48. El diputado infeliz
Muhtar Bey volvió a mirar la hora: eran casi las seis y media. «Voy bien de tiempo», pensó. Iría al Ankara Palace para la cena y la soirée en honor del presidente búlgaro Kyoseivanov. Se miró por última vez al espejo: «Estoy listo justo a la hora. Pero ¿para qué me habrán invitado? ¡Como consuelo!». Salió a toda velocidad de la habitación para no enfurecerse y, buscando algo que le calmara los nervios, gritó:
—¡Nazlı, hija! ¿Dónde estás? ¡Me voy!
—¡Aquí estoy! ¡Estaba hablando por teléfono!
Nazlı salió del cuartito donde se encontraban el teléfono y el escritorio de Muhtar Bey.
—Me voy… ¿Quién era?
—Ömer. La corbata no le queda bien, papá.
—¿Ömer? ¿Qué quiere?
—Llegará dentro de una hora.
—¿Y? ¿No iba a venir mañana?
—Para eso acaba de telefonear. Dijo que quería venir.
Nazlı adoptó una actitud avergonzada y culpable.
—Pues que venga, ¡que venga y ya veremos! —gruñó Muhtar Bey. Luego, pensando que tenía todo el derecho a demostrar que aquello lo le gustaba nada, añadió—: La verdad es que no entiendo lo que ocurre, no lo entiendo.
—No lo sé. Yo también estoy asustada.
—Asustada, ¿eh? ¡No tengas miedo! Mientras yo esté aquí, nadie te hará desdichada, ¿entendido? —y pensó que Nazlı no quería hablar más del asunto—: ¿Así que no te gusta mi corbata? ¿No me queda bien? Pues si no me queda bien, que no me quede, ¡no me voy a poner otra mejor para esos! ¡Hala, adiós muy buenas!
—Adiós, papá.
Muhtar Bey se encaminó hacia la puerta. Luego se dio media vuelta de repente y abrazó conmovido a su hija, que le seguía los pasos.
—Me preocupas. —Cogió el abrigo de la percha. Al ver que Nazlı no le contestaba, se preocupó aún más. Mientras se ponía una manga, dijo—: ¡Uf! ¿Qué pasará ahora? —y como parecía que lo había dicho refiriéndose a algo que le inquietaba solo a él, continuó—: Se ha fijado la fecha de la boda, pero empiezo a estar un poco escamado con todo esto. No te lo tomas a mal, ¿verdad?
Su hija clavaba la mirada en los botones que se abrochaba para no mirarle a la cara.
—No, claro que no.
Muhtar Bey notó que era justo el momento de satisfacer la curiosidad que llevaba el día entero carcomiéndole.
—¿Qué sucede, niña mía? ¿Qué pasó ayer? ¡Estás muy rara!
—Ayer nos peleamos —respondió Nazlı sin apartar la mirada de uno de los botones, que no se dejaba abrochar.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Por favor, no me pregunte más.
—¡Bueno, no te lo preguntaré! Pero no me gusta nada lo que está ocurriendo. Y no te pregunto por esta discusión. Pero ¿no es siempre igual? ¿Quieres que hable con él? Bueno, bueno, no pongas cara larga… Y no olvides que tu padre siempre estará de tu parte.
—Lo sé.
Muhtar Bey abrió la puerta para ocultarle a su hija su cara, excesivamente conmovida. Quiso decir algo, pero no lo hizo temiendo que la voz le saliera ronca. Mientras bajaba las escaleras, susurró: «¿Qué le gusta de ese tipo?». Aspiró profundamente al salir al aire fresco. Se puso el sombrero, que llevaba en la mano. «¡Soy un hombre infeliz!». Echó a andar.
Después de la muerte de Atatürk no había sucedido nada de lo que Muhtar Bey esperaba, ni İsmet Bajá había dado el paso de concederle un puesto ni había apartado de sus funciones a los antiguos cuadros. Por ese motivo se veía como un hombre infeliz cuyos sueños y proyectos no han llegado a convertirse en realidad. Como no había podido conseguir la misión que le diera profundidad y sentido a su vida entera, llevaba más de un mes enfadándose por todo y odiándolo todo. Mientras caminaba lentamente en dirección a la avenida, pensó: «Y además de todas estas trivialidades, ¡mi hija me sale con problemas!». Sacó un poco de chepa. Metió la cabeza entre los hombros como si quisiera resguardarse de todas las fealdades de la realidad. «Sí, todo es trivial, feo, hipócrita, miserable —pensó—. Y ahora ese tipo. Encima en estos días en que ando buscando un poco de equilibrio y tranquilidad espiritual». Se acercaba a la avenida, pero todavía no se había cruzado con ningún coche. Después de caminar un poco más, encontró un taxi y le dijo al conductor que le llevara a Ulus. «¿Para qué me habrán invitado? —pensó, y se dio la misma respuesta de antes—: Como consuelo… —balanceaba la cabeza hacia delante y hacia atrás—. Pero a estas alturas no es tan fácil consolarme. A estas alturas nadie puede consolarme». De repente, susurró: «Solo mi hija puede consolarme. —y empezó a pensar en los problemas de Nazlı—: ¡Toda su desgracia consiste en haberse enamorado de ese tipo malvado, creído e indeseable!», se dijo. Era lo que tenía más claro en todo aquel asunto. «¡Un creído!», se dijo refunfuñando un rato. Luego se avergonzó al comprender que comparaba a Ömer consigo mismo de joven y pensó: «Haré cualquier cosa para evitar que mi hija sea desdichada. ¡Estoy dispuesto a pegarme con él si hace falta!». El coche ascendía lentamente la cuesta. De repente, levantó la cabeza, que tenía apoyada en el respaldo. «¿Qué estarán haciendo ahora en casa? ¡Y es el día libre de Hatice Hanım!». Miró la hora. Se avergonzó de nuevo y se dio cuenta de que era imposible que Ömer hubiera llegado a su casa, pero enseguida volvió a pensar: «¿Qué estarán haciendo ahora? Solos… Mi hija me pide ayuda. Y yo voy a esa estúpida recepción a la que me han invitado como consuelo. —Y con voz sarcástica y despectiva, se dijo—: ¿Conque Kyoseivanov, Kyoseivanov, primer ministro búlgaro, eh?».
Seguía pensando en lo mismo después de bajarse del taxi, que le había dejado delante del hotel. Miró alrededor con una expresión irónica. Por allí solo estaban los botones y los empleados del hotel. Como no dudaba de haber llegado a la hora exacta, cruzó, con paso decidido, pasillos y escaleras que había recorrido más de una vez y entró en el hormigueante salón. Durante un instante permaneció en un rincón, como si quisiera esconderse del ruido y de las brillantes luces que le habían deslumbrado de repente. Luego se acercó sonriente a dos diputados que charlaban de pie a un lado. Se tranquilizó al notar que la sonrisa irónica que había adoptado poco antes de entrar seguía en su sitio:
—Señores, ¿puedo unirme a su conversación?
—¡Caramba, Muhtar Bey! ¡Por supuesto, adelante!
Los diputados estaban hablando de la Entente Balcánica. Después de que Muhtar Bey se uniera a ellos, la conversación derivó imperceptiblemente hacia la prensa hasta que llegaron a la noticia que uno de ellos había leído. Según dicha noticia, la carne cruda era mucho más beneficiosa para la salud que la carne cocinada. Muhtar Bey escuchaba a los diputados con su sonrisa irónica y de vez en cuando observaba de reojo el salón teniendo cuidado de no fijar la vista en ningún punto. Aun así, en pocos minutos había visto quién se sentaba dónde y con quién. Al percatarse que no había demasiados invitados y que cada uno de los más de ochenta presentes cumplía allí una función, se convenció una vez más de que solo le habían invitado como consuelo. Mientras la charla sobre la carne cruda o cocinada se prolongaba, vio a la esposa de Kyoseivanov, a la hijastra del primer ministro búlgaro, aunque las malas lenguas decían que era otra cosa, y la cabeza pelona del primer ministro Refik Saydam, sentado con ellas, y pensó de repente: «Por el amor de Dios, ¿qué tiene Refik Saydam que no tenga yo? —y comprendió que la sonrisa irónica había desaparecido de su cara—. Refik Saydam ha llegado a primer ministro. ¡Y yo a nada! ¡Refik Saydam! ¡Licenciado por la escuela de medicina militar! El brazo derecho de Süleyman Numan Bajá, director de la sanidad militar durante la guerra. ¡Y con la suerte de haber embarcado con Atatürk en el Bandırma! ¡No tiene ninguna otra virtud! Ninguna otra virtud aparte de ser el esclavo de İsmet Bajá… Cuando dejó la presidencia de Gobierno, él dejó el ministerio. Y ahora es primer ministro… ¡Y yo nada! Ah, ¿para qué habré venido? ¡Me vuelvo a casa! ¿Qué estará haciendo Nazlı?».
—¡Ah, Muhtar Bey! ¿Cómo está usted?
Muhtar Bey levantó la cabeza: ¡Faik Öztrak, ministro del interior! «¿Por qué me sonríe así?», pensó. Luego contestó «Bien, gracias a Dios, Faik Bey», y creyó haberle dado una respuesta estúpida. Entonces se sorprendió al ver que el ministro lo cogía alegremente del brazo.
Sonriendo, el ministro se disculpó ante los dos diputados por llevarse a Muhtar Bey. Juntos echaron a andar hacia un rincón apartado.
—¿Qué te pasa, hombre? ¿Estás preocupado por algo?
—No —respondió Muhtar Bey, sorprendido por aquel lenguaje tan poco oficial que empleaba el ministro que le recordaba sus años de amistad en la facultad de políticas y en el ministerio del interior.
—Pero tienes la cara muy larga. Andas rezongando por todas partes.
—¿Yo? ¿Ha dicho alguien algo?
—Nadie ha dicho nada, muchacho. Simplemente, el bajá pregunta: «¿Está enfadado con nosotros Muhtar Bey?».
—¿Tengo alguna razón enfadarme?
Muhtar Bey se quedó muy orondo, encantado con su respuesta.
—¡No lo sé! ¡Tú sabrás! —dijo el ministro, y le sonrió a una mujer gorda.
—¿Qué debo saber?
El ministro del interior le soltó del brazo:
—¡Estupendo! Me alegro. Creen que estás molesto por algo. Y no queremos que nadie esté enfadado. ¡Estupendo!
—Sí, conozco perfectamente la política de reparación de corazones rotos del bajá.
Muhtar Bey lo había dicho intentando parecer sarcástico, pero no fue capaz de dar la impresión que pretendía.
El ministro soltó una carcajada.
—Reparación de corazones rotos, ¿eh?
Volvió a lanzar una carcajada, como si fuera la primera vez que oía aquella expresión que en los últimos días empleaba todo el mundo. Luego miró a su alrededor para comprobar si se había comprendido que era un hombre capaz de reírse cuando llegaba el momento.
—Estás muy contento —dijo Muhtar Bey, irritado.
El ministro pareció asustarse del odio que reflejaba la cara de su antiguo colega.
—¡Y tú tan tieso como siempre! ¡Ríete un poco, hombre! —luego recordó que sus palabras no eran las más adecuadas para la situación—: Estás en la lista. Serás elegido. Volverás a trabajar con nosotros. Espero que no pienses que nos hemos olvidado de ti —añadió con tono de reprimenda.
—¡Por favor! —murmuró Muhtar Bey. Le pareció una respuesta tonta.
De repente estalló una carcajada a sus espaldas. Ambos se volvieron a mirar. El ministro del Interior no dejó escapar la oportunidad y, como si hubiera encontrado en el rincón de donde procedía la carcajada a alguien que llevaba buscando inútilmente una eternidad, se alejó de Muhtar Bey con aspecto preocupado y nervioso.
«¡Así que İsmet Bajá ha preguntado por mí! —pensó Muhtar Bey mientras miraba alejarse al ministro—. Este está tirándome de la lengua. Es la primera vez que ocupa el sillón de ministro. Igual andaba metiendo las narices donde no le importa, ¿para qué iba a preguntar por mí el bajá?». Se dio media vuelta y miró a Refik Saydam sentado con Kyoseivanov. «¡Está sonriendo! —pensó—. Seguro que el bajá le dijo “Id a hablar con Muhtar Bey y le decís que le hemos vuelto a nombrar, ¡así no pondría mala cara!”, y este ha venido a comunicarme el mensaje. No tengo la menor duda de que no me van a elegir. Pero ¿a cuento de qué no me lo dicen? Porque quieren que todos estemos en paz. Quieren que vaya a darles un abrazo a los de Celal. ¿Quién se habrá chivado de lo que hablo o dejo de hablar en los pasillos del parlamento? Hulusi, Sermet y Ekrem fueron testigos de mi ataque de ira de hace diez días. Sermet no lo contaría. Ekrem… —de repente sintió un escalofrío y murmuró—: ¡Los odio a todos, todos me dan asco!». Se encontraba a un lado del salón, solo entre la multitud. «Me dais asco todos. ¡Sé de qué material estáis hechos! ¡Sois todos unos esclavos! Yo también lo era, pero ahora he despertado. Y tengo que darle las gracias a İsmet Bajá por haberme hecho despertar. —A pesar de que seguía solo en el mismo sitio, nadie se le acercaba—. Sé quiénes sois y qué sois». Y murmuró, asqueado: «¡Repara los corazones rotos! İsmet Bajá, que no acudió a Estambul durante la enfermedad de Atatürk temiendo que Recep Zühtü le pegara un tiro, ahora quiere hacer las paces con ellos». Recordó un rumor: Recep Zühtü le había contado a Atatürk que había disparado a İsmet Bajá. Y Atatürk se pasó sus últimos meses compungido creyendo que İsmet había muerto. Por eso había hecho incluir en su testamento una cantidad para la educación de sus hijos. Se animó al recordar el rumor. Y se puso aún más contento al ver a Burhanettin Okay, diputado por Maras. «En el último periodo le nombraron diputado, tras la muerte de otro. Subió al estrado a jurar. “Gracias por haberme elegido”, dijo. “No te hemos elegido nosotros, sino el pueblo”, le respondimos. Y gritó: “Gracias por haberme hecho elegir”. ¡Ay, Dios, qué gente! —la mirada se le fue hasta dar con Refik Saydam. Seguía sonriendo—. ¡Sonríe, sonríe! Sonríe aunque todo es miserable, pobretón, feo y vulgar. ¿Qué hay de gracioso? ¡Piensa en el país en vez de sonreír, hombre! ¡Todo va mal! La nación está hecha un desastre y tú sigues sonriendo. El país…». De repente se acordó de Refik, el amigo de su futuro yerno. «¿Qué estará haciendo? Han publicado su libro. No han nombrado a ese ministro de agricultura para el nuevo gobierno. Se han hecho algunos cambios, claro. Pero ¿son suficientes? ¿Son suficientes, eh? ¿Cómo se conforman con tan poco? Han llegado a un acuerdo, han hecho un apaño. No han dado ningún puesto a los nuevos cuadros. Por Dios, que nadie se enfade; por Dios, que todo siga como antes; ¡por Dios, que nadie se lo tome a mal! ¡Pero yo me lo he tomado a mal! Yo, Muhtar Laçin, que lleva avergonzado este ridículo apellido, licenciado en Ciencias Políticas, ex gobernador de Manisa, ¡os odio a todos! ¡Soy desgraciado! Solo tengo a mi hija. Os odio a todos, este mundo miserable, todo…».
—Amigo Muhtar Bey, ¿está usted a dieta?
—¿Qué?
—No le hace los honores al buffet. ¡Vamos a servirnos!
Muhtar Bey miraba a İhsan Bey, el inspector del partido de bigotes de almendra, como si no lo hubiera reconocido:
—¿A servirnos? ¡Pero si no tengo hambre!
—Venga, venga, se le abrirá el apetito en cuanto vea la comida. Luego no nos dejarán nada… ¿Qué opina usted de estos búlgaros?
—Opino que… —dijo Muhtar Bey y, avergonzado por no haber pensado antes en aquello y no tener nada preparado, echó a andar hacia el buffet en compañía del inspector.
—Creo que para ellos la neutralidad no es una política, sino una necesidad. Piense, el rey es proinglés, el gobierno proalemán, la reina proitaliana y el pueblo búlgaro siente simpatía por los rusos. ¿Le gusta el pollo? Y como tienen el ojo en Dobrich y Macedonia…
«No me interesa nada de esto —pensó Muhtar Bey. Por un instante le pareció envidiar los conocimientos de İhsan Bey, pero luego decidió—: ¡También es uno de ellos! ¿Para qué me cuenta todo esto? ¡Oh, Şükrü Saracoğlu me está saludando! —se inclinó respondiendo al saludo del ministro de exteriores—. ¿Qué tal mi reverencia? Comedida, sí… ¡No, me he inclinado demasiado! Ay, ¿qué hago aquí? ¡Aquí no soy más que un bufón! Esta comida… El pueblo está hambriento y estos aquí hartándose. Esas mujeres gordas con los brazos al aire… Cómo picotean… Esposas e hijas de los esclavos… ¡No, mi hija no será así! Me vuelvo a casa. ¿Qué estará haciendo Nazlı? ¡Y la criada no está en casa! ¿Qué hora es? ¿Qué me cuenta este?».
—Si al llamar a los turcos de Dobrudja de regreso a la patria…
Muhtar Bey se inclinó para saludar a otro invitado y, por alguna razón, se dejó llevar por un terror impreciso. «¡Comparado con ellos, no soy nada!». Los párpados del hombre a quien había saludado, que medio le cubrían los ojos, parecieron moverse. Era Kerim Naci Bey.
—¿Ha casado a su hija, Muhtar Bey?
—La he comprometido.
—Eso ya lo sabía.
—Si lo sabía, ¿para qué me lo pregunta? —replicó Muhtar Bey.
Luego se sorprendió de sí mismo: «Ay, ¿qué he dicho? ¡Qué he dicho! ¿Qué le he dicho a Kerim Bey? ¡Qué he dicho!».
—Parece que no se encuentra usted bien —comentó Kerim Bey.
Muhtar Bey quiso responderle, y por un instante creyó que lo había hecho, pero se dio cuenta de que simplemente había movido los labios.
—Muhtar Bey, sí que parece encontrarse mal.
İhsan Bey pretendía calmar la furia de Kerim Bey. Se apartó de él y cogió al otro del brazo.
Muhtar Bey miró con los ojos vacíos el plato que tenía en la mano. «¡Muslo de pollo! —pensó—. ¡Y me lo iba a comer!». Le entraron ganas de arrojar el plato, pero lo único que hizo fue dejarlo disimuladamente en un rincón. «Iba a comer pollo a pesar de toda esta fealdad. Soy un pobre hombre. Muslo de pollo…». Caminaba a un lado de la mesa, apartado de todos. Avanzaba despacio tambaleándose entre gente de pie que sonreía, que movía la cabeza para no hablar con la boca llena, que le conocía, que le sonreía para demostrarle su amistad y que le reconocía. «Iba a comer muslo de pollo. ¿Qué soy? Un pobre hombre. Le he contestado mal a Kerim Bey. Ahora se estarán riendo de mí. Parece que al pobre Muhtar Bey le falta un tornillo… Y es incapaz de casar a su hija. ¡Mi hija! ¿Qué estarán haciendo en casa? Me vuelvo a casa. Para qué la habré dejado sola con ese tipo. Soy un inmoral. ¿Cómo no he tenido cuidado? Sí, me encuentro mal. Estoy mal. Kerim Bey tiene razón. ¡Lo que le he dicho! ¡Refik Saydam está sonriendo! Lo vi en el periódico. İsmet también estaba sonriente. ¿Por qué sonreís? ¿Qué tiene tanta gracia? Ekrem se lo ha contado, seguro. Me voy a casa. ¡Esto no me ha supuesto ningún consuelo! Nadie puede consolarme. ¡Solo tengo a mi hija! ¡Ay, qué vida! Debería haber hecho como Refet… Hacer como Refet, dejar de lado tanta hipocresía, ganar dinero, preocuparme solo de estar a gusto. Tendría una casa con sus viñas en Keçiören. Construiría una chimenea allí y fumaría oyendo el chasquido de los troncos».