5. LUZ PARA LAS MASAS

El tío Tungsteno era una mezcla compleja, una persona al mismo tiempo intelectual y práctica, al igual que casi todos sus hermanos y hermanas, y que el hombre que los había engendrado. Le encantaba la química, pero contrariamente a su hermano menor, Mick, no era un químico «puro»; el tío Dave era también un empresario, un hombre de negocios. Era un fabricante que vivía moderadamente bien, pues sus bombillas y tubos de vacío tenían una buena salida, y eso le bastaba. Conocía a todos los que trabajaban para él, y mantenía con ellos un trato cordial y personal. No tenía ningún deseo de expandirse, de volverse más grande, cosa que podría haber hecho fácilmente. Siguió siendo un amante de los metales y los materiales, igual que al principio, siempre fascinado por sus propiedades. Pasaba horas y horas observando todos los procesos de sus fábricas: la sinterización y extracción del tungsteno, la fabricación de los alambres enrollados y de los soportes de molibdeno para los filamentos, el relleno de las bombillas con argón en la vieja fábrica de Farringdon, y cómo soplaban las bombillas de cristal y las satinaban con ácido fluorhídrico en la nueva fábrica de Hoxton. No le hacía falta supervisar el proceso —el personal era competente y la maquinaria funcionaba perfectamente—, pero le encantaba, y a veces, mientras lo hacía, se le ocurrían cosas para perfeccionar el proceso, nuevas operaciones. Tampoco necesitaba los laboratorios básicos aunque bien equipados de sus fábricas, pero era una persona curiosa y adicta a los experimentos, algunos de ellos de inmediata aplicación al proceso de elaboración, aunque la mayor parte, por lo que yo pude ver, los hiciera simplemente por placer, por diversión. Tampoco necesitaba conocer con enciclopédico detalle la historia de las lámparas incandescentes, de la iluminación en general, ni la química básica que había detrás de ello. Pero le encantaba sentir que formaba parte de una tradición: una tradición que entroncaba al mismo tiempo con la ciencia pura, la ciencia aplicada, la artesanía y la industria.

A mi tío le gustaba decir que la idea de Edison de luz para las masas se había conseguido por fin gracias a la bombilla incandescente. Si alguien pudiera observar la tierra desde el espacio exterior, ver cómo cada veinticuatro horas se adentraba en la sombra de la noche, distinguiría millones, cientos de millones de bombillas incandescentes brillando cada noche, dando luz gracias al tungsteno al rojo blanco, en los pliegues de esa sombra, y sabría que el hombre por fin había conquistado la oscuridad. El tío Dave decía que la bombilla incandescente había contribuido a cambiar las costumbres de los hombres más que cualquier otro invento.

Y en muchos aspectos, me dijo el tío Dave, la historia de los descubrimientos químicos era inseparable de la búsqueda de la luz. Antes de 1800, sólo se disponía de velas o de sencillas lámparas de aceite como las que se llevaban utilizando hacía miles de años. La luz era débil, y las calles eran oscuras y peligrosas, de modo que casi no se podía salir de noche si no llevabas un farol o había luna llena. Se precisaba imperiosamente encontrar una forma eficaz de iluminación que pudiera utilizarse en casa y en el alumbrado público de manera sencilla y segura.

A principios del siglo XIX se introdujo la iluminación a gas, y se experimentó con ella de muchas maneras. Había distintas boquillas que producían llamas de diferentes formas: estaba el ala de murciélago, la cola de pescado, el espolón de gallo y la cresta de gallo: me encantaban esos nombres cuando mi tío los pronunciaba, al igual que me encantaban las diferentes formas de las llamas.

Pero las llamas de gas, con sus partículas incandescentes de carbono, no daban mucha más luz que las llamas de las velas. Se necesitaba algo más, un material que emitiera un brillo especial cuando se calentara en una llama de gas. Dicha sustancia era el óxido de calcio o cal, que al calentarse resplandecía con una intensa luz blanco verdosa. Esta «luz de calcio» [limelight], decía el tío Dave, fue descubierta en 1820, y se utilizó durante muchas décadas para iluminar los escenarios teatrales, por eso aún se utiliza la misma palabra cuando se habla de «focos», aunque ya no se utilice la cal para la incandescencia. Se podía lograr una luz igual de brillante calentando otras tierras: circonia, toria, magnesia, alúmina, óxido de cinc. «¿Y a este óxido lo llaman cinca?», pregunté. Mi tío sonrió y dijo: «No, jamás oí que se le llamara así.»

Allá por la década de 1870 quedó claro, tras haber probado muchos óxidos, que algunas mezclas emitían una incandescencia más brillante que los óxidos individuales. Auer von Welsbach, en Alemania, experimentó con innumerables combinaciones hasta que en 1891 dio con la ideal: 99 partes de toria y una de óxido de cerio. La proporción era fundamental: Auer descubrió que si era de 98 y 1, o 100 y 1 resultaba mucho menos efectiva.

Hasta ese momento se habían utilizado barras o lápices de óxido, pero Auer vio que «una tela de forma adecuada», un manguito de ramio, podía proporcionar una superficie mayor al impregnarse con la mezcla, con lo que la luz era más brillante. Esos manguitos revolucionaron toda la industria de alumbrado de gas, permitiendo competir de igual a igual con la industria de la luz eléctrica, aún en mantillas.

Mi tío Abe, unos años mayor que mi tío Dave, recordaba vivamente ese descubrimiento, y cómo su casa de Leman Street, antes apenas iluminada, quedó repentinamente transformada por los nuevos manguitos incandescentes. Recordaba también cómo eso originó una enorme demanda de torio: a las pocas semanas, el torio pasó a ser diez veces más caro, y comenzaron a buscarse urgentemente nuevas fuentes del elemento.

El tío Dave (izquierda) y el tío Abe, fotografiados en una excursión de la compañía Tungstalite a finales de los cuarenta.

Edison, en los Estados Unidos, fue también un pionero de los experimentos en la incandescencia de varias tierras poco corrientes, pero no consiguió el importantísimo avance logrado por Auer, y a finales de la década de 1870 prefirió dedicar su atención a perfeccionar un tipo de luz distinta, la luz eléctrica. Swan, en Inglaterra, y algunos otros, habían comenzado a experimentar con bombillas de platino en la década de 1860 (mi tío tenía una de las primeras bombillas de Swan en su vitrina); y Edison, que era enormemente competitivo, se unió a la carrera, aunque, al igual que Swan, se encontró con importantes dificultades: el punto de fusión del platino era alto, pero no lo suficiente.

Edison experimentó con muchos otros metales cuyo punto de fusión era alto para conseguir un filamento que se pudiera utilizar, pero ninguno resultó adecuado. Entonces, en 1879 tuvo una idea brillante. El carbono tenía un punto de fusión más alto que ningún metal —nadie había sido capaz de fundirlo—, y aunque conducía la electricidad, su resistencia era alta, lo que haría que fuera más fácil calentado y ponerlo incandescente. Edison intentó hacer espirales de carbono elemental, parecidas a las espirales de metal de sus primeros filamentos, pero las espirales de carbono se deshacían. Su solución —casi absurdamente simple, aunque verla fue un acto de genio por su parte— fue coger una fibra orgánica (papel, madera, bambú, hilo de lino o algodón) y quemarla, dejando un esqueleto de carbono lo bastante fuerte para no deshacerse y conducir la corriente. Si esos filamentos se insertaban en bombillas donde se había hecho el vacío, podían proporcionar una luz constante durante cientos de horas.

Las bombillas de Edison daban paso a la posibilidad de una auténtica revolución, aunque, por supuesto, eran inseparables de un sistema totalmente nuevo de dinamos y cables de alta tensión. «La primera central eléctrica del mundo fue construida por Edison justo aquí, en 1882», me contó mi tío, acercándome a la ventana y señalándome las calles que había abajo. «Grandes dinamos de vapor se instalaron en el viaducto de Holburn, ahí, y proporcionaban energía a tres mil bombillas eléctricas a lo largo del viaducto y en Farringdon Bridge Road.»

La década de 1880 estuvo pues dominada por las bombillas eléctricas y la instalación de toda una red de centrales eléctricas y líneas de alta tensión. Pero en 1891 Auer perfeccionó los manguitos incandescentes, que daban un buen rendimiento a un precio moderado (y permitían utilizar las conducciones de gas existentes), lo que supuso un reto importante para la joven industria de la luz eléctrica. Mis tíos me hablaron de la lucha que se entabló entre la iluminación a gas y la eléctrica cuando eran jóvenes, y que la balanza se iba inclinando alternativamente a favor de una u otra. Muchas casas construidas en esa época —incluyendo la nuestra— estaban equipadas para las dos, pues no estaba claro cuál acabaría predominando. (Incluso cincuenta años después, siendo yo adolescente, había muchas calles de Londres, especialmente en el centro, que estaban iluminadas por manguitos incandescentes, y a veces, al ponerse el sol, se veía al farolero con su largo palo yendo de una farola a otra, encendiéndolas una por una. Me encantaba verlo.)

Pero a pesar de todas sus virtudes, las bombillas de carbono tenían problemas. Eran frágiles, y el uso las hacía aún más frágiles, y sólo podían funcionar a una temperatura relativamente baja, por lo que en lugar de una luz blanca y brillante se obtenía una amarilla y tenue.

¿Qué hacer para mejorarlas? Se necesitaba un material con un punto de fusión casi tan alto como el del carbono, unos 3.000 °C al menos, pero con una dureza que un filamento de carbono jamás podría obtener, y sólo se conocían tres metales con esas propiedades: el osmio, el tantalio y el tungsteno. El tío Dave parecía animarse al llegar a este punto del relato. Admiraba enormemente a Edison y su ingenio, pero era obvio que los filamentos de carbono no eran de su gusto. Su opinión era que un filamento respetable tenía que estar hecho de metal, pues sólo con metales se podían hacer alambres de verdad. Un alambre de hollín, decía desdeñoso, era una flagrante contradicción, y era asombroso que resistieran de ese modo.

Las primeras bombillas de osmio las fabricó Auer en 1897, y el tío Dave tenía una en su vitrina. Pero el osmio era un metal muy escaso —la producción mundial total era de siete kilos al año— y muy costoso. Además, era prácticamente imposible hacer alambres de osmio, por lo que el polvo de osmio había que mezclarlo con un aglutinante e introducirlo rápidamente en un molde, quemando a continuación el aglutinante. Los filamentos de osmio, además, eran muy frágiles y se partían si las bombillas se ponían cabeza abajo.

El tantalio se conocía desde hacía un siglo, aunque siempre había presentado muchas dificultades a la hora de purificarlo y trabajar con él. En 1905 se consiguió purificarlo lo suficiente para poder hacer filamentos con la esperanza de fabricar en serie y a buen precio bombillas incandescentes para competir con las de carbono, algo que jamás sería posible con las bombillas de osmio. Pero para conseguir la resistencia adecuada había que utilizar un alambre muy largo y muy fino que zigzagueaba dentro de la bombilla, formando un complejo filamento en forma de jaula. Aunque el tantalio se ablandaba un poco al calentarse, los filamentos tuvieron un éxito enorme, y finalmente amenazaron la hegemonía del manguito incandescente. «De pronto», dijo mi tío, «las bombillas de tantalio hicieron furor.»

Las bombillas de tantalio siguieron haciendo furor hasta la Primera Guerra Mundial, pero incluso cuando estaban en lo más alto de su popularidad, se investigó otro metal, el tungsteno. Las primeras lámparas viables de tungsteno se fabricaron en 1911, Y podían funcionar durante un breve período a temperaturas muy altas, aunque pronto se ennegrecían debido a la evaporación del tungsteno, que se depositaba en la superficie interna del cristal. Esto puso a prueba el ingenio de Irving Langmuir, un químico estadounidense que sugirió utilizar un gas que no reaccionara químicamente para ejercer una presión positiva sobre el filamento, reduciendo así su evaporación. Se necesitaba un gas absolutamente inerte, y el candidato más obvio era el argón, que se había aislado quince años antes. Pero el utilizar un relleno de gas presentó otro problema: la pérdida masiva de calor a causa de la convección a través de un gas. Langmuir se dio cuenta de que la solución era tener un filamento lo más compacto posible, una hélice de alambre fuertemente enrollada y no una telaraña que ocupara toda la bombilla. Dicha espiral sólo se podía hacer de tungsteno, y en 1913 se reunieron los siguientes elementos: un fino alambre de tungsteno en hélices enrolladas y tensas dentro de una bombilla rellena de argón. En aquel momento fue evidente que los días de la bombilla de tantalio estaban contados, y que el tungsteno —más duro, más barato, más eficaz— pronto lo reemplazaría (aunque no pudo ocurrir hasta después de la guerra, cuando el argón estuvo disponible en cantidades comerciales). Fue entonces cuando muchos fabricantes se pusieron a hacer bombillas de tungsteno, y cuando el tío Dave y varios de sus hermanos (y tres de los hermanos de su mujer, los Wechsler, también químicos) juntaron sus recursos y fundaron su propia empresa, Tungstalite.

Al tío Dave le encantaba contarme esa saga, gran parte de la cual la había vivido él mismo, y cuyos pioneros para él eran héroes, pues habían sabido combinar su pasión por la ciencia pura con un fuerte sentido práctico y comercial (me contó que Langmuir fue el primer químico industrial que había obtenido el Premio Nobel).

Las bombillas del tío Dave eran más grandes que las Osram, las GE, o las demás bombillas eléctricas del mercado: más grandes, más pesadas, casi absurdamente recias, y parecían durar para siempre. A veces deseaba que expiraran para poder romperlas (lo que no era fácil), sacar los filamentos de tungsteno y su soporte de molibdeno, y darme el gusto de ir al armario triangular que había debajo de la escalera y sacar una bombilla nueva y sin estrenar de su arrugado cilindro de cartón. En aquella época la gente compraba las bombillas de una en una, pero a nosotros nos enviaban cajas enteras directamente de la fábrica, una docena cada vez: bombillas de 60 y 100 vatios en su mayor parte, aunque utilizábamos las pequeñas de 15 vatios para los armarios y las lamparillas que quedaban encendidas toda la noche, y una cegadora bombilla de 300 vatios que parecía un faro en el porche delantero. El tío Tungsteno hacía bombillas de todos los tipos y tamaños, desde unas diminutas de voltio y medio para linternas de bolsillo hasta bombillas inmensas que se utilizaban en campos de fútbol o en reflectores. También había bombillas de formas especiales, diseñadas para tableros de mandos, oftalmoscopios y otros instrumentos médicos; y (a pesar del apego que mi tío tenía por el tungsteno) también hacía bombillas con filamentos de tantalio utilizadas en proyectores de cine y en trenes. Dichos filamentos eran menos eficientes, no alcanzaban temperaturas tan altas como el tungsteno, pero eran más resistentes a la vibración. Y además me gustaba abrirlas cuando se fundían, y sacar el alambre de tantalio del interior para añadirlo a mi creciente provisión de metales y productos químicos.

Las bombillas de mi tío, y mi gusto por la improvisación, me incitaron a instalar un sistema de iluminación ideado por mí dentro del oscuro armario que había debajo de la escalera. Ese espacio siempre me había fascinado y dado un poco de miedo, pues carecía de luz propia y sus recovecos más alejados parecían disolverse en el secreto y el misterio. Utilicé una bombilla de 6 vatios en forma de limón, de las que usábamos en las luces de posición de nuestro coche, y una pila de 9 voltios pensada para una linterna eléctrica. Coloqué un interruptor, bastante mal puesto, en la pared, y unos cables que iban hasta la pila y la bombilla. Me sentía absurdamente orgulloso de esa pequeña instalación, no dejaba de enseñársela a todo aquel que venía de visita a nuestra casa. Pero su brillo penetraba en los recovecos del armario, y, al eliminar la oscuridad, eliminaba también el misterio. Decidí que el exceso de luz no era bueno, había ciertos lugares cuyos misterios más valía dejar intactos.