14. LÍNEAS DE FUERZA
De joven me había intrigado la electricidad «por rozamiento», como la que se daba cuando, al frotar el ámbar, éste atraía trocitos de papel, y a mi regreso de Braefield comencé a leer cosas acerca de las «máquinas eléctricas» —discos o globos de algún material no conductor, que giraban por medio de una manivela y se frotaban contra la mano, una tela o algún cojín—, que producían fuertes chispas o descargas de electricidad estática. Parecía bastante fácil hacer una máquina tan sencilla, e intenté fabricar una utilizando un viejo disco de gramófono. En aquella época, esos discos se hacían de vulcanita y se electrificaban con gran facilidad; el único problema era su delgadez y fragilidad. En mi segundo intento utilicé una máquina más robusta: un grueso plato de cristal y un cojín cubierto de cuero y forrado con amalgama de cinc. Obtuve estupendas chispas con el invento, de más de dos centímetros de largo, si el tiempo era seco. (Si había humedad la cosa no funcionaba, pues entonces todo se convertía en conductor.)
Se podía conectar la máquina eléctrica a una botella de Leyden: que era básicamente un tarro de cristal forrado de estaño por dentro y por fuera, y una bola de metal en la parte superior, conectada al estaño de dentro mediante una cadena metálica. Si uno conectaba varios tarros, podían llegar a acumular una formidable carga. Leí que en el siglo XVIII se había utilizado una «batería» de botellas de Leyden en un experimento para provocar una descarga casi paralizante a una línea de ochocientos soldados unidos por las manos.
También conseguí una pequeña máquina de Wimshurst, un hermoso objeto en el que había unos discos de cristal giratorios y sectores circulares de metal que emitían radiaciones y que podían llegar a echar chispas de hasta diez centímetros de largo. Cuando las placas de la máquina de Wimshurst giraban deprisa, todo cuanto la rodeaba quedaba cargado: las borlas se electrificaban, y sus hilos se enderezaban y separaban; las bolas de médula se separaban volando, y uno percibía la electricidad en la propia piel. Si había cerca algo puntiagudo, la electricidad brotaba de la punta en forma de pincel luminoso, un pequeño fuego de San Telmo, y uno podía apagar una serie de velas con el «viento eléctrico» que producía, o incluso hacer girar un pequeño rotor sobre su pivote. Utilizando un pequeño taburete aislante —un tablero de madera sustentado por cuatro vasos—, conseguí electrificar a mis hermanos hasta el punto de que se les pusieron los pelos de punta. Estos experimentos mostraban el poder de repulsión de cargas eléctricas iguales, pues cada hilo de la borla, cada cabello, adquirían la misma carga (mientras que mi primera experiencia, con el ámbar y los trocitos de papel, había mostrado el poder de atracción de los cuerpos eléctricamente cargados). Los opuestos se atraían, los iguales se repelían.
Me pregunté si se podría utilizar la electricidad estática de la máquina de Wimshurst para encender una de las bombillas del tío Dave. Mi tío no dijo nada, pero me proporcionó un alambre muy fino hecho de plata y oro cuyo grosor, tan sólo, era la tricentésima parte de un centímetro. Cuando conecté las bolas de latón de la máquina de Wimshurst con un alambre de plata de ocho centímetros de largo sobre una cartulina, el alambre explotó al girar el botón, dejando un extraño dibujo sobre la cartulina. Cuando lo probé con el alambre de oro, éste se evaporó al instante, convirtiéndose en un vapor rojo, oro gaseoso. Deduje de esos experimentos que la electricidad por rozamiento podía ser formidable, pero que era demasiado descontrolada, demasiado violenta, para ser de mucha utilidad.
La atracción electroquímica, para Davy, era la atracción de los opuestos: la atracción, por ejemplo, de un ión metálico intensamente «positivo», un catión como el del sodio, hasta un ión «fuertemente negativo», un anión como el del cloro. Pero pensó que casi todos los elementos quedaban entre estos dos en una escala continua de electropositividad o electronegatividad. Entre los metales, el grado de electropositividad estaba relacionado con su reactividad química, de ahí su capacidad para reducir o sustituir elementos menos positivos.
Este tipo de sustitución, sin ninguna idea clara de cuál era su origen, había sido explorada por los alquimistas en la producción de recubrimientos metálicos o «árboles». Dichos árboles se hacían insertando un palo de cinc, por ejemplo, dentro de una solución de otra sal metálica (una sal de plata, por ejemplo). Con esto se conseguía que el cinc desplazara a la plata, y la solución daba un precipitado de plata metálica que adquiría una forma arborescente, casi fractal, y brillante. (Los alquimistas les habían dado nombres míticos a estos árboles: el árbol de plata se llamaba Árbol de Diana, el de plomo Árbol de Saturno y el de estaño Árbol de Júpiter.)[46]
Albergaba la esperanza de llegar a producir árboles de todos los elementos metálicos: árboles de hierro y cobalto, de bismuto y níquel, de oro, de platino, de todos los metales asociados al platino; de cromo y molibdeno, y (¡por supuesto!) de tungsteno; pero diversas consideraciones (y una no nimia era el coste prohibitivo de las sales de metales preciosos) me obligaron a ceñirme a la docena de metales básicos. Pero la pura delicia estética —no había dos que fueran iguales; eran tan distintos, incluso con el mismo metal, como los copos de nieve o los cristales de hielo; y los diferentes metales se depositaban de manera distinta— pronto dio paso a un estudio más sistemático. ¿Cuándo provocaba un metal la precipitación de otro? ¿Y por qué? Yo utilizaba una varilla de cinc, que introducía primero en una solución de sulfato de cobre, obteniendo una hermosa costra, un recubrimiento de cobre, a su alrededor. Luego experimenté con sales de estaño, de plomo y de plata, colocando una varilla de cinc en soluciones de estas sales, lo que produjo árboles cristalinos y brillantes de estaño, plomo y plata. Pero cuando intenté hacer un árbol de cinc, introduciendo una varilla de cobre en una solución de sulfato de cinc, no ocurrió nada. Estaba claro que el cinc era el metal más activo, y como tal podía reemplazar al cobre, pero no ser reemplazado por él. Para hacer un árbol de cinc había que utilizar un metal más activo que aquél, y descubrí que una varilla de magnesio funcionaba perfectamente. No había duda de que todos esos metales formaban algo así como una serie.
El propio Davy fue un pionero en el uso del desplazamiento electroquímico para proteger los fondos de cobre de los barcos de la corrosión en el agua del mar, añadiéndoles planchas de metales más electropositivos (como el hierro o el cinc), de modo que fueran éstos los que se corroyeran, una protección que se denominó catódica. (Aunque esto pareció funcionar bien en las condiciones del laboratorio, no ocurrió lo mismo en el mar, pues las nuevas planchas de metal atraían a los percebes, por lo que la idea de Davy fue ridiculizada. No obstante, el principio de la protección catódica era brillante, y después de la muerte de Davy acabó convirtiéndose en una manera corriente de proteger los fondos de las embarcaciones oceánicas.)
La lectura de los experimentos de Davy me estimuló a llevar a cabo una serie de experimentos electroquímicos: metí un clavo de hierro en agua, añadiéndole un trozo de cinc para protegerlo de la corrosión. Conseguí que las cucharas de plata de mi madre volvieran a brillar introduciéndolas en un plato de aluminio con una solución tibia de bicarbonato sódico. Quedó tan contenta que decidí dar un paso más y probé el galvanoplateado, utilizando cromo en el ánodo y una variedad de objetos domésticos en el cátodo. Recubrí de cromo todo lo que tenía a mano: clavos de hierro, fragmentos de cobre, tijeras y (lo que causó el enfado de mi madre) una de las cucharas de plata a las que anteriormente había devuelto su brillo.
Al principio no me di cuenta de que existía una relación entre estos experimentos y las pilas con las que jugaba en esa misma época, aunque me pareció una curiosa coincidencia que el primer par de metales que utilicé, el cinc y el cobre, pudieran producir un árbol o, en una pila, una corriente eléctrica. Creo que fue sólo al leer que, para obtener un voltaje superior, las pilas utilizaban metales más nobles, como la plata o el platino, cuando comencé a darme cuenta de que las dos series —la serie de los «árboles» y la serie de Volta— eran probablemente la misma, y que la actividad química y el potencial eléctrico eran en cierto sentido el mismo fenómeno.
Teníamos una pila grande y anticuada, una pila húmeda, en la cocina, conectada a un timbre eléctrico. El timbre era demasiado complicado de entender al principio, y la pila me resultaba más atractiva, pues contenía un tubo de barro cocido en cuyo interior había un enorme cilindro reluciente de cobre, inmerso en un líquido azulado; todo esto iba dentro de una envoltura exterior de cristal, también llena de fluido, y que contenía una barrita delgada de cinc. Se asemejaba a una especie de fábrica química en miniatura, y a veces me parecía ver que del cinc salían burbujitas de gas. Esta pila de Daniell (como se la llamaba) tenía un aspecto completamente decimonónico, victoriano, y tan extraordinario objeto producía electricidad por sí mismo, sin frotamiento ni fricción, sólo por obra de sus propias reacciones químicas. Que ésa fuera una fuente de electricidad distinta, no estática ni de rozamiento, sino un tipo de electricidad radicalmente distinto, debió de parecer realmente asombroso, una nueva fuerza de la naturaleza, cuando Volta la descubrió en 1800. Anteriormente sólo había habido las descargas fugitivas, las chispas y los destellos de la electricidad por rozamiento; ahora uno podía tener a su disposición una corriente estable, uniforme, invariable. Sólo se necesitaban dos metales distintos: el cobre y el cinc servían, o el cobre y la plata (Volta investigó una serie de metales que diferían en «voltaje», la diferencia de potencial), inmersos en un medio conductor.
En las primeras pilas que hice utilicé frutas o verduras: podías clavar electrodos de cobre o cinc en una patata o un limón y conseguir suficiente corriente para iluminar una diminuta bombilla de un voltio. Y se podían conectar media docena de limones o patatas (en serie para obtener un voltaje más alto, en paralelo para conseguir más potencia) para hacer una «pila» biológica. Después de las pilas de frutas y verduras, pasé a las monedas, utilizando alternativamente monedas de cobre y plata (había que utilizar monedas de plata acuñadas antes de 1920, pues las posteriores estaban adulteradas) con papel secante humedecido (generalmente con saliva) entre ellas. Si utilizaba monedas pequeñas, cuartos de penique o de seis peniques, podía colocar cinco o seis pares de monedas en dos centímetros, o podía hacer un montón de treinta centímetros de alto, con sesenta o setenta parejas encerradas en un tubo, que podía producir una fuerte descarga de 100 voltios. Me dije que se podría aumentar el voltaje haciendo una columna eléctrica de estrechas parejas de láminas de cobre y cinc, mucho más delgadas que las monedas. Dicha columna, de quinientas parejas o más, podría generar mil voltios, más incluso que una anguila eléctrica, lo bastante para asustar a cualquier agresor, pero nunca llegué a hacer ninguna.
Me fascinaba la enorme variedad de pilas que se idearon en el siglo XIX, algunas de las cuales podían verse en el Museo de la Ciencia. Había pilas de «fluido único», como la original de Volta, o la de Smee, o la de Grenet, o la de Leclanche, enorme, o la fina pila de plata de De la Rue; y había pilas de dos fluidos, como la nuestra de Daniell, la de Bunsen y la de Grove (que utilizaba electrodos de platino). Su número parecía interminable, pero todas habían sido pensadas, a su manera, para procurar un flujo de corriente más fiable y constante, para proteger los electrodos de la precipitación del metal o de la adherencia de las burbujas de gas, y para evitar (como ocurría en algunas pilas) la emisión de gases perniciosos o inflamables.
Estas pilas húmedas tenían que llenarse de agua de vez en cuando; pero las pequeñas pilas secas que había en nuestras linternas eran por completo distintas. Marcus, al ver mi interés, diseccionó una para mí, utilizando su poderoso cuchillo de Boy Scout: me mostró la envoltura exterior de cinc, la varilla central de carbono y la pasta conductora, bastante corrosiva y de extraño olor, que había entre ellos. Me mostró la gigantesca pila de 120 voltios de nuestra radio portátil (era una necesidad durante la guerra, pues el suministro eléctrico fallaba a menudo): contenía ochenta pilas secas conectadas, y pesaba varios kilos. Y luego abrió la capota del coche —en aquella época teníamos el viejo Wolseley— y me mostró el acumulador, con sus placas de plomo y su ácido, y me explicó que había que cargarlo y que podía transmitir una carga repetidamente, pero no generarla por sí mismo. Adoraba las pilas, y éstas no tenían por qué estar cargadas; cuando mi familia descubrió mi interés, me regalaron pilas usadas de todas las formas y tamaños, y rápidamente acumulé una colección extraordinaria (aunque totalmente inútil), y abrí y diseccioné muchas.
Pero mi favorita seguía siendo la vieja pila de Daniell, y cuando nos modernizamos y compramos una elegante pila seca para el timbre, me apropié de la de Daniell. Sólo tenía un modesto voltaje de un voltio o voltio y medio, pero la corriente, de varios amperios, era considerable en vista de su tamaño. Esto la hacía muy apropiada para experimentos de luz y calor, donde se necesitaba una corriente considerable, pero el voltaje importaba poco.
De este modo podía calentar alambre fácilmente, pues el tío Dave me había proporcionado toda una bandolera del mejor alambre de tungsteno de diferentes grosores. El más grueso, de dos milímetros de diámetro, se calentaba ligeramente cuando lo conectaba a las terminales de la pila; el más fino se ponía al rojo y se incineraba en un destello; y había un cómodo alambre intermedio que se podía mantener un rato al rojo, aunque incluso a esa temperatura no tardaba en oxidarse y en desintegrarse en una pelusa de óxido blanco amarillento. (Ahora ya sabía por qué había sido fundamental extraer el aire de las bombillas, y por qué la iluminación incandescente no era posible a menos que en las bombillas se hiciera el vacío o estuvieran llenas de un gas inerte.)
Utilizando la pila de Daniell como fuente de energía, también podía descomponer el agua si estaba salobre o acidulada. Recuerdo el extraordinario placer que me proporcionó descomponer un poco de agua en una huevera, contemplando cómo se separaban de manera visible sus elementos, el oxígeno en un electrodo y el hidrógeno en el otro. La electricidad de una pila de un voltio, aunque parecía muy suave, era suficiente para separar un compuesto químico, descomponer el agua, o, de manera más espectacular, la sal en sus constituyentes violentamente activos.
La electrólisis no se podría haber descubierto antes de la pila de Volta, pues a las máquinas eléctricas más poderosas o a las botellas de Leyden les era por completo imposible provocar la descomposición química. Posteriormente Faraday calculó que se habría necesitado la carga concentrada de 800.000 botellas de Leyden, o quizá la potencia de todo un rayo, para descomponer un solo grano de agua, algo que se podía hacer con una diminuta y sencilla pila de un voltio. (Pero mi pila de un voltio, por otro lado, o incluso la batería de ochenta pilas que Marcus me enseñó en la radio portátil, no podía hacer que se moviera una bola de médula o un electroscopio.) La electricidad estática era capaz de generar grandes chispas y cargas de alto voltaje (una máquina de Wimshurst podía generar 100.000 voltios), pero muy poca potencia, al menos para electrolizar. Y lo contrario podía decirse de la enorme potencia, pero poco voltaje, de una pila química.
Si la batería eléctrica supuso mi introducción a la inseparable relación entre la electricidad y la química, el timbre eléctrico fue mi introducción a la inseparable relación entre la electricidad y el magnetismo, una relación ni mucho menos evidente ni transparente, y que no se descubrió hasta la década de 1820.
Había visto cómo una leve corriente eléctrica podía calentar un alambre, soltar una descarga o descomponer una solución. ¿Cómo se las arreglaba para provocar el movimiento oscilatorio, el repiqueteo de nuestro timbre eléctrico? Unos cables salían del timbre hasta la puerta delantera, y cuando el botón exterior se apretaba se cerraba un circuito. Una noche que mis padres estaban fuera, decidí saltarme el circuito, y conecté los cables de manera que pudiera accionar el timbre directamente. En cuanto dejaba pasar la corriente, saltaba el martillo de la campana, golpeándola. ¿Qué lo hacía saltar cuando se conectaba la corriente? Vi que el martillo, que era de hierro, tenía un alambre de cobre enrollado. Cuando la corriente pasaba por el alambre enrollado, éste se magnetizaba, y ello provocaba que el martillo fuera atraído hacia la base de hierro de la campana (una vez golpeada ésta, rompía el circuito y regresaba a su lugar original). Me pareció algo extraordinario: una cosa era mi magnetita, mi imán en forma de herradura, pero lo que allí teníamos era magnetismo que sólo aparecía cuando pasaba una corriente por el circuito, y desaparecía en cuanto se detenía.
Fue la sensibilidad de las agujas de la brújula lo que proporcionó la primera pista para el descubrimiento de la relación entre la electricidad y el magnetismo. Se sabía que la aguja de una brújula se volvía loca o incluso se desimantaba durante una tormenta, y en 1820 se observó que si se hacía pasar una corriente a través de un alambre próximo a una brújula, la aguja de pronto se movía. Si la corriente era lo bastante fuerte, la aguja podía llegar a desviarse noventa grados. Si se colocaba el alambre encima en lugar de debajo, la aguja giraba en dirección contraria. Era como si la fuerza magnética formara círculos alrededor del alambre. [47]
Dicho movimiento circular de las fuerzas magnéticas podía hacerse visible fácilmente utilizando un imán vertical introducido en un cuenco de mercurio, con un alambre suspendido y suelto tocando el mercurio, y un segundo cuenco en el que el imán podía moverse y el alambre estaba fijo. Cuando pasaba la corriente, el alambre suspendido y suelto se ponía a dar vueltas en torno al imán, y el imán suelto giraba en dirección opuesta alrededor del alambre fijo.
Faraday, que en 1821 ideó este aparato —de hecho, el primer motor eléctrico del mundo—, inmediatamente se preguntó si el proceso contrario también era posible: si la electricidad podía producir magnetismo tan fácilmente, ¿podía una fuerza magnética generar electricidad? Sorprendentemente, le llevó varios años responder a esta pregunta, pues no era una cuestión tan sencilla.[48] Si se colocaba un imán permanente dentro de un alambre entallado no se generaba ninguna electricidad; había que mover la barra hacia dentro y hacia fuera, y sólo entonces se generaba corriente. Ahora nos parece algo obvio, porque estamos familiarizados con las dinamos y su funcionamiento. Pero en aquella época nada hacía predecir que el movimiento fuera inevitable; después de todo, una botella de Leyden, una pila voltaica, se colocaba sobre la mesa y ya funcionaba. Incluso un genio como Faraday tardó diez años en dar el salto mental, en desembarazarse de los supuestos de su época, para pasar a una esfera distinta y comprender que el movimiento del imán era necesario para generar electricidad, que era algo esencial. (Faraday creía que el movimiento generaba electricidad porque cortaba las líneas magnéticas de fuerza.) El imán de Faraday que se movía hacia dentro y hacia fuera fue la primera dinamo del mundo: un motor eléctrico al revés.
Era curioso que los dos inventos de Faraday, el motor eléctrico y la dinamo, descubiertos al mismo tiempo, causaran un impacto tan distinto. Los motores eléctricos fueron adoptados y desarrollados casi de inmediato, de modo que en 1839 ya había embarcaciones fluviales eléctricas que funcionaban con batería, mientras que las dinamos fueron mucho más lentas de desarrollar y su uso no se extendió hasta la década de 1880, cuando la introducción de las luces y los trenes eléctricos generó una demanda de enormes cantidades de electricidad y un sistema de distribución que permitiera su funcionamiento. Jamás se había visto nada parecido a esas inmensas dinamos, cuyo zumbido tejía una misteriosa e invisible energía de la nada, y las primeras centrales eléctricas, con sus grandes dinamos, inspiraban una especie de temor reverencial. (H. G. Wells las evoca en uno de sus primeros relatos, «El señor de la dinamo», en el que un hombre primitivo comienza a ver la inmensa dinamo que cuida como un dios que exige sacrificios humanos.)
Al igual que Faraday, comencé a ver «líneas de fuerza» por todas partes. En la parte delantera y trasera de mi bicicleta ya tenía luces que iban con batería, y ahora también tenía luces que iban con una dinamo. Mientras la pequeña dinamo ronroneaba en la rueda trasera, a veces pensaba en las líneas magnéticas de fuerza al ser cortadas mientras zumbaban, y en el misterioso y fundamental papel del movimiento.
El magnetismo y la electricidad habían parecido al principio cosas completamente separadas; ahora, de algún modo, parecían unidas por el movimiento. Fue entonces cuando acudí a mi tío Abe, «el físico», quien me explicó que la relación entre la electricidad y el magnetismo (y la relación de ambos con la luz) había quedado muy clara gracias a los trabajos del gran físico escocés Clerk Maxwell.[49] Un campo eléctrico, al moverse, inducía un campo magnético, y éste a su vez inducía un segundo campo eléctrico, y éste otro magnético, y así sucesivamente. Maxwell previó que con estas inducciones mutuas casi instantáneas se daría, de hecho, un campo magnético combinado de una oscilación extremadamente rápida, y que se expandiría en todas direcciones, propagándose como un movimiento ondulatorio a través del espacio. En 1865, Maxwell consiguió calcular que esos campos se propagarían a 300.000 kilómetros por segundo, una velocidad enormemente cercana a la de la luz. Lo cual era sorprendente, pues nadie había sospechado que existiera ninguna relación entre el magnetismo y la luz; de hecho, nadie tenía ni idea de qué podía ser la luz, aunque se sobrentendía que se propagaba como una onda. Ahora Maxwell sugería que la luz y el magnetismo eran «estados de la misma sustancia, y que la luz es una perturbación electromagnética propagada a través del campo sujeta a leyes electromagnéticas». Tras leer esas líneas, comencé a pensar en la luz de otra manera, comencé a verla como campos eléctricos y magnéticos que saltaban uno encima del otro a la velocidad de la luz, entrelazándose para formar un rayo de luz.
El corolario era que cualquier campo eléctrico o magnético variable podía dar lugar a una onda electromagnética que se propagaba en todas direcciones. Abe me contó que eso fue lo que inspiró a Heinrich Hertz a buscar otras ondas electromagnéticas, ondas, quizá, con una mayor longitud de onda que la de la luz visible. Lo consiguió en 1886, utilizando una simple bobina de inducción como «transmisor» y pequeñas bobinas de alambre con diminutos (de una milésima de milímetro) entrehierros como «receptores». Cuando se hacía que la bobina de inducción echara chispas, podía observar, en la oscuridad de su laboratorio, diminutas chispas secundarias en las pequeñas bobinas. «Conectas la radio», dijo Abe, «y no piensas en el prodigio que está sucediendo. Piensa en qué debió de sentir Hertz aquel día de 1886 al ver esas chispas y comprender que Maxwell tenía razón, y que algo parecido a la luz, una onda electromagnética, era irradiada por esa bobina de inducción en todas direcciones.»
Hertz murió muy joven, y nunca supo que su descubrimiento iba a revolucionar el mundo. El propio tío Abe tenía sólo dieciocho años cuando Marconi transmitió por primera vez señales de radio a través del Canal de la Mancha, y recordaba el entusiasmo que eso provocó, un entusiasmo mayor incluso que el causado por el descubrimiento de los rayos X, dos años antes. Algunos cristales, sobre todo los cristales de galena, podían captar las señales de radio; no había más que encontrar el sitio exacto de su superficie explorándolo con un alambre de tungsteno, un «bigote de gato». Uno de los primeros inventos del tío Abe fue un cristal sintético que funcionaba incluso mejor que la galena. En aquel momento todo el mundo hablaba de las «ondas hertzianas», y Abe había llamado a su cristal hertzita.
Pero el máximo logro de Maxwell fue unificar toda la teoría electromagnética, formalizada, comprimida, en sólo cuatro ecuaciones. En esa media página de símbolos, dijo Abe, mostrándome las ecuaciones en uno de sus libros, se condensaba toda la teoría de Maxwell…, para aquellos que pudieran comprenderla. Para Hertz, las ecuaciones de Maxwell revelaban los rudimentos de «una nueva física…, como un país de las hadas encantado», no sólo la posibilidad de generar ondas de radio, sino la idea de que todo el universo era una encrucijada de campos electromagnéticos de todo tipo que alcanzaban los confines del universo.