15. VIDA FAMILIAR

El sionismo desempeñó un papel importante en las dos ramas de mi familia. Durante la Gran Guerra, la hermana de mi padre, Alida, trabajó como ayudante de Nahum Sokolov y Chaim Weitzmann, en aquella época los líderes del sionismo en Inglaterra, y, gracias a su talento para los idiomas, se le confió la traducción al francés y al ruso de la Declaración de Balfour de 1917, y su hijo Aubrey, ya de niño, era un erudito y elocuente sionista (y luego, con el nombre de Abba Eban, sería el primer embajador israelí en las Naciones Unidas). De mis padres, en cuanto que doctores que poseían una gran casa, se esperaba que proporcionaran un lugar acogedor para celebrar reuniones sionistas, y cuando yo era niño hubo numerosas reuniones en mi casa. Yo los oía desde mi habitación del piso de arriba —alzaban la voz, discutían interminablemente, daban apasionados puñetazos sobre la mesa—, y era frecuente que algún sionista, con rubor de cólera o entusiasmo, irrumpiera en mi dormitorio buscando el lavabo.

Esas reuniones parecían dejar a mis padres para el arrastre —se les veía pálidos y exhaustos después de cada una—, pero consideraban que era su deber hacer de anfitriones. Nunca les oí hablar entre ellos de Palestina ni del sionismo, y sospechaba que no tenían fuertes convicciones sobre el tema, al menos hasta después de la guerra, cuando el horror del Holocausto les hizo considerar que deberían tener una «Patria Nacional». Me sentía intimidado por los organizadores de esas reuniones, y por los proselitistas gangsteriles que llamaban a la puerta pidiendo grandes sumas de dinero para las yeshivas o «escuelas de Israel». Mis padres, lúcidos e independientes en muchos otros aspectos, parecían blandos e indefensos ante esas exigencias, quizá a causa de un sentido del deber o por preocupación. Mis sentimientos (que jamás discutí con ellos) eran apasionadamente negativos: llegué a odiar el sionismo, el proselitismo y el politiqueo de todo tipo, que consideraba ruidoso, entrometido e intimidador. Prefería el discurso sereno, la racionalidad, de la ciencia.

Mis padres eran moderadamente ortodoxos en la práctica (aunque se hablaba muy poco de qué creía realmente cada uno), pero algunos miembros de la familia eran extremadamente ortodoxos. Se decía que el padre de mi madre se despertaba por la noche si se le caía el yarmulka,[50] y que el padre de mi padre jamás se iba a nadar sin el suyo. Algunas de mis tías llevaban sheitls —«pelucas»—, lo que a veces les confería un aspecto extrañamente juvenil, como de maniquí: Ida tenía una de un vivo amarillo, Gisela una color negro cuervo, y siguieron llevando las mismas cuando, muchos años más tarde, yo ya tenía el pelo gris.

La hermana mayor de mi madre, Annie, se había ido a Palestina en la década de 1890 y fundado una escuela en Jerusalén, una escuela para «damas inglesas de fe mosaica». Annie resultaba una mujer de presencia imponente. Era excesivamente ortodoxa, y (sospechaba yo) creía tener un íntimo contacto personal con la Deidad (al igual que con el rabino principal, la comisión de la Liga de Naciones y el muftí, en Jerusalén).[51] Periódicamente llegaba a Inglaterra con unos baúles tan enormes que se necesitaban seis mozos para levantarlos, y durante sus visitas introducía en la casa una atmósfera de aterrador rigor religioso: mis padres, menos ortodoxos, tenían miedo de su penetrante mirada.

En una ocasión —era un agobiante sábado del tenso verano de 1939— decidí subir y bajar por Exeter Road, que estaba al lado de casa, con mi triciclo, pero cayó un repentino chaparrón y acabé empapado. Annie me señaló con un dedo que no dejaba de agitarse, mientras negaba con su pesada cabeza: «¡Montar en bicicleta en Sabbath! No puedes salir impune», dijo. «¡Él lo ve todo, Él te vigila constantemente!» Desde entonces me desagradaron los sábados, y también Dios (al menos el Dios vengativo y punitivo que la admonición de Annie había evocado), y engendraron en mí un sentimiento de incomodidad, de angustia, de sentirme vigilado (que aún persiste un poco hoy en día).

Por lo general —aquel sábado fue una excepción— acompañaba a mi familia a la espaciosa sinagoga de Walm Lane, que en aquella época tenía una congregación de más de dos mil personas. Todos íbamos bien restregados y excesivamente limpios, y vestidos con nuestras ropas «de domingo», y bajábamos Exeter Road siguiendo a nuestros padres, como tantos otros críos. Mi madre, acompañada de varias de mis tías, subía a la galería de las mujeres. Cuando yo era muy pequeño (tendría tres o cuatro años), subía con ella, pero, al ser ya un chaval «mayor» de seis años, tenía que quedarme abajo con los hombres (aunque siempre lanzaba miradas furtivas a las mujeres, y a veces intentaba saludar a mi madre, a pesar de que estaba severamente prohibido hacerlo).

Mi padre era muy conocido en la congregación —la mitad de la cual eran pacientes suyos o de mi madre— y tenía reputación de ser un firme sostén de la comunidad y un erudito, aunque su erudición no era nada, me dijo, comparada con la de Wilensky, que estaba al otro lado del pasillo, que se conocía cada palabra del Talmud de memoria, hasta el punto de que si se clavaba una aguja en cualquiera de sus volúmenes, era capaz de saber qué frase atravesaría en cada página. Wilensky no seguía el servicio, sino un programa o letanía interior, constantemente meciéndose adelante y atrás, rezando a su manera. Llevaba largos tirabuzones y aladares que le caían sobre la cara, y yo le miraba con un pavor reverencial, como si fuera alguien sobrehumano.

Los sábados por la mañana el servicio era larguísimo, e incluso rezando a toda velocidad duraba un mínimo de tres horas, y eso que a veces se rezaba a una velocidad increíble. Había que decir una oración, el Amidah, de pie y mirando hacia Jerusalén. Teóricamente constaba de diez mil palabras, pero los que estaban en las primeras filas de la sinagoga la decían en tres minutos pelados. Yo leía todo lo que podía (y echaba frecuentes vistazos a la traducción que había en la página de al lado para entender qué significaba todo aquello), pero no había leído más de un párrafo o dos y el tiempo se acababa, y el servicio ya pasaba a otra cosa. Yo casi nunca intentaba seguir el ritmo del servicio, sino que deambulaba por el devocionario a mi aire. Allí fue donde oí hablar de la mirra y el incienso, y de las pesas y medidas que se utilizaban en la tierra de Israel hace tres mil años. Había muchos párrafos que me atraían con su rico lenguaje, o su belleza, su sentido de la poesía y el mito, dando detalles de olores y especias que acompañaban a algunos sacrificios. Era evidente que Dios tenía un buen olfato.[52]

Me gustaban los cánticos, el coro —donde cantaba el primo Dennis, y que presidía mi tío Moss—, el virtuoso chazzan (el solista de los cánticos), y algunos de los desaforados discursos rabínicos, y, de vez en cuando, la idea de que todos formábamos parte de una comunidad. Pero, por lo general, la sinagoga me resultaba opresiva; la religión parecía más real, e infinitamente más agradable, en casa. Me encantaba la Pascua, con sus prolegómenos (eliminar todo el pan con levadura, el chometz, que había en casa, quemarlo, a veces en compañía de los demás vecinos), la hermosa cubertería, vajilla y mantelería especial que utilizábamos esos ocho días, y el arrancar el rábano picante que habíamos plantado en el jardín, que al molerlo hacía derramar copiosas lágrimas.

Durante el Seder, las dos primeras noches de Pascua, éramos quince, a veces veinte, a la mesa: mis padres, mis tías solteras: Birdie, Len, y antes de la guerra, Dora, a veces Annie; primos más o menos lejanos venidos de Francia o Suiza; y siempre uno o dos desconocidos. Teníamos un hermoso mantel bordado que Annie nos había traído de Jerusalén, cuyo blanco y oro resplandecían sobre la mesa. Mi madre, sabiendo que tarde o temprano ocurriría algún accidente, siempre efectuaba un «derrame» preventivo: no sé cómo, pero al inicio de la velada siempre conseguía derribar una botella de vino tino sobre el mantel, por lo que ningún invitado se sentía incómodo si volcaba un vaso. Aunque yo sabía que lo hacía a propósito, era incapaz de predecir cuándo o cómo ocurriría el «accidente»; siempre parecía absolutamente espontáneo y auténtico. (Mi madre de inmediato esparcía sal sobre la mancha de vino, que se volvía mucho más clara, casi desaparecía; me preguntaba por qué la sal tenía ese poder.)

Contrariamente al servicio religioso de la sinagoga, que se farfullaba a toda velocidad, y que me resultaba en gran parte ininteligible, el servicio del Seder era más reposado, y contenía largas discusiones y disquisiciones, y preguntas acerca del simbolismo de los distintos platos: el huevo, el agua salada, la hierba amarga, el haroseth[53]. A los Cuatro Muchachos mencionados en el servicio —el Sabio, el Travieso, el Simple y el Que Era Demasiado Joven Para Hacer Preguntas— siempre los identificaba con nosotros cuatro, aunque eso era especialmente injusto con David, que no era más travieso que cualquier otro chaval de quince años. Me encantaba el ritual de lavarse las manos, las cuatro copas de vino, el recitado de las diez plagas (a medida que se recitaban, había que mojar el dedo índice en el vino a cada plaga; luego, tras la décima plaga, la matanza de los primogénitos, había que arrojar el vino que uno tenía en las puntas de los dedos por encima del hombro). Yo, al ser el más joven, recitaba las Cuatro Preguntas en una trémula voz de tiple; y luego intentaba averiguar dónde había escondido mi padre el trozo de pastel sin levadura que se dejaba para el final, el afikomen (pero jamás le pillaba haciéndolo, igual que tampoco pillaba a mi madre maniobrando para verter el vino).

Me encantaban las canciones y recitados del Seder, la sensación de rememorar algo, ese ritual que se había llevado a cabo durante milenios: la historia del cautiverio en Egipto, el pequeño Moisés en los juncos rescatado por la hija del faraón, la Tierra Prometida donde manaban la miel y la leche. Todos éramos transportados a un reino mítico.

El servicio del Seder duraba hasta pasada la medianoche, y a veces se alargaba hasta la una o las dos de la mañana, y yo, cuando tenía cinco o seis años, echaba alguna que otra cabezadita. Luego, cuando finalmente acababa, se dejaba otra copa de vino —la quinta— para «Elías» (aparecería durante la noche, me contaban, y se bebería el vino que le habían dejado). Puesto que mi nombre hebreo era Eliahu, Elías, decidí que tenía derecho a beberme el vino, y en uno de los últimos Seder que celebramos antes de la guerra, fui a hurtadillas hasta el comedor y me bebí toda la copa. Nadie me preguntó nada, y jamás admití lo que había hecho, pero la resaca que sentí al día siguiente, y el que la copa estuviera vacía, hicieron que mi confesión resultara innecesaria.

Disfrutaba con todas las fiestas judías de manera distinta, pero el Succoth, la fiesta de la cosecha, era mi preferida, pues construíamos una casa de hojas y ramas, un succah, en el jardín, de cuyo techo colgaban verduras y frutas, y, si el tiempo lo permitía, yo dormía en el succah, y observaba las constelaciones que había sobre mi cabeza a través del techo adornado con frutas.

Pero las fiestas más serias, y los ayunos, me recordaban la opresiva atmósfera de la sinagoga, una atmósfera que llegaba a ser casi horrenda el Día de la Expiación, el Yom Kippur, cuando todos nosotros (o eso interpretábamos) éramos pesados en la balanza. Entre el Año Nuevo y el Día de la Expiación uno disponía de diez días para arrepentirse y reparar sus faltas y pecados, y ese arrepentimiento alcanzaba su clímax, de manera comunitaria, en el Yom Kippur. Durante ese período, por supuesto, todos habíamos ayunado, durante veinticuatro horas ni comida ni bebida podía pasar entre nuestros labios. Nos golpeábamos el pecho y decíamos entre gemidos: «He hecho esto, he hecho lo otro»: se mencionaban todos los pecados posibles (incluyendo muchos que nunca se me habían ocurrido), pecados de comisión y de omisión, pecados voluntarios e involuntarios. Lo terrorífico era que uno no sabía si al golpearse el pecho estaba convenciendo a Dios, ni si los pecados eran, de hecho, perdonables. Uno no sabía si Dios volvería a inscribirle en el Libro de la Vida, como establecía la liturgia, o si moriría y sería arrojado a las tinieblas exteriores. Las intensas emociones en tumulto de la congregación eran expresadas por la asombrosa voz de nuestro viejo chazzan, Schechter. De joven, Schechter había querido cantar ópera, pero jamás había llegado a cantar fuera de la sinagoga. Al final del servicio, Schechter soplaba el shofar,[54] y con ello acababa la expiación.

Cuando tenía catorce o quince años —no estoy seguro exactamente—, el servicio del Yom Kippur acabó de manera inolvidable, pues Schechter, que siempre soplaba el shofar con todas sus fuerzas —la cara se le ponía roja del esfuerzo—, produjo una nota larga y aparentemente interminable de una belleza sobrenatural, y a continuación cayó muerto delante de nosotros encima de la bema, la plataforma elevada sobre la que cantaba. Tuve la impresión de que Dios había matado a Schechter, le había mandado un rayo, le había fulminado. La conmoción que eso produjo en todos los presentes quedó temperada por la reflexión de que si había un momento en que el alma estaba pura, perdonada, libre de todo pecado, era ése, cuando se soplaba el shofar para concluir el ayuno; y que el alma de Schechter, casi con toda seguridad, había abandonado el cuerpo en ese momento y se había ido directamente con Dios. Fue una muerte pía, todos lo dijeron: por favor, Dios, cuando llegue su hora, que mueran así también.

Y lo curioso era que mis abuelos habían muerto, de hecho, durante el Yom Kippur (aunque no en circunstancias tan dramáticas como ésa), y que al comienzo de cada Yom Kippur mis padres encendían unas achatadas velas conmemorativas en su recuerdo, que ardían lentamente durante el ayuno.

En 1939 una de las hermanas mayores de mi madre, la tía Violet, llegó de Hamburgo con su familia. Su marido, Moritz, era profesor de química y veterano de la Primera Guerra Mundial, en la que había recibido numerosas condecoraciones y fragmentos de obús, por lo que cojeaba mucho. Se consideraba un patriota alemán, y le parecía increíble verse obligado a abandonar su país, pero la Noche de los Cristales Rotos le había hecho comprender el destino que le esperaba a él y a su familia si no huían, y en la primavera de 1939 pusieron rumbo a Inglaterra… por los pelos (todas sus propiedades habían sido requisadas por los nazis). Se alojaron en casa del tío Dave, y brevemente con nosotros, antes de dirigirse a Manchester, donde abrieron una escuela y un albergue para refugiados.

Preocupado, obsesionado por mi propia situación, yo ignoraba en gran medida lo que estaba ocurriendo en el mundo. Poco sabía, por ejemplo, de la evacuación de Dunquerque de 1940, después de la caída de Francia, de la frenética multitud de barcos en los que los últimos refugiados intentaban huir del Continente. Pero en diciembre de 1940, mientras estaba en casa de vacaciones, averigüé que una pareja procedente de Flandes, los Huberfelds, vivían ahora en las habitaciones de invitados de nuestra casa. Habían huido en un pequeño bote horas antes de la llegada de las fuerzas alemanas, y casi se habían extraviado en medio del mar. No sabían qué había sido de sus padres, y gracias a ellos me hice una idea por primera vez del caos y el horror que imperaban en Europa.

Durante la guerra, la congregación se desmembró —los jóvenes se alistaron de manera voluntaria u obligatoria, y cientos de niños, como yo o Michael, fuimos evacuados de Londres— y jamás llegó a reconstituirse después de la guerra. Algunos murieron, combatiendo en Europa o a causa de los bombardeos de Londres; otros se mudaron a lo que había sido, antes de la guerra, un barrio exclusivamente judío de clase media. Antes de la guerra, mis padres (y yo también) conocían casi todas las tiendas y tenderos de Cricklewood: la farmacia del señor Silver, la tienda de comestibles del señor Bramson, la verdulería del señor Ginsberg, la panadería del señor Grodzinski, la carnicería kosher del señor Waterman: los veía siempre ocupando el mismo lugar en la sinagoga. Pero ese mundo quedó hecho añicos a causa del impacto de la guerra, y por los veloces cambios sociales de la posguerra que alcanzaron nuestro rincón de Londres. Yo mismo, traumatizado en Braefield, había perdido todo contacto y el menor interés por la religión de mi infancia. Lamento haberlo perdido tan pronto y de manera tan brusca, y ese sentimiento de tristeza o nostalgia se mezclaba, de manera extraña, con un furibundo ateísmo, una especie de furia contra Dios por no existir, por no preocuparse, por no haber evitado la guerra, por permitirla, junto con todos sus horrores.

Su nombre hebreo era Zipporah (pájaro), pero para nosotros, para la familia, fue siempre la tía Birdie. Nunca me quedó claro (y quizá a nadie) qué le ocurrió a Birdie en los primeros años de su vida. Se hablaba de que de niña había sufrido un golpe en la cabeza, pero también de una enfermedad congénita, de una glándula tiroides defectuosa, y de que había tenido que tomar grandes dosis de extracto de tiroides a lo largo de su vida. Birdie tenía la piel como arrugada, en pliegues, ya de joven; era de pequeña estatura y moderada inteligencia, el único de los hijos de mi abuelo, por lo demás robustos e inteligentes, que presentaba alguna discapacidad. Pero no estoy seguro de que yo la considerara «discapacitada», para mí era simplemente la tía Birdie, alguien que vivía con nosotros, una parte esencial de la casa, que siempre estaba allí. Tenía su propia habitación, al lado de la de mis padres, llena de fotos, postales, tubos de arena de colores y chucherías compradas en las vacaciones familiares que se remontaban a principios de siglo. Su habitación olía a limpio, casi como a cachorro, y para mí, a veces, cuando en la casa había alboroto, era un oasis de calma. Tenía una gruesa estilográfica Parker de color amarillo (la de mi madre era naranja), y escribía lentamente con una letra infantil, sin personalidad. Yo sabía, desde luego, que «algo le pasaba» a la tía Birdie, algo médico, que su salud era frágil y su capacidad mental limitada, pero nada de eso tenía realmente importancia para nosotros. Lo único que sabíamos era que ella estaba allí, que era una presencia constante, inquebrantablemente fiel, y que parecía querernos sin reserva ni ambigüedad.

La tía Birdie.

Cuando me interesé por la química y la mineralogía, ella salía y me traía pequeñas muestras minerales; nunca supe de dónde ni cómo las conseguía (ni tampoco cómo, tras preguntarle a Michael qué libro podría gustarme para mi Bar Mitzvah,[55] me consiguió un ejemplar de las Crónicas de Froissart). De joven, Birdie había trabajado para la empresa de Raphael Tuck, que publicaba calendarios y postales, y formaba parte del ejército de muchachas que pintaban y coloreaban postales: esas postales de delicados colores que fueron muy populares, y a menudo objeto de colección, durante décadas, y que parecían formar parte de la vida hasta que, en los años treinta, la fotografía y la impresión en color comenzaron a desplazadas, y el pequeño ejército de empleadas de Tuck acabó siendo superfluo. Un día, en 1936, después de casi treinta años trabajando en la empresa, Birdie fue despedida, sin previo aviso y con apenas unas palabras de agradecimiento, y por supuesto sin jubilación ni indemnización. Cuando aquella tarde volvió a casa (me contó Michael años más tarde), tenía la cara «afligida», y jamás se recuperó.

Birdie era siempre tan callada, tan sencilla, tan omnipresente, que todos solíamos dar por sentado y pasar por alto el importantísimo papel que desempeñaba en nuestras vidas. Cuando, en 1951, me dieron una beca para ir a Oxford, fue Birdie quien me entregó el telegrama, quien me abrazó y felicitó, y quien también derramó algunas lágrimas, pues sabía que eso significaba que tendría que irme de casa.

Por las noches, Birdie padecía frecuentes ataques de «asma cardíaca», una insuficiencia cardíaca aguda, y entonces no podía respirar, se ponía muy nerviosa y necesitaba incorporarse. Al principio, cuando los ataques eran leves, bastaba con eso; pero a medida que empeoraron mis padres le pidieron que tuviera una campanilla junto a su cama y la hiciera sonar en cuanto se sintiera indispuesta. Yo oía sonar la campanilla a intervalos cada vez más frecuentes, y empecé a pensar que su estado era realmente grave. Mis padres se levantaban enseguida para ocuparse de Birdie —ahora necesitaba oxígeno, y morfina, para superar los ataques— y yo me quedaba en cama, escuchando temeroso hasta que todo se calmaba y podía seguir durmiendo. Una noche, en 1951, sonó la campanilla y mis padres entraron corriendo en su cuarto. Aquella vez el ataque era grave en extremo: una espuma de color rosa le salía de la boca —se ahogaba en el fluido que le anegaba los pulmones— y no respondió al oxígeno ni a la morfina. Como medida última y desesperada para salvar su vida, mi madre realizó una venosección en el brazo de Birdie con un escalpelo, en un intento de aliviar la presión del corazón. Pero no funcionó, y murió en brazos de mi madre. Cuando entré en el cuarto vi sangre por todas partes: en su camisón y en sus brazos, y mi madre cubierta de sangre, sujetándola. Por un momento pensé que mi madre la había matado, antes de descifrar la terrible escena que tenía ante mí.

Era la primera muerte de un pariente cercano, de alguien que había formado parte esencial de mi vida, y me afectó mucho más de lo que había previsto.

De niño me parecía que la casa estaba llena de música. Había dos Bechsteins, uno de cola y otro vertical, y a veces sonaban los dos al mismo tiempo, por no hablar de la flauta de David y del clarinete de Marcus. En dichas ocasiones la casa era un auténtico acuario de sonido, y mientras caminaba por la casa oía un instrumento y luego otro (y, curiosamente, los distintos instrumentos no parecían colisionar, mi oído, mi atención, siempre seleccionaba uno u otro).

Mi madre no estaba tan dotada para la música como los demás, aunque le gustaban mucho los lieder de Brahms y Schubert; a veces los cantaba, acompañado al piano por mi padre. Su favorito era el Nachtgesang, la Canción de la Noche, que cantaba con una voz suave, un tanto desafinada. Ése es uno de mis primeros recuerdos (nunca supe qué decía la letra, pero la canción me afectaba de manera extraña). Soy incapaz de oírla sin recordar, con una viveza casi insoportable, la sala de nuestra casa tal como estaba antes de la guerra, y la figura y la voz de mi madre, cuando se inclinaba sobre el piano y cantaba.

Mi padre tenía un gran oído, y cuando volvía de un concierto era capaz de tocar gran parte del programa de oído, transponiendo fragmentos en diferentes claves, tocándolos de maneras distintas. Poseía un amor insaciable por la música, y disfrutaba tanto de la revista de variedades como de los conciertos de cámara, de Gilbert y Sullivan tanto como de Monteverdi. Le encantaban de manera especial las canciones de la Primera Guerra Mundial, y las cantaba con una sonora voz de bajo. Guardaba una enorme biblioteca de partituras en miniatura, y siempre parecía llevar una o dos en los bolsillos (de hecho, a veces se acostaba con alguna, o con el diccionario de temas musicales que luego le regalé en uno de sus cumpleaños).

Aunque había estudiado con un renombrado pianista, y siempre estaba aporreando el teclado de alguno de los dos pianos, los dedos de mi padre eran tan anchos y achatados que jamás se pudieron adaptar con comodidad a las teclas, por lo que generalmente se conformaba interpretando fragmentos sueltos. Pero deseaba que los demás supiéramos tocar con soltura, y contrató a un brillante profesor de piano, Francesco Ticciati, para que nos diera clases. Ticciati hacía que Marcus y David practicaran Bach y Scarlatti con una intensidad apasionada y exigente (Michael y yo, más pequeños, tocábamos los dúos de Diabelli), y a veces le oía golpear el piano lleno de frustración, al grito de «¡No! ¡No! ¡No!», cuando mis hermanos no hacían las cosas como él quería. A continuación se sentaba, y a veces tocaba él mismo, y de pronto yo comprendía lo que significaba maestría. Nos inculcó un intenso gusto por Bach, sobre todo, y toda la estructura oculta de la fuga. Me han contando que cuando yo tenía cinco años y me preguntaban qué era lo que más me gustaba del mundo, respondía: «El salmón ahumado y Bach.» (Ahora, sesenta años después, mi respuesta sería la misma.)

Cuando regresé a Londres en 1943 encontré la casa desnuda, sin música. Marcus y David, que ahora estudiaban para entrar en la facultad de medicina, habían sido evacuados: Marcus a Leeds y David a Lancaster; mi padre, cuando no atendía a sus pacientes, estaba ocupado con sus deberes de vigilante de ataques aéreos; y lo mismo mi madre, que estaba de cirujana de urgencias en el hospital de St. Albans hasta altas horas de la noche. A veces me quedaba despierto esperando oír el sonido del timbre de su bicicleta cuando, a medianoche, regresaba de la estación de Cricklewood.

Uno de los placeres de esa época fue oír a Myra Hess, la famosa pianista que al parecer era prácticamente la única que llevaba a los londinenses, en mitad de la guerra, las intemporales y trascendentes bellezas de la música. A menudo nos congregábamos en torno a la radio del salón para oír la retransmisión de sus recitales de mediodía.

Cuando, después de la guerra, Marcus y David regresaron para proseguir sus estudios de medicina en Londres, hacía tiempo que habían abandonado la flauta y el clarinete; pero era evidente que David poseía excepcionales dotes musicales, era el que más se parecía a nuestro padre. Descubrió el blues y el jazz, se enamoró de Gershwin, y trajo una nueva música a nuestro hogar anteriormente «clásico». David ya era un excelente pianista e improvisador, con una especial aptitud para interpretar a Listz. Pero ahora de pronto la casa estaba llena de nuevos nombres, nombres que en nada se parecían a los que había oído antes: «Duke» Ellington, «Count» Basie, «Jelly Roll» Morton, «Fats» Waller; y procedentes de la bocina de su nuevo gramófono Decca a cuerda que tenía en su cuarto oí por primera vez las voces de Ella Fitzgerald y Billie Holiday. A veces, cuando David se sentaba al piano, yo no estaba seguro de si tocaba alguna pieza de uno de esos pianistas de jazz o improvisaba algo por su cuenta, y creo que, medio en serio, se preguntaba si podría llegar a ser compositor.

Comprendí que tanto David como Marcus, aunque ahora parecían bastante felices y tenían muchísimas ganas de ser médicos, compartían cierta tristeza, una sensación de pérdida y renuncia por todas las demás aficiones que habían tenido que abandonar. La de David era la música, mientras que Marcus, desde muy joven, había sentido pasión por los idiomas. Tenía una inmensa aptitud para aprenderlos, y le fascinaba su estructura; a los dieciséis hablaba con soltura no sólo latín, griego y hebreo, sino árabe, que había aprendido por su cuenta. A lo mejor habría continuado, al igual que su primo Aubrey, estudiando lenguas orientales en la universidad, pero estalló la guerra. Tanto él como David habían llegado a la edad de reclutamiento en 1941-1942, y los dos comenzaron a estudiar medicina, en parte, para aplazar la llamada a filas. Pero creo que con ello también aplazaron sus otras aspiraciones, y ese aplazamiento se convirtió en permanente e irreversible cuando regresaron a Londres.

El señor Ticciati, nuestro profesor de piano, murió en la guerra, y cuando regresé a Londres en 1943 mis padres me encontraron una profesora, la señora Silver, una mujer pelirroja que tenía un hijo de diez años, Kenneth, sordo de nacimiento. Llevaba estudiando con ella un par de años cuando volvió a quedarse embarazada. Yo había visto casi cada día a mujeres embarazadas que acudían a la consulta de mi madre, pero ésa fue la primera vez que vi a alguien próximo a mí durante todo el proceso de gestación. Al final surgieron algunos problemas: oí hablar de «toxemia», y creo que mi madre tuvo que hacerle una «versión» al bebé, para que pudiera salir de cabeza. Finalmente la señora Silver se puso de parto y fue ingresada en el hospital (mi madre generalmente atendía los partos en casa, pero daba la impresión de que podían surgir dificultades y de que podía ser necesaria la cesárea). No se me ocurrió que pudiera pasar nada grave, pero cuando aquel día volví a casa, Michael me dijo que la señora Silver había muerto en el parto, «en la mesa de operaciones».

Me quedé horrorizado, indignado. ¿Cómo podía morir así una mujer saludable? ¿Cómo podía haber permitido mi madre que ocurriera una catástrofe así? Nunca me enteré de los detalles de lo ocurrido, pero el hecho de que mi madre hubiera estado presente todo el tiempo evocó la fantasía de que ella había matado a la señora Silver, aunque todo cuanto sabía me convencía de la destreza y el interés de mi madre, y de que debía haberse topado con algo que estaba más allá de su poder, más allá de cualquier poder humano.

Temí por Kenneth, el hijo sordo de la señora Silver, cuyo vehículo principal de comunicación había sido un lenguaje de signos propio que sólo conocían él y su madre. Y perdí las ganas de tocar el piano —estuve un año sin tocarlo— y a partir de entonces no quise ningún otro profesor.

Creo que nunca llegué a comprender ni a conocer realmente a mi hermano Michael, aun cuando era el más cercano a mí por su edad, y el que fue a Braefield conmigo. Desde luego, un niño de seis años y otro de once (la edad que teníamos cuando nos enviaron a Braefield) son muy diferentes, pero, además, parecía haber algo especial en él que no se me pasaba por alto (y quizá tampoco a los demás), aunque nos resultara difícil caracterizarlo, y mucho más entenderlo. Era una persona soñadora, ensimismada, profundamente introspectiva; parecía (más que ninguno de nosotros) habitar un mundo propio, aunque leía constantemente y en profundidad, y tenía una asombrosa memoria para lo que leía. Cuando estábamos en Braefield sus libros preferidos eran Nicholas Nickleby y David Copperfield, y se sabía esos dos inmensos libros de memoria de principio a fin, aunque nunca comparara de manera explícita Braefield con Dorheboys ni al señor B. con el monstruoso doctor Creakle. Pero las comparaciones probablemente estaban implícitas, quizá de manera inconsciente, en su mente.

En 1941 Michael, que por entonces tenía trece años, abandonó Braefield y fue a Clifton College, donde le intimidaron y se metieron con él de manera inmisericorde. No se quejó, al igual que tampoco se había quejado cuando estaba en Braefield, pero los signos del trauma era fáciles de detectar. Una vez, en el verano de 1943, poco después de mi regreso a Londres, la tía Len, que por entonces vivía en nuestra casa, espió a Michael mientras salía medio desnudo del baño: «¡Fijaos en su espalda!», les dijo a mis padres, «¡está llena de morados y verdugones! Si esto le ocurre a su cuerpo, ¿qué no le estará pasando a su mente?» Mis padres parecieron sorprendidos, dijeron que no habían notado nada raro, y que creían que a Michael le gustaba esa escuela, que no tenía problemas, que estaba «bien».

Poco después de eso, Michael se volvió psicótico. Creía que un mundo mágico y maligno se cernía en torno a él (recuerdo que me dijo que los caracteres del autobús número 60 a Aldwych se habían «transformado», y que la palabra Aldwych ahora aparecía escrita en caracteres de «brujería» [old-witchy] parecidos a la escritura rúnica). Llegó a creer, con gran convencimiento, que era «el niño mimado de un Dios flagelomaníaco», en sus propias palabras, y que estaba sometido a las atenciones de «una Providencia sádica». Tampoco hizo ninguna referencia explícita a nuestro director flagelomaníaco de Braefield, pero no pude evitar pensar que el señor B. estaba ahí, amplificado, cosmificado ahora en una Providencia o un Dios monstruosos. Fantasías o delirios mesiánicos aparecieron al mismo tiempo: si le torturaban o le castigaban era porque él era (o podría ser) el Mesías, aquel que habíamos esperado durante tanto tiempo. Desgarrado entre la dicha y el tormento, la fantasía y la realidad, intuyendo que se estaba volviendo loco (o quizá que ya lo estaba), Michael ya no podía dormir ni descansar, y recorría la casa con pasos agitados, pisando fuerte, con una mirada hostil, alucinando, chillando.

Me daba miedo y tenía miedo por él, al pensar en la pesadilla que se le estaba convirtiendo en realidad, y más todavía al identificar pensamientos y sentimientos parecidos en mí mismo, aun cuando estuvieran ocultos, encerrados en lo más profundo de mí. ¿Qué le sucedería a Michael? ¿Me ocurriría a mí también algo parecido? Fue en esa época cuando instalé el laboratorio en la casa, y cerré las puertas, cerré los oídos, a la locura de Michael. Fue en esa época cuando busqué (y a veces conseguí) una intensa concentración, una completa absorción en los mundos de la mineralogía, la química y la física, en la ciencia, concentrándome en ellos, manteniéndome firme en medio del caos. No es que Michael me fuera indiferente; le compadecía enormemente, más o menos sabía lo que estaba pasando, pero también tenía que mantenerme a distancia, crear mi propio mundo a partir de la neutralidad y hermosura de la naturaleza, a fin de no verme arrastrado hacia el caos, la locura, la atracción del suyo.

En brazos de mi madre a finales de 1933, con Marcus, David, mi padre y Michael.

Cuando tenía tres años, antes de la guerra.

Juntos en nuestro último paseo en barca antes de la guerra, en agosto de 1939, cerca de Buornemouth; David, mi padre, Michael, mi madre yo y Marcus.

Una breve visita a casa en la época en que estaba en Braefield, en el invierno de 1940: mi padre, yo, mi madre, Michael y David (Marcus, el mayor, ya estaba en la universidad).

La foto de mi Bar Mitzvah, delante de casa, 1946.