18. FUEGO FRÍO

Mis muchos tíos y tías me servían de archivo o biblioteca de referencia, y me dirigía a uno o a otro según fuera el problema: casi siempre a la tía Len, mi tía botánica, que había sido mi salvación en los tristes días de Braefield, o al tío Dave, mi tío químico y minerólogo, pero también estaba el tío Abe, mi tío físico, quien me inició en el uso del espectroscopio. Al principio rara vez consultaba al tío Abe, porque era el mayor de mis tíos, seis años mayor que el tío Dave y quince mayor que mi madre. Se le consideraba el más inteligente de los dieciocho hijos de su padre. Poseía un formidable intelecto, aunque su saber le había llegado a través de una especie de ósmosis, y no mediante la enseñanza académica. Al igual que Dave, había crecido con un gusto por la ciencia física, y, al igual que Dave, de joven se había ido a hacer de geólogo a Sudáfrica.

Los grandes descubrimientos de los rayos X, la radiactividad, el electrón y la teoría cuántica habían tenido lugar durante sus años de formación, e iban a seguir siendo sus principales intereses durante el resto de su vida; también le apasionaban la astronomía y la teoría numérica. Pero asimismo era capaz de dirigir su inteligencia a fines prácticos y comerciales. Desempeñó un importante papel a la hora de desarrollar el Marmite, ese extracto de levadura rico en vitaminas de uso tan extendido, creado a principios de siglo (mi madre lo adoraba; yo lo odiaba), y, en la Segunda Guerra Mundial, cuando era difícil obtener jabón normal, contribuyó a producir un eficaz jabón sin grasas.

Aunque Abe y Dave se parecían en muchos aspectos (los dos poseían la ancha cara de los Landau, con unos ojos profundamente engastados, y la inconfundible y resonante voz de los Landau, características aún marcadas en los tataranietos de mi abuelo), en el fondo eran muy distintos. Dave era alto y fuerte, con una postura militar (había combatido en la Primera Guerra Mundial y en la de los bóers), y siempre iba impecablemente vestido. Llevaba cuello de pajarita y unos zapatos relucientes incluso cuando trabajaba en su propio laboratorio. Abe era más bajo, un tanto nudoso y encorvado (en los años en que le conocí), atezado y entrecano, como un viejo cazador; con una voz ronca y una tos crónica; tanto le daba la ropa, y generalmente vestía una bata de laboratorio arrugada.

Los dos estaban formalmente asociados como codirectores de Tungstalite, aunque Abe le dejó la parte comercial a Dave para dedicarse por completo a la investigación. Fue él quien desarrolló una manera segura y eficaz de «satinar» las bombillas con ácido fluorhídrico a principios de los años veinte: había concebido las máquinas para hacerla en la fábrica de Hoxton. También trabajó en el uso de los «vaciadores» en los tubos de vacío —metales enormemente reactivos ávidos de oxígeno, como el cesio o el bario, que podían eliminar los últimos restos de aire de un tubo—, y, anteriormente, había patentado el uso de la hertzita, su cristal sintético, para transistores de cristal.

Desarrolló y patentó una pintura luminosa, que fue utilizada en las miras de las armas de fuego durante la Primera Guerra Mundial (me dijo que probablemente fue decisiva en la Batalla de Jutlandia). Sus pinturas también servían para iluminar las esferas de los relojes de bolsillo y de pared Ingersoll. Al igual que el tío Dave, tenía unas manos grandes y hábiles, pero mientras que las de aquél estaban marcadas de tungsteno, las del tío Abe estaban cubiertas de quemaduras de radio y de verrugas malignas a causa de los muchos años que llevaba manejando materiales radiactivos sin ninguna protección.

A ambos les interesaba enormemente la luz y la iluminación, lo mismo que a su padre; pero a Dave le interesaba la luz «caliente», y a Abe la luz «fría». El tío Dave me había introducido en la historia de la incandescencia, de las tierras raras y de los filamentos metálicos que emitían un intenso brillo incandescente al calentarse. Me había iniciado en la energética de las reacciones químicas: cómo se emitía o absorbía calor durante una reacción; calor que a veces se hacía visible en forma de fuego y llama.

A través del tío Abe conocí la historia de la luz «fría» —la luminiscencia—, que quizá comenzó antes de que hubiera lenguaje para registrar las cosas, al observar las luciérnagas, los gusanos de luz y los mares fosforescentes; y los fuegos fatuos, esos tenues globos de luz extraños y errantes que, según la leyenda, atraían a los viajeros a la muerte. Y los fuegos de San Telmo, esas misteriosas descargas luminosas que cuando había tormenta salían de los mástiles de los barcos, haciendo que los marineros creyeran que era cosa de brujería. Estaban las auroras, la boreal y la austral, con sus cortinas de color titilando en el cielo. Esos fenómenos de luz fría parecían poseer un componente sobrenatural, misterioso, en oposición a la confortadora familiaridad del fuego y la luz caliente.

Incluso había un elemento, el fósforo, que se ponía incandescente de forma espontánea. El fósforo me atraía de una manera extraña, peligrosa, debido a su luminosidad: a veces, por las noches, me iba a mi laboratorio a hurtadillas a experimentar con él. En cuanto me hubieron instalado mi extractor de gases, coloqué un trozo de fósforo en agua y lo herví, amortiguando las luces para poder ver el vapor que salía del matraz, que emitía un brillo de un tenue azul verdoso. Otro experimento bastante hermoso consistía en hervir fósforo con potasa cáustica en una retorta —yo era bastante despreocupado a la hora de hervir sustancias tan virulentas—, lo que producía hidrógeno fosforado (el término antiguo) o fosfina. A medida que las burbujas de fosfina escapaban, se incendiaban de manera espontánea, formando bellos anillos de humo blanco.

Podía encender el fósforo dentro de una campana de vidrio (utilizando una lupa), y la campana se llenaba de una «nieve» de pentóxido de fósforo. Si se hacía encima del agua, el pentóxido comenzaba a sisear, como un hierro al rojo, cuando chocaba con el agua y se disolvía, formando ácido fosfórico. O se podía calentar fósforo blanco, con lo que se transformaba en su alótropo, el fósforo rojo, el fósforo de las cerillas.[70] De niño había aprendido que el diamante y el grafito eran formas distintas, alótropos, del mismo elemento. Ahora, en el laboratorio, podía efectuar esos cambios yo mismo, convirtiendo el fósforo blanco en rojo, y a continuación (condensando el vapor), invertir el proceso. Esas transformaciones hacían que me sintiera como un mago.[71]

Pero era sobre todo la luminosidad del fósforo lo que me atraía una y otra vez. Se podía disolver fácilmente una porción de fósforo en aceite de clavo o de canela, o en alcohol (tal como había hecho Boyle), lo que no sólo eliminaba su olor a ajo, sino que permitía experimentar con su luminosidad de una manera segura, pues dicha solución podía contener una parte de fósforo por millón y seguir dando luz. Si te frotabas un poco de la solución en la cara o en las manos, éstas brillaban, de manera espectral, en la oscuridad. Este brillo no era uniforme, sino que parecía (tal como Boyle lo había expresado) «temblar mucho, y a veces… resplandecer con súbitos destellos».

Hennig Brandt, de Hamburgo, había sido el primero en obtener este maravilloso elemento, en 1669. Lo destiló de la orina (al parecer con alguna ambición alquímica en mente), y adoró esa extraña y luminosa sustancia que había aislado, llamándola fuego frío (kaltes Feuer), o, de manera más afectuosa, mein Feuer.

Brandt manejaba este nuevo elemento con pocas precauciones, y se quedó sorprendido al descubrir sus poderes letales, tal como le escribió a Leibniz en una carta del 30 de abril de 1679:

Cuando, en aquellos días, parte de ese fuego me fue a la mano, y lo único que se me ocurrió fue soplar, el fuego se avivó, y Dios puede dar fe de ello; la piel de la mano se me quemó y se me endureció como una piedra, hasta el punto de que mis niños se echaron a llorar y declararon que era algo horrible de ver.

Pero aunque todos los primeros investigadores sufrieron graves quemaduras de fósforo, también lo vieron como una sustancia mágica que parecía llevar dentro de sí el resplandor de las luciérnagas, quizá de la luna, un secreto e inexplicable brillo propio. Leibniz, que se escribía con Brandt, se preguntó si la luz incandescente del fósforo podría utilizarse para iluminar el interior de las casas por la noche (el tío Abe me dijo que ésa fue la primera vez que alguien sugirió utilizar la luz fría para iluminar).

A nadie intrigaba más todo eso que a Boyle, quien realizó detalladas observaciones de su luminiscencia, viendo que precisaba, además, la presencia de aire, y que fluctuaba de una manera extraña. Boyle ya había investigado de manera exhaustiva los fenómenos «lucíferos», desde las luciérnagas hasta la madera luminosa y la carne putrefacta, y había hecho meticulosas comparaciones de dicha luz «fría» con la de los carbones incandescentes (en ambos casos se necesitaba aire para que se mantuvieran).

En una ocasión, mientras Boyle estaba en su dormitorio, uno de sus criados le llamó, aterrado y atónito, para informarle de que en la despensa había carne que brillaba. Boyle, fascinado, se levantó de inmediato y se puso a investigar, y sus resultados los publicó en su delicioso ensayo «Algunas observaciones acerca de la carne brillante, tanto de ternera como de gallina, y ello sin ninguna putrefacción perceptible de los cuerpos». (El resplandor probablemente se debía a bacterias luminiscentes, pero en la época de Boyle no se conocía ni se sospechaba la existencia de tales organismos.)

El tío Abe también estaba fascinado por esa luminiscencia química, y de joven había realizado muchos experimentos, y con la luciferina, la sustancia química productora de luz de los animales. Se había preguntado si eso podría tener algún uso práctico, como fabricar una pintura luminosa que fuera realmente brillante. La luminosidad química podía llegar a ser cegadora; el único problema era que resultaba efímera, transitoria por naturaleza, y desaparecía en cuanto se habían consumido los reactivos, a menos que pudiera haber (como en el caso de las luciérnagas) una producción continuada de las sustancias luciferinas. Si la química no era la respuesta, entonces se necesitaría alguna otra forma de energía, algo que pudiera transformarse en luz visible.

De niño, el interés de Abe por la luminiscencia se había visto estimulado por una pintura luminosa utilizada en su vieja casa de Leman Street —Pintura Luminosa Balmain, se llamaba— para pintar cerraduras, dispositivos de gas y electricidad, cualquier cosa que hubiera que localizar en la oscuridad. Abe encontraba maravillosos esos cerrojos e interruptores brillantes, la manera en que resplandecían tenuemente durante horas tras haberse expuesto a la luz. Ese tipo de fosforescencia la había descubierto en el siglo XVII un zapatero de Bolonia que había reunido unos guijarros, los había calentado con carbón, y había observado que luego, tras exponerlos a la luz del día, brillaban durante horas en la oscuridad. Este «fósforo de Bolonia», como se le llamó, era sulfuro de bario, producido por la reducción de los baritos minerales. El sulfuro de calcio era más fácil de conseguir —simplemente calentando conchas de ostras con azufre—, y eso, «tratado» con otros metales, era la base de la Pintura Luminosa Balmain. (Estos metales, me dijo Abe, añadidos en cantidades ínfimas, «activaban» el sulfuro de calcio, y le permitían tener varios colores. El sulfuro de calcio totalmente puro, de manera paradójica, no brillaba.)

Mientras que algunas sustancias emitían luz lentamente en la oscuridad tras haber sido expuestas a la luz del día, había otras que sólo brillaban cuando eran iluminadas. Eso era la fluorescencia (se le llamaba así por la fluorita, que a menudo estaba presente). Esta extraña luminosidad había sido descubierta originariamente ya en el siglo XVI, cuando se observó que si se dirigía un haz de luz inclinado a través de las tinturas de ciertas maderas, un color titilante aparecía a su paso, hecho que Newton atribuyó al «reflejo interno». A mi padre le gustaba demostrarlo con agua de quinina —tónica—, que exhibía un azul tenue a la luz del día y un turquesa brillante a la luz ultravioleta. Pero fuera una sustancia fluorescente o fosforescente (muchas eran las dos cosas), se precisaba luz azul o violeta, o la luz del día (que era rica en luz de todas las longitudes de onda) para provocar la luminiscencia, pues la luz roja no servía de nada. La iluminación más eficaz, de hecho, era la invisible: la luz ultravioleta que quedaba más allá del violeta al final del espectro.

Mis primeras experiencias con la fluorescencia tuvieron lugar con la lámpara ultravioleta que mi padre guardaba en su consulta, una vieja lámpara de vapor de mercurio con un reflector de metal, que emitía una tenue luz violeta azulada y unos invisibles rayos ultravioleta. Se utilizaba para diagnosticar algunas enfermedades de la piel (ciertos hongos eran fluorescentes bajo esa luz) y para tratar otras, aunque mis hermanos también la usaban para broncearse.

Esos invisibles rayos ultravioleta eran bastante peligrosos: uno podía sufrir graves quemaduras si se exponía a ellos demasiado tiempo, y había que ponerse unas gafas especiales como de aviador, de cuero y lana, cuyos lentes eran gruesos y estaban hechos de un cristal especial que impedía el paso de casi todos los rayos ultravioleta (y también de gran parte de la luz visible). Pero incluso con las gafas había que evitar mirar directamente la lámpara, pues de lo contrario aparecía un extraño brillo desenfocado debido a la fluorescencia de los propios globos oculares. Si mirabas a los demás a la luz ultravioleta, veías cómo sus dientes y ojos adquirían un resplandor blanco.

La casa del tío Abe, a escasa distancia a pie de la nuestra, era un lugar mágico, lleno de todo tipo de aparatos: tubos Geissler, electroimanes, máquinas y motores eléctricos, baterías, dinamos, rollos de alambre, tubos de rayos X, contadores Geiger y pantallas fosforescentes, y un surtido de telescopios, muchos de los cuales los había construido él mismo. Me llevaba a su laboratorio del desván, sobre todo los fines de semana, y una vez quedaba convencido de que yo era capaz de manejar los aparatos, me permitía usar los materiales fosforescentes y fluorescentes, así como la pequeña lámpara ultravioleta de mano de Wood que él utilizaba (era mucho más sencilla de manejar que la vieja lámpara de vapor de mercurio que teníamos en casa).

Abe tenía en su desván estantes y más estantes de materiales fosforescentes, que mezclaba como un artista con su paleta: el azul intenso del tungstato de calcio, el azul más claro del tungstato de magnesia, el rojo de los compuestos de itrio. Al igual que la fosforescencia, la fluorescencia podía a menudo ser inducida mediante «dopaje», añadiendo activadores de varios tipos, y ésa era una de las principales investigaciones de Abe, pues las luces fluorescentes comenzaban a gozar del favor del público, y se necesitaban sutiles materiales fosforescentes para producir una luz visible que fuera suave, cálida y agradable al ojo.[72] A Abe le atraían especialmente los colores puros y delicados que podían fabricarse si se añadían varias tierras raras como activadores: europio, erbio, terbio. Su presencia en ciertos minerales, me dijo, incluso en diminutas cantidades, otorgaba a esos minerales su fluorescencia especial.

Pero había sustancias que eran fluorescentes incluso cuando aparecían totalmente puras, y entre ellas las principales eran las sales de uranio (o, hablando con propiedad, sales de uranilo). Incluso si se disolvían las sales de uranilo en agua, las soluciones eran fluorescentes: bastaba con una parte por millón. La fluorescencia también se podía transferir al vidrio, y el vidrio de uranio o «vidrio de canario» había sido muy popular en las casas de la época eduardiana o victoriana (era eso lo que tanto me fascinaba en el vitral de nuestra puerta principal). El vidrio de canario transmitía la luz amarilla, y era generalmente amarillo cuando se miraba a través de él, pero, al incidir las longitudes de onda más corta a la luz del día, se ponía fluorescente con un brillante verde esmeralda, oscilando entre el verde y el amarillo según el ángulo de iluminación. Y aunque el vitral de nuestra puerta principal lo había hecho añicos una bomba durante los bombardeos alemanes (y fue reemplazado por un desagradable y desigual vidrio blanco), sus colores, intensificados quizá por la nostalgia, seguían vivos en mi memoria de manera casi sobrenatural, sobre todo ahora que el tío Abe me había explicado su secreto.[73]

Aunque Abe había dedicado mucho esfuerzo al desarrollo de las pinturas luminosas, y posteriormente a los materiales fosforescentes para los tubos de rayos catódicos, su interés central, igual que el de Dave, era el reto de la iluminación. Desde muy temprano había albergado la esperanza de que se pudiera desarrollar una forma de luz fría tan eficaz, agradable y manejable como la luz caliente. Así, mientras que los pensamientos del tío Tungsteno se centraban en la incandescencia, el tío Abe tuvo claro desde el principio que no se podía hacer ninguna luz fría realmente intensa sin electricidad, y que la electroluminiscencia sería la clave.

Que los vapores y los gases enrarecidos brillaban cuando tenían carga eléctrica era algo que se sabía desde el siglo XVII, cuando se observó que el mercurio de un barómetro se podía electrificar por fricción contra el cristal, y que eso provocaba un hermoso brillo azulado en el vapor enrarecido de mercurio, próximo al vacío, que quedaba encima.[74]

Utilizando las poderosas descargas de las bobinas de inducción inventadas en la década de 1850, se descubrió que se podía hacer brillar una larga columna de vapor de mercurio (Alexandre-Edmond Becquerel sugirió, ya desde un primer momento, que recubrir el tubo de descarga con una sustancia fluorescente haría que fuese más apropiado para iluminar). Pero cuando se introdujeron las lámparas de vapor de mercurio, en 1901, eran peligrosas y poco fiables, y su luz —a falta de un recubrimiento fluorescente— era demasiado azul para su uso doméstico. Los intentos de recubrir esos tubos con polvos fluorescentes realizados antes de la Primera Guerra Mundial fracasaron a causa de muchos problemas. Mientras tanto se probaron otros gases y vapores: el dióxido de carbono daba una luz blanca, el argón una luz azulada, el helio una luz amarilla, y el neón, por supuesto, una luz carmesí. Los tubos de neón para anuncios se hicieron comunes en Londres en los años veinte, pero fue sólo a finales de los treinta cuando los tubos fluorescentes (utilizando una mezcla de vapor de mercurio y un gas inerte) comenzaron a convertirse en una posibilidad comercial, algo en lo que mi tío Abe desempeñó un importante papel.

El tío Dave, para demostrarme que carecía de prejuicios, tenía una luz fluorescente instalada en su fábrica, y los dos hermanos, que habían vivido en su juventud la pugna entre el gas y la electricidad, a veces discutían acerca de los respectivos méritos e inconvenientes de las bombillas incandescentes y fluorescentes. Abe afirmaba que las bombillas de filamentos correrían el mismo destino que los manguitos incandescentes, y Dave mantenía que los fluorescentes eran demasiado aparatosos, y que jamás podrían igualar la comodidad y bajo precio de las bombillas. (Los dos se habrían quedado sorprendidos de saber que, cincuenta años después, los fluorescentes habían sufrido toda clase de transformaciones, mientras que las bombillas de filamentos seguían siendo tan populares como antes, y que ambos coexistían en una relación confortable y fraternal.)

Cuantas más cosas me mostraba el tío Abe, más misterioso me parecía todo. Yo sabía bastante de la luz: que los colores no eran sino la manera en que el ojo percibía diferentes frecuencias o longitudes de onda; y que el color de los objetos procedía de la manera en que absorbían o transmitían la luz, obstruían ciertas frecuencias y dejaban pasar otras. Sabía que las sustancias negras absorbían toda la luz y no dejaban pasar nada; y que con los metales y espejos ocurría lo contrario: el frente de onda de las partículas de luz, como yo imaginaba, golpeaba el espejo como una pelota de goma y quedaba reflejado en una especie de rebote instantáneo.

Pero ninguna de estas nociones servía de nada por lo que se refería al fenómeno de la fluorescencia o fosforescencia, pues aquí uno podía iluminar algo con una luz invisible, una luz «negra», y ese algo adquiría un resplandor blanco, rojo, verde o amarillo, emitiendo una luz propia, una frecuencia de luz que no estaba presente en la sustancia iluminante.

Y luego estaba la cuestión de la demora. La acción de la luz normalmente parecía instantánea. Pero, con la fosforescencia, la energía de la luz del sol, al parecer, quedaba capturada, almacenada, transformada en una energía de distinta frecuencia, y a continuación era emitida en un lento goteo, durante horas (el tío Abe me dijo que había demoras similares con la fluorescencia, aunque éstas eran mucho más breves, sólo fracciones de segundo). ¿Cómo era eso posible?