17. UN ESPECTROSCOPIO DE BOLSILLO
Antes de la guerra siempre habíamos celebrado la noche de Guy Fawkes lanzando fuegos artificiales. Las bengalas, de un rojo o verde brillante, eran mis favoritas. Mi madre me había dicho que el color verde se debía a un elemento llamado bario, y el rojo al estroncio. En aquel entonces yo no tenía ni idea de qué eran el bario y el estroncio, pero sus nombres, al igual que sus colores, permanecieron en mi mente.
Cuando mi madre vio lo mucho que me cautivaban esas luces, me mostró que si se arrojaba un pellizco de sal a la estufa, la llama del gas aumentaba de tamaño y adquiría un color amarillo brillante. Eso se debía a la presencia de otro elemento, el sodio (me dijo que ya los romanos lo usaban para dar a sus hogueras y llamas un color más vivo). Así que, en cierto sentido, fui introducido a las «pruebas de la llama» ya antes de la guerra, pero fue sólo años más tarde, en el laboratorio del tío Dave, cuando aprendí que eran algo esencial de la vida química, una manera instantánea de detectar ciertos elementos, aun cuando estuvieran presentes sólo en pequeñas cantidades.
Únicamente había que colocar una pizca del elemento o uno de sus componentes sobre una espira de alambre de platino y acercarlo a la llama incolora de un mechero Bunsen para ver las coloraciones que se producían. Investigué una gran variedad de colores de llama. Estaba la llama azul celeste producida por el cloruro de cobre. Y estaba el azul claro —el «venenoso» azul claro, tal como yo lo consideraba— producido por el plomo, el arsénico y el selenio. Había muchísimas llamas verdes: un verde esmeralda con casi todos los demás compuestos de cobre; un verde amarillento con los compuestos de bario, y también con algunos compuestos de boro: el borano, o hidruro de boro, era enormemente inflamable, y quemaba con una fantasmagórica llama verde muy peculiar. Luego estaban los rojos: la llama carmesí de los componentes del litio, el escarlata del estroncio, el rojo ladrillo amarillento del calcio. (Posteriormente leí que el radio también coloreaba las llamas de rojo, pero eso, por supuesto, era algo que nunca vería. Me lo imaginaba como un rojo de lo más refulgente, una especie de rojo definitivo, fatal. El químico que lo vio por primera vez, o eso imaginé, quedó ciego poco después, y lo último que vio en su vida fue el rojo radiactivo del radio, que le destruyó la retina.)
La prueba de la llama era algo muy sensible —bastante más que muchas reacciones químicas, las pruebas «húmedas» que también se hacían para analizar las sustancias—, y reforzaba la idea de que los elementos eran algo fundamental, y que conservaban sus propiedades únicas por mucho que se combinaran. Uno podía tener la sensación de que el sodio se «perdía» al combinarse con el cloro para formar la sal, pero la reveladora presencia del amarillo del sodio en la prueba de la llama servía para recordar que allí seguía.
La tía Len me había dado el libro de James Jeans Las estrellas y sus trayectorias para mi décimo cumpleaños, y yo me había embriagado con el viaje imaginario al interior del sol que Jeans describía, y su mención casual de que el sol contenía platino, plata y plomo, casi todos los elementos que tenemos en la tierra.
Cuando se lo mencioné al tío Abe, éste decidió que ya era hora de que aprendiera espectroscopia. Me regaló un libro de 1873, El espectroscopio, de J. Norman Lockyer, y me prestó un pequeño espectroscopio que él tenía. El libro de Lockyer incluía unas deliciosas ilustraciones que mostraban no sólo varios espectroscopios y espectros, sino también algunos científicos victorianos barbudos y ataviados con levita que examinaban llamas de vela con el nuevo aparato, y a partir de ese libro tuve una visión muy personal de la historia de la espectroscopia, desde los primeros experimentos de Newton hasta las observaciones pioneras del propio Lockyer del espectro del sol y las estrellas.
De hecho, la espectroscopia había comenzado en los cielos, cuando Newton descompuso la luz del sol con un prisma en 1666, mostrando que estaba formado de rayos de «distinta refrangibilidad». Newton mostró que el espectro del sol era una continua banda luminosa de color que iba del rojo al violeta, como un arco iris. Ciento cincuenta años más tarde, Joseph Fraunhofer, un joven óptico alemán, utilizando un prisma mucho más sofisticado y un rendija estrecha, fue capaz de ver que toda la longitud del espectro de Newton estaba interrumpida por líneas oscuras, «un número infinito de líneas verticales de diferente grosor» (al final consiguió contar más de quinientas).
Se precisaba una luz brillante para obtener un espectro, pero no tenía por qué ser la del sol. Podía ser la luz de una vela, o de una luz de calcio, o las llamas de colores de los metales alcalinos o alcalinotérreos. En las décadas de 1830 y 1840, también esos espectros fueron investigados, y se vio un espectro por completo distinto. Mientras que la luz del sol producía una banda luminosa en la que estaban todos los colores del espectro, la luz del sodio evaporado producía una sola línea amarilla, una línea muy estrecha de intenso brillo, sobre un fondo negro como la tinta. Lo mismo ocurría con el espectro del litio y el estroncio, sólo que en éstos se apreciaban una multitud de líneas brillantes, casi todas pertenecientes a la zona roja del espectro.
¿Cuál era el origen de las líneas oscuras que Fraunhofer vio en 1814? ¿Guardaban alguna relación con las brillantes líneas del espectro de los elementos que ardían? Muchos investigadores de la época les dieron vueltas a esas preguntas, pero quedaron sin responder hasta 1859, cuando Gustav Kirchhoff, un joven físico alemán, se alió con Robert Bunsen. Por entonces Bunsen era un químico reconocido, y un prolífico inventor, que había ideado fotómetros, calorímetros, la pila de carbono-cinc (que todavía se usaba, con cambios imperceptibles, en las pilas que diseccioné en los años cuarenta), y, naturalmente, el mechero Bunsen, que había perfeccionado para investigar más detenidamente los fenómenos del color. Formaban una pareja ideal: Bunsen, un fabuloso experimentador —práctico, técnicamente brillante, con inventiva—, y Kirchhoff, con sus aptitudes teóricas y su capacidad para las matemáticas, algo de lo que quizá carecía Bunsen.
En 1859, Kirchhoff llevó a cabo un experimento sencillo y de bella concepción, que mostraba que los espectros de la línea brillante y de la línea oscura —los espectros de emisión y absorción— eran uno y el mismo, los opuestos correspondientes del mismo fenómeno: la capacidad de los elementos de emitir luz de una longitud de onda característica al evaporarse, o de absorber luz de exactamente la misma longitud de onda si se iluminaban. De este modo, la línea del sodio podía ser o una línea de brillante amarillo en el espectro de emisión o una línea oscura exactamente en la misma posición en su espectro de absorción.
Kirchhoff dirigió su espectroscopio al sol y se dio cuenta de que una de las incontables líneas del espectro solar vistas por Fraunhofer se hallaba exactamente en la misma posición que la luz amarillo brillante del sodio, y de que el sol, por tanto, contenía sodio. Durante la primera mitad del siglo XIX se tenía la impresión general de que nunca sabríamos nada de las estrellas, aparte de lo que se podía averiguar mediante la simple observación; que su composición y su química, en particular, seguirían siendo desconocidas para siempre, por lo que el descubrimiento de Kirchhoff fue recibido con estupefacción.[68]
Kirchhoff y otros (y sobre todo el propio Lockyer) identificaron posteriormente una veintena de elementos terrestres en el sol, y ahora el misterio de Fraunhofer —los cientos de líneas oscuras del espectro solar— podía comprenderse como el espectro de absorción de esos elementos en las capas exteriores del sol, al ser iluminados desde dentro. Por otro lado, se predijo que un eclipse solar, con el brillo central del sol oscurecido y quedando visible sólo la brillante corona, produciría deslumbrantes espectros de emisión correspondientes a las líneas oscuras.
Y ahora, con la ayuda del tío Abe —tenía un pequeño observatorio en la azotea de su casa, y uno de sus telescopios adosado a un espectroscopio—, lo vi por mí mismo. Todo el universo visible —planetas, estrellas, galaxias lejanas— era susceptible de análisis espectroscópico, y experimenté un placer vertiginoso, casi extático, al ver los conocidos elementos terrestres en el espacio exterior, al ver lo que anteriormente sólo había sabido de una manera intelectual, que los elementos no sólo eran terrestres, sino cósmicos, y, de hecho, los componentes básicos del universo.
Bunsen y Kirchhoff dejaron entonces de ocuparse del cielo y se dedicaron a buscar en la tierra elementos nuevos o no descubiertos utilizando esa nueva técnica. Bunsen ya había observado el enorme poder del espectroscopio para dilucidar mezclas complejas, para proporcionar, de hecho, un análisis óptico de los componentes químicos. Si el litio, por ejemplo, estaba presente en pequeñas cantidades acompañando al sodio, mediante los medios convencionales no había manera de detectado. Y tampoco los colores de la llama eran de ninguna ayuda, pues el amarillo brillante del sodio tendía a cubrir los demás colores de la llama. Pero con un espectroscopio, el espectro característico del litio podía verse de inmediato, aun cuando estuviera mezclado con una cantidad de sodio que fuera diez mil veces su peso.
Ello permitió a Bunsen mostrar que ciertas aguas minerales ricas en sodio y en potasio también contenían litio (algo totalmente insospechado, pues las únicas fuentes de litio habían sido hasta entonces ciertos minerales raros). ¿Podrían contener también otros metales alcalinos? Cuando Bunsen concentró su agua mineral, reduciendo treinta toneladas a unos pocos litros, vio, entre las líneas de muchos otros elementos, dos sorprendentes líneas azules, juntas, que nunca había visto antes. Le pareció que eso era la firma de un nuevo elemento. «Lo llamaré cesio a causa del hermoso azul de su línea espectral», escribió, y anunció su descubrimiento en noviembre de 1860.
Tres meses más tarde, Bunsen y Kirchhoff descubrieron otro nuevo metal alcalino; lo llamaron rubidio a causa del «espléndido color rojo oscuro de sus rayos».
En las décadas siguientes, Bunsen y Kirchhoff descubrieron unos veinte elementos más con ayuda del espectroscopio: el indio y el talio (que también recibieron su nombre de las líneas espectrales de brillante color), el galio, el escandio y el germanio (los tres elementos que Mendeléiev había predicho), todas las tierras raras que quedaban, y, en la década de 1890, los gases inertes.
Pero quizá la historia más romántica de todas, y desde luego la que más me fascinaba de joven, tenía que ver con el descubrimiento del helio. Fue el propio Lockyer quien, durante un eclipse solar, en 1868, consiguió ver una línea amarillo brillante en la corona del sol, una línea próxima a las líneas amarillas del sodio, pero claramente distinta. Conjeturó que esa nueva línea debía de pertenecer a un elemento desconocido en la tierra, y lo llamó helio (le dio el sufijo metálico de -ium porque supuso que era un metal).[69] Este hallazgo despertó gran asombro y entusiasmo, y algunos especularon con que quizá cada estrella poseía un elemento especial. Fue sólo veinticinco años más tarde cuando se encontró que algunos minerales terrestres (uranio) contenían un extraño gas ligero, que se liberaba enseguida, y al someterlo a la prueba del espectroscopio resultó ser el mismísimo helio.
La maravilla del análisis espectral, del análisis a distancia, también tuvo repercusiones literarias. Yo había leído Nuestro amigo común (escrito en 1864, cuatro años después de que Bunsen y Kirchhoff impulsaran la espectroscopia), y en ese libro Dickens imaginaba un «espectroscopio moral» mediante el cual los habitantes de galaxias remotas podrían analizar la luz procedente de la tierra y medir el bien y el mal que contenía, el espectro moral de sus habitantes.
«Pocas dudas me caben», escribió Lockyer al final de su libro, «de que, con el tiempo…, el espectroscopio se convertirá… en un compañero de bolsillo para todos nosotros.» Un pequeño espectroscopio se convirtió en mi compañero constante, en mi instantáneo analizador del mundo, que sacaba en todo tipo de ocasiones: para mirar las nuevas luces fluorescentes que comenzaban a aparecer en las estaciones del metro de Londres, para mirar soluciones y llamas en el laboratorio, o para observar fuegos de carbón y llamas de gas en la casa.
También investigué el espectro de absorción de compuestos de todo tipo, desde soluciones inorgánicas sencillas hasta sangre, hojas, orina y vino. Me fascinó descubrir lo característico que era el espectro de la sangre incluso cuando se secaba, y la pequeñísima cantidad que se necesitaba para analizarlo de esa manera: se podía identificar una mancha de sangre de más de cincuenta años de antigüedad y distinguirla de una mancha de óxido. Las posibilidades forenses que presentaba me intrigaron; me pregunté si Sherlock Holmes, junto con sus exploraciones químicas, habría utilizado también un espectroscopio. (Me gustaban especialmente las historias de Sherlock Holmes, e incluso más aún las del profesor Challenger que Conan Doyle escribió posteriormente: me identificaba con Challenger, pero no podía identificarme con Holmes. En La región venenosa, el espectroscopio desempeña un papel crucial, pues es un cambio en las líneas de Fraunhofer del espectro solar lo que alerta a Challenger de que se acerca una nube venenosa.)
Pero siempre volvía a las líneas brillantes, a los vivos colores, a los espectros de emisión. Recuerdo haber ido a Piccadilly Circus y a Leicester Square con mi espectroscopio de bolsillo para observar las nuevas luces de sodio que se utilizaban para la iluminación de las calles, los anuncios de neón escarlata y los demás tubos luminosos de gas —amarillos, azules, verdes, según el gas que utilizaban— que ahora convertían el West End en un esplendor de luces de colores tras el largo blackout de la guerra. Cada gas, cada sustancia, tenía su propio y único espectro, su propia firma.
Bunsen y Kirchhoff habían intuido que la posición de las líneas espectrales no era la única firma de cada elemento, sino una manifestación de su naturaleza última. Parecían ser «una propiedad de naturaleza tan inmutable y fundamental como la masa atómica», una manifestación, de hecho —todavía jeroglífica e indescifrable—, de su propia constitución.
La complejidad del espectro (el del hierro, por ejemplo, contenía varios cientos de líneas) sugería que los átomos no podían ser las masas densas y pequeñas que Dalton había imaginado, que se distinguían por su masa atómica y poco más.
Un químico, W. K. Clifford, en 1870, expresaba esta complejidad utilizando una metáfora musical:
… un piano de cola debe de ser un mecanismo muy simple comparado con un átomo de hierro. Pues en el espectro del hierro existe una riqueza casi innumerable de líneas brillantes y distintas, cada una de las cuales corresponde a un período de vibración claramente definido del átomo de hierro. En lugar de las ciento y pico vibraciones sonoras que un piano de cola puede emitir, el átomo de hierro parece emitir miles de vibraciones luminosas definidas.
En la época se expresaron una gran variedad de imágenes y metáforas musicales, todas referidas a las proporciones, las armonías, que parecía asomar en los espectros, y a la posibilidad de expresarlo en una fórmula. La naturaleza de estas «armonías» no quedó muy clara hasta 1885, cuando Balmer consiguió encontrar una fórmula que relacionaba la posición de las cuatro líneas del espectro visible del hidrógeno, una fórmula que le permitió predecir correctamente la existencia y posición de otras líneas en los ultravioleta y los infrarrojos. También Balmer pensó en términos musicales, y se preguntó si sería «posible interpretar las vibraciones de las líneas espectrales como armónicos de, por así decir, una tónica específica». Que Balmer había dado con algo de importancia fundamental, y que lo suyo no eran paparruchas numerológicas, fue reconocido de inmediato, pero las implicaciones de su fórmula seguían siendo totalmente enigmáticas, tan enigmáticas como el descubrimiento de Kirchhoff de que las líneas de emisión y absorción de los elementos eran las mismas.