11. HUMPHRY DAVY: UN QUÍMICO POETA
Creo que la primera vez que oí hablar de Humphry Davy, un poco antes de la guerra, fue un día que mi madre me llevó al Museo de la Ciencia, a la planta superior, donde había una maqueta de una mina de carbón, con sus galerías polvorientas iluminadas por tenues lámparas. Allí me mostró la lámpara de seguridad Davy —había varias reproducciones— y me explicó cómo funcionaba, y que había salvado innumerables vidas. Y a continuación, al lado, me enseñó la lámpara Landau, inventada en la década de 1870 por su padre —mi abuelo—, que era, básicamente, una ingeniosa modificación de la anterior. De este modo Davy quedó identificado en mi mente como una especie de ancestro, como casi parte de la familia.
Nacido en 1778, Davy se crió al inicio de la revolución de Lavoisier. Era una época de descubrimientos, la mayoría de edad de la química, una época, además, en la que surgían importantes aclaraciones teóricas. A Davy, hijo de un artesano, lo colocaron de aprendiz de un médico-farmacéutico de Penzance, pero pronto aspiró a algo más. La química, sobre todo, comenzó a atraerle. Leyó y dominó los Elementos de química de Lavoisier, una hazaña extraordinaria para un muchacho de dieciocho años que poseía poca educación académica. Ideas de grandeza (quizá no exentas de vanidad) comenzaron a dar vueltas por su mente: ¿podría llegar a ser el nuevo Lavoisier, quizá el nuevo Newton? (Uno de sus cuadernos de la época lleva la etiqueta «Newton y Davy».)
Lavoisier había dejado una sombra de flogisto en su idea del calor o el «calórico» como elemento, y en su primer y fundamental experimento, Davy derritió hielo por fricción, demostrando así que el calor era movimiento, una forma de energía, y no una sustancia material, tal como Lavoisier había pensado. «Ha quedado demostrada la no existencia del calórico o fluido del calor», escribió Davy, exultante. Publicó los resultados de su experimento en un extenso «Ensayo sobre el calor y la luz», una crítica de Lavoisier y una concepción de la nueva química que esperaba fundar, purgada por fin de cualquier resto de alquimia o metafísica.
Cuando la existencia de este joven, de su intelecto y de sus nuevas ideas, quizá revolucionarias, acerca de la materia y energía, llegó a conocimiento del químico Thomas Beddoes, éste publicó el ensayo de Davy, y le invitó a su laboratorio, el Instituto Neumático de Bristol. Allí Davy analizó los óxidos de nitrógeno (que habían sido aislados por primera vez por Priestley): el óxido nitroso (N2O), el óxido nítrico (NO) y el venenoso y marrón «peróxido» de nitrógeno (NO2). También hizo una detallada comparación de sus propiedades, y escribió una maravillosa descripción de los efectos de inhalar los vapores del óxido nitroso, el «gas de la risa». La descripción de Davy de su inhalación de óxido nitroso, en su perspicacia psicológica, recuerda la descripción que hizo William James de la misma experiencia un siglo después, y es quizá la primera descripción de una experiencia psicodélica de la literatura occidental:
Casi inmediatamente se produjo un cosquilleo que se extendió del pecho a las extremidades… mis impresiones visibles se tornaron confusas y aparentemente magnificadas, oía claramente todos los sonidos de la sala… A medida que las sensaciones agradables aumentaban, perdía toda relación con las cosas externas; una sucesión de vívidas imágenes visibles recorrió mi mente, e iban asociadas a palabras de tal manera que producían percepciones perfectamente novedosas. Yo existía en un mundo de ideas recién asociadas y modificadas. Especulé; imaginé haber hecho algún descubrimiento.
Davy también descubrió que el óxido nitroso era un anestésico, y sugirió su uso en operaciones quirúrgicas. (No llegó a insistir en este punto, y la anestesia general no se introdujo hasta la década de 1840, después de su muerte.)
En 1800 Davy leyó el ensayo de Alessandro Volta en el que describía la primera «pila» —un sándwich de dos metales distintos con un cartón mojado en agua salada en medio— que generaba una corriente eléctrica continua. Aunque la electricidad estática, al igual que los rayos y las chispas, se había investigado en el siglo anterior, hasta ese momento no se había obtenido ninguna corriente eléctrica continuada. El ensayo de Volta, escribiría Davy posteriormente, puso en estado de alerta a los experimentadores de toda Europa, y, para Davy, de pronto dio forma a lo que ahora consideraba la obra de su vida.
Convenció a Beddoes para construir una enorme pila eléctrica —consistía en cien placas dobles de cobre y cinc de cuarenta centímetros cuadrados, y ocupaba toda una habitación—, e inició sus primeros experimentos a los pocos meses de la publicación del ensayo de Volta. Casi enseguida tuvo la sospecha de que la corriente eléctrica era generada por cambios químicos ocurridos en las planchas metálicas, y se preguntó si lo contrario también ocurriría: si se podían producir cambios químicos haciendo pasar una corriente eléctrica.
El agua podía crearse (tal como había mostrado Cavendish) echando chispas sobre una mezcla de hidrógeno y oxígeno.[32] ¿Se podía hacer lo contrario con la nueva energía de la corriente eléctrica? En su primer experimento electroquímico, en el que hizo pasar una corriente eléctrica a través del agua (tuvo que añadir un poco de ácido para que hiciera de conductor), Davy demostró que ésta se podía descomponer en sus elementos constituyentes, el hidrógeno apareciendo en un polo o electrodo de la pila y el oxígeno en el otro, aunque sólo varios años más tarde fue capaz de demostrar que aparecían en proporciones fijas y exactas.
Davy descubrió que con su pila no sólo podía electrolizar el agua, sino calentar alambres metálicos: un alambre de platino, por ejemplo, se podía calentar hasta la incandescencia; y si la corriente pasaba a través de unas varillas de carbono, y éstas estaban separadas por una corta distancia, un deslumbrante «arco eléctrico» saltaba y las unía («un arco tan brillante», escribió, «que incluso la luz del sol, en comparación, se veía débil»). Así fue como Davy dio con las dos formas principales de iluminación eléctrica: la incandescencia y la iluminación de arco, aunque él no las desarrolló, sino que pasó a otras investigaciones[33].
Lavoisier, cuando en 1789 hizo su lista de elementos, incluyó las «tierras alcalinas» (magnesia, cal y barita) porque pensaba que contenían nuevos elementos, y a ellos Davy añadió los álcalis (sosa y potasio), pues éstos, sospechaba, también contenían nuevos elementos. Pero en aquel momento no había aún medios químicos suficientes para aislados, y Davy se preguntó si esa energía radicalmente nueva que era la electricidad podría obtener lo que la química corriente no había logrado. Primero atacó los álcalis, y a principios de 1780 llevó a cabo el famoso experimento en el que aisló el potasio y el sodio metálicos mediante la corriente eléctrica. Cuando esto ocurrió, Davy estaba tan eufórico, anotó su ayudante de laboratorio, que bailaba de alegría por el laboratorio[34].
Uno de mis mayores placeres era repetir los experimentos originales de Davy en mi laboratorio, identificándome así con él, hasta el punto de que me parecía que era yo quien estaba descubriendo esos elementos. Tras leer cómo descubrió el potasio, y cómo reaccionaba con el agua, corté un fragmento en forma de cubito (se dejaba cortar como mantequilla, y la superficie cortada relucía con un brillo blanco plateado, aunque sólo por un instante; enseguida se ennegrecía). Lo deposité suavemente en una cubeta llena de agua y retrocedí, todo lo deprisa que pude, pues el potasio se incendió de inmediato y se derritió, y la masa fundida, como si estuviera frenética, daba vueltas a toda velocidad por la cubeta. Emitía una llama violeta, y chisporroteaba y crepitaba sonoramente mientras arrojaba fragmentos incandescentes en todas direcciones. A los pocos segundos el pequeño glóbulo se había consumido, y la tranquilidad volvía a imperar en el agua de la cubeta. Pero ahora el agua estaba caliente, y jabonosa; se había convertido en una solución de potasa cáustica, y, al ser alcalina, le dio color azul a un papel tornasol.
El sodio era mucho más barato, y no tan violento como el potasio, de modo que decidí observar cómo actuaba al aire libre. Conseguí un trozo de buen tamaño —pesaría kilo y medio— e hice una excursión hasta los estanques de Highgate, en Hampstead Heath, con mis dos mejores amigos, Eric y Jonathan. Cuando llegamos subimos hasta un pequeño puente, donde saqué el sodio de su hule con unas tenazas y lo arrojé al agua. Al instante se incendió, y se puso a dar vueltas a toda velocidad sobre la superficie del agua como un meteorito enloquecido, con una enorme llama amarilla en la parte superior. ¡Estábamos eufóricos: eso sí era química, y de la buena!
Había otros miembros de la familia de los metales alcalinos que eran aún más reactivos que el sodio o el potasio, metales como el rubidio y el cesio (también estaba el más ligero y menos reactivo, el litio). Era fascinante comparar las reacciones de los cinco arrojando pedacitos de cada uno en el agua. Había que hacerlo con cautela y unas tenazas, y conseguir para uno y para todos los invitados gafas protectoras: el litio se movía sobre la superficie del agua con calma, reaccionando con ella, emitiendo hidrógeno, hasta que desaparecía; un pedazo de sodio se movía sobre la superficie con un furioso zumbido, pero no se incendiaba si el trozo era pequeño; el potasio, por contra, se incendiaba al instante nada más tocar el agua, quemando con una llama color malva pálido y lanzando glóbulos en todas direcciones; el rubidio era aún más reactivo, y chisporroteaba violentamente con una llama violeta rojiza; y descubrí que el cesio estallaba al tocar el agua, haciendo añicos la cubeta de cristal. Después de eso uno jamás olvidaba las propiedades de los metales alcalinos.
Antes de que Humphry Davy descubriera el sodio y el potasio, se consideraba que los metales eran duros, densos e infusibles, y ahora ahí teníamos unos que eran blandos como la mantequilla, más ligeros que el agua, muy fáciles de fundir y químicamente violentos, ávidos de combinarse hasta un punto jamás visto antes. (Davy quedó tan sobrecogido por la inflamabilidad del sodio y el potasio, y por su capacidad de flotar en el agua, que se preguntó si no habría depósitos de esos metales debajo de la corteza terrestre, los cuales, al entrar en contacto con el agua y explotar, serían responsables de las erupciones volcánicas.) ¿Se podía considerar, de hecho, que los metales alcalinos eran metales de verdad? Davy abordó la cuestión sólo dos meses después:
Un gran número de personas filosóficas a quienes se ha planteado esta pregunta han respondido afirmativamente. Coinciden con los metales en su opacidad, brillo, maleabilidad, capacidad para conducir el calor y la electricidad, y en sus cualidades de combinación química.
Después de su éxito al aislar los primeros metales alcalinos, Davy pasó a ocuparse de los alcalinotérreos y los electrolizó, y a las pocas semanas había aislado cuatro elementos metálicos más —el calcio, el magnesio, el estroncio y el bario—, todos ellos enormemente reactivos y capaces de arder, al igual que los metales alcalinos, con llamas de vivos colores. Estaba claro que éstos formaban un grupo distinto.
Los metales alcalinos puros no existen en la naturaleza; tampoco los metales alcalinotérreos elementales: son demasiado reactivos, y al instante se combinan con otros elementos[35]. Lo que se suele encontrar son sales simples o complejas de esos elementos. Mientras que las sales no suelen ser conductoras en estado cristalino, sí transmiten la corriente eléctrica si se disuelven en agua o se funden; y se descomponen por el efecto de la corriente eléctrica, quedando el componente metálico de la sal en un polo (por ejemplo, el sodio), y el no metálico (por ejemplo, el cloro) en el otro. Para Davy eso quería decir que los elementos estaban contenidos en la sal en forma de partículas cargadas, ¿pues por qué sino iban a verse atraídos hacia los electrodos? ¿Por qué el sodio iba siempre hacia un electrodo y el cloro hacia el otro? Faraday, su alumno, posteriormente llamaría «iones» a las partículas cargadas de un elemento, y a los iones cargados positivamente los llamaría «cationes», y a los cargados negativamente «aniones». El sodio, en su estado de partícula con carga, era un catión fuerte, y el cloro, en su estado de partícula con carga, uno de los aniones más fuertes.
Para Davy, la electrólisis revelaba que la materia no era algo inerte que se mantenía unida por la «gravedad», como Newton había pensado, sino que estaba cargada y se mantenía unida por fuerzas eléctricas. La afinidad química y la fuerza eléctrica, especuló, eran lo mismo. Para Newton y Boyle sólo había existido una fuerza, la gravedad universal, que mantenía unidos no sólo a las estrellas y los planetas, sino a los mismísimos átomos de que se componían. Ahora, para Davy, había una segunda fuerza cósmica, una fuerza no menos potente que la gravedad, pero que operaba en las ínfimas distancias que había entre los átomos, en el mundo invisible y casi inimaginable de los átomos químicos. Se dijo que quizá la gravedad era el secreto de la masa, pero la electricidad era el secreto de la materia.
A Davy le encantaba llevar a cabo experimentos en público, y sus famosas conferencias, o conferencias-demostraciones, eran emocionantes, elocuentes y a menudo literalmente explosivas. En ellas pasaba de los detalles más íntimos de sus experimentos a especulaciones acerca del universo y la vida, y las dictaba con un estilo y una riqueza lingüística que nadie podía igualar[36]. Pronto se convirtió en el conferenciante más famoso e influyente de Inglaterra, y allí donde iba atraía a enormes multitudes que bloqueaban las calles. Incluso Coleridge, el mejor conversador de su época, asistía a las conferencias de Davy, no sólo para llenar sus cuadernos de química, sino «para renovar mi repertorio de metáforas».
A principios del siglo XIX la cultura literaria y la científica aún estaban unidas —no existía la disociación de sensibilidades que no tardaría en sobrevenir—, y durante la época que Davy pasó en Bristol se inició su amistad con Coleridge y los poetas románticos. En aquella época el propio Davy escribía (y a veces publicaba) mucha poesía; en sus cuadernos se mezclan detalles de experimentos químicos, poemas y reflexiones filosóficas; y no parece que todo eso existiera en su mente en compartimentos estancos[37].
Había una gran avidez de ciencia, sobre todo de la química, en aquellos primeros y gloriosos días de la Revolución Industrial; parecía una manera nueva y poderosa (y no irreverente) no sólo de entender el mundo, sino de que fuera a mejor. El propio Davy parecía encarnar ese nuevo optimismo, hallarse en la cresta de una nueva e inmensa ola de poder científico y tecnológico, un poder que prometía o amenazaba con transformar el mundo. Para empezar, había descubierto media docena de elementos, sugerido nuevas formas de iluminación, hecho importantes innovaciones agrícolas y desarrollado una teoría eléctrica de la combinación química, de la materia, del propio universo, y todo antes de cumplir los treinta años.
En 1812, Davy, el hijo de un tallista en madera, fue condecorado por sus servicios al imperio: el primer científico que recibía ese honor desde Isaac Newton. El mismo año se casó, aunque al parecer eso no le distrajo lo más mínimo de sus investigaciones químicas. Cuando partió hacia el Continente para una prolongada luna de miel, decidido a hacer experimentos y a conocer otros químicos allí donde fuera, se llevó con él una gran cantidad de aparatos de química y diversos materiales («una bomba de vacío, una máquina eléctrica, una pila voltaica… un soplete, un fuelle y una forja, un aparato para fabricar gas de agua y mercurio, tazas y cuencos de platino y cristal, y los reactivos normales de un químico»), así como a su joven ayudante de investigación, Michael Faraday. (Faraday, que por entonces estaba al principio de la veintena, había seguido las conferencias de Davy embelesado, y había cortejado a Davy presentándole una versión de aquéllas brillantemente transcrita y anotada.)
En París Davy recibió la visita de Ampere y Gay-Lussac, quienes trajeron con ellos, para recabar la opinión de Davy, una sustancia negra y brillante obtenida a partir de algas, cuya propiedad más notable era que, al calentarse no se fundía, sino que se convertía en un vapor de un color violeta intenso. Un año antes, Davy había identificado el «vapor de ácido muriático» amarillo verdoso de Scheele como un nuevo elemento, el cloro. Davy, con su inmensa sensibilidad para lo concreto[38] y su genio para la analogía, intuyó que ese sólido negro y enormemente reactivo, odorífero y volátil podría ser un elemento nuevo, un análogo del cloro, lo que pronto quedó confirmado. Ya había intentado, sin éxito, aislar el «radical fluórico» de Lavoisier, dándose cuenta de que el elemento que contenía, el flúor, sería un análogo más ligero y aún más activo que el cloro. Pero también intuía que la diferencia entre las propiedades físicas y químicas del cloro y el yodo eran tan grandes que sugerían la existencia de un elemento intermedio entre ambos aún sin descubrir. (Existía, de hecho, ese elemento, el bromo, pero no sería Davy quien lo descubriera, sino un joven químico francés, Balard, en 1826. Resultó que el propio Liebig había preparado ya ese elemento marrón y vaporoso, pero lo había identificado erróneamente como «cloruro de yodo líquido»; al enterarse del descubrimiento de Balard, Liebig colocó el frasco en el «armario de los errores».)
Al abandonar Francia, la pareja en viaje de novios pasó a Italia, haciendo varias etapas y experimentos por el camino: recogieron cristales al borde del Vesubio; analizaron el gas procedente de las chimeneas naturales de las montañas (Davy descubrió que era idéntico al gas de los pantanos, o metano); y, por primera vez, llevó a cabo un análisis químico de muestras de pintura de viejas obras maestras («simples átomos», anunció).
En Florencia quemó un diamante bajo condiciones controladas con la ayuda de una lupa gigante. A pesar de la demostración de la inflamabilidad del diamante hecha por Lavoisier, Davy, hasta ese momento, se había mostrado reacio a creer que el diamante y el carbón fueran, de hecho, el mismo elemento. Era bastante anómalo que los elementos poseyeran formas físicas muy distintas (eso fue antes del descubrimiento del fósforo rojo o de los alótropos del azufre). Davy se preguntó si eso no supondría que había diferentes formas de «agregación» de los átomos, pero no fue hasta mucho más tarde, con el desarrollo de la química estructural, cuando todo eso pudo definirse (entonces se demostró que la dureza del diamante se debía a la forma tetraédrica de sus retículas atómicas, mientras que el grafito era blando y untuoso debido a la disposición de sus retículas hexagonales en láminas paralelas).
Davy regresó a Londres tras su luna de miel para enfrentarse a uno de los más grandes retos prácticos de su vida. La Revolución Industrial era ya imparable, y devoraba cantidades crecientes de carbón; en las minas se cavaba cada vez a más profundidad, tanto que era frecuente encontrarse con gases venenosos e inflamables: el «grisú» (metano) y el «gas mofeta» (dióxido de carbono). Bajaban un canario en una jaula para que advirtiera de la presencia del asfixiante gas mofeta; pero el primer indicio de la presencia de grisú solía ser, casi siempre, una explosión fatal. Era tremendamente importante idear una lámpara de minero que pudiera llevarse a las oscuras profundidades de las minas sin peligro de que encendiera las bolsas de grisú.
Davy hizo una crucial observación: que una llama no podía pasar a través de una tela o una malla metálica, siempre que ésta estuviera fría[39]. Construyó distintos tipos de lámparas incorporando ese principio, siendo la más sencilla y fiable una lámpara de aceite en la que el aire sólo podía entrar o salir a través de pantallas de tela metálica. Las lámparas, ya perfeccionadas, se probaron en 1816, y resultaron ser no sólo seguras, sino también, mediante la aparición de la llama, un fiable indicador de la presencia de grisú.
Más adelante Davy descubrió que si se colocaba una espiral de platino en una mezcla explosiva, se ponía al rojo e incandescente. Había descubierto el milagro de la catálisis: que ciertas sustancias, como por ejemplo el platino, podían provocar una reacción química en su superficie sin que ellas quedaran consumidas. Así, por ejemplo, la espiral de platino que teníamos sobre el fogón se ponía al rojo cuando le llegaba el flujo de gas, y, al ponerse al rojo, se encendía. Este proceso de catálisis se haría indispensable en miles de procesos industriales[40].
Hasta un punto que yo sólo comprendería más tarde, Humphry Davy y sus descubrimientos formaban parte de nuestras vidas, desde la cubertería galvanoplateada hasta la espiral catalítica de la luz de gas, pasando por la fotografía (había sido uno de los primeros en tomar fotografías, haciéndolas sobre cuero, treinta años o más antes de que otros redescubrieran el proceso) y la cegadora lámpara de arco utilizada para proyectar películas en el cine de nuestro barrio. El aluminio, antaño más caro que el oro (es famosa la anécdota de que Napoleón III hacía que se sirviera a sus invitados en platos de oro, mientras que los suyos eran de aluminio), se volvió barato y fácil de obtener gracias al uso de la electrólisis davyana. Y los mil y un objetos sintéticos que nos rodean, desde los fertilizantes artificiales hasta los relucientes teléfonos de baquelita, son posibles gracias a la magia de la catálisis. Pero, en particular, era la personalidad de Davy lo que me atraía: no era modesto, como Scheele, ni sistemático, como Lavoisier, sino lleno de la exuberancia y el entusiasmo de un chaval, con un atrevimiento maravilloso y a veces peligroso —siempre estaba a punto de ir demasiado lejos—: eso fue, sobre todo, lo que me cautivó.