14. De paseo a tomar el aire

«¡Un fantasma!». Había pasado un mes de la visita de Ziya, pero Cevdet Bey seguía pensando en él. «¡Un fantasma con el aliento apestándole a alcohol, con una medalla en el pecho y que intentaba sacarle dinero a su tío!». Volvía a estar ante la puerta que daba al jardín, en el hall, delante del espejo. De vez en cuando echaba un vistazo al enorme espejo y se contemplaba. «¿Cuándo volverá?». Después de marcharse dejando a su tío en medio de un ataque de tos, había regresado al día siguiente; Cevdet Bey le dijo que no estaba en situación de darle nada y llamó a Osman. Este le explicó a Ziya que la empresa no tenía dinero y que, en realidad, lo necesitaban para trasladar las oficinas de Sirkeci a Karaköy. Ziya le escuchó refunfuñando y antes de irse aprovechó una oportunidad para susurrarle a su tío que no le dejaría tranquilo.

«Pero ¿con qué derecho…? —Cevdet Bey contemplaba su cuerpo envejecido en el espejo y pensaba—: ¿Dónde encuentra tanto valor?».

—¡Ya vamos, ya vamos!

Era Nigân Hanım quien gritaba. Iban a salir de paseo con los nietos pero, como siempre, se había entretenido. Se oía a los nietos bajar las escaleras.

Cevdet Bey se miró en el espejo. Pensó que le había salido más joroba y que había menguado. Ahora era algo que notaba siempre que se ponía ante el espejo. «¡No quiero que me vean como a un viejo desagradable!», pensó tercamente. Se colocó el sombrero en la cabeza. Se miró en el espejo por última vez: hacía años que se había acostumbrado a aquella cara anciana con sombrero y mucho tiempo que había olvidado la del joven con fez. Pero, como era habitual, no pudo evitar una sensación de opresión.

Fuera la nieve iba escaseando. Estaban a finales de febrero. Habían pasado tres días, pero todavía no se había fundido la nieve caída en la fiesta del Sacrificio. Cevdet Bey comenzó a andar arriba y abajo por el camino de piedra entre la puerta con campanillas del jardín y los escalones que daban a la casa.

«Después de tantos años, ¿cómo encuentra valor para asustar a su anciano tío con la intención de sacarle dinero? —pensaba—. Supongo que la joven que ha tomado como amante le ha hecho perder la cabeza. Que se ha vuelto lo bastante loco como para hacer cualquier cosa por ella. Muy bien, ¿y por qué escogió esta manera de encontrar dinero? ¿Qué le hizo creer que podría sacármelo a mí?». Se detuvo en medio del jardín. Tal y como hacía a menudo en los últimos tiempos, trató de esforzarse en pensar, como si intentara recordar un nombre o una palabra que hubiera olvidado. «¡Por mucho que me esfuerce, no se me ocurre nada! —se lamentó—. Pero ¿por qué escogería ese camino…? ¡Ah, aquí están!».

Nigân Hanım bajaba las escaleras hacia el patio. Se había puesto un abrigo de color de pelo de camello y un sombrerito negro. Llevaba a los nietos de la mano. Como se había declarado una enfermedad contagiosa, hacía dos días que su madre no les mandaba al colegio. Cemil, que ese año empezaba la primaria, se soltó de la mano de su abuela en cuanto bajaron las escaleras y echó a corretear por el jardín.

—¡Espera, no corras! ¡Te digo que te esperes y no corras, que te vas a caer! —gritó Nigân Hanım.

A Cevdet Bey la voz de su esposa le pareció incolora y muerta. Luego sonó la campanilla atada a la puerta. Pasearían en dirección a Maçka.

«Cree que me sentiré en deuda con él. ¿Por qué lo creerá? ¡Porque me lo quité de encima y no le ayudé lo suficiente!». Nigân Hanım lo cogió del brazo. Cevdet Bey recordó la muerte de su hermano, su boda y la mudanza a Nişantaşı, y al pequeño Ziya, que por aquellos años vagaba por la casa. «Entonces solo era un poquito mayor que estos nietos míos. Pero tenía una pinta rara. Como si no fuera niño. Como una persona mayor en pequeño. Miraba de una forma muy retorcida. Te miraba desde abajo, como si te interrogara, como si te juzgara. Además, seguía teniendo cara de niño cuando te miraba de esa forma, ¡exactamente igual a como me miraba hace un mes, cuando vino al despacho a decirme que necesitaba dinero! —Caminaban por la ruta del tranvía hacia la comisaría. Cevdet Bey pareció enfurecerse—. ¡No me gusta!».

Estaban en la esquina de la comisaría. Alguien salió de una tienda. Se les acercó. Cevdet Bey no fue capaz de reconocerle, pero el hombre ya había alargado la mano pronunciando su nombre respetuosamente. Mientras le dejaba que le besara la mano, Cevdet Bey pensaba: «¿Quién es?». El hombre también se inclinó hacia la mano de Nigân Hanım. Era joven. Cara limpia, con un delantal. Miraba con respeto a Cevdet Bey. Luego se acercó a sus nietos. También a ellos los miró con respeto. «Tiene que ser alguien que conozco bien, pero ¿quién?».

Después de pasar la comisaría, Cevdet Bey se hartó y se lo preguntó a su mujer.

—¿No lo has reconocido? ¡Pues es Aziz, el jardinero! Dejó de cuidar el jardín cuando abrió la verdulería.

«¡Así que es Aziz! Antes hacía de jardinero. Dejó estupendamente el jardín de atrás». Hacía dos años, Cevdet Bey le había ayudado a abrir la verdulería. La primera vez que lo vio fue cuando visitó la casa, acompañaba a su padre. Su padre dijo que era hortelano. Comía pipas en el jardín… «¡Cómo no me he acordado de él!», pensó. Era la primera vez que lo veía delante de su tienda.

Luego recordó aquella desagradable frase de Nigân Hanım: «¿No lo has reconocido?». «Tampoco puedo acordarme de los demás», pensó Cevdet Bey. Todo se le mezclaba. La vejez. Ahora solo iba a la oficina dos veces por semana. No le apetecía hacer nada. Y, aunque le apeteciera, nadie le dejaría hacerlo. Después le vino otra idea a la cabeza: «Pero no le he escatimado mi ayuda a nadie…». Se emocionó un poco. En Nişantaşı todo el mundo le conocía. Todos sentían respeto al verlo y le saludaban con afecto. Había hecho algo por todos. «Llevo treinta y dos años aquí», pensó.

Se acercaban a Teşvikiye. Cevdet Bey vio un nuevo bloque de pisos que estaban construyendo frente a la mezquita. ¿De quién era aquello? Hacía tres días, durante su paseo, Nigân Hanım se lo había contado, pero ahora no se acordaba. Luego lo recordó: de un comerciante de tabacos de Esmirna, un tipo alto, pero el nombre no le venía a la mente de ninguna manera. Hasta Teşvikiye anduvo con el nombre en la punta de la lengua. Luego, lamentándolo mucho, lo dejó pasar. Pensó que hacía frío.

Llevaba treinta y dos años allí. Hacía treinta y dos años había ido a la mansión de Teşvikiye y había visto por primera vez a Nigân. Desde hacía treinta y dos años vivía en la casa enfrente de Nişantaşı. Hacía treinta y dos años Nigân Hanım y él habían entrado en esa enorme casa un día de verano. Habían contratado una criada y un cocinero. Luego, al morir su padre, había llegado aquel niño pálido y silencioso que miraba desde abajo. Había vivido con ellos. Quería ser militar. Así que Cevdet Bey le dijo un día: «Ziya, como quieres ser soldado y has aprobado los exámenes, ve a Kuleli». Osman acababa de nacer y la casa estaba llena de alegría. Las miradas asustadizas y ladinas de Ziya, su forma silenciosa de vagar por la casa, sin tocar nada, como un extraño, le traían a la memoria a Cevdet Bey un pasado desagradable, años antiguos y fríos. Después de que Ziya se fuera a la academia militar, la paz se había hecho más profunda en la casa de Nişantaşı, casi palpable. «¡No me gustaba!», volvió a murmurar Cevdet Bey. Estaba en situación de reconocer sus pecados. Respiraba profundamente, limpiando los pulmones.

Tenía que parar de vez en cuando a respirar profundamente. En su última visita, el doctor İzak se vio obligado a confesar que albergaba dudas sobre sus pulmones. Cevdet Bey necesitaba aire fresco. Aquello era una buena excusa para no ir a la oficina. En cierto momento, Osman y Refik le habían explicado largamente que no era necesario que fuera a la empresa todos los días. Y a Cevdet Bey le pareció que la excusa de la salud era la manera más honrosa de apartarse. Ahora, mientras respiraba profundamente, se relajó lo bastante como para meditar en todo aquello sin ningún recelo.

Por la acera de enfrente pasaba un hombre enorme. Al verlos frenó el paso y se quitó el sombrero flexible de ala ancha con un gesto muy ostentoso. Les saludó inclinándose ligeramente. Cevdet Bey lo reconoció mientras respondía al sombrerazo: era el abogado Cenap Bey. Miró el reloj pensando que los horarios de los abogados no eran nada rígidos.

Eran casi las once. Pensó que pasear por Maçka a esas horas era algo muy aburrido para un hombre. Eran horas de amas de casa, de jubilados, de desocupados. También hacía otras cosas típicas de los ociosos. Escuchaba la radio, jugaba con sus nietos, plantaba semillas extrañas en el jardín de atrás y luego se aprendía sus nombres en latín y los repetía en la mesa a la hora de la comida. Pero también tenía una ocupación importante: estaba preparando sus memorias. Todavía no había escrito una sola palabra, pero había comenzado la recogida de material y había encontrado el título del libro, que pensaba publicar: Medio siglo de vida empresarial. En el libro, enriquecido con fotografías, documentos y artículos de prensa, contaría todo lo que había hecho desde los años de la maderería hasta entonces.

Frente a los cuarteles se encontraron con dos mujeres que paseaban a unos niños en cochecitos. Iban bien vestidas, eran jóvenes y saludables y se reían. Al verles detuvieron los cochecitos. Saludaron a Cevdet Bey y luego intercambiaron unas palabras con Nigân Hanım. Una se agachó y besó a sus dos nietos. Nigân Hanım también se inclinó sobre los cochecitos y les hizo unas carantoñas a los niños.

Mientras paseaban bajo los árboles, Nigân Hanım le habló de ellas:

—La alta y delgada es la nuera de Saffet Bey. La otra es su hermana. Las dos se casaron el verano pasado.

Luego empezó a contarle que la alta y delgada antes había estado comprometida con otro.

«¡Un fantasma!», susurró de repente Cevdet Bey. Estaban dentro de aquel jardín desierto al que entonces llamaban la Cantera, entre las piedras sin utilizar de la mezquita iniciada en tiempos de Abdülaziz y que nunca había sido terminada. Nigân Hanım seguía hablando de las jóvenes, a lo lejos se veían el Bósforo y las islas. «¡Un fantasma! ¡No podré librarme de él! Y sabe que no podré hacerlo, tanto si le doy lo que me pide como si no. ¡Por eso viene a pedirme dinero!». Soplaba un viento seco y frío. Cevdet Bey se apoyó en Nigân Hanım. Y su esposa se arrimó a él como un gato. Sus nietos desmenuzaban un montón de nieve que aún no se había llenado de barro. Estaban absortos en el juego, olvidados de sus abuelos. «¡Estoy acabado!», pensó Cevdet Bey. Apretó el brazo de Nigân. Miró al mar para olvidar. De repente, pensó: «¡No podré librarme! Ni de la tienda de madera, ni de Haseki, ni de la casa de Vefa, ni de mi hermano, ni del fantasma». Miraba a los niños, pero no les veía; en su mente galopaban otras imágenes: su padre, el maderero, moría; Cevdet Bey ampliaba la ferretería; comenzaban las ventas en Anatolia; su hermano agonizaba en la cama y dejaba al pequeño Ziya a su cargo; se casaba con Nigân Hanım; visitaba a İsmail Hakkı Bajá para traer azúcar; quería que en su casa de Nişantaşı siempre reinara la paz, quería una familia como las de los libros que había leído cuando aprendía francés.

—¡Deja eso, deja eso, que te vas a manchar! —gritó entonces Nigân Hanım.

Cemil dejó en el suelo una rama llena de barro.

—Tengo frío, volvamos —le susurró Cevdet Bey a su esposa.

Nigân Hanım se arrimó a su marido.

En el camino de vuelta, las imágenes volvieron a galopar por su mente. Cevdet Bey ni siquiera intentó dominarlas. De vez en cuando pensaba en el fantasma. Decidió proponerle de nuevo a su hijo darle algo de dinero a Ziya, pero se imaginó que Osman no aceptaría. Trató de moverse y frotarse los brazos para no quedarse frío, pero se cansó enseguida. Al pasar por la parada de Teşvikiye, decidió tomar un tranvía pero cambió de idea. Luego le vino a la cabeza que dormiría la siesta después de comer. Nadie decía nada. Probablemente sus nietos también estaban cansados: no se apartaban de sus abuelos. Cevdet Bey intentaba consolarse pensando en el almuerzo.

Al pasar ante la mezquita de Teşvikiye, una diminuta mancha goteó entre sus inconexos pensamientos: «¿Seré capaz de volver a la oración de la fiesta alguna vez?». Aquella fiesta también había tiritado sobre las frías alfombras de la mezquita, pero se había sentido feliz porque, aunque sufría, soportaba el dolor en paz. Comprendía que la mancha se extendía contaminando otras ideas: «¿Llegaré a ver al hijo de Refik?». Perihan les había contado hacía dos meses que estaba embarazada. «¿O el traslado de las oficinas a Karaköy?». Su oposición al traslado no había obtenido resultados, y él había parecido asumirlo. «Por lo menos, a ver si acabo deprisa mis memorias —pensó cuando pasaban ante la comisaría—. Y si planto malvaviscos en el jardín de atrás, ¿prenderán? Malvavisco, malvavisco… ¿Cómo era? Lonicera capri… ¿Eso no era la madreselva? ¡Althea officinalis!».

De repente oyó una voz ahogada y silbante: «¡Cevdet Bey!».

Cevdet Bey se volvió. «¡Vaya, vaya, en qué estado ha caído Seyfi Bajá!», pensó. Había sido embajador de Abdülhamit en Londres. Amigo de Şükrü Bajá, el padre de Nigân. Su estrella tendría que haber brillado más, pero el periodo constitucional lo dejó en la sombra.

—¿Cómo está usted? —preguntó Cevdet Bey.

—Nigân, hija, ¿cómo estás? —dijo Seyfi Bajá como toda respuesta.

Nigân Hanım soltó el brazo de su marido, se inclinó y besó respetuosamente la mano del bajá.

—¡Ya no quedan personas como tu padre! —dijo Seyfi Bajá con voz aún más silbante—. ¡Qué hombre era Şükrü Bajá! ¡Ya no quedan hombres así!

Y todavía dijo más cosas. A pesar de que tenía que apoyarse en el mayordomo, de que apenas se tenía en pie y de que su cara parecía la de un perro viejo y desagradable, seguía despertando respeto a su alrededor.

Cevdet Bey no pudo dejar de sentir admiración. «¡Tiene que pasar de los noventa! —pensó—. Esta gente vive mucho porque no se han destrozado con los problemas de los negocios. Yo me iré antes que ellos. ¿A cuento de qué le habrá besado la mano Nigân?».

—¡Qué hombre tu padre! —volvió a decir el bajá—. ¡Ya no queda gente tan auténtica como él! —Y dirigiéndose a Cevdet Bey—: ¿Le hemos dejado los negocios a los chicos? —Movía la cabeza a izquierda y derecha—. Así que del jardín de la Cantera y de tomar el fresco, ¿eh? ¡Ja, ja, cof, cof!

La carcajada chillona del bajá se convirtió en una tos chillona.

—¡Pues, sí! —susurró Cevdet Bey.

Se sentía herido, pero sabía que no podía hacer nada.

Seyfi Bajá se volvió de nuevo hacia Nigân Hanım. Le preguntó por sus hermanas. También le preguntó por otros familiares y conocidos, pero siempre por gente que consideraba «auténtica». Poco después se hartó. Regañó al criado, que le llevaba del brazo, porque se tambaleaba. Nigân Hanım se inclinó de nuevo comprendiendo que había llegado el momento de despedirse y besó la mano del bajá. Este intentó decirles algo agradable a los niños, que se balanceaban agarrados a los faldones de Cevdet Bey, pero el ahogado silbido que le salía de la boca solo sirvió para asustarles todavía más. Luego se alejó pegando tirones del criado y regañándole.

—¡Qué viejo está! —dijo Nigân Hanım. Suspiró.

«Viejo, pero sano», pensó Cevdet Bey. Caminó durante largo rato sin decir nada y sin coger del brazo a su esposa. Luego se detuvo en la esquina de Nişantaşı. «¿A cuento de qué le habrá besado Nigân la mano?», pensó. Un tranvía pasó ante ellos haciendo chirriar los raíles. «¿Por qué se la habrá besado?». Un coche hizo sonar el claxon, y los niños, asustados, se arrimaron a sus abuelos. Puede que hubieran olvidado a Seyfi Bajá, pero todavía había algo que les asustaba. Allá, cuando poco antes Nigân Hanım le había besado la mano a Seyfi Bajá, había ocurrido algo tenso, que crispaba los nervios, como si algo se hubiera roto, como si se hubiera cometido un delito, como si hubiera soplado un viento siniestro. A Cevdet Bey cada vez lo enfurecía más todo aquel asunto del besamanos y pretendía acusar con la mirada a Nigân, pero su mujer no le hacía el menor caso. Cruzaron lentamente y por fin se vio la casa.

En el jardín frontal había castaños y tilos. Las ventanas del piso superior estaban abiertas a pesar del frío. Habían atado un trapo blanco a la barandilla del balcón lateral. Era una señal para el aguador. De la chimenea surgía una delgada columna de humo azul que el viento dispersaba enseguida. En el jardín de atrás los árboles balanceaban sus ramas desnudas. Al pie del muro lateral andaba un gato. «¡Tengo hambre! —pensó Cevdet Bey—. Ahora entraré en casa. Me llenaré la tripa. Luego me fumaré un buen cigarrillo. Y después, una siesta estupenda y larga…».

Cevdet Bey e hijos
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