12. IMÁGENES

La fotografía se había convertido en otra de mis pasiones, y mi pequeño laboratorio, ya abarrotado, a menudo servía también de cuarto oscuro. Si intento recordar qué me atraía de la fotografía, pienso en los productos químicos que se utilizaban —tenía las manos manchadas de pirogalol, y siempre parecían oler a «hipo», hiposulfito de sodio—; en las luces especiales —la luz de seguridad color rubí intenso—; en las grandes lámparas del flash, llenas de una lámina metálica (generalmente magnesio o aluminio, de vez en cuando circonio) brillante, arrugada e inflamable. Pienso en la óptica, la diminuta imagen aplanada del mundo sobre una pantalla de cristal esmerilado; el placer de manipular las distancias focales, de enfocar, las distintas lentes; todas las enigmáticas emulsiones que podía utilizar; lo que me fascinaba, en particular, era el proceso de la fotografía.

Pero, por supuesto, también estaba la sensación de poder conseguir una percepción objetiva muy personal y quizá fugitiva, sobre todo porque yo no sabía pintar ni dibujar. Esta afición, incluso antes de la guerra, la alimentaron los álbumes de fotos familiares, especialmente aquellos que se remontaban a antes de mi nacimiento, a las escenas de playa y las primeras casetas de baño móviles de los años veinte, las escenas callejeras del Londres de principios de siglo, las poses rígidas de los abuelos y tíos y tías de la década de 1870. Pero para mí lo más preciado eran un par de daguerrotipos, con marcos especiales, que databan de la década de 1850; poseían un detalle, un acabado, que parecía mucho mejor, más brillante, que las fotos posteriores fijadas en papel. Mi madre le tenía especial cariño a uno de ellos, una foto de su madre, Judith Weiskopf, tomada en Leipzig en 1853.

Y luego estaba el mundo ajeno a nuestra familia, las fotos que aparecían en libros y periódicos, algunas de las cuales me causaron una gran impresión, como las dramáticas fotos del incendio del Crystal Palace (que confirmaron —¿o sugirieron?— los primeros recuerdos que tenía del edificio) y fotos de dirigibles flotando majestuosamente (y otra de un zepelín cayendo envuelto en llamas). Me encantaban las fotos de gentes y lugares remotos, casi todas del National Geographic, que llegaba cada mes, con sus tapas de bordes amarillos. El National Geographic, además, traía fotos en color, y éstas me causaban una impresión especial. Había visto fotos pintadas a mano —la tía Birdie era una experta en esa técnica—, pero nunca antes había visto fotos en color. Un relato de H. G. Wells, «La extraña historia del periódico de Brownlow», que leí más o menos en esa época, relata cómo Brownlow recibe un día, en lugar de su periódico fechado en 1931, uno fechado en 1971. Lo que primero llama la atención del señor Brownlow, lo que le hace darse cuenta de que se enfrenta a algo increíble, es el hecho de que el periódico tiene fotografías en color, algo inconcebible para alguien que vivía en los años treinta:

Nunca en su vida había visto fotos en color como ésas, y los edificios, el ambiente y los vestidos que salían en las fotos eran raros. Raros e increíbles. Eran fotos en color de lo que sería la realidad dentro de cuarenta años.

A veces tenía la misma impresión al ver las fotos del National Geographic; ellas también apuntaban a un mundo futuro brillante y de muchos colores, muy distinto de la monocromía del pasado.

Pero me atraían mucho más las fotografías del pasado, con sus tenues y delicados tonos sepia: había muchas en los álbumes familiares más viejos, y en las viejas revistas que antaño había apilado en el trastero. En 1945 ya era muy consciente de cuánto habían cambiado las cosas, de que el estilo de vida de antes de la guerra había desaparecido de manera irremediable, para siempre. Pero había fotos de esa época, fotos tomadas a menudo de manera casual, que ahora poseían un valor especial, fotos de vacaciones de verano, fotos de amigos, vecinos y parientes, tomadas a la luz del sol en 1935 o 1938, sin atisbo de premonición de lo que vendría. Encontraba maravilloso que las fotografías pudieran captar momentos reales, limpios cortes transversales, por así decir, del tiempo, fijados para siempre en plata.

Deseaba poder hacer fotos por mí mismo, documentar e historiar escenas, objetos, gentes, lugares, momentos, antes de que cambiaran o desaparecieran, engullidos por las transformaciones de la memoria y el tiempo. El día de mi duodécimo cumpleaños, en la mañana soleada del 9 de julio de 1945, tomé una foto de Mapesbury Road. Quería documentar, fijar para siempre, lo que tenía exactamente delante de mí cuando aquella mañana abrí las cortinas. (Todavía conservo la foto, dos fotos, de hecho, pensadas para formar un díptico, como un anáglifo rojo y verde. Ahora, más de medio siglo después, casi han reemplazado el recuerdo, de modo que si cierro los ojos e intento visualizar el Mapesbury Road de mi infancia, todo lo que veo es la fotografía que tomé.)

Esa labor de dejar constancia de la realidad me vino en parte obligada por la guerra, por la manera en que algunos objetos que parecían permanentes eran destruidos o eliminados. Antes de la guerra una verja de hierro forjado, hermosa y sólida, rodeaba nuestro jardín, pero cuando volví a casa, en 1943, ya no estaba. Eso me pareció inquietante, y me hizo dudar de mi memoria. ¿Existía realmente esa verja antes de la guerra, o, de una manera poética y fantasiosa, me la había inventado? Ver las fotos de cuando yo era pequeño, posando delante de la verja, resultó un gran alivio, demostrando que realmente había existido. Y luego estaba el gigantesco reloj de Cricklewood, el reloj que yo recordaba, o creía recordar, de al menos seis metros de alto, con esfera de oro, en Chichele Road: eso también había desaparecido en 1943. Había un reloj parecido en Willesden Creen, y asumí que de algún modo mi mente lo había reproducido en Cricklewood, mi barrio. De nuevo me pareció un gran alivio ver, años más tarde, una foto de ese reloj, ver que no me lo había inventado (la verja de hierro y el reloj se los habían llevado para contribuir a la guerra, pues se necesitaba todo el hierro que se pudiera obtener).

Lo mismo ocurría con el desaparecido Hipódromo de Willesden, si es que había existido. Incluso me imaginé que si preguntaba, la gente me contestaría: «¡El Hipódromo de Willesden, hay que ver! ¿En qué está pensando este chaval? ¡Como si alguna vez hubiera habido un hipódromo en Willesden!» Sólo al ver una vieja foto se disiparon mis dudas, y tuve la certeza de que había existido ese hipódromo, aunque fue destruido por los bombardeos durante la guerra.

Leí 1984 cuando se publicó en 1949, y su descripción del «agujero de la memoria» me pareció especialmente evocador y aterrador, pues concordaba con las dudas que yo tenía acerca de mis propios recuerdos. Creo que esa lectura hizo que anotara más cosas en el diario que llevaba, y que hiciera más fotografías, y provocó una creciente necesidad de contemplar testimonios del pasado. Esta necesidad asumió distintas formas: comenzaron a interesarme los libros antiguos y las cosas antiguas de todo tipo, la genealogía y la arqueología, y sobre todo la paleontología. De niño, mi tía Len me había introducido en el mundo de los fósiles, pero ahora éstos me parecían garantes de la realidad.

Me encantaban las viejas fotos de nuestro barrio y de Londres. Me parecían una extensión de mi propio recuerdo e identidad, algo que me amarraba, me anclaba en el espacio y el tiempo, me hacía ser un muchacho inglés nacido en los años treinta, en un Londres parecido al que había visto crecer a mis padres, mis tíos y mis tías, un Londres que habría sido reconocible para Wells, Chesterton, Dickens o Conan Doyle. Estudiaba minuciosamente viejas fotos, históricas y locales, y también las de la familia, para ver de dónde venía, quién era yo.

Si la fotografía era una metáfora de la percepción, la memoria y la identidad, también era un modelo a escala, un microcosmos de la ciencia puesta en práctica, y de una ciencia especialmente querida, pues juntaba la química, la óptica y la percepción en una sola e indivisible unidad. Tomar una foto, enviarla para que la revelaran y sacaran una copia era algo emocionante, desde luego, pero de un modo limitado. Yo quería comprender, dominar todo el proceso, y manipularlo a mi manera.

Me fascinaban de manera especial los inicios de la historia de la fotografía y los descubrimientos químicos que habían llevado hasta ella: cómo se descubrió, ya en 1725 que las sales de plata se oscurecían con la luz, y cómo Humphry Davy (junto con su amigo Thomas Wedgwood) había producido imágenes de hojas y alas de insectos sobre papel o cuero blanco empapados en nitrato de plata, y fotos con una cámara lúcida. Pero eran incapaces de fijar las imágenes que producían, y sólo podían verlas a la luz roja o de las velas, pues de otro modo se ennegrecían del todo. Me pregunté por qué Davy, un químico tan experto y tan familiarizado con la obra de Scheele, no había aplicado la observación de este último de que el amoníaco podía «fijar» las imágenes (eliminando el excedente de sal de plata). De haberlo hecho, se le habría considerado el padre de la fotografía, anticipándose al gran impulso que tuvo en la década de 1830, cuando Fox Talbot, Daguerre y otros consiguieron crear imágenes permanentes utilizando productos químicos para revelarlas y fijarlas.

Vivíamos muy cerca de mi primo Walter Alexander (fue a su piso adonde nos dirigimos cuando una bomba aterrizó junto a nuestra puerta durante la guerra), y me hice muy amigo suyo a pesar de la gran diferencia de edad (aunque era primo hermano mío, tenía treinta años más que yo), pues él era mago y fotógrafo profesional, y tenía un carácter muy juguetón, y le encantaban los trucos y el ilusionismo. Fue Walter quien me introdujo en la fotografía, mostrándome la magia de cómo surgía una imagen mientras revelaba carretes de fotos en su cuarto oscuro iluminado en rojo. Nunca me cansaba de aquel prodigio, de ver los primeros atisbos de una imagen —¿estaba realmente ahí, o uno se engañaba?—, cómo se volvía más clara, más detallada, más definida, cobraba realidad, mientras inclinaba la película a un lado y a otro en la bandeja del líquido de revelado, hasta que por fin, perfectamente revelada, aparecía un diminuto y perfecto facsímil de la escena.

La madre de Walter, Rose Landau, se había ido a Sudáfrica con sus hermanos en la década de 1870, donde fotografió minas y mineros, tabernas y ciudades mineras, en los primeros días de la fiebre del oro y los diamantes. Se precisaba una considerable fuerza física, y también audacia, para tomar esas fotos, pues tenía que cargar con una cámara muy pesada, junto con todas las placas que necesitara. En 1940 Rose aún vivía, y era la única primogénita de mis tíos y tías que conocí. Walter conservaba la cámara que había utilizado su madre y una importante colección de cámaras y estereoscopios propios.

Además de una cámara Daguerre original y completa, con sus cajas de yodado y mercurio, Walter poseía una enorme cámara panorámica, con toldo y fuelles y cuya parte delantera se levantaba, que utilizaba película de 20 × 25 cm (todavía se usa a veces para retratos de estudio); una cámara estereoscópica; una pequeña Leica muy bonita, con una lente f/3,5, la primera cámara en miniatura de 35 milímetros que había visto. Cuando se iba de excursión su cámara favorita era la Leica; y, para uso general, prefería una Rolleiflex, reflex de lentes gemelas. También tenía cámaras curiosas de principios de siglo: una de ellas, ideada para labores detectivescas, parecía un reloj de bolsillo, y utilizaba una película de 16 milímetros.

Al principio, todas mis fotos eran en blanco y negro —de otro modo no podría haber revelado mis películas—, y no tenía la sensación de que les «faltara» color. Mi primera cámara fue una cámara de microorificio, que hacía unas fotos sorprendentemente buenas, con una gran profundidad de campo. Luego tenía una sencilla cámara de cajón de lente fija: costaba dos chelines en Woolworth's. Luego tenía una cámara plegable Kodak, que llevaba un rollo de película de 620. Me fascinaba la velocidad y calidad de las distintas emulsiones, desde las lentas de grano fino, que permitían captar exquisitos detalles, hasta las más rápidas, casi cincuenta veces más rápidas que algunas de las emulsiones lentas, de modo que se podían hacer fotos incluso de noche (aunque éstas tenían tanto grano que casi no se podían ampliar). Contemplaba las diferentes emulsiones bajo el microscopio, viendo el aspecto de los granos de plata, y me preguntaba si podría haber granos de plata tan pequeño que produjeran una emulsión prácticamente sin grano.

Disfrutaba preparando emulsiones sensibles a la luz, absurdamente toscas y lentas comparadas con las que venían ya preparadas. Tomaba una solución al 10% de nitrato de plata y la vertía lentamente, agitando sin parar, sobre una solución de cloruro potásico y gelatina. Los cristales suspendidos en la gelatina eran extremadamente finos y no demasiado sensibles a la luz, de modo que era una operación que se podía hacer sin problemas con una luz roja. Se podían preparar cristales más grandes y más sensibles calentando las emulsiones durante varias horas, lo que permitía que los cristales más pequeños se volvieran a disolver y se depositaran de nuevo, ahora sobre los más grandes. Tras este proceso de «maduración», había que añadir un poco más de gelatina, dejar que todo acabara formando una mezcla consistente, y luego untarla sobre papel.

También se podía impregnar el papel directamente con cloruro de plata, evitando por completo la gelatina, sumergiendo primero el papel en una solución salina y luego en nitrato de plata; el cloruro de plata que se formaba quedaba sujeto por las fibras del papel. En cualquier caso, era capaz de fabricarme mi propio papel de positivado, como se le llamaba, y con él hacía contactos a partir de los negativos, o siluetas de helechos o encajes, aunque había que exponer el papel varios minutos al sol para obtener las siluetas.

Fijar las fotos con hiposulfito de sodio justo después de la exposición solía producir unos colores marrones bastante feos, lo que me llevó a experimentar con tonalidades de varios tipos. El más sencillo era el de color sepia, que (¡vaya!) no se hacía con tinta de sepia, como yo pensaba, sino convirtiendo la plata de la imagen en sulfuro de plata, de color sepia. También se podía conseguir un tono dorado, para lo cual había que sumergir el papel en una solución de cloruro de oro, y producía una imagen púrpura azulada, pues el oro metálico se precipitaba en las partículas de plata. Si uno intentaba hacer esto después de utilizar el sulfuro, obtenía un bonito color rojo, una imagen de sulfuro de oro.

Pronto probé con otras tonalidades. Con selenio se conseguía un vivo color rojizo, y con paladio y platino se obtenía una cualidad sobria y fina, más delicada, me parecía, que con las copias habituales en plata. Había que empezar con una imagen en plata, por supuesto, pues sólo las sales de plata eran sensibles a la luz, pero eso se podía reemplazar con casi cualquier otro metal. La plata se podía reemplazar fácilmente con cobre, uranio o vanadio. Una combinación en especial atrevida consistía en mezclar una sal de vanadio con una sal de hierro, como el oxalato férrico, con lo que el amarillo del ferrocianuro de vanadio y el azul del ferrocianuro de hierro se combinaban para dar un verde brillante. Me encantaba desconcertar a mis padres mostrándoles fotos de atardeceres verdes, caras verdes, y coches de bomberos y autobuses de dos plantas que se habían vuelto verdes. Mi manual de fotografía también indicaba cómo colorear con estaño, cobalto, níquel, plomo, cadmio, telurio y molibdeno: pero tuve que detenerme en ese punto, pues me estaba obsesionando, se me estaba yendo la mano con el coloreado, con la posibilidad de llevar todos los metales que conocía al cuarto oscuro, y me olvidaba de para qué existía en realidad la fotografía. En la escuela también se dieron cuenta, sin duda, de que me estaba «pasando», pues fue por esa época cuando recibí un informe escolar que decía: «Sacks llegará lejos, si no va demasiado lejos.»

En la colección de Walter había una cámara extrañamente sólida y grande. Me dijo que era una cámara en color: tenía dos espejos medio plateados en su interior, que dividían la luz que entraba en tres rayos, y éstos se dirigían, a través de tres filtros coloreados distintos, a tres placas separadas. La cámara en color de Walter era descendiente directa de un famoso experimento realizado por Clerk Maxwell en 1861, en el que fotografió un arco coloreado con placas de blanco y negro a través de filtros de los tres colores primarios —rojo, verde y violeta—, y proyectó los positivos en blanco y negro de estas imágenes utilizando tres linternas con sus correspondientes filtros. Cuando quedaban perfectamente superpuestas, las tres imágenes en blanco y negro aparecían a todo color. Con esto Maxwell quería demostrar que todos los colores visibles al ojo humano podían construirse a partir de esos tres colores «primarios», debido a que el ojo posee tres receptores de color «afinados» de manera equivalente, y no una infinidad de receptores de color para cada matiz y longitud de onda imaginable.

Mientras Walter me lo demostraba una vez con tres linternas, yo estaba ansioso por tener ese milagro, esa repentina explosión de color, mucho más a mano. El modo más excitante de obtener color al instante era un proceso llamado Finlaycolor, en el que, en efecto, tres negativos monocromos de diferente color se utilizaban simultáneamente en una cuadrícula en la que había líneas rojas, verdes y violetas microscópicas. A continuación uno hacía un positivo, una diapositiva, de ese negativo, y lo alineaba exactamente con la cuadrícula. Era una operación complicada y delicada, pero cuando se conseguía, la diapositiva, hasta entonces en blanco y negro, aparecía de pronto a todo color. Puesto que la pantalla, con sus líneas microscópicas, simplemente aparecía gris, uno veía, cuando estaba yuxtapuesta con la diapositiva, la más mágica e inesperada creación de color donde, al parecer, antes no existía. (El National Geographic había utilizado al principio el Finlaycolor, y uno podía ver las finas líneas si miraba sus fotos con una lupa.)

Para hacer copias en color, había que positivar tres imágenes con los colores complementarios —azul verdoso, magenta y amarillo— y luego superponerlas. Aunque había una película, Kodachrome, que lo hacía automáticamente, yo prefería utilizar el sistema antiguo, pues me daba más placer, haciendo una diapositiva azul verdosa, otra magenta y otra amarilla a partir de mis negativos monocromos, y a continuación las dejaba flotar suavemente una encima de otra hasta que conseguía la superposición exacta. Y entonces, de manera repentina y maravillosa, aparecían los colores del original, tras haber sido codificados, por así decir, en los tres monocromos.

No paraba de jugar con estas separaciones de color, viendo el efecto de yuxtaponer dos colores en lugar de tres, o mirando las diapositivas a través de los filtros que no correspondían. Estos experimentos eran divertidos e instructivos; me permitían crear una variedad de extrañas distorsiones del color, pero por encima de todo me enseñaron a admirar la elegancia y economía con la que funcionaban el ojo y el cerebro, que uno podía simular extraordinariamente bien con un proceso fotográfico de tres colores.

También teníamos en casa cientos de «panorámicas» estereoscópicas —muchas sobre rectángulos de cartón, otras sobre placas de cristal—: fotos emparejadas, de un sepia desvaído, que mostraban paisajes alpinos, la Torre Eiffel, el Munich de la década de 1870 (la madre de mi madre había nacido en Gunzenhausen, una pequeña aldea a pocos kilómetros de Munich), escenas callejeras y de playa de la época victoriana, y escenas industriales variadas (una especialmente fascinante mostraba una fábrica victoriana, con largos pedales impulsados por máquinas de vapor, y ésa fue la imagen que acudió a mi mente cuando leí acerca de Coketown en Tiempos difíciles). Me encantaba introducir esas fotografías dobles en el gran estereoscopio que había en la sala: un enorme instrumento que ocupaba un lugar propio y tenía unos botones de latón para enfocar y alterar la separación de las lentes. Dichos estereoscopios eran aún muy corrientes, aunque no ya tan universales como a principios de siglo. Ver cómo aquellas fotografías planas y borrosas adquirían de pronto una nueva dimensión, una profundidad real e intensamente visible, les otorgaba una realidad especial, una verosimilitud peculiar y personal. Esas visiones estereoscópicas poseían una cualidad romántica, secreta, pues uno accedía a una especie de teatro congelado cuando miraba a través de los oculares: un teatro totalmente propio. Casi tenía la sensación de poder entrar en él, como los dioramas del museo.

En esas panorámicas había una diferencia pequeña pero crucial de paralaje entre las dos imágenes, y eso era lo que creaba la sensación de profundidad. No se percibía lo que cada ojo veía por separado, pues las dos fotografías se fusionaban de manera mágica para formar una sola imagen coherente.

El hecho de que la profundidad fuera una construcción, una «ficción» del cerebro, significaba que uno podía sufrir engaños, ilusiones, bromas de diversa índole. Yo nunca había tenido una cámara estereoscópica, pero tomaba dos fotos seguidas, moviendo la cámara unos centímetros antes de la segunda exposición. Si se desplazaba más la cámara, entonces las diferencias paralácticas se agudizaban, y las dos imágenes, al fusionarse, daban una sensación de profundidad exagerada. Me hice un hiperestereoscopio, utilizando un tubo de cartón con espejos colocados oblicuamente en su interior, lo que de hecho aumentaba la distancia interocular a cincuenta centímetros o más. Era maravilloso, pues mostraba con toda claridad las diferentes profundidades de edificios o colinas lejanos, aunque provocaba curiosos efectos a distancias cercanas: un efecto Pinocho, por ejemplo, cuando mirabas las caras de los demás, pues sus narices siempre parecían sobresalirles medio palmo.

También resultaba fascinante invertir las imágenes. Era algo que se podía hacer fácilmente con fotografías estereoscópicas, pero también fabricando un pseudoscopio con un corto tubo de cartón y espejos, de modo que la posición aparente de los ojos se invirtiera. Eso hacía que los objetos lejanos parecieran más cercanos que los que uno tenía al lado: una cara, por ejemplo, podía convertirse en una máscara cóncava. Pero producía una interesante rivalidad o contradicción, pues lo que uno sabía, y los demás indicios visuales, podían indicar una cosa, mientras que las imágenes pseudoscópicas decían otra, y uno vería primero una cosa y luego otra, a medida que el cerebro alternaba entre distintas hipótesis perceptuales.[41]

El reverso de este fenómeno, comprendí —una especie de deconstrucción o descomposición— podía ocurrir cuando tenía migrañas, que a menudo originaban extrañas alteraciones visuales. Perdía o se me alteraba la percepción del color; o veía los objetos planos, como recortables; o en lugar de ver el movimiento normal, veía una serie de fotogramas parpadeantes, como cuando Walter hacía ir muy lentamente su proyector. A veces perdía la mitad de mi campo visual, y me desaparecían objetos a los lados, o se me bisecaban las caras. Cuando tuve los primeros ataques me quedé aterrado —me empezaron a los cuatro o cinco años, antes de la guerra—, pero cuando se lo conté a mi madre me dijo que ella sufría ataques parecidos, y que no le hacían daño y duraban sólo unos minutos. Al saberlo, comencé a desear que me vinieran los ataques, preguntándome qué vería en el próximo (nunca había dos iguales), qué se le ocurriría al cerebro en su ingenio. Es posible que las migrañas y la fotografía me marcaran el camino que seguiría años más tarde.

Mi hermano Michael era muy aficionado a H. G. Wells, y me prestó un ejemplar de Los primeros hombres en la Luna cuando estábamos en Braefield. Era un libro pequeño, encuadernado en tafilete de color azul, y sus ilustraciones me impresionaron tanto como el texto: los delgados selenitas, caminando en fila india, y el Gran Lunar, con el cráneo dilatado, en su caverna iluminada por hongos. Me encantaba el optimismo y la emoción del viaje al espacio, y la idea de que existiera un material (la «cavorita») inmune a la gravedad. Uno de los capítulos se titulaba «El señor Bedford en el espacio infinito», y me encantaba imaginarme al señor Bedford y al señor Cavor en su pequeña esfera (parecía la batisfera de Beebe, de la que había visto fotos), abriendo y cerrando los postigos de cavorita para impedir el influjo de la gravedad de la tierra. Los selenitas, los habitantes de la luna, eran los primeros alienígenas de que tenía noticia, y después de eso a veces se me aparecían en sueños. Pero también era algo triste, pues al final Cavor es abandonado en la luna, con la única compañía de los selenitas, más insectos que humanos, en una indescriptible soledad.

Después de mi estancia en Braefield, La guerra de los mundos se convirtió en una de mis obras favoritas, y no poco tuvo que ver el hecho de que las máquinas de guerra marcianas generaran un vapor extraordinariamente denso y negro como la tinta («bajaba hasta el suelo y se derramaba de una manera más líquida que gaseosa») que contenía un elemento desconocido, combinado con el gas argón, y yo sabía que el argón, un gas inerte, no se combinaba por medios terrestres.[42]

Me encantaba ir en bicicleta, sobre todo por las carreteras rurales que atravesaban las pequeñas poblaciones que rodeaban Londres, y al leer La guerra de los mundos decidí seguir el trayecto del avance de los marcianos, que empieza en Horsell Common, donde aterriza el primer cilindro marciano. La descripción de Wells me pareció tan real que cuando llegué a Woking me sorprendió encontrarlo intacto, considerando que había sido devastado por un rayo calorífico marciano en 1898. Y cuando llegué al pueblecito de Shepperton me quedé de una pieza al encontrar que la aguja de la iglesia seguía en pie, pues había aceptado, casi como un hecho histórico, que había sido derribada por un trípode giratorio marciano. Era incapaz de ir al Museo de Historia Natural sin pensar en «el magnífico y casi completo espécimen [de un marciano] conservado en alcohol» que, nos aseguraba Wells, había allí. (Me descubrí buscándolo en la galería de los cefalópodos, pues todos los marcianos parecían ser de naturaleza un tanto octopoide.)

Lo mismo me pasaba con el propio Museo de Historia Natural, al que el Viajero del Tiempo de Wells llega en el año 800.000 d.C., encontrando sus galerías sin techo, en ruinas y cubiertas de telarañas. A partir de entonces ya jamás pude ir al museo sin ver su desolado futuro superpuesto con el presente, como el recuerdo de un sueño. De hecho, la realidad pedestre de Londres quedó para mí transformada por la acción del mítico Londres que Wells proponía en sus relatos, con lugares que sólo podían verse en según qué condiciones o estados de ánimo: la puerta en el muro, la tienda mágica.

Las posteriores novelas «sociales» de Wells me interesaron poco en esa época, y prefería las primeras, que combinaban extraordinarias extrapolaciones de ciencia ficción con una intensa y poética visión de la fragilidad y la mortalidad humanas, tal como ocurría con el Hombre Invisible, tan arrogante al principio, que muere de manera lamentable, o con el fáustico doctor Moreau, asesinado finalmente por sus propias creaciones.

Pero esas historias también estaban pobladas de gente normal que tenía extraordinarias experiencias visuales de todo tipo: el humilde tendero al que se le conceden esas extáticas visiones de Marte al contemplar un misterioso huevo de cristal; o el joven cuyos ojos sufren una repentina transformación mientras se halla entre los polos de un electroimán durante una tormenta, y es transportado visualmente a una roca deshabitada cerca del Polo Sur. Yo era adicto a los relatos de Wells, a sus fábulas, cuando era un muchacho (y cincuenta años después aún puedo evocar muchas de ellas). El hecho de que en 1946, después de la guerra, Wells siguiera vivo, entre nosotros, me hizo anhelar verle con una urgencia inadecuada. Y al enterarme de que vivía en una hilera de casas adosadas, Hanover Terrace, delante de Regent's Park, a veces me dirigía allí después de la escuela, o los fines de semana, esperando ver, ni que fuera fugazmente, al anciano.