36. El traslado a la isla
Nigân Hanım se agarró con fuerza al pasamanos para subir lentamente las escaleras que conducían a la parte noble del barco: desde que era pequeña le daban mucho miedo las escaleras del vapor, altas y estrechas, o, más exactamente, le asustaba todo lo del vapor. Sí, desde pequeña temía los vapores, pero también desde entonces había querido tener una casa en la isla. Las escaleras daban a un amplio salón. Nigân Hanım observó el espacio, el revestimiento de suelos y techos y pareció animarse un poco; era un barco cuidado, amplio y nuevo. Tenía el nombre en la cabeza: Kalender. Cuando se encontraba con novedades de ese tipo, que la animaban aunque solo fuera un poco, era capaz de deshacerse de sus ideas pesimistas sobre Turquía. Además zarpaba a su hora. Y los suelos estaban limpios y una no se veía obligada a ir pisando colillas y trozos de billete o montones de papel o basura. Pero estaba muy lleno. Arrugando el gesto, Nigân Hanım miró la cara de la gente que llenaba hasta los topes los asientos. Luego vio a Emine Hanım, que ocupaba un largo banco con sombreros, maletas y cajas. La habían enviado con antelación para que ocupara sitio.
—Ay, señora, creía que no llegaban —dijo la criada. Se levantó y le cedió su asiento—. Algunas personas han querido sentarse, pero no les he dejado —añadió.
Nigân Hanım se sentó. A su lado se sentó Perihan. Entre ellas colocó a la niña, de un año. Frente a Nigân Hanım se sentó Nermin. Osman pasó a su lado y encendió un cigarrillo. Los nietos se colocaron incómodos al lado de Perihan. Emine Hanım se retiró a un rincón. Refik no estaba. Tampoco Ayşe, a quien habían enviado a Suiza. Nuri el cocinero vigilaba la nevera, que habían colocado en la cubierta inferior, junto a las amarras. Tampoco aquel año habían comprado una nevera para Heybeli. Aquello había dado lugar a largas discusiones y disgustos, pero Nigân Hanım ahora solo quería pensar en cosas buenas y disfrutar del viaje.
Iban a la isla de Heybeli, a la casa de verano que el difunto Cevdet Bey había hecho construir un año antes de su muerte. El año anterior no habían podido ir a causa de su fallecimiento y los preparativos se habían quedado a medias. Ese año Nigân Hanım había decidido empezar tarde con los trámites, quizá porque temió que iniciarlos con mucha antelación traería mala suerte. Esa era una de las razones de tanto retraso, de que todo se hubiera dejado para aquel primer domingo de julio. Además estaban los exámenes de reválida de Ayşe. Su viaje a Suiza les había causado mucho trabajo. A Osman le surgieron unos asuntos. Todos se lo habían tomado con parsimonia y, simplemente, se habían retrasado. De repente Nigân Hanım se dijo: «¿Se les habrá olvidado algo?». Luego, recordando que quería pensar en cosas buenas, miró por la ventana. El vapor pasaba lentamente por delante del Cabo de Palacio. Arriba, en la colina, se veía el Palacio de Topkapı y abajo la estatua de Atatürk mirando el mar con la mano en la cintura. Se decía que estaba enfermo. Con la tranquilidad de la gente acostumbrada a criticar o a alabar al prójimo, Nigân Hanım pensó: «¡Cuánto aprecio todo lo que ha hecho!», y se dio cuenta de que había empezado a pestañear. Aquel era el mejor momento, no solo del viaje, sino probablemente del verano. Todo iba bien y ella estaba satisfecha consigo misma. Olvidándose de todo y de todos empezó a pensar en sí misma. Pensó que tenía cincuenta años. Luego se sumergió en los recuerdos.
Se puso de mal humor cuando los gritos de un vendedor ambulante la devolvieron a la realidad. Con las cosas tan agradables que estaba pensando. Recordaba sus primeros años en la casa de Nişantaşı con Cevdet Bey. Le había dicho que quería tener una casa en las islas. Y Cevdet Bey le había contestado que por el momento tendrían que contentarse con alquilarla. Por aquel entonces iban a la isla Príncipe. Luego, un día Cevdet Bey le contó que había comprado un terreno en Heybeli. Y como sabía que Nigân Hanım tenía la mente puesta en Príncipe, empezó a hablar a toda velocidad. Dado que Kınalı era de los armenios, Burgaz de los rumíes y la Príncipe de los judíos, a los empresarios turcos solo les quedaba Heybeli. Luego selló su argumentación con una de sus bromas: de hecho, İsmet Bajá, debido a su amistad con empresarios y militares turcos, también se había comprado una casa en Heybeli, donde se habían instalado los comerciantes turcos y la academia naval. Nigân Hanım no fue capaz de poner la cara larga y se echó a reír. Se consideraba una de esas personas que se conformaban con poco cuando era necesario. Al pensar en ello parpadeó de satisfacción. Pero su placer no duró mucho porque el vendedor seguía gritando a voz en cuello.
Era un hombre de unos sesenta años, con la ropa sucia y el pelo cano. En una mano llevaba un maletín viejo. Con la otra agitaba un termómetro que había sacado del maletín y exponía las bondades del producto que vendía. Nigân Hanım supo que aquel termómetro de fabricación europea, recubierto de madera barnizada, flotaba en el agua como un barco y servía para medir la temperatura del mar. Además, también podía usarse en el baño de los niños pequeños y los enfermos. Nigân Hanım vio de cerca al vendedor mientras pasaba por entre los asientos. Se le habían saltado las costuras de su vieja chaqueta y tenía manchas de grasa en los pantalones. «¿Cuándo aprenderá esta gente a vestirse con ropa limpia, a hablar como es debido, a lavarse y afeitarse todos los días?», pensó. De nuevo se acordó de Atatürk y lamentó que estuviera enfermo. Apartó la mirada del vendedor para no animarle a que se le acercara. Sin embargo, luego se dijo que el termómetro era bastante útil. Así era Turquía: en las tiendas no había nada, quien quisiera encontrar algo útil tenía que hacérselo traer de Europa o bien se veía obligado a tratar con los vendedores ambulantes de los vapores, como hacía ahora aquel señor del panamá. La sensación que la había embargado al entrar en aquel salón nuevo, limpio y cuidado se desvaneció, y Nigân Hanım regresó a sus ideas pesimistas y desesperadas sobre Turquía. El vendedor, como había encontrado un cliente, se puso a gritar todavía más y a poner delante de los ojos de los pasajeros su producto.
Se inició un movimiento entre el pasaje, formado sobre todo por rumíes, armenios y judíos: se acercaban a Kınalı. El salón, de por sí ruidoso, se volvió insoportable con el alboroto de los que se disponían a desembarcar, de las madres advirtiendo que nadie olvidara nada, de los hijos de comerciantes que se gritaban para no perderse, de los padres que refunfuñaban. En momentos así, Nigân Hanım pensaba que odiaba a las familias de los comerciantes y a las minorías y, aunque su difunto marido era un comerciante que hacía muchos negocios con ellos, lo consideraba de otra casta. Cevdet Bey era de una estirpe distinta: provenía de una familia musulmana en cuyo jardín florecían las madreselvas, y se había casado con la hija de un bajá. Nigân Hanım apartó la mirada de los pasajeros, la deslizó sobre su hijo y su nuera, sentados enfrente, y también ellos le gustaron.
Estaban sentados uno junto al otro, hablándose en voz baja como los niños buenos, y de vez en cuando miraban por la ventana. Nigân Hanım vio con agrado que eran distintos de aquella gente tan escandalosa y, encantada una vez más con su familia, honró a Cevdet Bey con su respeto. Pero luego se acordó de la violenta discusión que Nermin y Osman habían tenido hacía dos días. Los demás no lo llamaban discusión, sino que usaban una palabra más fuerte, pero Nigân Hanım no la consideraba apropiada. Hacía dos días habían discutido delante de todos durante la cena. El origen de la disputa había sido la nevera que ahora Nuri vigilaba allá abajo, pero probablemente hubiera más cosas, cosas que preocupaban a Nigân Hanım. Nermin, con la ira comprensible en una mujer que se había pasado el día preparando el traslado, vaciando y llenado baúles y envolviendo en periódicos viejos platos y tazas, le había dicho a Osman que necesitaban una nevera nueva, que no estaba bien que todos los años llevaran y trajeran la de la casa de Nişantaşı. Y Osman, recordándole que solo pasaban tres meses en la isla y que la luz se cortaba después de las ocho de la tarde, le contestó que lo que estaba verdaderamente mal era que su esposa pensara en gastos inútiles como aquel en momentos en que los negocios andaban tan apurados y en que la empresa tenía tanta necesidad de dinero. Según Osman, la verdadera razón por la que Nermin insistía tanto en aquello, de lo que ya habían hablado antes, residía en que no sabía cómo se ganaba el dinero. Y entonces Nermin pronunció aquellas palabras que tanto preocupaban a Nigân Hanım y que ruborizaron a Osman: si su marido quería ahorrar dinero para la empresa, tendría que reducir gastos, no en su familia, sino en ciertos desembolsos particulares nada correctos. Después de decirlo, la nuera mayor miró furiosa primero a Osman y luego a Nigân Hanım como si estuviera a punto de explicar en qué consistían aquellos gastos particulares, y entonces cayó el silencio sobre la mesa. Puede que nada de eso hubiera preocupado a Nigân Hanım si por la noche no hubiera visto encendida la luz del dormitorio del matrimonio hasta tarde y no hubiese oído que Nermin gritaba furiosa varias veces sin que pareciera importarle el volumen de su voz. Ahora, al mirar a su hijo y a su nuera, sentados tan formalitos frente a ella, Nigân Hanım pensó que Osman había tenido una relación con otra mujer pero que había roto con ella y aplazó para otro momento la reflexión de algo tan angustioso. No se atrevía a comparar a su hijo con el difunto Cevdet Bey. Y, de hecho, Osman, como si temiera la comparación, desplegó como una sábana el periódico que llevaba y se ocultó tras él.
El vapor se acercaba a Burgaz. El hombre del panamá se puso en pie. Entre las islas no había tanta diferencia como para justificar la broma de Cevdet Bey, pero aquel hombre debía de ser rumí. A Nigân Hanım se le vino a la cabeza la modista rumí de Beyoğlu. Una mujer agradable, sonriente, parlanchina. En cierta ocasión se le había escapado que iban a Burgaz en verano solo para encontrarle marido a su fea hija. De repente Nigân Hanım se acordó de Ayşe. Pasó revista a todos los apuros que había pasado para mandarla a Suiza y pensó en el egoísmo de su hija. «¡Con un muchacho que toca el violín!», susurró asustada. Luego recordó aquel dicho que tan bien se ajustaba a la situación: «Una chica con la cabeza como para irse con el del tambor o el de la dulzaina». Pero no quería pensar en nada desagradable. Al fin y al cabo, la habían enviado a Suiza. Y el hijo de Leylâ también estaría allí. Un chico educado, amable y formal, Remzi. Puede que estuviera un poco gordo y que la cabeza le funcionara con tanta lentitud como los brazos y las piernas, pero siempre sería mejor que el hijo de un maestro que tocaba el violín.
Ante la isla de Kasıklı, el barco comenzó a balancearse repentinamente. Nigân Hanım murmuró una de las oraciones que había aprendido de su difunta madre y pensó que cada día que pasaba se sentía más ligada a la religión. Por supuesto, no era un lazo como el extraño e inesperado que le había sobrevenido tras la muerte de Cevdet Bey. Al igual que la gente de su edad que dedicaba parte de su conversación a una salud cada vez más deteriorada, pasaba de puntillas por aquel asunto de la religión, que antiguamente se había tomado con ironía, y ya no se burlaba de los cocineros y las criadas que ayunaban en Ramadán. Pero ella estaba bien de salud. No sufría ningún malestar serio. Creía que viviría mucho. Creía que viviría mucho, incluso en los momentos de furia, cuando decía para que todos la oyeran: «¡Cevdet Bey, espéreme, allá voy, quiero ir con usted de inmediato!». Y además sabía que su relación con la religión nunca sería la de una fanática. Ahora mismo estaba contemplando con tolerancia el seminario en lo alto de la colina de Heybeli, entre los pinos. El elegante cura de Heybeli, que con su barba y su sombrero negros despertaba terror en sus nietos y odio en el cocinero y las criadas, a Nigân Hanım le daba alegría, como si hubiera escuchado alguna anécdota graciosa, y un poco de nostalgia de Europa.
El vapor rodeaba lentamente Heybeli. Al cabo de poco se vería el tejado de la casa entre los pinos. Los nietos miraban apoyados en la ventana. Perihan se había puesto en pie y tenía a la niña en brazos. Como siempre, Nigân Hanım pensó que también ella era una niña; luego se acordó de Refik. También él era un niño, pero no había que consentirle sus caprichos. Hacía poco había escrito otra carta para avisar que retrasaría su vuelta. Era una herida abierta en el corazón de Nigân Hanım. Se repetía a menudo aquella expresión y a veces percibía que culpaba a Perihan de la herida: su nuera pequeña no había sido capaz de retener a su marido en casa.
Se pusieron en pie cuando el vapor se aproximó al muelle de Heybeli. Nigân Hanım se preguntó una vez más si habrían olvidado algo. Al bajar las escaleras volvió a agarrarse firmemente al pasamanos, rezongó porque sus nietos no tenían cuidado, comprobó que el cocinero Nuri esperaba junto a la nevera, avanzó con pasos diminutos y meticulosos por la estrecha pasarela de madera que habían tendido desde el muelle. En cuanto pisó tierra, aspiró el olor a caballo y a bosta y sintió tristeza al recordar la primera vez que había ido a la isla con Cevdet Bey.
La multitud que bajaba del vapor se agolpaba donde esperaban los faetones. Osman, gruñendo, encontró uno, y tardaron un rato en instalarse en él. Cemil, el nieto mayor, se llevó una reprimenda porque quería subir al pescante con el cochero. Luego el faetón, muy cargado, se puso en marcha lentamente. Aceleró balanceándose a un lado y a otro y el sonido regular y cansino de las herraduras de los caballos recordó a Nigân Hanım los paseos de su infancia y adolescencia, tan escasos y siempre tan esperados. Al pasar por el mercado, Osman fue repartiendo saludos a las caras conocidas, a los comerciantes que a pesar de que solo llevaban dos años yendo a la isla los conocían de sobra, a los pasajeros de los otros faetones con los que se cruzaban, llevándose la mano al sombrero en cada ocasión pero sin quitárselo nunca del todo. Después de cada inclinación informaba a su madre de a quién había saludado. Nigân Hanım le escuchaba con atención a pesar de que no tenía la vista tan débil como para necesitar tales explicaciones: Foti el carnicero había cambiado la tienda de lugar; Mihrimah Hanım y su familia acababan de mudarse; Zekerya Bey, que ahora se dedicaba también al comercio de tabaco, bajaba al mercado con su hija; se estaba construyendo una casa nueva enfrente de la iglesia; Sacit Bey, el tratante de hierro, todavía no había llegado; el abogado Cenap Sorar Bey estaba ocupado escardando el pequeño jardín de su casa; las persianas de la casa de İsmet Bajá estaban abiertas; en la del comerciante Leon, que había huido a Europa cuando se conocieron sus estafas, se habían instalado otros.
—¡Qué rápido pasa el tiempo! —dijo de repente Nigân Hanım.
Miró sucesivamente a su hijo y a sus nueras para saber si la habían oído. No. Cada cual estaba sumido en sus propios pensamientos. Osman hablaba y ellas le escuchaban. «¡Qué rápido pasa el tiempo!». Nigân Hanım pensó en las otras familias de comerciantes que iban a las islas. En cierto momento le pareció que tenían algunos lazos comunes con ellas; vio a uno de los aguadores que transportaban agua en asnos. Luego buscó otras pruebas que demostraran que su familia era única e incomparable: Perihan era muy hermosa, sus nietos estaban muy sanos, su hijo era trabajador. Pero todo aquello estaba lejos de ser convincente. Se deprimió. El coche se acercaba a la casa. A Nigân Hanım la poseyó una sensación insólita, la de que su familia era una más entre las familias de comerciantes turcos. Luego se consoló recordando el pasado.
El pasado. Era el pasado lo que le producía orgullo y le daba ganas de vivir. El futuro era horrible e impreciso: ¿cómo podía una estar segura de que no se estropearía todo, de que no acabarían un día patas arriba la empresa y la familia, derribadas por una ola terrible? Y, sin embargo, el tiempo pasaba rápido. Le habría gustado que fluyera con lentitud. Que todo cambiara lentamente, que lo nuevo se encontrara de manera amable con lo viejo, que todos estuvieran satisfechos del tiempo y la existencia que les envolvían. Que nadie les prestara demasiada atención a los demás. Luego bajó cuidadosamente del faetón. Uno de los agotados caballos sacudió la cabeza y protestó, enfadado. Había empezado el verano.