía que «Doc» era un personaje real: Ed Ricketts). Creo que todos contestaron y fueron amables, se alegraron de mi interés y entusiasmo, pero también indicaron con toda claridad que necesitaba algún título, y que debería pensar en volver a ponerme en contacto con ellos cuando me hubiera sacado el título de biología (cuando finalmente, diez años después, fui a California, no era biólogo marino, sino neurólogo).