20. ¿Por qué somos así?

—Vuestro padre —dijo Sait Nedim Bey—. Vuestro padre… Vuestro padre… Si no creéis que es una insolencia por mi parte decirlo…

—¡Por Dios!

—Bueno, si no creéis que es una insolencia por mi parte y si me disculpáis por lo que me haya afectado lo poco que he bebido, con vuestro permiso diré que admiraba mucho a vuestro padre. Eso es lo que quería decir. Me gustaría que habláramos un poco más de vuestro difunto padre, que recordáramos el pasado, que pensemos en nosotros. Hagámoslo.

Era lo que hacían. Lo hacían y al mismo tiempo tomaban fruta como postre de la copiosa cena ofrecida en la mansión de Nişantaşı que Sait Nedim Bey había heredado de su padre el bajá. Era la misma en que se había celebrado la boda de Cevdet Bey y Nigân Hanım.

—Esto es lo que quería decir —prosiguió Sait Bey con un último esfuerzo—. ¡Nuestro país necesita hombres como vuestro padre!

—¿Qué tipo de hombres? —preguntó Refik.

Se produjo un silencio en la mesa. Osman miró asombrado a Refik, como si estuviera pensando: «¡Menuda pregunta! ¡Está bien claro qué tipo de hombre era nuestro padre! Y además Sait Bey lleva horas contándonoslo». Antes de continuar explicándose, Sait Nedim Bey se echó unas uvas a la boca. Güler frunció el ceño esperando la respuesta de su hermano mayor y se dedicó a cortar cuidadosamente el melocotón que estaba comiendo con cuchillo y tenedor.

—Como vuestro padre, hombres que saben lo que significan el dinero y la familia. —Sait Nedim Bey sonrió. Complacido por sus propias palabras, miró primero a su esposa, luego a su hermana y a las otras dos mujeres sentadas a la mesa, Perihan y Nermin. Al no ver en sus caras lo que quería, comprendió que probablemente debía aclararlo un poco más—: ¡No me he explicado, no me he explicado! Lo intentaré, pero mientras nos tomamos el café y fumamos. Porque me temo que mi charlatanería ha agotado a las señoras.

Como era de esperar, las señoras protestaron. Sait Bey hablaba de cosas muy interesantes y las contaba muy bien. Nermin añadió que además lo que estaba diciendo les tocaba a todos muy de cerca. Sait Bey se vio obligado a adoptar un aire de modestia, aunque sin ocultar que se trataba de algo artificial. Sí, puede que lo que contaba fuera interesante, pero era incapaz de mantener la boca cerrada. Poco antes había visto que una de las señoras, con toda la razón, había bostezado. Nuevas protestas. Pero esta vez se notó una ligera tensión. Refik observó que Perihan enrojecía. Era ella quien había bostezado minutos antes. Pero probablemente no lo había hecho por aburrimiento, sino por hacer algo. También de vez en cuando miraba al setter tumbado junto a la mesa.

Se levantaron de la mesa y pasaron a una amplia sala en cuyo centro había un brasero de latón cincelado. La habitación, de altas ventanas y con un gran balcón, daba al jardín y la luz de la lámpara que colgaba del techo se reflejaba en el tilo cercano. Como la mayor parte de los jardines de Nişantaşı, el de aquella mansión también tenía tilos y castaños. Antes de la cena que Sait Bey les ofreció para recordar al difunto Cevdet Bey y para emprender un agradable viaje al pasado, el anfitrión les había contado algunas historias sobre los árboles mientras unos agobiantes nubarrones de lluvia se acumulaban en el cielo. Ahora hablaba de la historia de la mansión y les explicaba cómo habían renovado el edificio heredado de su difunto padre. Se habían gastado una cantidad respetable para convertir en salón aquella amplia cámara de la zona de los hombres, habían cambiado de arriba abajo el mobiliario y se habían visto obligados a derribar algunos tabiques, aunque habían logrado preservar lo antiguo. Al contrario de lo que pensaban muchos, lo antiguo podía convertirse en algo nuevo: si uno no se dejaba llevar por emociones pasajeras y era hábil, siempre podía darle la vuelta a lo viejo para transformarlo en nuevo, y lo que la mayoría de la gente intentaba hacer de cero podía extraerse de lo viejo adaptándolo a los tiempos mediante pequeños, pero inteligentes, cambios. Después de decir aquello, Sait Bey se lamentó de nuevo de su propia charlatanería y tras asegurar que volvería sobre el tema de Cevdet Bey, cuyo matrimonio se había celebrado en aquella mansión, en el caso de que se atreviera a hablar sobre él, anunció que por fin les cedía la palabra a sus invitados.

Se produjo un silencio. Entró el setter. Todos se miraban preguntándose: «¿Y de qué hablamos ahora?». Antes de la cena habían charlado del tiempo; de si había chispeado un poco y del calor que hacía a finales de agosto; comentaron lo triste que estaba Nigân Hanım; los últimos arreglos en la empresa tras la muerte de Cevdet Bey; por supuesto, también se recordó a la hija de dos meses de Refik y Perihan y se repasaron las noticias nacionales e internacionales que sacaban los periódicos; como nadie tenía problemas de salud, ¿de qué otra cosa se podía hablar? El perro, extrañado por el silencio de la habitación, miró a su alrededor. Luego se echó junto al brasero.

«¿Para qué habremos venido?», pensó Refik. Había esperado que podría olvidar la opresión que aumentaba de día en día y las hirientes palabras sobre el objetivo de la vida que Perihan y él se repetían; confiaba en dejarse llevar por una cena agradable y por la locuacidad de un comerciante de amena conversación, pero ahora volvía a pensar en sí mismo, en su vida, en Perihan y en aquella separada, Güler, y le intranquilizaba pensar qué tipo de persona sería. Era una preocupación retorcida y fría: le permitía intuir que le hacía rondar cosas que no cabía pensar como terribles, pero a las que tampoco convenía acercarse con una mente despejada y equilibrada, así que avanzaba con pasos cuidadosos y concienzudos. «¡No he hecho nada en todo el verano! —pensó de repente Refik—. No he dado ningún paso nuevo. He vuelto a ir a la oficina. He vuelto a quejarme del calor y a sentarme indeciso con Perihan. Puede que haya leído un poco, pero ¿para qué? ¿Y ahora estoy obsesionado con esta divorciada?».

—Miren —dijo de repente Sait Bey cuando llegaron los cafés—. ¡Miren lo que me trae a la memoria el perro! Como nadie dice nada, me corresponde a mí hablar de nuevo, por eso lo cuento.

—Por favor —respondió Osman como si se enorgulleciera de sus buenos modales y su consideración.

—Miren, el perro vive muy tranquilo en esta casa, se pasea, se rasca… Este mismo perro a duras penas habría pisado el jardín en tiempos de mi difunto padre. ¿Cómo iba a ser posible un perro en casa de un musulmán? —lo llamó—: ¡Ven aquí, Conde!

El perro se puso en pie respetuosamente, se desperezó y se acercó a su amo moviendo la cola.

—¡Tú no pegas en casa de un musulmán! —dijo Sait Bey con el placer de quien presenta sus ideas con un chiste. Luego se volvió hacia los invitados, que tomaban su café, y se rió—: Pero ya ven, aquí está. Nos hemos acostumbrado a él y él a nosotros. Nos hemos adaptado a los tiempos. Mi madre habría hecho purificar la casa entera. —Se volvió hacia el perro—: ¡Muy bien, vamos, vamos, vuelve a tu sitio!

El animal se quedó un poco indeciso, sin entender para qué lo habían llamado. Luego se dio una vuelta, olfateó a los invitados, apoyó su húmedo hocico en la mano de Refik y, decidiendo que todo estaba tan tranquilo y en orden como siempre, se acostó satisfecho.

—¡Eso es lo que quería decir! —continuó Sait Bey—. Lo adaptamos todo a los tiempos y no nos damos ni cuenta. Como he dicho antes, ¿por qué no va a adaptarse lo antiguo a lo nuevo? Miren esta habitación. Es un salón, ¿no? Ayer era la cámara de recibir de la zona de los hombres. Mírenme. Un comerciante sencillo y charlatán, ¿no? No, no, déjenme que me explique. Ayer era un hijo de bajá… ¿Me explico? Mi difunto padre decía que en nuestro país los grandes cambios no nos ofuscan en exceso porque siempre son el resultado de pequeños e infinitos compromisos. ¿Qué me dicen de esa idea? Sí, compromisos… ¡Pequeños e inteligentes compromisos que han asegurado el flujo silencioso de toda nuestra historia! Eso es lo que decía mi difunto padre. De la misma forma que sabía que yo me haría comerciante, que me dedicaría a los negocios vendiéndolo todo, tierras y solares, y que Güler se casaría con un militar insignificante y encima republicano… Europa, ah, Europa. Siempre pienso en lo mismo cada vez que voy. ¿Por qué ellos son así y nosotros distintos? Sí, lo pregunto. ¿Por qué ellos son así y nosotros distintos? ¡Un momento! ¿Quieren un licor? Sienta muy bien con el café. —Sin esperar a que le respondieran, se lanzó hacia el aparador. Cogió unas botellas y luego le dijo a su mujer—: ¡Trae el álbum! ¡El álbum de Europa!

Parecía un poco avergonzado, pero no quería calmarse sino hablar más, desahogarse, y buscaba el valor necesario mirando a Refik y a Osman.

Hubo un silencio breve y tenso. Nermin y Güler decidieron tomar licor con el café.

—¡Tiene razón, tiene mucha razón! —dijo Osman adoptando una actitud pensativa.

Probablemente quería suavizar el momento desagradable demostrando seriedad y tolerancia.

Atiye Hanım regresó con un álbum.

—¡También he traído las fotos del niño!

Y le dio el «álbum de Europa» a Refik.

—Tanto como los viajes al pasado, me gustan los viajes a Europa —dijo Sait Bey mientras Refik hojeaba el álbum—. Hacemos muchas fotografías y luego las pegamos en el álbum. ¿Qué está viendo? —se sentó al lado de Refik. Quería compartir con su joven invitado el placer de contemplar Europa, aunque solo fuera en fotografías y postales. Miró el álbum por encima del hombro de Refik—. ¡Ah, mire, esto es París! ¿Qué le parece el París de hace cuatro años, de 1933? Por aquel entonces, yo estaba más joven, ¿verdad? Este es el mismo año… Son las fotos que hicimos en Berlín. ¡París y Berlín! ¿Hay alguien que vaya a Europa, cualquier turco que sea un poco consciente del mundo, que pueda renunciar a ellas? Quizá tampoco a Viena, pero yo no entiendo de música… ¡Ah, mire, este fue el viaje del año pasado! ¡París! Las pasa muy rápido. Espere. Lo reconoce, ¿no?

Por supuesto que Refik lo reconoció: era una fotografía de Ömer. Estaba en un compartimento de tren con una maleta en la mano y la cara muy larga.

—¡Claro, es nuestro Rastignac! —gritó Sait Bey—. Lo vimos en el tren, en el viaje de vuelta. ¿Qué hace ahora? —y continuó, sin esperar la respuesta de Refik—: Mire, esta la hicimos el mismo año… Una familia francesa que conocimos en Berlín. Sí, sí, una familia francesa de verdad, culta y chistosa… Vino, queso, la torre Eiffel… ¡Y además hombres que entienden de mujeres! ¿Estoy hablando demasiado? Pero mire, ¡qué familia! Mire esta foto. Nos hospedábamos en el mismo hotel en Berlín. Nuestras habitaciones estaban una al lado de la otra. Desayunábamos juntos. Gente muy chistosa… Pase la hoja. Mire, una familia como tiene que ser… Por eso recuerdo a Cevdet Bey. Por eso. Sí, Cevdet Bey formó una familia perfecta. Quizá me encuentre ridículo, pero admiro a su familia, a la familia Işıkçı. Un padre de éxito, hijos trabajadores, una madre hermosa y buena, nietos sanos… Como tiene que ser. Funcionando como un reloj, pero vivita y coleando, como ellos. —De repente soltó una carcajada. Pero no parecía demasiado sincera. Probablemente pretendía suavizar lo que había dicho, que se notara que, si había dicho alguna impertinencia, era consciente de ella. Luego se apartó de Refik. Levantó la copita llena de licor—: Aquí tiene, ¡también nosotros hemos empezado a hacer algo! Hacemos licor. ¡La industria del licor! Una fábrica en Mecidiyeköy… ¡Toda una institución! ¡Ah, sí, tendría que reírme! Ahora, dígame, dígame, ¿por qué nosotros somos así y ellos de otra forma? ¿Por qué? ¿Quién sabe el secreto? ¡Dígamelo! ¿Por qué somos así? ¿Por qué somos nosotros y somos así? ¡Dígamelo!

—Te has puesto muy nervioso, hermano —dijo Güler—. ¡Siéntate!

Sait Bey sacudía la copa de licor enseñándosela a todo el mundo; estaba plantado de pie como si no oyera lo que le decía su hermana. A su alrededor se percibía una atmósfera de vergüenza o preocupación. Nadie sabía a ciencia cierta hasta qué punto era serio y sincero. Cada cual parecía haberse dejado llevar por su propia emoción. Las caras, relajadas tras la pesada cena, de repente se habían contagiado de una inesperada tensión. Todos buscaban la respuesta a la pregunta que Sait Bey repetía una y otra vez y parecían lamentar no encontrarla. Quizá en parte también se estuvieran riendo del sarcasmo de Sait Bey y aparentaban que realmente les desconcertaba por qué eran como eran.

—¿Por qué somos así? ¡Somos así, somos así! Por favor, no me hagan caso esta noche. ¡He bebido y me he emocionado! Bueno, uno debe hacer estas cosas de vez en cuando. El corazón tiene que dejarse llevar por las auténticas emociones. Porque estoy harto, se lo juro, estoy harto, estoy harto de controlarme, de andar encogido. —Y, señalando el álbum de Europa que Refik tenía sobre las piernas, añadió—: Estoy harto de andar encogido y de no hacer lo que me dé la gana para ser como ellos, para ser como ellos. Esta noche me dejo llevar. ¡Me niego a ser conciliador y por eso grito!

Por fin empinó la copa de licor y soltó otra carcajada. La de ahora era inquietante.

Refik vio que por primera vez Güler parecía preocupada. Aquella voz ronca e irritada debía de ser algo desacostumbrado en la mansión. El perro, que estaba tumbado, levantó la cabeza y miró suspicaz a su amo, que hacía cosas raras.

—¡Ah, he ido demasiado lejos! —dijo Sait Bey al ver que el perro levantaba la cabeza—. Miren, hasta Conde se ha puesto de mal humor. —Se quedó quieto un instante mirando al perro y luego dijo—: ¡Conde! ¡Conde, siéntate, siéntate, no te estoy llamando! —Se volvió a mirar a los demás, que le observaban—. ¡En París vi a una señora muy elegante! Le daba tirones a su perro, que orinaba en un poste de electricidad. Le decía: «¡Vamos, Bajá! ¡Vamos, Bajá, ven!». La verdad es que, como hijo de bajá, no me sentó muy bien. Y le puse al mío «Conde». ¡En fin! Están hartos, ¿no? De la charlatanería de un comerciante. Ahora todos somos comerciantes. Azúcar, hierro, coches, tabaco o higos. Me callo ya. Me callo, me callo. Denme ese álbum y acabemos de una vez. ¿Todavía lo sigue mirando? ¿A nuestro Rastignac? Algo así como un conquistador. ¿Cómo está? ¿Qué hace ahora? Créame, no era como usted y como yo. Pero al final será desgraciado… Porque hay que llegar a compromisos. Mi padre tenía razón: hay que llegar a compromisos. Nuestro conquistador parecía un tipo orgulloso. Pero acabemos con este asunto. Muy bien, ¿qué hace ahora Ömer Bey? Seguro que es desgraciado. Ah, hay que ceder, hay que ceder, hay que callar la voz del corazón, ser comerciante, ser tranquilo y precavido, equilibrado y astuto. No se lo toman a mal, ¿eh? Todos somos comerciantes. ¿Importa eso? Compramos y vendemos, compramos y vendemos… Pero seguimos viviendo en nuestras mansiones. Eso sí es importante. ¡Ya ven! Me he sentado. Y el perro ha agachado la cabeza. Ahora me callo. Me callo. ¡Me callo esperando la vergüenza, una vergüenza que durará siglos!

Echó la cabeza atrás como un enfermo en el sillón en que estaba sentado y guardó silencio.

Hubo una pausa. Refik se dijo que el dueño de la casa se avergonzaría después de tanta excitación. Se palpaban la vergüenza y la estupefacción en el ambiente, como si alguien acabara de morir y se hubiera confesado un crimen cometido hacía años. «Si por lo menos alguien dijera algo —pensó Refik. Miró a Güler—: ¿Qué estará pensando? “Un militar insignificante y encima republicano”… ¿Hablará ella también así de ese militar del que se separó? Si alguien dijera algo de una vez…».

—¡Ah, Cevdet Bey, adónde nos ha traído usted, adónde!

Era Sait Bey de nuevo. Había levantado la cabeza y, adoptando el gesto de un general agonizante, sonreía afable.

La actitud del dueño de la casa relajó la tensión. Refik pensó que sería mejor no mencionar a Ömer. Luego miró a Perihan. Ella no parecía muy impresionada por el espectáculo. Al ver su tranquilidad, Refik sintió alivio.

—¡Ah, qué bien has hablado, Sait! —dijo de repente Atiye Hanım—. Y con cuánta emoción. Ahora cuenta lo otro. Siempre lo cuentas con mucha emoción. Lo que contaba tu difunto padre. Eso de que cuando Abdülhamit estaba regañando a Kâmil Bajá entró el agá del harén y… ¡Cuéntalo, por favor!

—¡He dicho que me iba a callar! —respondió Sait Bey—. Y me callo.

Luego bostezó y se sumergió en su ondulante conciencia.

Cevdet Bey e hijos
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