20. RAYOS PENETRANTES
Fue en el desván del tío Abe donde fui iniciado a los rayos catódicos. Él poseía una bomba de vacío de gran eficacia y una bobina de inducción: un cilindro de medio metro de largo a cuyo alrededor se enrollaban kilómetros y kilómetros de hilo de cobre muy apretado, todo ello sobre una base de caoba. Encima de la bobina había dos grandes electrodos de latón móviles, y cuando la bobina se conectaba, entre ambos saltaba una formidable chispa, un rayo en miniatura, algo que parecía salido del laboratorio del doctor Frankenstein. Mi tío me enseñó que podía separar los electrodos hasta que estuvieran demasiado lejos el uno del otro para que saltara la chispa, y a continuación conectarlos a un tubo de vacío de un metro de largo. Al reducir la presión en el tubo electrificado, en su interior surgía una serie de fenómenos extraordinarios: primero una luz parpadeante con una especie de serpentinas luminosas rojas, como una aurora boreal en miniatura, y a continuación una columna brillante de luz llenaba todo el tubo. A medida que la presión seguía descendiendo, la columna se partía en discos de luz separados por espacio oscuros. Finalmente, al llegar a una presión igual a la diezmilésima de una atmósfera, todo se volvía de nuevo oscuro dentro del tubo, aunque el extremo de éste comenzaba a mostrar una fluorescencia brillante. Mi tío dijo que ahora el tubo estaba lleno de rayos catódicos, pequeñas partículas que salían disparadas del cátodo a una décima parte de la velocidad de la luz, y con tanta energía que si se las hacía converger en un cátodo en forma de platillo eran capaces de calentar una lámina de platino y ponerla al rojo. Esos rayos catódicos me daban un poco de miedo (igual que, de niño, me había dado miedo los rayos ultravioleta de la consulta), pues ambos eran potentes e invisibles, y me pregunté si podrían saltar del tubo y lanzarse hacia nosotros, sin ser vistos, en el desván a oscuras.
El tío Abe me aseguró que los rayos catódicos sólo podían desplazarse unos pocos centímetros en el aire normal, pero que existía otro tipo de rayo, mucho más penetrante, que Wilhelm Roentgen había descubierto en 1895 mientras experimentaba con un tubo de rayos catódicos como ése. Roentgen había cubierto el tubo con un cilindro de cartulina negra para evitar una fuga de rayos catódicos, pero se quedó asombrado al observar que una pantalla pintada con una sustancia fluorescente se iluminaba vivamente a cada descarga del tubo, y eso que se hallaba a media habitación de distancia.
Roentgen de inmediato decidió abandonar sus demás proyectos de investigación para dedicarse a ese fenómeno totalmente inesperado y casi increíble, repitiendo el experimento una y otra vez para convencerse de que el efecto era auténtico. (Le dijo a su mujer que si hablaba de ello sin tener pruebas de lo más convincentes, la gente diría: «Roentgen se ha vuelto loco.») Durante las seis semanas siguientes investigó las propiedades de esos nuevos rayos extraordinariamente penetrantes, y descubrió que, al contrario que la luz visible, no parecían sufrir refracción ni difracción. Comprobó su capacidad para atravesar todo tipo de sólidos, y vio que, hasta cierto punto, podían atravesar casi todos los materiales más corrientes y seguir activando una pantalla fluorescente. Cuando Roentgen colocó la mano delante de la pantalla fluorescente, se quedó de una pieza al ver la espectral silueta de sus huesos. Una serie de pesas metálicas, de manera parecida, también resultaban visibles dentro de su caja de madera: al parecer, la madera y la carne eran más transparentes a los rayos que el metal o el hueso. Los rayos también afectaban a las placas fotográficas, y así, en su primer ensayo, pudo publicar fotos tomadas con rayos X, como él los denominó, incluyendo una fotografía de la mano de su esposa, en la que una alianza rodeaba el esqueleto de un dedo.
El 1 de enero de 1896, Roentgen publicó sus hallazgos y las primeras radiografías en una pequeña revista académica. A los pocos días los principales periódicos de todo el mundo recogían la noticia. El sensacional impacto de su descubrimiento horrorizó al tímido Roentgen, y después de su ensayo inicial y de una presentación verbal realizada ese mismo mes, jamás volvió a hablar de los rayos X, y prefirió seguir trabajando en silencio en las diversas cuestiones científicas que le habían absorbido en los años anteriores a 1896. (Incluso cuando se le concedió el Premio Nobel de Física en 1901 por el descubrimiento de los rayos X, declinó pronunciar el discurso de aceptación.)
Pero la utilidad de esa nueva tecnología no tardó en ser evidente, y los aparatos de rayos X se extendieron rápidamente por el mundo para su uso médico: para detectar fracturas, encontrar cuerpos extraños, cálculos biliares, etcétera. A finales de 1896 habían aparecido más de mil artículos científicos acerca de los rayos X. La respuesta a los rayos de Roentgen no sólo se produjo en el ámbito médico y científico, sino que también cautivó la imaginación del público de diversas maneras. Se podía comprar, por uno o dos dólares, una fotografía en rayos X de un bebé de nueve semanas «que muestra con magnífico detalle los huesos del esqueleto, el estado de osificación, la localización del hígado, el estómago, el corazón, etcétera».
Se pensaba que los rayos X podrían tener el poder de penetrar en los rincones más íntimos, ocultos y secretos de las vidas de las personas. Los esquizofrénicos pensaban que se podrían leer sus mentes o influir en ellas por medio de los rayos X; otros opinaban que nada estaba a salvo. «Se pueden ver los huesos de la gente a simple vista», tronaba un editorial, «y también hasta veinte centímetros de profundidad de la madera sólida. No hace falta extenderse en la repugnante indecencia que eso supone.» Se puso a la venta ropa interior forrada de plomo para preservar las partes íntimas de la gente de esos rayos que todo lo veían. En la revista Photography aparecieron unos ripios que acababan:
Son unos ojos que ven a través de trajes, capas y corsés, esos pícaros rayos del señor Roentgen.
Mi tío Yitzchak, que había ejercido con mi padre durante los meses de la gran epidemia de gripe, se sintió atraído por la práctica de la radiología poco después de la Primera Guerra Mundial. Mi padre me contó que los rayos X le permitían una capacidad de diagnóstico extraordinaria, y podía, casi sin darse cuenta, detectar los menores indicios de cualquier proceso patológico.
En su consulta, que visité varias veces, el tío Yitzchak me mostró algo de su aparato y sus usos. El tubo de rayos X de la máquina, contrariamente a los primeros modelos, ya no era visible, y estaba alojado en una caja de metal negra en forma de pico, con una especie de joroba, lo que le daba un aspecto bastante peligroso y depredador, como la cabeza de un pájaro gigante. El tío Yitzchak me llevó al cuarto oscuro para que le viera revelar una radiografía que acababa de tomar. A la luz roja, en la penumbra, vi los perfiles hermosos y casi traslúcidos de un fémur, sobre la película de gran tamaño. Mi tío me señaló una diminuta fisura, que no era más que una raya gris.
«En las zapaterías ya has visto cómo actúan los rayos X», dijo el tío Yitzchak. «Allí se ven los huesos moviéndose a través de la carne.[76] También podemos utilizar sustancias especiales de contraste para ver los demás tejidos del cuerpo…, ¡es maravilloso!»
El tío Yitzchak me preguntó si me gustaría verlo. «¿Te acuerdas del señor Spiegelman, el mecánico? Tu padre sospechaba que tenía úlcera de estómago, y me lo envió para que lo averiguara. Vamos a darle de “comer” bario.»
«Utilizamos sulfato de bario», prosiguió mi tío, agitando la pesada pasta blanca, «porque los iones de bario son pesados y casi opacos a los rayos X.» Ese comentario me intrigó, e hizo que me preguntara por qué no se podían utilizar iones aún más pesados. Se le podría dar de «comer» plomo, mercurio o talio, todos ellos iones excepcionalmente pesados, aunque, claro, su ingestión sería letal. Sería divertido darle de comer oro o platino, pero demasiado caro. «¿Y darle tungsteno?», sugerí. «Los átomos de tungsteno son más pesados que los del bario, y el tungsteno no es tóxico ni caro.»
Entramos en la sala de rayos X y mi tío me presentó al señor Spiegelman, que me recordaba de una de nuestras rondas de domingo por la mañana. «Éste es el hijo pequeño del doctor Sacks, Oliver… ¡Quiere ser científico!» El tío Yitzchak colocó al señor Spiegelman entre la máquina de rayos X y una pantalla fluorescente y le dio la pasta de bario para que se la comiera. El señor Spiegelman tomó una cucharada, puso una mueca y comenzó a engullida mientras nosotros mirábamos la pantalla. A medida que el bario le pasaba por la garganta y entraba en el esófago, pude ver cómo éste se llenaba y retorcía, lentamente, mientras empujaba el bolo de bario hacia el estómago. Más débilmente se veía un fondo espectral, los pulmones, que se expandían y contraían a cada respiración. Pero lo más desconcertante era una especie de bolsa que no dejaba de latir: eso, dijo mi tío señalándola, es el corazón.
A veces me había preguntado lo que sería poseer otros sentidos. Mi madre me había contado que los murciélagos utilizaban ultrasonidos, que los insectos verían los ultravioleta y que los crótalos podían percibir los infrarrojos. Pero ahora, al ver la entrañas del señor Spiegelman expuestas al «ojo» de los rayos X, me alegró no tener una visión de rayos X, y verme limitado, por mi naturaleza, a una pequeña parte del espectro.
Al igual que el tío Dave, el tío Yitzchak seguía conservando un gran interés por los fundamentos teóricos de su especialidad y su desarrollo histórico, y poseía un pequeño «museo», en este caso de viejos tubos catódicos y de rayos X, que se remontaba a los frágiles de tres dientes utilizados en la década de 1890. El tío Yitzchak me dijo que los primeros tubos no ofrecían la menor protección contra la radiación que se escapaba, y que en aquella época tampoco fueron del todo conscientes de los peligros que entrañaba la radiación. Y sin embargo, añadió, los rayos X habían advertido de sus peligros desde el principio: a los pocos meses de su introducción se vieron quemaduras en la piel, y el propio Lord Lister, el descubridor de la antisepsia, hizo pública una advertencia ya en 1896, pero nadie le prestó atención.[77]
También quedó claro desde el principio que los rayos X llevaban una gran cantidad de energía y generaban calor siempre que eran absorbidos. Sin embargo, aunque eran muy penetrantes, en el aire normal no tenían un gran alcance. Todo lo contrario ocurría con las ondas radiofónicas, que, si se proyectaban debidamente, podían atravesar el Canal de la Mancha a la velocidad de la luz. Esas ondas también llevaban energía. Me pregunté si esos parientes extraños y a veces peligrosos de la luz visible le habrían sugerido a H. G. Wells el siniestro rayo calorífico utilizado por los marcianos en La guerra de los mundos, publicada sólo dos años después del descubrimiento de Roentgen. El rayo calorífico marciano, escribió Wells, era «el espectro de un rayo de luz», «un dedo invisible aunque intensamente caliente», «una invisible e inevitable espada de calor». Proyectado mediante un espejo parabólico, reblandecía el metal, fundía el vidrio, hacía que el plomo se convirtiera en agua y que el agua estallara precipitadamente en forma de vapor. Y su paso a través de la campiña, añadía Wells, era «tan veloz como el paso de la luz».
Si bien los rayos X triunfaban, engendrando innumerables aplicaciones prácticas y quizá un número igual de fantasías, provocaron asimismo una serie de reflexiones muy distintas en la mente de Henri Becquerel. Becquerel ya era un hombre reconocido en muchos campos de la investigación óptica, y procedía de una familia en la que el apasionado interés por la luminiscencia había sido crucial durante sesenta años.[78] Se quedó intrigado cuando a principios de 1896 oyó hablar por primera vez de los rayos X de Roentgen y del hecho de que parecían emanar no del cátodo propiamente dicho, sino del punto fluorescente en el que los rayos catódicos incidían en el tubo de vacío. Se preguntó si los invisibles rayos X no serían una forma especial de energía que acompañaba a la fosforescencia visible, y si, de hecho, toda fosforescencia no iría acompañada de una emisión de rayos X.
Puesto que no había sustancias fluorescentes más brillantes que las sales de uranio, Becquerel tomó una muestra de sal de uranio, el sulfato de uranilo potásico, la expuso al sol varias horas, y a continuación la colocó sobre una placa fotográfica envuelta en papel negro. Se entusiasmó mucho al descubrir que la sal de uranio había oscurecido la placa, incluso a través del papel, igual que ocurría con los rayos X, y que podía obtenerse fácilmente una «radiografía» de una moneda.
Becquerel quería repetir el experimento, pero (estaba en mitad del invierno parisino y el cielo aparecía permanentemente nublado), no pudo exponer la sal de uranio al sol, de modo que permaneció intocada en el cajón durante una semana, encima de la placa fotográfica envuelta en negro, con una pequeña cruz de cobre en medio. Pero, por alguna razón —¿fue accidente, o una premonición?—, la placa fotográfica se reveló de todas maneras. Quedó tan oscurecida como si el uranio hubiera quedado expuesto a la luz del sol, más incluso, y mostraba la clara silueta de la cruz de cobre.
Becquerel había descubierto un poder mucho más misterioso que el de los rayos de Roentgen: el poder de la sal de uranio de emitir una radiación penetrante capaz de velar una placa fotográfica, y de una manera completamente distinta de la exposición a la luz o a los rayos X, y, al parecer, a cualquier otra fuente externa de energía. Becquerel, escribió su hijo posteriormente, se quedó «estupefacto» ante su hallazgo («Henri Becquerel fut stupéfoit») —igual que Roentgen con sus rayos X—, pero a continuación, al igual que Roentgen, investigó «lo imposible». Descubrió que los rayos conservaban toda su potencia aun cuando la sal de uranio permaneciera dos meses en un cajón; y que no sólo tenían el poder de oscurecer una placa fotográfica, sino también de ionizar el aire, de convertirlo en conductor, de modo que si había cerca cuerpos cargados eléctricamente, éstos perdían la carga. Esto, de hecho, proporcionó un método muy sensible para medir la intensidad de los rayos de Becquerel, utilizando un electroscopio.
Al investigar otras sustancias, averiguó que ese poder no sólo lo poseían las sales uránicas, sino también las uranosas, aun cuando éstas no fueran fosforescentes ni fluorescentes. De este modo, los «rayos de uranio», tal como Becquerel los llamaba ahora, nada tenían que ver con la fluorescencia o la fosforescencia como tal, y sí mucho con el uranio como elemento. Al igual que los rayos X, tenían una considerable capacidad de penetrar en los materiales opacos a la luz, pero, a diferencia de los rayos X, al parecer se emitían de manera espontánea. ¿Qué eran? ¿Y cómo podía seguir irradiándolos el uranio, sin aparente disminución, durante meses seguidos?
El tío Abe me animó a repetir el hallazgo de Becquerel en mi propio laboratorio, dándome un trozo de pechblenda rico en óxido de uranio. Me llevé el pesado trozo a casa, envuelto en una lámina de estaño dentro de la cartera del colegio. La pechblenda había sido seccionada limpiamente por la mitad, para que revelara su estructura, y coloqué el corte plano sobre una película, pues le había pedido prestada al tío Yitzchak una lámina de película especial de rayos X, y la guardaba envuelta en su papel oscuro. Dejé la pechblenda sobre la película protegida durante tres días, y luego se la devolví para revelada. Cuando el tío Yitzchak la reveló delante de mí me puse loco de entusiasmo, pues ahora se podían ver en el mineral los resplandores de la radiactividad: una radiación y una energía cuya existencia, sin la película, uno jamás habría imaginado.
Fue algo que me causó una doble emoción, pues la fotografía se estaba convirtiendo en una afición, ¡y acababa de tomar mi primera foto mediante rayos invisibles! Había leído que el torio también era radiactivo, y, como sabía que los manguitos incandescentes contenían torio, separé uno de esos delicados manguitos impregnados de torio de su base, y con mucho cuidado lo extendí sobre otro trozo de película de rayos X. Esta vez tuve que esperar más tiempo, pero al cabo de dos semanas obtuve una hermosa «auto radiografía», la fina textura del manguito revelada por los rayos de torio.
Aunque el uranio se conocía desde la década de 1780, se había tardado más de un siglo en descubrir la radiactividad. Ésta se podría haber descubierto en el siglo XVIII si alguien, por casualidad, hubiese colocado un trozo de pechblenda cerca de una botella de Leyden cargada o de un electroscopio. O también se podría haber descubierto en mitad del siglo XIX, caso de que un trozo de pechblenda, o algún otro mineral o sal de uranio, se hubiese dejado cerca de una placa fotográfica de manera accidental. (Eso es lo que le pasó a un químico, el cual, al no comprender lo que había ocurrido, devolvió las placas al fabricante con una nota indignada en la que decía que se las habían dado «estropeadas»,) No obstante, si la radiactividad se hubiese descubierto antes habría sido simplemente una curiosidad, una rareza, una lusus naturae, y su enorme importancia no se habría sospechado en lo más mínimo. Su descubrimiento habría sido prematuro, en el sentido de que no habría existido ningún nexo de conocimiento, ningún contexto, que le diera sentido. De hecho, cuando la radiactividad se descubrió finalmente en 1896, al principio no hubo mucha reacción, pues incluso entonces era difícil darse cuenta de su importancia. De modo que en contraste con el descubrimiento de los rayos X por parte de Roentgen, que al instante cautivó a la opinión pública, el descubrimiento de los rayos de uranio por parte de Becquerel fue prácticamente ignorado.