26. La mañana del primer día
Refik oía los pasos que se arrastraban por el suelo de madera. Alguien abrió la tapa de la estufa y empezó a echarle leña, pero ni el ruido de la tapa ni el de la madera eran familiares. Abrió los ojos y lo comprendió: estaba allí, en el barracón de aquella obra entre Erzincan y Kemah. Entraba el sol. Vio las colinas nevadas de fuera.
—¡Ah! ¿Te has despertado? —dijo Ömer—. No te habré despertado yo, ¿eh?
—No; en realidad, estaba despierto —contestó Refik y bostezó desperezándose con la tranquilidad de quien está en paz y satisfecho de su cama y de su situación.
Luego pensó «Hasta he recuperado mi equilibrio», y recordó que hacía un instante había tenido un sueño. Soñó que Nigân Hanım y Cevdet Bey reñían a Perihan, le decían «¡Tú has secuestrado a la niña!», y Perihan montaba en bicicleta por la plaza de Nişantaşı riendo sin cesar y diciendo: «Nadie puede enfadar a Refik. ¡Todos le queremos!». Y él los observaba a escondidas tras los muros del jardín de la casa y se sentía alegre.
—¿Has dormido bien?
—Sí, muy bien. Me encuentro como un roble. —Refik se desperezó y se levantó de la cama de un salto. Pensó que la habitación no estaba tan fría como habría esperado. Miró la hora. Las siete y media. «¡He dormido doce horas!». Le iba a comentar a Ömer que había dormido de un tirón cuando se acordó: en cierto momento se había despertado y había oído aullidos de lobo.
Se lo contó a Ömer mientras se vestía. Este le explicó que había muchos lobos por los alrededores y que era peligroso andar desarmado por la noche, y salió. Refik cogió la maquinilla de afeitar. En un rincón de la habitación había un espejo. Se puso ante él con una escudilla llena del agua que había sacado del frío retrete. La pareció que tenía la cara pálida y poco saludable, pero no triste ni preocupada. Mientras se afeitaba con la nueva maquinilla que se había comprado en Beyoğlu el día después de irse de casa, se sintió equilibrado, contento y relajado. «Ayer estaba un poco nervioso, pero ahora estoy bien», pensó mientras se miraba la cara blanca y redonda y las oscuras ojeras. Terminó de afeitarse tranquilamente, sin impaciencia, pero deseando ir afuera cuanto antes, sentirse inmenso y libre bajo el cielo brillante y azul, vivir, hacer lo que había que hacer. Luego salió del cuarto y pasó a la amplia habitación en la que se había encontrado con Ömer y que cumplía las funciones de sala de estar.
Habían puesto el desayuno en la enorme mesa del centro. Ömer comía pan sentado en un extremo. Al ver a Refik le señaló a los jóvenes que se sentaban a ambos lados de la mesa.
—¡Ah, aquí está! —dijo con la boca llena—. Es de los nuestros, de ingeniería civil, y para vosotros será un hermano mayor, ¡como lo soy yo!
Hubo unas risas. Al fin conocía a los jóvenes que no había podido ver la noche anterior porque se había acostado temprano. El alto y moreno se llamaba Salih. El gordo era Enver. Sobre la mesa había queso, mermelada y nata. El té reposaba en la tetera sobre la estufa. Refik se sirvió y se sentó a la mesa. Uno de los jóvenes, Salih, dijo que recordaba la cara de Refik. Se sintió halagado y, comprendiendo que tenía que decir algo, le preguntó a Salih si habían ingresado en la escuela el año en que se jubiló Münip Bey. Luego recordaron a otros profesores. Habían recibido clases de construcción de ferrocarril del mismo profesor. Ömer le dijo a Refik que allí refrescaría sus conocimientos, pero Refik repuso que no se quedaría demasiado y que, aunque lo hiciera, se había apartado tanto de aquellos asuntos que apenas recordaba nada.
—¡Creía que había venido a trabajar! —dijo Enver, el ingeniero gordo, mientras Refik se servía otro té.
—¡Ah, no, no! —contestó Refik—. No me dedico a la ingeniería sino al comercio. ¡He venido a pasar un mes de vacaciones! —guardó silencio durante unos segundos y añadió—: He huido de Estambul, de la ciudad, y quiero descansar.
—Para eso todo el mundo se va a Europa —replicó Enver con dureza; luego pareció avergonzado y se levantó de la mesa.
Salih le siguió.
—¡Creían que venías a trabajar! —se rió Ömer después de que se fueran—. He llegado a un acuerdo muy bueno con ellos. No trabajan por un sueldo fijo, sino por un porcentaje. Creían que eras otro socio y se asustaron. —Lanzó una carcajada, pero no sonó muy simpática—. Bueno, ¿qué te parecen?
Refik se acordó de Muhittin.
—Son buenos chicos —dijo Ömer sin aguardar a la respuesta de Refik—. ¡Listos como el hambre los dos! Los mejores de su clase. ¡Y necesitan dinero!
Ömer sonreía con un gesto de patrón astuto que Refik nunca le había visto antes.
—Sí, parecen buenos chicos —contestó Refik por decir algo. Luego se levantó para servirse otro té—. ¿Quieres? —le preguntó a Ömer.
—Otro té, ¿eh? —Ömer se desperezó bostezando—. Bueno, ¡tomémosnoslo! —y bostezó una vez más.
Refik llenó las tazas y las dejó sobre la mesa.
—¡Qué sol más estupendo hace fuera! —dijo.
—Vaya que sí, ni en Estambul hay un sol así en febrero.
Miraban juntos por la ventana. El sol daba en una esquina de la mesa. Refik tomó un poco más de nata.
—Está buena, ¿verdad? —dijo Ömer. Luego añadió asombrado—: ¡Oh, te has afeitado! Vas a sorprender a herr Rudolph y se va a enfadar. No te he hablado de herr Rudolph, ¿verdad? Esta noche iremos a visitarle. Se alegrará de conocerte… Un alemán que habla bien turco. Lleva dieciséis años en Turquía. Ha trabajado también en la línea Samsun-Sivas. Se enfada con los que se afeitan sin necesidad. Está en contra de cualquier tipo de disciplina.
Se abrió la puerta que había detrás de Refik. Entró Hacı. Refik lo había conocido la noche anterior: un hombre tranquilo y sin pretensiones. Salió sin decir una palabra. Al ver al anciano caminando lentamente por la nieve, Refik quiso lanzarse al exterior de inmediato. Estaba levantándose cuando Ömer le dijo:
—¡Siéntate y fúmate el primer cigarrillo de la mañana! Luego iremos juntos al túnel. Tengo trabajo que hacer. Volverás tú solo y así te darás una vuelta y podrás verlo todo.
Fumaron sin hablar. Refik miraba por la ventana a las montañas y al cielo, que le llamaban.
Al salir le deslumbró el sol, que brillaba en la nieve. Había una luz como nunca había visto, intensa pero tranquila. No podía levantar demasiado la cabeza e intentaba acostumbrarse a la luz, al extraño resplandor que le llenaba los ojos y la conciencia. Hacía frío, pero no era un frío que calara hasta los huesos despiadadamente, sino que más bien vigorizaba, y le recordaba que debía ser dinámico y decidido. Echaron a andar juntos en dirección al túnel. Refik no oía otra cosa que la nieve crujiendo bajo sus pies. Subieron a la colina por una pendiente suave. Refik fue acostumbrando los ojos a la luz hasta que pudo levantar la mirada al cielo. Allí, abrazándolo todo, había un cielo limpísimo, amplio, reluciente, un cielo azul, sosegado, profundo. «Quizá haya venido por esto —pensó—. Es como si los retazos dispersos e inconexos que tengo en la mente los unieran y los tranquilizaran esta luz y este cielo, siento paz. ¡Paz!». Miraba la colina que se elevaba ante él, los barracones que quedaban abajo, a la izquierda, y el río lejano, y atendía a las explicaciones que le daba Ömer sobre todo lo que veía. Ömer hablaba sonriendo de vez en cuando y el vaho que le salía de la boca permanecía largo rato ante la punta de su nariz sin desvanecerse. Los enormes y amplios barracones que se veían abajo eran de los obreros. Ömer le contó que trabajaban en dos guardias de doce horas y que tanto los barracones como las camas estaban siempre llenos. Sintiendo que de nuevo se despertaba en su interior el deseo de hacer algo, Refik contempló los meandros del río a lo lejos, los riscos, más escarpados según se acercaban al túnel, y los llanos entre las rocas cubiertos de nieve.
Entraron al túnel por la boca que daba al río. Se oía un fuerte alboroto de hombres y herramientas. El interior del túnel estaba húmedo y olía a moho y a tierra mojada. Más adentro habían empezado a levantar muros. Ömer observaba de reojo a los obreros, que a su vez le miraban con timidez, y saludaba a alguno que otro, un maestro cantero o un encofrador, con un ligero movimiento de cabeza y las comisuras de los labios, y luego le explicó excitado a Refik que los maestros que levantaban las paredes eran del mar Negro. Estos, los perforadores, eran de İspir. Salía una vagoneta llena de tierra y piedras. El túnel tendría seiscientos metros de largo. De momento habían cavado doscientos por cada uno de ambos extremos. Al otro lado habían topado con roca y habían tenido problemas. En los muros brillaban lámparas de acetileno. Ömer había encargado generadores, pero todavía no habían llegado. A principios de septiembre tendrían que haber terminado los muros y dejar listo el túnel para que colocaran las vías. Del interior, de lo más profundo, llegaba el sonido que hacía la roca al ser perforada. Durante el descanso de mediodía harían explotar dinamita. Estaban perforando los agujeros para los cartuchos, llenando vagonetas con los escombros de la explosión del día anterior; los canteros tallaban piedras, los carpinteros serraban encofrados, el túnel resonaba. Ömer avanzaba saludando a diestro y siniestro; a veces intercambiaba un par de palabras con algún oficial y Refik escuchaba la conversación. Cuando llegaron al lugar donde estaban perforando los agujeros para la dinamita del mediodía, Ömer habló con un encargado. Luego dieron media vuelta, salieron del túnel, que rugía como un volcán, y se encontraron bajo un cielo tranquilo. El sol seguía brillando sobre la nieve.
—Voy a ir también a la otra boca —dijo Ömer—. Ven tú también y verás las otras obras, el túnel grande y los puentes.
En ese momento se acercó un campesino maduro con la gorra en la mano. Se disponía a decir algo cuando alguien detrás de él gritó:
—¡Ni hablar, ni hablar! ¡Deje tranquilo al señor!
El hombre con la gorra en la mano se quedó perplejo y luego, haciendo acopio de valor, empezó a hablar.
—¡Qué quieres que haga yo! —respondió Ömer a toda velocidad—. ¡Díselo al capataz! —y, tras dar unos pasos, se volvió a Refik—: Son cinco o seis que han dejado la aldea y vienen a buscar trabajo. Escogen entre ellos a un mandadero y van de obra en obra… ¡Mira, mira, ahí está la auténtica obra! En el túnel de Kerim Naci Bey trabajan mil doscientos hombres.
Caminaban rodeando la escarpada colina que atravesaba el túnel siguiendo el arco que formaba el meandro del río allá abajo. A la orilla del río se alzaban unos barracones aún más grandes que los que habían visto antes. Más allá se veían un colmado, un café, barracones más pequeños donde trabajaban los inspectores del Estado y las residencias para los ingenieros extranjeros. Entre las altas montañas y bajo el cielo amplio y claro, todo relucía nítidamente con sus líneas y sus limpias fachadas. El paisaje aparecía modesto y tranquilo en medio de aquella luz sin adulterar que se extendía por todas partes. También los hombres parecían modestos, no podían ser de otra forma con aquella luz. Refik los veía desde arriba: daban vueltas entre los barracones, iban al colmado, se sentaban, fumaban, transportaban cosas, subían la ladera, se movían lentamente como hormigas por la nieve.
—¡Ya verás cuando llegue el descanso de mediodía! —dijo Ömer—. Menudo follón se lía delante de la tienda. Y el café no cierra nunca.
«Esta luz, este movimiento —murmuró de repente Refik—. Muy bien, ¿y qué hago yo?». Su conciencia parecía de acero, los objetos y los actos habían encajado en su lugar y permanecían en paz, pero más profundamente, en lo más hondo, y Refik lo sabía, existía una agitación que requería que hiciera algo distinto para poder deshacerse de ella, algo que quizá nunca podría encontrar. «¡No voy a pensar más!», se dijo, y se dio cuenta de que habían llegado a la otra boca del túnel. No le apetecía entrar. Se apartó de Ömer y echó a andar hacia el barracón.
Caminó por el lugar que había recorrido poco antes con Ömer y contempló de nuevo el río, los barracones y a la gente moviéndose. Luego, al ver su propio barracón, dejó de seguir las huellas y empezó a bajar por la cuesta. Se hundió en la nieve en cuanto dio unos pasos y comprendió que toda la ladera, hasta el llano en que se encontraba el barracón, estaba cubierta por aquella nieve blanda, y que iba a costarle mucho descender los trescientos metros de camino, pero no quiso dar marcha atrás para ir por la nieve endurecida. Tenía el sol de frente y, aunque no estaba alto, seguía deslumbrando. Refik caminó contando los pasos uno a uno y atento a cada movimiento de su cuerpo.
Cuando llegó al llano, a la nieve endurecida, notó el cansancio. Estaba sin aliento; se volvió a mirar el rastro que había dejado tras de sí. Luego echó a andar directamente hacia el barracón. Le gustó que su cuerpo se hubiera cansado un poco caminando y que la camisa sudada se le pegara a la piel. Pensó en el estruendo de los obreros que trabajaban en el túnel, de las herramientas en funcionamiento, de la montaña siendo perforada. «¡Yo también quiero cansarme!», murmuró. Avanzaba hacia el barracón ligeramente avergonzado y haciendo proyectos. Haría gimnasia todas las mañanas, se quitaría aquella tripa que, aunque mínima, bastaba para avergonzarle, pondría su cuerpo en condiciones, leería todos los libros que había traído, escribiría un poco, meditaría, y regresaría a su hogar de Nişantaşı siendo un hombre sano, equilibrado y feliz, como había sido antes.
Vio a Hacı ante el barracón. Había sacado una silla al sol y estaba pelando patatas. A su lado había un perro pastor, muy peludo, joven y alegre. Parecía que Hacı le estaba diciendo algo al perro, pero se calló al ver a Refik. Mientras se acercaba al barracón, Refik miró a Hacı a los ojos y le sonrió. Hacı vio la mirada de Refik, pero no cambió la expresión de la cara. Simplemente asintió con la cabeza una vez como si pensara: «He visto que me saludas amistosamente». Cuando se les acercó, también el perro, que retozaba y rodaba por la nieve, se puso serio; escudriñó con expresión atenta y responsable a aquel extraño que pasaba junto a ellos. Refik entró en el barracón y miró por la ventana. Vio que el perro corría con la misma alegría de antes. Y Hacı volvía a hablar con él. Entre ellos había cierta afinidad, como si le dijeran que aquel cielo y aquella luz, aquel pedazo de mundo que permanecía inmóvil, eran suyos.
«¿Qué opinará Hacı de mí? —pensó Refik. Y luego se dijo—: ¿Qué hago ahora?». La tetera seguía encima de la estufa. Se quitó el abrigo. Se sirvió una taza de té. Se sentó a la mesa y empezó a beberlo. «¿Qué hago ahora? He tomado el aire, he dado un paseo, he visto los alrededores, me encuentro bien. Voy a empezar a leer ahora mismo». Se tomó otro té y pasó a su habitación.
La noche anterior, antes de dormirse, había colocado sus libros sobre un baúl que tenía junto a la cama. Cogió Revolución y organización y se sentó muy serio a la mesa de trabajo de Ömer. Leyó un rato. Luego comprendió que no se concentraba en la lectura y que pensaba en otras cosas. «¡Qué bonito estaba fuera! ¡Cómo sonaba el túnel! —pensó—. Por supuesto, no hará un sol así todos los días… ¿Qué estará haciendo ahora Perihan? ¿Qué hora es? Solo son las once, pero tengo hambre. ¡Qué bonitos se veían los barracones y el río desde lejos! Bostezo, tengo sueño. Pero ¿quién sabe cómo serán los barracones por dentro? Hay desempleo. No puedo seguir con esto, voy a leer otra cosa». Cogió las Confesiones de Rousseau y volvió a sentarse a la mesa. Con la intención de prestarle toda su atención, lo abrió por la parte que más le gustaba en Estambul, la que se refería a la vida en el campo, a la naturaleza, pero el libro no despertó nada en él. Pensaba en lo que acababa de ver, le apetecía salir de nuevo. Luego volvió a bostezar y comprendió que tenía sueño. Miró una vez más la hora: decidió acostarse después del almuerzo, pero empezó a dudar de que allí acostumbraran almorzar. Se dio cuenta de que en Estambul dividía los días de forma ordenada según las comidas y que se organizaba siguiendo esas divisiones. Luego dejó a Rousseau con los demás libros. Encendió un cigarrillo. Empezó a pasear por el cuarto. «¡Trabajaré después de comer, trabajaré mucho!», pensó, y se puso muy contento al pensar que había tomado una decisión.