EPÍLOGO
Hacia finales de 1997, Roald Hoffmann —éramos amigos desde que unos años antes había leído su Química imaginada—, que algo sabía de mi afición infantil por la química, me envió un misterioso paquete. Contenía un gran cartel de la tabla periódica con fotografías de cada elemento; un catálogo químico, de modo que pude pedir unas cuantas cosas; y una barrita de un metal muy denso y grisáceo, que cayó al suelo al abrir el paquete, aterrizando con un fuerte clonc. Lo reconocí enseguida por el tacto y el sonido («el sonido del tungsteno sinterizado», solía decir mi tío, «no hay nada igual»).
Aquel clonc fue mi magdalena de Proust, y al instante me acordé de mi tío Tungsteno, sentado en su laboratorio con su cuello de pajarita, la camisa remangada, las manos negras de polvo de tungsteno. Otras imágenes surgieron de inmediato en mi mente: su fábrica, donde se hacían bombillas, sus colecciones de bombillas viejas, de metales pesados y minerales. Y cómo me inició, a mis diez años, en los prodigios de la metalurgia y la química. Pensé en escribir un breve esbozo del tío Tungsteno, pero los recuerdos, una vez accionados, no dejaban de surgir, recuerdos no sólo del tío Tungsteno, sino de todos los sucesos de mis primeros años, de mi infancia, muchos de ellos olvidados durante cincuenta años o más. Lo que había comenzado como una página se convirtió en una vasta operación minera, una excavación de cuatro años y dos millones de palabras o más, a partir de las cuales, de alguna manera, comenzó a cristalizar un libro.
He sacado mis viejos libros (y comprado muchos nuevos), colocado la barrita de tungsteno en un pedestal y empapelado la cocina con gráficos químicos. Leo listas de abundancias cósmicas en la bañera. En las frías y tristes tardes de sábado me arrellano con un grueso volumen de Thorpe, el Diccionario de química aplicada —uno de los libros favoritos del tío Tungsteno—, lo abro por cualquier parte y leo al azar.
La pasión por la química, que yo había creído muerta a los catorce años, no hay duda de que ha sobrevivido en lo más profundo de mí durante todos estos años. Aunque mi vida me ha llevado en otra dirección, he seguido los nuevos descubrimientos químicos con entusiasmo. En mi infancia, los elementos se detenían en el número 92, el uranio, pero he observado con atención cómo se creaban nuevos elementos —¡hasta un total de 118!—. Estos nuevos elementos probablemente existen sólo en el laboratorio, y no se dan en ningún otro lugar del universo, pero me encantó averiguar que el último de ellos, aunque todavía radiactivo, se cree que pertenece a una largamente buscada «isla de estabilidad», en la que los núcleos atómicos son un millón de veces más estables que los de los elementos precedentes.
Los astrónomos ahora se maravillan ante planetas gigantes con núcleos de hidrógeno metálico, estrellas hechas de diamante y estrellas con cortezas de heliuro de hierro. Se ha logrado combinar los gases inertes, y yo he visto fluoruros de xenón, una fantasía casi inconcebible en los años cuarenta. Las tierras raras, por las que mi tío Tungsteno y yo sentíamos tanto cariño, se han convertido ahora en algo corriente y tienen innumerables usos en los materiales fluorescentes, los fósforos de todos los colores, los superconductores de altas temperaturas y diminutos imanes de increíble fuerza. Los poderes de la química sintética son ahora prodigiosos: podemos diseñar moléculas de casi cualquier estructura y propiedad que deseemos.
El tungsteno, con su densidad y dureza, ha encontrado nuevos usos en los dardos y las raquetas de tenis, y —algo más alarmante— en los revestimientos de proyectiles y misiles. Pero también resulta indispensable —lo cual me satisface más— para ciertas bacterias primitivas que obtienen su energía de metabolizar compuestos de azufre en las fumarolas hidrotérmicas de las profundidades oceánicas. Si (como ahora se especula) dichas bacterias fueron los primeros organismos de la tierra, entonces es posible que el tungsteno resultara crucial para el origen de la vida.
Aquel antiguo entusiasmo aflora de vez en cuando en extrañas asociaciones e impulsos: el repentino deseo de tener una bola de cadmio, o de sentir la frialdad del diamante en la cara. Las matrículas de los coches de inmediato me sugieren elementos, sobre todo en Nueva York, donde hay tantas que empiezan con U, V, W e Y, es decir, uranio, vanadio, tungsteno e itrio. Y aparece un placer añadido, un plus, una gracia, si el símbolo del elemento viene seguido de su número atómico, como en W74 o Y39. También las flores me recuerdan elementos: el color de las lilas en primavera es para mí el del vanadio bivalente. Los rábanos me evocan el olor del selenio.
Las luces —la antigua pasión de mi familia— siguen evolucionando de una manera maravillosa. Las luces de sodio, con su espléndido amarillo, se pusieron de moda en los años cincuenta, y las luces de cuarzo-yodo, las resplandecientes luces halógenas, aparecieron en los sesenta. Si después de la guerra, a los doce años, me paseaba por Piccadilly con un espectroscopio de bolsillo, ahora he redescubierto ese placer, y me paseo con un espectroscopio de bolsillo por Times Square y veo las luces de Nueva York como emisiones atómicas.
Y a menudo sueño con la química, en sueños donde se funden pasado y presente, la retícula de la tabla periódica transformada en la retícula de Manhattan. La ubicación del tungsteno, en la intersección del Grupo VI y el período 6, es sinónimo de la intersección de la Sexta Avenida y la Calle Sexta. (Naturalmente, ese cruce no existe en Nueva York, pero sí, de manera conspicua, en el Nueva York de mis sueños.) Sueño que como hamburguesas hechas de escandio. A veces también sueño con el indescifrable lenguaje del estaño (un recuerdo confuso, quizá, de su quejumbroso «grito»). Pero mi sueño favorito consiste en que voy a la ópera (yo soy Hafnio), y comparto un palco en el Metropolitan con otros metales pesados de transición —mis viejos y apreciados amigos—: Tantalio, Renio, Osmio, Iridio, Platino, Oro y Tungsteno.