10. Elogio del paso del tiempo

«Pero ¿qué le he dicho?», pensó Ahmet. Caminaba en dirección a la mezquita. Con la intención de agravar su vergüenza y, además, como castigo, pensó «¡Matrimonio!», pero no se abochornó como esperaba. «¡Por Dios! ¿Y qué pasa si digo alguna tontería? ¡İlknur lo entenderá!». Avanzó unos pasos. «¿Lo entenderá?». Pensó en todo lo que le había contado aquella noche. «¡La vida! ¿Qué voy a hacer? ¿El arte? Sí, hoy estoy demasiado nervioso —se dijo—. ¿Qué pensará de todo lo que le he dicho?». Dio unos pasos más. «¡Ella me entiende! Me da la razón. ¡Y no solo son problemas míos!». Por su lado pasó con estruendo un coche deportivo. «¡Qué va, hombre! No piensa así para nada. Me lo ha dicho bien claro: ¡le parezco demasiado individualista! —Pasaba por delante de la mezquita—. Y tiene razón. Pienso demasiado en mis propios problemas. ¡Mis problemas!». Se rió con la intención de burlarse de sí mismo: «No hay quien entienda mi pintura. Nadie hará la revolución contemplándolas. Estoy harto. ¿Algo más?». Pero ni pudo adoptar la actitud sarcástica que pretendía ni creyó estar dándole a sus preocupaciones la importancia debida. «Aquí estoy, indeciso entre dos caminos, oscilando entre este y aquel. ¡Por un lado, la vida; por el otro, el arte! ¡No! Por un lado, la revolución, ¿y por el otro?». No le gustó aquella clasificación. Después de pensarlo un poco decidió que no le gustaba porque les haría daño. «Bueno, ¿y qué pienso? —se dijo—. ¿Qué opinión tengo de mí mismo? —Estaba pasando por delante de la comisaría—. Lo entierro todo en palabrería porque me da miedo llegar a una conclusión errónea. Y lo he enterrado de tal manera que soy incapaz de tener una opinión concluyente». Después de dar unos pasos, decidió que aquello tampoco era sino palabrería. «¡Son los demás quienes saben qué soy! —se dijo. Pensó en Hasán—. ¡Buen chico! Pero, sí, un poco infantil. ¿Cómo ha podido creerse tan rápido lo de la revista? Aunque quizá logren algo». Intentó creer que el movimiento en torno a la revista cobraría fuerza y que incluso crecería y se ampliaría hasta formar un nuevo partido. Se entusiasmó. Le pareció verse en algún lugar en el interior de esa iniciativa. Luego, de repente, pensó: «Se nos viene encima un golpe de Estado. Habrá un golpe y todo cambiará». Miró las aceras mojadas. Un perro callejero le observó de arriba abajo inquieto. «¡No va a pasar nada! ¿Qué pensará Hasán de mí?». Recordó que en cierta ocasión Hasán le había dicho «¡No eres precisamente inculto!», y le pareció infantil. Se rió acordándose de su trenca, de sus botas, de su forma de darle la mano a su hermana. El hombre que adornaba el abeto seguía en el escaparate. «¡Se acerca el Año Nuevo! También vendrá por aquí el Papá Noel que vende lotería. —Había visto a hombres hechos y derechos comprándole billetes a aquel Papá Noel del que se reían los escolares—. ¡Año Nuevo! Un año más que pasa… Y yo sigo pensando como un vulgar titular de periódico… 1970… Las ilustraciones de los periódicos… Un abuelete de barba blanca que se va y un niño regordete con una faja en la que pone «1971» que es recibido con alegría. Una caricatura en el suplemento del domingo: ¡por Dios, que el que viene no nos haga echar de menos al que se va! ¡Los pequeñoburgueses le tienen miedo al futuro! ¡Que pase el tiempo! ¡1970! 16-17 de junio! ¡Devaluación! ¡Mis cuadros! Y un golpe. Setenta menos cuarenta, igual a que tengo treinta años. Sigo siendo el centro de todo y no he sido capaz de hacer nada de provecho». Se acordó de un coronel mayor que le había aconsejado en el servicio militar. Le preguntó qué trabajo tenía y, cuando se enteró de a qué se dedicaba, le aconsejó que se casara, que hiciera algo de provecho, que echara raíces… «Y ahora esos militares… Mi tío…». Se detuvo en la esquina de Nişantaşı. Se dirigió, no a su casa, sino al puesto de periódicos de enfrente. Por una mesa y por el suelo se desplegaban revistas verdes, de vaqueros para los niños y de cine o familiares para los mayores, y la prensa del día siguiente, todo mezclado. Ahmet inclinó la cabeza y leyó los titulares de un periódico: «Ayer se reunieron de nuevo los generales […] En el memorándum se prevén unas cortes constitucionales atatürkistas […]». «¡Ahí está! —pensó Ahmet—. Dimisiones en el PJ. Se ha propuesto un peaje para el puente del Bósforo… Los médicos han decidido tomar medidas…». Iba a comprar el periódico, pero cambió de idea. Echó a andar hacia casa. «Ya está. ¡La jodimos! ¡Golpe! ¡Torres! ¿Qué tipo de golpe será? Si por lo menos es rápido y no tenemos que andar mordiéndonos las uñas… ¡Rápido, rápido, que pase lo que tenga que pasar y se acabe de una vez! ¡Que nos libremos de esta expectación!». Se rió, bostezó, sacó las llaves y abrió la puerta. «¡Pasa, tiempo, pasa!». De repente se le agolparon en la cabeza teorías y dichos. Murmuró críticas al espontaneísmo y al juntismo. En el piso de Cemil seguía habiendo alboroto. En el de Osman no se oía nada. En el de la abuela seguía encendida la luz. Le pareció que la enfermera llamaba a alguien. Gruñó al abrir la puerta de su ático. «¡Voy a trabajar!», se dijo. Entró, aspiró el olor, estaba satisfecho de sus pinturas y de sí mismo. Le habría apetecido trabajar sin parar durante años. Entusiasmado, miró el cuadro en el que había trabajado aquella tarde. Quiso darle enseguida una pincelada en un punto, pero esperó un poco para no dejarse llevar por el primer impulso. Se llevó a la cocina el cenicero que İlknur había llenado y las tazas de té. Estaba recogiendo también los libros y los cuadernos de su padre cuando decidió llevárselos abajo para no volver a verlos ni a pensar en ellos. Mientras bajaba las escaleras, pensó que no había encontrado lo que esperaba en los cuadernos.

Abrió la puerta con su llave. Antes de meterse para dentro, pasó al salón para dejarse ver por la enfermera y la abuela. De repente notó que pasaba algo raro. Emine Hanım estaba sentada en un sillón y miraba horrorizada a Nigân Hanım.

La enfermera se volvió al oír los pasos de Ahmet.

—¡Malo! —susurró—. ¡No soy capaz de encontrarle el pulso! —Estaba sudando.

—¿Tiene el pulso débil? —preguntó Ahmet.

Llevada por una ansiedad repentina, la enfermera cogió la mano de Nigân Hanım. Le presionó la muñeca. Ahmet miró con atención la cara de la enfermera. No pudo interpretar nada. Miró a su abuela. Parecía dormida. Volvió a mirar a la enfermera. Había pasado un rato, pero nada había cambiado en su expresión. Ahmet pensó: «¡A estas alturas, tendría que haberlo encontrado!». La enfermera palpó otra parte de la muñeca y luego buscó en otros puntos.

—¿Tan débil lo tiene? —preguntó Ahmet.

La enfermera le cogió la otra mano a Nigân Hanım mirándola a la cara.

—Ni siquiera sé si le late.

—¿Cómo?

No le contestó. Mientras le tomaba el pulso acercó la cara a la de Nigân Hanım.

—¡El médico! ¡Voy a telefonear al médico! —dijo Ahmet.

—¡No llegará a tiempo! —respondió la enfermera.

De repente, con un movimiento obsceno, se abalanzó sobre Nigân Hanım. Empezó a frotarle el pecho. Se lo estuvo friccionando durante un rato con todas sus fuerzas. Luego se volvió con un gesto que mostraba que no creía en lo que estaba haciendo y miró a Ahmet. Probablemente iba a decirle algo, pero cambió de opinión y, agitada, volvió a tomar una de las muñecas, buscó el pulso y sostuvo la mano largo rato a pesar de que ahora parecía estar segura de que no lo encontraría. Suspiró. Examinó las pupilas de Nigân Hanım. Se volvió hacia Ahmet y le miró como diciendo: «¿Qué puedo hacer?». Suspiró de nuevo.

—No le late… No le late —murmuró.

Luego dejó cuidadosamente a un lado la muñeca como si depositara un reloj averiado sobre la mesa. La mano, agujereada y amoratada por el suero, no hizo el menor movimiento.

«¡Ha muerto!», pensó Ahmet. Se le pasó por la cabeza que debería decir algo para animar a la enfermera y compensarla por sus esfuerzos.

Esta se puso en pie y se secó el sudor.

—Emine Hanım, vaya abajo ahora mismo a dar la noticia.

—¿Y qué les digo? —preguntó, nerviosa.

—¡Que ha muerto!

—¡Ay! ¡Ay, señora! —gimió Emine Hanım.

Salió avanzando entre los muebles con su cuidado de siempre.

La enfermera miró a Ahmet, que, temiendo que le hiciera algún comentario profesional, se volvió hacia su abuela. Miró con toda su atención la cara de Nigân Hanım, queriendo pensar solo en su abuela. Recordó que cuando era niño venía desde Cihangir con su padre; que su abuela le mostraba a todo el mundo la suciedad de sus rodillas, visible porque llevaba pantalones cortos; el sonido de sus zapatillas; el ruido del manojo de llaves; la alegría incompleta de los días de fiesta; cómo le mostraba el retrato de Cevdet Bey, que él siempre miraba con miedo. La observó aún más detenidamente, pero se avergonzó al advertir que empezaba a pensar en su padre, en su infancia, en su muerte, en su propia vida. Luego se le ocurrió que lo que estaba viendo era un cadáver, le dio la espalda a su abuela y echó a andar hacia la ventana. Tal y como hacía cuando era niño, apoyó la frente en el cristal y empezó a contemplar la plaza de Nişantaşı.

Poco después, llegaron Osman y Nermin. A toda velocidad, Osman cogió una silla y se sentó junto a su madre. Nermin murmuró algo. Un rato después, Osman le preguntó a la enfermera por qué nadie le había avisado antes. Ella le explicó que todo había ocurrido muy rápido, que, a pesar de no haberse apartado ni por un instante de la paciente, no había advertido lo mucho que se le había debilitado el pulso. Luego dijo que había hecho todo lo que estaba en su mano y que el masaje no había servido de nada. Señaló con la mano a Ahmet.

—De todas formas, podían haberme avisado —gruñó Osman—. ¿Dónde está Yılmaz?

—Era su tarde libre —contestó Nermin.

Entró Ayşe. Se acercó a su madre. Echó un vistazo a su alrededor y empezó a llorar.

De repente, Ahmet recordó para qué había bajado. Cogió los cuadernos y los libros que había dejado a un lado y se dirigió hacia el pasillo. Entró en el cuarto de su padre. Cerró la puerta. Sintiendo una imprecisa culpabilidad, dejó los libros y los cuadernos en su sitio. Luego, incapaz de decidir lo que debía hacer, se sentó y empezó a mirar los libros. Lo hacía como si mirara por la ventana.

Se abrió la puerta y entró la enfermera, que se sorprendió al verlo.

—¿Estaba usted aquí?

—Sí, ahora mismo me iba —contestó Ahmet.

Se levantó y se encaminó hacia la puerta.

—Me estaba diciendo que, ya puestos, podía irme a casa —comentó la enfermera.

—Claro.

La enfermera, prestando mucho cuidado al tono de su voz, añadió:

—¿Podría alguien dejarme en Lâleli?

—Cemil Bey la llevará —respondió Ahmet—. ¡Ahora se lo digo!

—Si no es molestia…

Ahmet salió de la habitación. Apenas había dado unos pasos por el pasillo cuando le poseyó una sensación de ausencia: reparó en que el reloj de péndulo no sonaba. Se dio media vuelta a mirarlo: señalaba las nueve. «¡Que pase el tiempo!», murmuró a la vez que pensaba que debería darle cuerda, pero no tenía ganas. Yendo hacia el salón, decidió subir a trabajar.

El salón estaba lleno de gente. Habían subido todos los que estaban en el piso de Cemil. En la habitación flotaba una densa nube de humo. Todos se hablaban en susurros. Ahmet se sorprendió de ver a Mine llorando. Remzi intentaba consolar a Ayşe. Lâle observaba atentamente a su abuela. Necdet le decía algo a Cemil. Se puso en pie en cuanto vio a Ahmet, se acercó a él y le dio un par de ligeras palmadas en la espalda. Luego se volvió hacia su mujer para comprobar si lo había visto o no y, cuando comprendió que sí, empezó a mover la cabeza de atrás adelante. Era como si dijera «¡Sabía que iba a suceder!».

Ahmet se acercó a Cemil, que hablaba con su padre.

—La enfermera quiere irse —dijo.

—¡Que espere un poco! —le contestó Cemil. Se volvió hacia Osman—. ¡Sí, papá!

—Esta vez te harás tú cargo de todo —dijo Osman.

—Sí.

—Que todo salga bien. Como corresponde a nuestra familia. Por Dios, ¡presta atención!

—Los niños se han llevado el coche —dijo Cemil dirigiéndose a Ahmet—. No sé quién podrá llevarla. ¡Que se espere! —luego se volvió hacia su padre.

—¡Ten cuidado con las esquelas! —susurró Osman—. La última vez, cuando mi padre, escribieron mal todos los nombres.

—¡Claro, claro!

Cemil giró la cabeza para no echarle a su padre el humo del cigarrillo.

Ahmet pensó súbitamente que estaría feo que subiera a su piso y decidió sentarse. Justo cuando se disponía a hacerlo, Ayşe le pidió un vaso de agua. Fue a la cocina, murmuró algo para consolar a Emine Hanım, que estaba llorando, llenó un vaso de agua y se lo llevó a Ayşe. Luego, como no quería ver a Nigân Hanım, se puso a mirar los muebles, los retratos de Cevdet Bey, las tazas de porcelana, el aparador. Al ver las valiosas porcelanas tras el cristal del aparador, se acordó de Hasán y de la revista. Se levantó de su asiento, decidido a subir a trabajar.

Subió silenciosamente las escaleras, pero al entrar a la habitación comprendió que no podría ponerse a trabajar de inmediato y salió al balcón. Apoyándose en el antepecho, se puso a contemplar Nişantaşı.

Estaba desierta. Un perro caminaba por el centro de la calle. Un coche se había parado junto al puesto de periódicos y esperaba con la puerta abierta. En un lugar próximo al extremo de la calle, parpadeaba la luz de un anuncio. Un taxi pasó armando un escándalo. Su claxon musical resonó en las ventanas de los bloques de pisos. Luego se cerró la puerta del coche que estaba junto al puesto de periódicos y el vehículo se puso en marcha. Se inició un silencio. Incluso desde su ático, Ahmet podía oír los chasquidos de un letrero luminoso en la esquina. De repente oyó un estruendo y se asomó a mirar: la tapa de un cubo de basura rodaba por la acera. Los gatos habían salido volando del cubo y se habían refugiado en un rincón. E inmediatamente después, en cuanto comprendieron que todo estaba en orden, empezaron a acercarse de nuevo al cubo. Ahmet pareció animarse y alzó la cabeza: un cielo sin nada de particular. Entró a trabajar.

1974-1978

Cevdet Bey e hijos
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