8. HEDORES Y EXPLOSIONES

Atraídos por los sonidos, destellos y olores procedentes de mi laboratorio, David y Marcus, por entonces ya estudiantes de medicina, a veces se unían a mis experimentos: en esas ocasiones apenas importaban los nueve y diez años que nos llevábamos. Una vez que yo experimentaba con hidrógeno y oxígeno, hubo una fuerte explosión, y una casi invisible lámina de fuego que hizo desaparecer por completo las cejas de Marcus. Pero Marcus se lo tomó bien, y él y David a menudo sugerían otros experimentos.

Mezclábamos perclorato de potasio con azúcar, lo colocábamos sobre el escalón que daba al jardín y lo golpeábamos con un martillo, lo que provocaba una explosión de lo más satisfactoria. Era más arriesgado con nitrógeno y triyoduro, fácil de hacer añadiendo amoníaco concentrado al yodo, recogiendo el triyoduro de nitrógeno con un papel de filtro y secándolo con éter. El triyoduro de nitrógeno era increíblemente sensible al tacto; sólo había que tocado con un palo —un palo largo (o incluso una pluma)— y explotaba con sorprendente violencia.

Juntos hicimos un «volcán» con dicromato amónico, incendiando la pirámide que formaban los cristales naranjas, que prendieron violentamente, poniéndose al rojo, arrojando una lluvia de chispas en todas direcciones e hinchándose portentosamente, como un volcán en miniatura que entrara en erupción. Finalmente, cuando se apagó, en lugar de la nítida pirámide de cristales había un enorme montón esponjoso de óxido de cromo verde oscuro.

Otro experimento sugerido por David consistía en verter ácido sulfúrico concentrado —tenía un aspecto aceitoso— sobre un poco de azúcar, que al instante se volvía negro, se calentaba, echaba vapor y se expandía, formando una monstruosa columna de carbono que rebasaba el borde del vaso de precipitados. «Cuidado», dijo David mientras yo observaba la transformación. «Si te cae el ácido encima te transformarás en una columna de carbono.» Y a continuación me contó historias de horror, probablemente inventadas, de gente que utilizaba el vitriolo como arma en el este de Londres y de pacientes que habían ido a visitarle al hospital con toda la cara quemada. (No sabía muy bien si creerle, pues cuando yo era más pequeño me había contado que si miraba a los kohanims[15] mientras éstos nos bendecían en la sinagoga —llevaban la cabeza cubierta con un largo chal, un tallis, mientras rezaban, pues en ese momento les irradiaba la luz cegadora de Dios—, los ojos se me derretirían en las órbitas y me resbalarían por las mejillas como huevos fritos.)[16]

Pasaba mucho tiempo en el laboratorio examinando colores químicos y jugando con ellos. Había ciertos colores que para mí tenían un poder especial, misterioso: eso ocurría con los azules puros y muy intensos. De niño me había encantado el azul oscuro y brillante de la solución de Fehling que había en el dispensario de mi padre, al igual que el cono de azul puro que había en el centro de la llama de una vela. Creía poder producir azules muy intensos con algunos componentes de cobalto, con compuestos de cupramonio y con compuestos complejos del hierro, como el azul de Prusia.

Pero para mí, el más misterioso y bello de todos los azules era el que se producía al disolver metales alcalinos en amoníaco líquido (el tío Dave me lo enseñó). Al principio, el hecho de que los metales pudieran disolverse me desconcertó, pero los metales alcalinos eran todos solubles en amoníaco líquido (algunos hasta un punto asombroso: el cesio se disolvía por completo en un tercio de su peso de amoníaco). Cuando las soluciones se volvían más concentradas, de pronto cambiaban sus características, convirtiéndose en lustrosos líquidos de color bronce que flotaban sobre el azul, y en ese estado conducían la electricidad tan bien como un metal líquido —por ejemplo el mercurio—. Los óxidos metálicos alcalinos también funcionaban, y tanto daba que la solución fuera sodio o potasio, calcio o bario; las soluciones amoniacales, en cualquier caso, eran de un idéntico azul intenso, lo que delataba la presencia de alguna sustancia, de alguna estructura común a todas ellas. Era como el color de la azurita en el Museo de Geología, el mismísimo color del cielo.

Muchos de los llamados elementos de transición infundían a sus compuestos colores característicos: casi todas las sales de cobalto y manganeso eran rosas; casi todas las sales de cobre, de un azul intenso o azul verdoso; casi todas las sales de hierro, de un verde pálido; y las sales de níquel, de un verde más intenso. Del mismo modo, en cantidades ínfimas, los elementos de transición daban a muchas gemas sus colores particulares. Los zafiros, desde el punto de vista químico, no eran más que corindón, un óxido de aluminio incoloro, pero podían adoptar todos los colores del espectro: si un poquito de cromo reemplazaba a una parte del aluminio, se convertían en rojo rubí; con un poco de titanio, adoptaban un azul intenso; con hierro ferroso, eran verdes; y con hierro férrico, amarillos. Y con un poco de vanadio, el corindón comenzaba a parecerse a la alejandrita, alternando mágicamente entre el rojo y el verde: rojo a la luz incandescente, verde a la luz del día. Con ciertos elementos, al menos, unos pocos átomos podían producir un color característico. Ningún químico habría logrado «sazonar» el corindón con una delicadeza tal —unos átomos de esto, unos iones de aquello— que produjera todo el espectro de colores.

Sólo había un puñado de elementos «colorantes»: el titanio, el vanadio, el cromo, el manganeso, el hierro, el cobalto, el níquel y el cobre, a mi modo de ver, eran los principales. No pude evitar darme cuenta de que, por lo que se refería a su masa atómica, todos formaban un grupo, aunque en ese momento no sabía si eso significaba algo o era una simple coincidencia. Averigüé que una de sus características era que tenían varias valencias posibles, contrariamente a la mayoría de elementos, que sólo tenía una. El sodio, por ejemplo, se combinaba con el cloro de una sola manera, un átomo de sodio con uno de cloro. Pero el hierro y el cloro se podían combinar de dos maneras: un átomo de hierro se podía combinar con dos de cloro para formar cloruro ferroso (FeCl2) o con tres para formar cloruro férrico (FeCl3). Estos dos cloruros son muy distintos en muchos aspectos, incluyendo el color.

El vanadio, debido a que tenía cuatro valencias o estados de oxidación asombrosamente distintos, y era fácil transformarlos el uno en el otro, era un elemento ideal para experimentar. La manera más fácil de reducir el vanadio era empezar con un tubo de ensayo lleno de vanadato amónico (pentavalente) en solución e ir añadiendo pequeños fragmentos de amalgama de cinc. La amalgama reaccionaba de inmediato, y la solución pasaba de amarilla a azul marino (el color del vanadio tetravalente). Llegados a ese punto se podía retirar la amalgama o dejar que siguiera reaccionando, hasta que la solución se volvía verde, el color del vanadio trivalente. Y si uno seguía esperando, el verde desaparecía y era sustituido por un hermoso lila, el color del vanadio bivalente. El experimento inverso era aún más hermoso, especialmente si se colocaba una capa de permanganato potásico, una capa púrpura oscuro, sobre el delicado lila; al cabo de unas horas se oxidaría y formaría capas separadas, una encima de otra, de vanadio bivalente lila en el fondo, luego vanadio trivalente verde, luego vanadio tetravalente azul, luego vanadio pentavalente amarillo (y encima, una capa de un vivo marrón perteneciente al permanganato original, marrón ahora por estar mezclado con dióxido de manganeso).

Estas experiencias con el color me convencieron de que existía una relación muy estrecha (aunque incomprensible) entre las cualidades atómicas de muchos elementos y el color de sus compuestos o minerales. El mismo color aparecía fuera cual fuese el compuesto que uno observara. El carbonato de manganeso, por ejemplo, o el nitrato o el sulfato o el que fuera: todos poseían el mismo color rosa del ión de manganeso bivalente (el permanganato, por el contrario, en el que el ión de manganeso era heptavalente, era de un púrpura intenso). Y de ello saqué la vaga intuición —y desde luego en aquel momento era incapaz de formularla con precisión— de que el color de esos iones metálicos, su color químico, tenía que ver con el estado específico de sus átomos al pasar de un estado de oxidación a otro. ¿Qué había en los elementos de transición, en concreto, que les diera sus colores característicos? ¿Acaso esas sustancias, sus átomos, estaban, en cierto modo, «afinadas»?[17]

Una gran parte de la química tiene que ver con el calor: a veces necesita calor, y otras lo produce. A menudo se precisa calor para iniciar una reacción, pero luego ella misma lo emite, a veces con gran intensidad. Si uno simplemente mezclaba limaduras de hierro con azufre, no ocurría nada, y podía sacar las limaduras de hierro de la mezcla con un imán. Pero si se calentaba la mezcla, de pronto se ponía al rojo, se volvía incandescente, y se creaba algo totalmente nuevo —sulfuro de hierro—. Eso parecía una reacción básica, casi primigenia, y me imaginaba que en la tierra ocurriría a gran escala cuando el hierro fundido y el azufre entraban en contacto.

Uno de mis primeros recuerdos (sólo tenía dos años) es haber visto arder el Crystal Palace. Mis hermanos me llevaron a verlo desde Padiament Hill, el punto más elevado de Hampstead Heath, y alrededor del incendio el cielo nocturno estaba iluminado de una manera hermosa y violenta. Y cada 5 de noviembre, en memoria de Guy Fawkes[18], lanzábamos fuegos artificiales en el jardín: pequeñas bengalas llenas de polvo de hierro; otras que emitían una luz verde y roja; y petardos, que me hacían lloriquear de miedo y me daban ganas de hacer compañía a nuestro perro, que se escondía bajo el refugio más cercano. Si se debía a estas experiencias, o a un amor primigenio por el fuego, lo cierto es que las llamas y los incendios, las explosiones y los colores, tenían un atractivo especial para mí (aunque a veces me dieran miedo).

Me gustaba mezclar yodo y cinc, o yodo y antimonio en reacciones en las que no había que añadir calor y ver cómo se calentaban espontáneamente, emitiendo una nube de vapor de yodo de color púrpura. La reacción era más virulenta si se utilizaba aluminio en lugar de cinc o antimonio. Si se añadían dos o tres gotas de agua a la mezcla, se prendía fuego y quemaba con una llama violeta, esparciendo un fino polvo de yoduro marrón por todas partes.

El magnesio, al igual que el aluminio, era un metal cuyas paradojas me intrigaban: en forma sólida era lo bastante fuerte y estable como para utilizarse en la construcción de aviones y puentes, pero era aterradoramente activo en cuanto la oxidación, la combustión, se iniciaba. Se podía poner magnesio en agua fría, y no ocurría nada. Si se ponía en agua caliente, comenzaba a borbotear hidrógeno; pero si uno encendía un trozo de cinta de magnesio, seguía ardiendo con un brillo cegador debajo del agua, o incluso dentro de dióxido de carbono, que normalmente sofocaba las llamas. Eso me recordaba las bombas incendiarias utilizadas durante la guerra, y cómo no había manera de apagarlas, ni utilizando dióxido de carbono ni agua, ni siquiera arena. De hecho, si se calentaba el magnesio con arena, dióxido de silicio —¿y qué podía haber más inerte que la arena?—, el magnesio ardía con un fuerte resplandor, extrayendo el oxígeno de la arena y produciendo silicio elemental o una mezcla de silicio con siliciuro de magnesio. (Sin embargo, la arena se utilizaba para apagar fuegos normales que habían sido iniciados por bombas incendiarias, aun cuando de nada sirviera si lo que ardía era magnesio, y durante la guerra se veían por todo Londres cubos de arena; cada casa tenía el suyo propio.) Si se vertía el siliciuro en ácido clorhídrico diluido, reaccionaba para formar un gas que se inflamaba espontáneamente, siliciuro de hidrógeno o silano: por toda la solución surgían burbujas de este gas, formando anillos de humo, y se inflamaban con pequeñas explosiones al llegar a la superficie.

Para quemar se utilizaba una cuchara de «deflagración» con el mango muy largo, que uno podía introducir cuidadosamente con un poquito de combustible en el interior de un cilindro de aire, oxígeno, cloro o lo que fuera. Las llamas eran mejores y más brillantes si se utilizaba oxígeno. Si uno derretía azufre y luego lo mezclaba con el oxígeno, se encendía y quemaba con una llama azul brillante, produciendo un asfixiante dióxido de azufre acre y cosquilleante. Un estropajo metálico, sustraído de la cocina, era sorprendentemente inflamable, y también ardía con un brillante resplandor al mezclarse con el oxígeno, produciendo una lluvia de chispas como las bengalas de la noche de Guy Fawkes, y un sucio polvo marrón de óxido de hierro.

Con este tipo de química uno jugaba con fuego, en el sentido literal y metafórico. Se desataban inmensas energías, fuerzas plutónicas, y yo tenía la emocionante, aunque precaria, sensación de controladas, a veces por los pelos. Eso ocurría sobre todo con las reacciones de aluminio y magnesio, fuertemente exotérmicas; podían utilizarse para reducir menas metálicas, o incluso para producir silicio elemental a partir de arena, pero un leve descuido, un error de cálculo, y tenías una bomba entre manos.

Pero los peligros hacían que la exploración química, los descubrimientos, fuera algo aún más romántico. Experimentaba cierta alegría infantil al jugar con esas peligrosas sustancias, y me quedaba de una pieza al leer la cantidad de accidentes acaecidos a los pioneros. Pocos naturalistas habían sido devorados por animales salvajes o sufrido picaduras mortales de plantas o insectos venenosos; pocos físicos habían perdido la vista de tanto mirar al cielo o se habían roto una pierna en un plano inclinado; pero muchos químicos habían perdido los ojos, alguna extremidad o incluso la vida, generalmente al producir involuntariamente explosiones o toxinas. Los primeros investigadores del fósforo habían sufrido graves quemaduras. Bunsen, mientras investigaba el cianuro de cacodilo, perdió el ojo derecho a causa de una explosión, y por poco también la vida. Algunos investigadores posteriores, como Moissan, que intentaron fabricar diamante a partir de grafito dentro de unas «bombas» sometidas a un elevado calor y a altas presiones, corrían el riesgo de volar en pedazos en compañía de sus colaboradores. Humphry Davy, uno de mis héroes, casi muere asfixiado con óxido nitroso, envenenado con peróxido de nitrógeno, y daña gravemente sus pulmones con ácido fluorhídrico. Davy también experimentó con el primer compuesto altamente explosivo, el tricloruro de nitrógeno, que a muchas personas les había costado los dedos y los ojos. Descubrió varias maneras nuevas de combinar el nitrógeno y el cloro, y en una ocasión, mientras visitaba a un amigo causó una violenta explosión. Davy quedó parcialmente ciego y no se recobró del todo hasta cuatro meses después. (No se nos dice qué daños sufrió la casa del amigo.)

El descubrimiento de los elementos dedicaba toda una sección a «Los mártires del flúor». Aunque el cloro elemental se había aislado del ácido clorhídrico a finales de la década de 1770, su primo mucho más activo, el flúor, no era tan fácil de obtener. Leí que todos los primeros experimentadores «sufrieron la temible tortura del venenoso ácido fluorhídrico», y al menos dos de ellos murieron en el proceso. El flúor fue finalmente aislado en 1886, tras casi un siglo de peligrosos intentos.

Quedé fascinado al leer esa historia, y de inmediato, temerariamente, quise obtener flúor por mí mismo. El ácido fluorhídrico era fácil de conseguir: el tío Tungsteno tenía enormes cantidades para «satinar» sus bombillas, y yo había visto grandes garrafas en su fábrica de Hoxton. Pero cuando les conté a mis padres la historia de los mártires del flúor, me prohibieron experimentar en casa. (Acordamos que podría guardar un pequeño frasco de gutapercha de ácido fluorhídrico en mi laboratorio, pero tenía tanto miedo que jamás llegué a abrir el frasco.)

No fue hasta más tarde, al pensar en ello, cuando me quedé atónito ante la manera despreocupada con que Griffin (y mis demás libros) proponían el uso de sustancias enormemente venenosas. No tuve la menor dificultad en conseguir cianuro potásico en la farmacia que había al final de la calle —se solía utilizar, dentro de un frasco, para matar insectos que luego se coleccionaban—, pero podría haberme matado fácilmente con eso. Al cabo de un par de años había reunido una variedad de sustancias que podían haber envenenado o volado toda la calle, pero fui con cuidado… o tuve suerte.[19]

Aunque en el laboratorio mi nariz se veía estimulada por ciertos olores —el olor acre e irritante del amoníaco o del dióxido de azufre, el odioso olor del sulfuro de hidrógeno—, la estimulaban de manera mucho más agradable los aromas del jardín y la cocina, con su olor a comida, a esencias y especias. ¿Qué le daba su aroma al café? ¿Cuáles eran las sustancias esenciales del clavo, las manzanas, las rosas? ¿Por qué las cebollas, los ajos y los rábanos tenían ese olor tan fuerte? ¿Qué le daba a la goma ese peculiar olor? Me gustaba sobre todo el olor de la goma caliente, que me parecía ligeramente humano (tanto la goma como las personas, me enteré luego, contenían una sustancia olorosa, el isopreno). ¿Por qué la mantequilla y la leche tenían ese olor agrio cuando «se pasaban», como solía ocurrir cuando hacía calor? ¿Qué le daba al aguarrás, aceite de trementina, su delicioso olor a pino? Aparte de todos esos olores «naturales», estaban los olores del alcohol y la acetona que mi padre utilizaba en el dispensario, y el del cloroformo y el éter del maletín de obstetricia de mi madre. Estaba el olor suave, agradable y curativo del yodoformo, utilizado para desinfectar cortes, y el áspero olor del ácido fénico, utilizado para desinfectar retretes (en su etiqueta lucía la calavera y los dos huesos cruzados).

Al parecer, los aromas podían destilarse de cualquier parte de una planta: las hojas, los pétalos, las raíces, la corteza. Intenté extraer algunas fragancias por destilación del vapor, reuniendo pétalos de rosa, flores de magnolia y brotes de hierba del jardín, e hirviéndolos en agua. Sus aceites esenciales se volatilizaban en el vapor y se depositaban en la parte superior del destilado al enfriarse (los aceites esenciales del ajo y la cebolla, sin embargo, pesados y marronosos, se hundían al fondo). También se podía utilizar grasa —mantequilla, grasa de pollo— para hacer un extracto graso, una pomada; o utilizar disolventes como la acetona o el éter. Por lo general, mis extracciones no tenían mucho éxito, pero conseguí hacer un agua de lavanda que no estaba mal, y extraer aceite de clavo y de canela con acetona. Las extracciones más productivas procedían de mis visitas a Hampstead Heath, donde recogía grandes bolsas de agujas de pino y hacía un magnífico aceite tonificante lleno de terpenos: el olor me recordaba un poco el bálsamo de Fraile,[20] cuyos vapores siempre me hacían inhalar cuando estaba resfriado.

Me encantaba el olor de las frutas y las verduras, y lo olía y saboreaba todo antes de comérmelo. En el jardín teníamos un peral, y mi madre hacía un espeso néctar de pera en el que el olor del fruto parecía intensificarse. Pero había leído que el olor de las peras se podía fabricar de manera artificial (al igual que se hacía con las «gotas de pera»),[21] sin utilizar pera alguna. Sólo había que empezar con alguno de los alcoholes —etílico, metílico, amílico, el que fuera— y destilado con ácido acético para formar el correspondiente éster. Me sorprendió muchísimo que algo tan simple como el acetato etílico pudiera ser responsable del complejo y delicioso olor de las peras, y que ínfimos cambios químicos pudieran transformarlo en aromas afrutados: al cambiar de etilo a isoamilo te llegaba un olor a peras maduras; otras pequeñas modificaciones proporcionaban ésteres que olían a plátano, albaricoque, piña o uva. Ésa fue la primera vez que experimenté el poder de la síntesis química.

Además del agradable olor a fruta, había algunos olores inmundos y animalescos que se podían crear fácilmente a partir de ingredientes sencillos o extractos de plantas. La tía Len, con sus conocimientos de botánica, a veces se aliaba en secreto conmigo, y me enseñó una planta llamada pie de ganso apestoso, una especie de Chenopodium. Si se destilaba en un medio alcalino —yo utilizaba sosa—, desprendía un material volátil de olor especialmente repugnante, que hedía a cangrejos o pescado podrido. La sustancia volátil, la trimetilamina, era sorprendentemente simple: siempre había pensado que el olor a pescado podrido tendría una base más compleja. En los Estados Unidos, me dijo la tía Len, tenían una planta llamada col mofeta, que contenía compuestos que olían a cadáver o a carne putrefacta; le pregunté si podría conseguirme, pero, quizá por suerte, me dijo que no.

Algunos de estos olores me incitaban a hacer travesuras. Cada viernes comprábamos pescado fresco, carpa y lucio, que mi madre machacaba para preparar los pastelitos de pescado del Sabbath. Un viernes añadí un poco de trimetilamina al pescado, y cuando mi madre lo olió, puso una mueca y lo tiró todo a la basura.

Mi interés por los olores me hizo preguntarme cómo reconocíamos y clasificábamos los olores, cómo la nariz podía distinguir al instante un éster de un aldehído, o reconocer una categoría como los terpenos, por así decir, a primer olfato. Aunque nuestro sentido del olfato es muy básico comparado con el de los perros —nuestra perra, Greta, podía detectar su comida favorita cuando se abría una lata en la otra punta de la casa—, parecía haber en los humanos un analizador químico que funcionaba de manera tan sofisticada al menos como el ojo o el oído. No parecía existir ningún orden sencillo, como la escala de notas musicales o los colores del espectro; y, sin embargo, la nariz conseguía, de manera extraordinaria, hacer una clasificación de los olores que se correspondía, en cierto modo, con la estructura básica de las moléculas químicas. Todos los halógenos, aunque diferentes, olían a halógeno. El cloroformo olía exactamente igual que el bromoformo, y (aunque no idéntico) su olor se parecía al del tetracloruro de carbono (que se vendía como un fluido de limpieza en seco llamado Thawpit). Casi todos los ésteres eran afrutados; los alcoholes —al menos los más sencillos— tenían ese olor «a alcohol» parecido; y los aldehídos y acetonas también tenían sus olores característicos.

(Desde luego, también podían ocurrir errores y sorpresas, y el tío Dave me contó que el fosgeno, cloruro de carbonilo, el terrible gas venenoso utilizado en la Primera Guerra Mundial, en lugar de indicar su peligro mediante un olor halógeno, desprendía un engañoso olor a heno recién segado. Ese olor dulce y campestre era lo último que percibían los soldados gaseados con fosgeno justo antes de morir, yéndose de este mundo con la fragancia de los campos de heno de su infancia.)

Los malos olores, los hedores, siempre parecían proceder de compuestos que contenían azufre (los olores a ajo y cebolla eran simples sulfuros orgánicos, tan íntimamente emparentados desde el punto de vista químico como botánico), y alcanzaban el punto culminante en los alcoholes sulfurados, los mercaptanos. El olor a mofeta era debido al butil mercaptano, leí, que cuando estaba muy diluido era agradable y refrescante, pero de cerca era terrible e insoportable. (Cuando años más tarde leí Antic Hay, de Aldous Huxley, me encantó descubrir que el autor había bautizado a uno de sus personajes menos encantadores con el nombre de Mercaptán.)

Al pensar en todos los hediondos compuestos de azufre y el atroz hedor del selenio y el telurio, decidí que esos tres elementos formaban una categoría olfativa además de química, y a partir de entonces, al pensar en ellos, los llamaba los «apestógenos».

En el laboratorio del tío Dave había olido un poco de sulfuro de hidrógeno: olía a huevos podridos y pedos y (me dijeron) a volcán. Una manera sencilla de fabricado es verter ácido clorhídrico diluido sobre sulfuro ferroso. (Yo me hice un gran cacho de sulfuro ferroso calentando hierro y azufre juntos hasta que se pusieron al rojo y se combinaron.) El sulfuro ferroso borboteó cuando le eché ácido clorhídrico, y al instante emitió una enorme cantidad de sulfuro de hidrógeno apestoso y asfixiante. Abrí de un golpe las puertas del jardín y salí fuera tambaleándome, sintiéndome muy raro y mal, recordando lo venenoso que era el gas. Mientras tanto, el infernal sulfuro (había hecho mucho) seguía emitiendo nubes de gas tóxico, que pronto invadió la casa. Por lo general, mis padres eran increíblemente tolerantes con mis experimentos, pero después de eso hicieron instalar un extractor de gases e insistieron en que usara, para tales experimentos, unas cantidades de reactivos menos generosas.

Cuando el ambiente se hubo aclarado, tanto moral como físicamente, y el extractor de gases estuvo instalado, decidí fabricar otros gases, compuestos sencillos de hidrógeno y otros elementos, aparte del azufre. Sabiendo que el selenio y el telurio eran parientes cercanos del azufre, que pertenecían al mismo grupo químico, utilicé la misma fórmula básica: combiné el selenio o el telurio con hierro, y a continuación traté el selenuro o el telururo ferroso con ácido. Si el olor del sulfuro de hidrógeno era malo, el del selenuro de hidrógeno era cien veces peor: un hedor indescriptiblemente horrible y desagradable que me ahogó y me hizo llorar, y que recordaba a rábanos o coles putrefactas (en aquella época odiaba la col y las coles de Bruselas con todas mis fuerzas, pues hervidas, demasiado hervidas, habían sido uno de los alimentos básicos de Braefield).

Decidí que el selenuro de hidrógeno era quizá el peor olor del mundo. Pero el telururo de hidrógeno no le iba a la zaga, pues también emitía una pestilencia infernal. Me dije que un infierno puesto al día no tendría sólo ríos de ardiente azufre, sino también lagos de selenio y telurio hirvientes.