3. EXILIO
A primeros de septiembre de 1939 estalló la guerra. Se preveía que Londres sufriera intensos bombardeos, y el gobierno presionaba con insistencia a los padres para que evacuaran a los niños a la seguridad del campo. Michael, que tenía cinco años más que yo, asistía a una escuela que estaba cerca de nuestra casa, y cuando, al inicio de la guerra, la cerraron, uno de los profesores adjuntos decidió reconstruir la escuela en el pequeño pueblo de Braefield. Mis padres (descubriría años más tarde) estaban enormemente preocupados por las consecuencias de separar a un niño (yo sólo tenía seis años) de su familia y enviarlo a un improvisado internado del centro de Inglaterra, pero veían que no había otra elección, y les consolaba pensar que al menos Michael y yo estaríamos juntos.
La cosa quizá podría haber funcionado, pues la evacuación había ido razonablemente bien para miles de niños. Pero la escuela, tal como la habían reconstruido, era un remedo del original. La comida era escasa y estaba racionada, los paquetes de comida que nos enviaban de casa eran saqueados por la supervisora. Nuestra dieta básica la componían el nabo sueco y la remolacha forrajera: unos nabos gigantes y unas remolachas enormes y bastas que se cultivaban para el ganado. Había un budín cuyo olor nauseabundo y asfixiante todavía me llega (y eso que han pasado casi sesenta años), y vuelvo a sentir las mismas arcadas. Y a lo espantoso de la escuela se añadía la sensación de haber sido abandonados por nuestras familias, de que nos habían dejado que nos pudriéramos en ese horrible lugar como inexplicable castigo por algo que habíamos hecho.
El poder de que gozaba el nuevo director parecía haberle trastornado. Michael decía que en Londres había sido un profesor bastante decente, e incluso apreciado, pero en Braefield, donde era el mandamás, no tardó en convertirse en un monstruo. Era sádico y cruel, y solía pegarnos casi diariamente con delectación. La «terquedad» era severamente castigada. A veces yo me preguntaba si era su «favorito», el que había elegido para castigar con más saña, pero éramos muchos los que recibíamos, y tan fuerte que pasaban días sin que casi nos pudiéramos sentar. Una vez que rompió una palmeta mientras se ensañaba con mi trasero de ocho años, rugió: «¡Maldito seas, Sacks! ¡Mira lo que me has hecho hacer!», y añadió el coste de la palmeta a la factura que enviaba a mis padres. Mientras tanto, los niños se entregaban a la intimidación y a la crueldad, se aguzaba el ingenio a la hora de encontrar los puntos débiles de los niños más pequeños y torturarles más allá de límites soportables.
Pero junto con ese horror convivían repentinos placeres, que disfrutábamos más por lo escaso y por lo que contrastaban con el resto de la vida. El primer invierno que pasé allí —el de 1939-1940— fue extraordinariamente frío, la nieve se amontonaba superándome en altura, y de los aleros de la iglesia colgaban relucientes carámbanos. Esos paisajes nevados, y las formas a veces fantásticas del hielo y la nieve, transportaban mi imaginación a Laponia o al país de las hadas. Salir de la escuela y pasear por los campos vecinos era una alegría, y la frescura, limpieza y blancura de la nieve suponía una maravillosa aunque breve liberación del enclaustramiento, la miseria y el olor de la escuela. En una ocasión conseguí separarme de los demás niños y del maestro y, extasiado, «perderme» entre la nieve acumulada, una sensación que pronto fue de terror al comprender que me había perdido de verdad, que ya no era un juego. Al final me alegró mucho que me encontraran, que me abrazaran y me dieran una taza de chocolate caliente cuando regresé al colegio.
Fue durante ese mismo invierno cuando me encontré los cristales de la puerta de la rectoría cubiertos de escarcha, y me quedé fascinado ante las agujas y formas cristalinas, y por cómo podía derretir la escarcha con el aliento y hacer una pequeña mirilla. Una de mis maestras —se llamaba Barbara Lines— advirtió mi embeleso y me mostró los cristales de la nieve con una lupa de bolsillo. No había dos iguales, me dijo, y el ver cuántas variaciones eran posibles dentro de un formato básico hexagonal supuso para mí una revelación.
Había un árbol que me encantaba; el recortarse de su silueta contra el cielo me afectaba de una manera extraña. Cuando evoco aquellos días todavía lo veo, así como el sinuoso sendero que llevaba hasta él. La idea de que la naturaleza, cuando menos, existía fuera de los dominios de la escuela me tranquilizaba enormemente.
Y la vicaría, con su extenso jardín —donde se ubicaba la escuela—, la vieja iglesia colindante y el pueblo eran preciosos, incluso idílicos. Los aldeanos eran amables con esos niños obviamente desarraigados e infelices de Londres. Fue en ese pueblo donde aprendí a montar a caballo, con una robusta joven; a veces me abrazaba cuando me veía triste. (Michael me había leído fragmentos de Los viajes de Gulliver, y a veces comparaba a esa mujer con Glumdalclitch, la enfermera gigante de Gulliver.) Había una mujer mayor que me daba clases de piano, y cada vez que iba a su casa me preparaba el té. Y estaba la tienda del pueblo, adonde iba a comprar un superpirulí y alguna rodaja de carne de vaca en salazón. Había cosas de la escuela que me gustaban: hacer maquetas de aviones con madera de balsa, y una cabaña que construimos en un árbol con un amigo, un pelirrojo menudo de mi misma edad. Pero la sensación que imperaba por encima de todo era la de estar atrapado en Braefield, sin esperanza, sin recursos, para siempre. Y a muchos de nosotros, sospecho, nos afectó mucho el estar allí.
Durante los años que estuve en Braefield, mis padres me visitaron muy pocas veces, y casi ni me acuerdo de esas visitas. Cuando en diciembre de 1940, casi un año después de habernos ido de casa, Michael y yo regresamos para las vacaciones de Navidad, experimenté una compleja mezcla de sensaciones: alivio, cólera, satisfacción, aprensión. Aquella casa me resultaba extraña, diferente: nuestra ama de llaves y cocinera se había marchado, y había personas que no conocía, como una pareja de flamencos que se habían contado entre los últimos en huir de Dunquerque. Mis padres se habían ofrecido a alojarlos, ahora que la casa estaba casi vacía, hasta que encontraran una casa. Sólo Greta, nuestro perro salchicha, parecía la de siempre, y me saludó con ladridos de bienvenida, rodando por el suelo y retorciéndose de alegría.
También había cambios físicos: en las ventanas colgaban unas pesadas cortinas negras para que los aviones no vieran la luz; la puerta delantera interior, con el cristal pintado por el que tanto me gustaba mirar, había quedado hecha añicos por la explosión de una bomba ocurrida hacía unas semanas; el jardín, donde ahora había plantadas alcachofas de Jerusalén para contribuir al esfuerzo de guerra, estaba casi irreconocible; y el viejo cobertizo donde se guardaban los aperos de jardinería había sido reemplazado por un refugio prefabricado marca Anderson, una construcción sólida y fea con un grueso tejado de hormigón reforzado.
Aunque la Batalla de Inglaterra había acabado, era la época de más bombardeos. Había incursiones aéreas casi cada noche, y el cielo quedaba iluminado por el fuego antiaéreo y los reflectores. Recuerdo haber visto aviones alemanes atravesados por los escrutadores rayos de los reflectores mientras sobrevolaban los cielos ahora oscurecidos de Londres. Para un niño de siete años aquello era aterrador, y al mismo tiempo emocionante. Pero creo que lo más importante era la sensación de alegría por estar lejos de la escuela y en casa, de nuevo protegido.
Una noche, una bomba de quinientos kilos cayó en el jardín vecino al nuestro, pero, por suerte, no explotó. Creo que toda la calle durmió fuera de casa aquella noche (nosotros fuimos al piso de una prima), y muchos salimos en pijama, pisando lo más suave que podíamos (¿la vibración de nuestras pisadas podría hacer estallar la bomba?). Las calles estaban negras como boca de lobo, pues estaba en vigor el blackout —la ciudad estaba a oscuras por culpa de los bombardeos—, y todos llevábamos linternas eléctricas con la luz amortiguada con papel de seda rojo. No teníamos ni idea de si las casas seguirían en pie por la mañana.
En otra ocasión, una bomba incendiaria, una bomba termita, cayó detrás de nuestra casa y ardió con un terrible calor. Mi padre tenía una bomba de agua manual, y mis hermanos le llevaban cubos de agua, pero el agua parecía no servir de nada contra aquel fuego infernal; de hecho, parecía arder con más furia. Cuando el agua golpeaba aquel metal al rojo se producía un tremendo y sibilante petardeo, y mientras tanto la bomba iba derritiendo su envoltura y arrojando chorros y fragmentos de metal fundido en todas direcciones. A la mañana siguiente el césped estaba tan chamuscado y deteriorado como un paisaje volcánico, pero, ante mi satisfacción, también quedó cubierto de hermosos trozos de reluciente metralla de los que pude presumir cuando volví a la escuela tras las vacaciones.
Del breve período que permanecí en casa durante los bombardeos guardo en la memoria un curioso y vergonzoso episodio. Yo le tenía mucho cariño a Greta, nuestra perra (lloré amargamente cuando, en 1945, la atropelló una moto que iba a demasiada velocidad), pero una de las primeras cosas que hice aquel invierno fue encerrarla en la gélida carbonera que había en el patio, desde donde nadie podía oír sus lastimeros gimoteas y ladridos. No tardaron en echarla de menos, y me preguntaron, al igual que a todos, cuándo la había visto por última vez, si tenía idea de dónde estaba. Me acordé de ella —hambrienta, helada, encerrada, quizá agonizante—, pero no dije nada. Sólo ya al anochecer admití lo que había hecho, y sacaron a Greta, casi congelada, de la carbonera. Mi padre se puso furioso y me dio «una buena azotaina», y me castigó de pie en un rincón para el resto del día. Nadie preguntó, sin embargo, por qué había hecho algo tan feo e impropio de mí, por qué me había portado tan cruelmente con un perro al que quería; y tampoco, de haberme interrogado, habría sabido qué decir. Pero sin duda era un mensaje, un acto simbólico que intentaba atraer la atención de mis padres hacia mi carbonera, Braefield, hacia lo desdichado y desamparado que me sentía allí. Y aunque en Londres caían bombas cada día, temía regresar a Braefield de una manera indecible, deseaba quedarme con mi familia, estar con ellos, por muchas bombas que cayeran.
En los años anteriores a la guerra había experimentado cierto sentimiento religioso, a la manera infantil. Cuando mi madre encendía las velas del Sabbath, sentía casi físicamente la llegada del Sabbath, cómo se le daba la bienvenida y descendía como un suave manto sobre la tierra. También imaginaba que eso ocurría en todo el universo, que el Sabbath descendía sobre remotos sistemas solares y galaxias, envolviendo a todos ellos con la paz de Dios.
La oración había sido una parte de mi vida. Primero el Shemah: «Escucha, oh Israel», luego la oración de la hora de acostarse que decía cada noche. Mi madre esperaba a que acabara de cepillarme los dientes y ponerme el pijama, y entonces subía al piso de arriba y se sentaba en mi cama mientras yo recitaba en hebreo: «Baruch atoh adonai… Bendito seas, oh Señor nuestro Dios, Rey del Universo, que haces que las cintas del sueño caigan sobre mis ojos, y el sopor sobre mis párpados…» En inglés era bonito, más aún que en hebreo. (Me decían que el hebreo era la lengua de Dios, aunque, por supuesto, Él entendía todos los idiomas, incluso todos los sentimientos, aunque uno no fuera capaz de expresarlos en palabras.) «Que tu voluntad, oh Señor nuestro Dios y Dios de mis padres, permita que yazca en paz y pueda volver a levantarme…» Pero al llegar aquí las cintas del sueño (fueran lo que fuesen) ya me apretaban los ojos, y no podía continuar. Mi madre se inclinaba sobre mí y me besaba, y al instante me quedaba dormido.
Cuando volví a Braefield ya no hubo más beso de buenas noches, y dejé de recitar la oración de ir a dormir, pues era inseparable del beso de mi madre, y ahora me recordaba su ausencia de una manera intolerable. Las mismas frases que tanto me habían confortado, transmitiéndome la preocupación y el poder de Dios, eran ahora palabrería, si no burdo engaño.
Pues cuando de pronto fui abandonado por mis padres (ya que ésa era mi impresión), mi confianza en ellos, el amor que les tenía, sufrió una violenta sacudida, y también mi fe en Dios. ¿Qué pruebas había, no dejaba de preguntarme, de la existencia de Dios? En Braefield decidí hacer un experimento para solventar la cuestión de una vez por todas: planté dos hileras de rábanos, una junta a la otra, en el huerto, y le pedí a Dios que bendijera o maldijera una, la que Él prefiriera, de modo que pudiera ver claramente la diferencia entre ambas. Las dos hileras de rábanos crecieron idénticas, y eso fue para mí una prueba de que Dios no existía. Pero ahora, más que antes, necesitaba algo en que creer.
A medida que proseguían las palizas, la mala alimentación y las torturas, aquellos de nosotros que permanecíamos en la escuela tuvimos que tomar medidas psicológicas extremas: deshumanizar a nuestro principal torturador, convertido en algo irreal. A veces mientras me zurraba, lo veía reducido a un gesticulante esqueleto (en casa había visto radiografías, huesos en una tenue envoltura de carne). Otras veces dejaba de verlo como una entidad, y no era más que una agrupación de átomos provisionalmente vertical. Me decía: «Es sólo átomos», y, cada vez más, anhelaba un mundo que fuera «sólo átomos». La violencia que exudaba el director a veces parecía contaminar la totalidad de la naturaleza, de modo que me daba la impresión de que la violencia era el principio mismo de la vida.
¿Qué podía hacer, en tales circunstancias, sino buscar un lugar privado, un refugio en el que pudiera estar solo, ensimismarme sin interferencias de los demás, y encontrar algo de estabilidad y afecto? Mi situación quizá era parecida a la que Freeman Dyson describe en su ensayo autobiográfico «Enseñar o no enseñan»:
Yo pertenecía a una reducida minoría de muchachos que carecían de fuerza física y aptitudes atléticas… y vivían sometidos a dos presiones idénticas [la de un director cruel y la de los bravucones que intimidaban en la escuela]… Hallamos refugio en un territorio que era igualmente inaccesible a nuestro director obsesionado con el latín y a nuestros compañeros obsesionados con el fútbol. Hallamos refugio en la ciencia… Aprendimos… que la ciencia es un territorio de libertad y amistad en medio de la tiranía y el odio.
En mi caso, el refugio fueron al principio los números. Mi padre era un hacha en la aritmética mental, y yo, ya a los seis años, era rápido con las cifras, y, lo que es más, estaba enamorado de ellas. Me gustaban los números porque eran sólidos, invariables; permanecían impasibles en un mundo caótico. Había en los números y sus relaciones algo absoluto, cierto, que no se podía cuestionar, fuera de toda duda. (Años después, cuando leí 1984, el colmo del horror, la señal definitiva de la desintegración y rendición de Winston, era cuando, bajo tortura, se le obligaba a negar que dos y dos eran cuatro. Más terrible aún era el hecho de que acabara comenzando a dudado en su propia mente, de que al final los números también le fallaran.)
Amaba sobre todo los números primos, el hecho de que fueran indivisibles, de que no pudieran partirse, de que fueran de manera inalienable ellos mismos. (No podía decir lo mismo de mí, pues tenía la sensación de estar dividido, alienado, roto, más y más cada semana.) Los números primos eran los componentes básicos de los otros números, y me parecía que eso debía de tener algún significado. ¿Por qué los números primos aparecían de ese modo? ¿Su distribución seguía alguna pauta, alguna lógica? ¿Tenían un límite o seguían apareciendo siempre? Pasé innumerables horas buscando factores primos, memorizándolos. Me permitían muchas horas de un juego ensimismado y solitario para el que no necesitaba a nadie más.
Hice una tabla, de diez por diez, de los cien primeros números, con los primos resaltados en negro, pero no veía pauta alguna, ninguna lógica en su distribución. Hice tablas más largas, de veinte por veinte y treinta por treinta, pero seguía sin encontrar patrón ninguno. No obstante, seguía convencido de que debía existir alguno.
Las únicas vacaciones verdaderas que tuve durante la guerra fueron las visitas a mi tía Len en Cheshire, en medio del bosque de Delamere, donde había fundado la Escuela Judía al Aire Libre para «niños delicados» (se trataba de niños procedentes de familias de clase trabajadora de Manchester: muchos padecían asma, otros raquitismo o tuberculosis, y, al considerarlo en retrospectiva, sospecho que uno o dos eran autistas), Todos los niños tenían su propio jardincillo, unos cuadrados de tierra de un par de metros de ancho, bordeados de piedras. Deseaba con todas mis fuerzas poder ir a Delamere en lugar de a Braefield, pero ése fue un deseo que jamás expresé (aunque me preguntaba si mi perspicaz y cariñosa tía no lo adivinaba).
La tía Len, en Delamere, después de la guerra.
La tía Len siempre me enseñaba todo tipo de diversiones matemáticas y botánicas que me llenaban de alegría. Me mostró los dibujos en espiral que había en la superficie de los girasoles del jardín, y sugirió que contara los flósculos que contenían. Al hacerlo, me señaló que se disponían según una serie —1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, etcétera— y que cada número era la suma de los dos que lo precedían. Y si se dividía cada número por el número que lo seguía (1/2, 2/3, 3/5, 5/8, etcétera), uno se acercaba al número 0,618. Esta serie, dijo, se denomina la serie de Fibonacci, por un matemático italiano que vivió siglos atrás. La razón de 0,618, añadió, se conocía como la divina proporción o la sección áurea, una proporción geométrica ideal utilizada a menudo por arquitectos y artistas.
Me llevaba a dar largos paseos por el bosque, durante los cuales me enseñaba botánica, diciéndome que me fijara en las piñas caídas, pues sus espirales también se basaban en la sección áurea. Me mostró hileras de cola de caballo que crecían junto a un arroyo, y me hizo tocar sus tallos rígidos y nudosos, y me sugirió que los midiera y trazara las longitudes de los sucesivos segmentos en una gráfica. Cuando lo hice y vi que la curva se aplanaba, me explicó que los incrementos eran «exponenciales», y que ésa era la manera en que solía ocurrir el crecimiento. Estas razones, esas proporciones geométricas, me dijo, se encontraban en toda la naturaleza: el mundo se hizo mediante números.
La asociación de plantas y jardines con los números adquirió para mí una forma curiosamente intensa, simbólica. Comencé a pensar en la existencia de un reino o ámbito de los números, con su propia geografía, sus lenguas y leyes; pero, más aún, en un jardín de números, un jardín mágico, secreto y maravilloso. Era un jardín oculto e inaccesible para el director y los matones del colegio; y un jardín, además, donde yo me sentía bienvenido y acogido como un amigo. Entre los amigos que tenía en ese jardín no sólo estaban los números primos y los girasoles de Fibonacci, sino los números perfectos (como el 6 o el 28, la suma de sus submúltiplos): los números pitagóricos, cuyo cuadrado era la suma de los cuadrados de otros dos números (como el 3, el 4 y el 5, o el 5, el 12 Y el 13); y los «números amistosos» (como el 220 y el 284), pares de números en los que cada uno es igual a la suma de los submúltiplos del otro. Y mi tía me había mostrado que mi jardín de números era doblemente mágico: no sólo era placentero y amigable, sino que formaba parte del plan según el cual se había construido el universo. Los números, decía mi tía, son la manera en que Dios piensa.
De todos los objetos que había en mi casa, el que más echaba de menos era el reloj de mi madre, un hermoso y viejo reloj de pared de esfera dorada que mostraba no sólo la hora y la fecha, sino las fases de la luna y las conjunciones de los planetas. Cuando yo era muy pequeño, había considerado ese reloj una suerte de instrumento astronómico, que transmitía información directamente desde el cosmos. Una vez por semana mi madre abría la caja y le daba cuerda, y yo me quedaba mirando el macizo contrapeso y tocaba (si ella me dejaba) las campanas largas y metálicas del carillón que daba las horas y los cuartos.
Durante los cuatro años que pasé en Braefield eché muchísimo de menos el carillón, y a veces soñaba con él e imaginaba que estaba en casa, sólo para despertarme en una cama estrecha, llena de bultos y mojada, bastante a menudo, con mi propia incontinencia. Muchos de nosotros experimentamos una regresión en Braefield, y nos pegaban brutalmente cuando mojábamos o ensuciábamos la cama.
En la primavera de 1943 cerraron Braefield. Casi todos los alumnos se habían quejado a sus padres de las condiciones de la escuela, y pocos quedaban ya en ella. Yo nunca me quejé (ni tampoco Michael, aunque él, en 1941, cuando tenía trece años, pasó al Clifton College), y finalmente me encontré con que era casi el único que quedaba. Nunca supe qué pasó exactamente —el director desapareció, con sus odiosos mujer e hijo—, y al final de las vacaciones simplemente me dijeron que no regresaría a Braefield, y que iría a una escuela nueva.
St. Lawrence College tenía (o eso me parecía) unos jardines grandes y venerables, edificios antiguos, árboles antiguos: todo era muy bello, sin duda, pero me aterraba. Braefield, a pesar de todos sus horrores, al menos me resultaba conocido: conocía la escuela, el pueblo, tenía un par de amigos, mientras que en St. Lawrence todo me era extraño, desconocido.
Curiosamente, guardo muy pocos recuerdos del curso que pasé allí. Tengo la impresión de que los he olvidado o reprimido con tanta fuerza que cuando hace poco se lo mencioné a una mujer que me conoce bien, y a la que le había hablado profusamente de mi época en Braefield, se quedó atónita, y dijo que jamás hasta entonces le había mencionado mi época en St. Lawrence. Lo que más recuerdo, de hecho, son las repentinas mentiras, o bromas, o fantasías, o ilusiones —no sé muy bien cómo llamarlas— que generé allí.
Me sentía especialmente solo los domingos por la mañana, cuando todos los demás niños se iban a la capilla, dejándome sólo —a mí, el pequeño judío— en la escuela (eso no ocurría en Braefield, donde casi todos los niños eran judíos). Un domingo por la mañana hubo una impresionante tormenta, con violentos rayos y tremendos truenos. Se oyó uno tan terroríficamente sonoro y cercano que por un momento pensé que había impactado en la escuela. Cuando los demás regresaron de la capilla, insistí tercamente en que yo había sido alcanzado por ese rayo, que había «entrado» en mí, alojándose en mi cerebro.
Me inventaba cosas relacionadas con mi infancia, elaborando una versión o fantasía de mi niñez. Contaba que había nacido en Rusia (en aquella época Rusia era nuestro aliado, y yo sabía que el padre de mi madre había nacido allí), y relataba largas y elaboradas historias pródigas en detalles acerca de alegres paseos en trineo, de que íbamos abrigados con pieles y de que por la noche había manadas de lobos que perseguían nuestro' trineo. No recuerdo cómo eran recibidas esas historias, pero me ceñía a ellas.
Otras veces mantenía que mis padres, por alguna razón, me habían abandonado de pequeño, y que me había encontrado una loba y me había criado con sus lobeznos. Había leído El libro de la selva y me lo sabía casi de memoria, y era capaz de adornar mis «evocaciones» con detalles sacados de ese libro, hablándoles a los atónitos niños de nueve años que me rodeaban de Bagheera, la pantera negra, de Baloo, el viejo oso que me enseñaba la Ley, y de Kaa, mi amiga la serpiente con la que nadaba en el río, y de Hathi, el rey de la selva, que tenía mil años.
Al rememorar esa época, tengo la impresión de que estaba impregnado de mitos y ensueños, y de que a veces no tenía claros los límites entre fantasía y realidad. Me parece que intentaba inventarme una identidad absurda pero llena de encanto. Creo que mi sensación de aislamiento, de que nadie me cuidaba ni me conocía, era aún mayor en St. Lawrence que en Braefield, donde las atenciones sádicas del director podían considerarse como una especie de cuidado, incluso de amor. Creo que quizá estaba furioso con mis padres, que seguían ciegos y sordos, sin prestar atención a mi aflicción, y que por eso sentía la tentación de reemplazarlos por otros más cariñosos, ya fueran rusos o unos lobos.
Cuando mis padres me visitaron a mitad del curso en 1943 (y quizá les habían llegado noticias de mis curiosas invenciones y mentiras), finalmente se dieron cuenta de que había llegado al límite, y que más les valía llevarme de vuelta a Londres antes de que ocurriera algo peor.