25. EL FIN DEL ROMANCE
Cuando cumplí catorce años quedó «entendido» que iba a ser médico; mis padres eran médicos, mis hermanos estudiaban medicina. Mis padres se habían mostrado tolerantes, incluso complacidos, con mi precoz interés por la ciencia, pero ahora parecían pensar que ya estaba bien de jugar. Un incidente permanece claramente en mi recuerdo. Era 1947, un par de veranos después de la guerra, y yo iba con mis padres en el nuevo Humber de viaje por el sur de Francia. Iba sentado atrás, y hablaba del talio, perorando sin parar: que si había sido descubierto junto con el indio en la década de 1860, gracias a la línea de color verde brillante de su espectro; que si algunas de sus sales, al disolverse, podían formar soluciones casi cinco veces más densas que el agua; que si era el ornitorrinco de los elementos, con cualidades paradójicas que habían hecho dudar del lugar que debía ocupar en la tabla periódica, pues era blando, pesado y fusible como el plomo, químicamente parecido al galio y al indio, pero sus óxidos eran oscuros como los del manganeso y el hierro, y sus sulfatos incoloros como los del sodio y el potasio. La sales de talio, como las sales de plata, eran sensibles a la luz: ¡hasta se podía concebir un procedimiento fotográfico basado en el talio! El ión de talio, añadí, poseía grandes similitudes con el de potasio, similitudes que resultaban fascinantes en el laboratorio o en la fábrica, pero completamente letales para el organismo, pues, al ser biológicamente imposible de distinguir del potasio, el talio usurpaba todas las funciones y rutas del potasio, y saboteaba el organismo, ahora indefenso, desde dentro. Y mientras yo parloteaba alegremente, de manera ciega y narcisista, no me di cuenta de que mis padres, en el asiento delantero, habían quedado completamente en silencio, con un gesto aburrido, severo, de desaprobación, hasta que, al cabo de veinte minutos, ya no pudieron soportado más y mi padre estalló: «¡No quiero oír hablar más del talio!»
Pero no fue repentino, no me desperté una mañana para descubrir que la química ya no me interesaba; fue algo gradual, que me fue rondando lentamente. Creo que al principio ocurrió sin que me diera cuenta. Cuando tenía quince años, en algún momento me di cuenta de que ya no me despertaba con aquel repentino entusiasmo: «¡Hoy conseguiré la solución de Clerici! ¡Hoy leeré el libro sobre Humphry Davy y el pez eléctrico! ¡Hoy quizá por fin acabaré de comprender el diamagnetismo!» Ya no parecía experimentar aquellas súbitas iluminaciones, aquellas epifanías, aquellos entusiasmos que Flaubert (a quien leía por entonces) llamaba «erecciones de la mente». Erecciones del cuerpo, sí, ésa era una parte nueva y exótica de la vida, pero esos repentinos éxtasis de la mente, esos repentinos paisajes de gloria e iluminación, parecían haberme abandonado. ¿O era, de hecho, que yo los había abandonado a ellos? Pues ya no iba a mi pequeño laboratorio; y sólo me di cuenta de ello un día que entré por casualidad y vi una ligera capa de polvo que cubría todos los objetos. Hacía meses que casi no veía al tío Dave ni al tío Abe, y había dejado de llevar conmigo el espectroscopio de bolsillo.
Antes había veces que permanecía sentado en la Biblioteca del Museo de la Ciencia durante horas, en trance, sin atender al paso del tiempo. Había veces en que me parecía ver «líneas de fuerza» o electrones bailando, flotando en sus órbitas, pero ahora esa capacidad semialucinatoria había desaparecido también. Los informes escolares decían que me había vuelto menos soñador, que estaba más centrado —quizá era ésa la impresión que yo daba—, pero lo que yo sentía era otra cosa por completo distinta; sentía que ese mundo interior había muerto y me lo habían arrebatado.
A menudo pensaba en ese relato de Wells acerca de la puerta en el muro, de ese niño que entra en un jardín mágico, del que posteriormente es exiliado o expulsado. Al principio, en medio del ajetreo de la vida y de sus éxitos mundanos, no se da cuenta de que ha perdido algo, pero entonces adquiere conciencia de ello lentamente, y eso le corroe y acaba destruyéndole. Boyle había llamado a su laboratorio un «Elíseo»; Hertz se había referido a la química como «un país de las hadas encantado». Ahora tenía la sensación de estar fuera de ese Elíseo, de que las puertas del país de las hadas se me habían cerrado, de que había sido expulsado del jardín de los números, el jardín de Mendeléiev, los ámbitos de juego mágicos a los que me habían permitido acceder de niño.
Con la «nueva» mecánica cuántica, desarrollada en mitad de los años veinte, los electrones ya no se podían considerar pequeñas partículas en órbita, sino que había que verlas como ondas; ya no se podía hablar de la posición de un electrón, sino sólo de su «función de onda», de la probabilidad de encontrarlo en un determinado lugar. No se podía medir su posición y velocidad simultáneamente. Un electrón, al parecer, podía estar (en cierto sentido) en todas partes y en ninguna al mismo tiempo. Todo eso me confundía. Había buscado en la química, en la ciencia, orden y certidumbres[93] y de pronto habían desaparecido. Me hallaba en estado de shock, mis tíos ya no podían ayudarme, y me sentía angustiado y solo.[94]
Esa nueva mecánica cuántica prometía explicar toda la química. Y aunque eso me producía euforia, también sentía cierta amenaza. «La química», escribe Crookes, «se fundamentará sobre una base completamente nueva… Quedaremos liberados de la necesidad de experimentar, sabiendo a priori cuál debe ser el resultado de cada experimento.» ¿Significaba eso que la química del futuro (si existía) ya no tendría necesidad de manejar una sustancia química, que quizá ya no vería nunca más los colores de las sales de vanadio, ni olería el seleniuro de hidrógeno, ni admiraría la forma de un cristal, y residiría a partir de entonces en el mundo sin colores ni olores de la matemática? Para mí ésa era una perspectiva horrible, pues yo, al menos, necesitaba tocar, oler y sentir para ubicarme a mí mismo, a mis sentidos, en medio del mundo de la percepción.[95]
Había soñado con ser químico, pero la química que de verdad me apasionaba era la química deliciosamente detallada, naturalista y descriptiva del siglo XIX, no la nueva química de la época cuántica. La química que yo conocía, la química que amaba, o bien ya no existía o estaba transformándose, avanzando a un ritmo para mí inalcanzable (o eso me parecía entonces). Pensé que había llegado al final del camino, o al menos al final del mío, que mi viaje al mundo de la química ya no podía ir más allá.
Había estado viviendo (eso me parece en retrospectiva) una especie de apacible interludio tras haber dejado atrás los horrores de Braefield. Había sido guiado a una región de orden, a una pasión por la ciencia, gracias a dos tíos —Abe y Dave— muy sabios, afectuosos y comprensivos. Mis padres me habían apoyado y confiado en mí, y me habían permitido instalar un laboratorio y obedecer mis caprichos. La escuela, felizmente, había sido en gran parte indiferente a lo que yo hacía; hacía mis deberes, y luego me dejaban a mi aire. Quizá también hubo una tregua biológica, la calma especial de la latencia.
Pero ahora todo eso había cambiado: se agolpaban en mí otros intereses que me estimulaban, me seducían y me llevaban por caminos distintos. La vida se había vuelto más abierta, más rica, en cierto modo, pero también más superficial. Ese centro sereno y profundo, mi antigua pasión, ya no existía. La adolescencia me había asaltado como un tifón, zarandeándome con insaciables deseos. En la escuela había abandonado el estudio de los clásicos, poco exigente, y me había pasado a las disciplinas científicas, más difíciles. Me habían malcriado, en cierto sentido, mis dos tíos, y la libertad y espontaneidad de mi propio aprendizaje. Ahora, en la escuela, me veía obligado a asistir a clases, a tomar notas y hacer exámenes, a utilizar libros de texto que eran sosos, impersonales, soporíferos. Lo que había sido divertido, una delicia, cuando lo había hecho a mi manera se convertía en aborrecible, un suplicio, al hacerlo por obligación. Lo que para mí había sido una disciplina sagrada, llena de poesía, había acabado siendo algo prosaico y profano.
¿Era eso, entonces, el final de la química? ¿Se debía a mis propias limitaciones? ¿A la adolescencia? ¿La escuela? ¿Era el curso inevitable, la historia natural, del entusiasmo, que arde con gran luz y calor, como una estrella, durante un tiempo, y luego se agota, parpadea y desaparece? ¿Era acaso que había encontrado, al menos en el mundo físico y en la ciencia física, la idea de estabilidad y orden que tan desesperadamente necesitaba, y ahora por fin podría relajarme, dejar de obsesionarme y seguir adelante? ¿O quizá se trataba de algo más simple, de que estaba creciendo, de que el «crecer» hace que te olvides de las percepciones líricas y místicas de la infancia, del esplendor y la lozanía de las que hablaba Wordsworth, que se desvanecen en la luz de un día vulgar?