28. Para pasar el rato

Se había desatado una auténtica ventisca. El viento hacía temblar los cristales, la chimenea aullaba, la tormenta no dejaba oír el sonido de la radio. Según aumentaba el estruendo herr Rudolph, o herr Von Rudolph, fruncía el ceño y acercaba la oreja a la voz fogosa de la radio, a la voz de este. Cuando las palabras de Hitler se endurecían tanto que se quedaban en suspenso, el ingeniero alemán adoptaba una actitud avergonzada, se miraba las manos sobre las rodillas y Refik entendía que de la radio brotaba un discurso preocupante. Hitler estaba en Viena. Herr Rudolph traducía a sus invitados lo que oía por la radio. Ömer miraba la ventisca que golpeaba la ventana y bostezaba de vez en cuando; Refik observaba atentamente la cara de herr Rudolph. El alemán se miró las manos aún más avergonzado y el discurso de Hitler se interrumpió. Se oyó la voz respetuosa de un locutor, luego sonaron unos parásitos en la radio, cuya capacidad de recepción había sido incrementada por el ingeniero alemán, y comenzó un vals: «El Danubio azul».

—¡Ya está! —dijo herr Rudolph—. Alemania se ha tragado Austria. Hitler ha sido recibido con entusiasmo en Viena.

El ingeniero alemán también les tradujo las noticias con el impecable turco que hablaba desde hacía diez años: en España los franquistas se acercaban cada vez más a la victoria, en Francia había estallado una crisis de gobierno, en Checoslovaquia aumentaba la tensión.

—Bueno, ¿y qué va a pasar ahora? —preguntó Refik.

—No va a pasar nada —dijo Ömer poniéndose en pie—. Nosotros vamos a jugar al ajedrez. ¿Verdad, herr?

Cogió de encima del armario el tablero y lo colocó en la mesita.

—Como puede ver, su amigo es un hombre muy práctico —dijo el ingeniero alemán—. El miedo que atenaza Europa no le preocupa. Lo único que le importa es el ajedrez… —y con una sonrisa vergonzosa, añadió—: Pero la verdad es que ahora mismo la idea me atrae.

—¡Jueguen ustedes si quieren, hombre! —contestó Refik—. Por favor, jueguen.

—Una partidita —contestó el alemán sonrojándose.

Luego se levantó, animado, y se sentó ante el tablero. Hacía una hora, al llegar, Refik había comentado en broma que no estaban allí por el ajedrez sino por la conversación.

—El luchador caído no se harta de pelear —dijo Ömer.

Recordaba la última partida, hacía dos días.

Cada dos o tres tardes, Ömer y Refik iban a visitar al ingeniero alemán. Y él se alegraba de verlos. Era un tipo solitario. Había dejado Alemania hacía diez años para trabajar en la línea Sivas-Samsun, luego se trasladó a la Sivas-Erzurum, y al ver que Hitler se apoderaba de Alemania, había decidido no regresar. Probablemente había algo más: en cierta ocasión les había dicho que no le gustaba nada su padre, un general de la nobleza, y que odiaba la cerrazón característica de los alemanes. Su desinterés por regresar a Alemania también se debía a la enorme cantidad de dinero que ganaba en Turquía.

—¿Qué opina? —preguntó de nuevo Refik arrimando la silla a la mesita donde estaba el tablero de ajedrez.

—¡Ahora sí que no puedo volver a mi país! —dijo el alemán—. Si Europa le permite conseguir lo que quiere, Hitler no empezará una guerra, pero tampoco dejará nunca el gobierno de Alemania.

—Mejor —repuso Ömer—. Así se quedará usted aquí. De hecho, la verdad es que no sé cómo podría irse después de diez años. ¡Es usted medio turco!

—¡Ah, no me haga reír! —respondió el ingeniero alemán—. Me hace reír, y luego pierdo.

Se produjo un largo silencio. Solo se oían el «Danubio azul» y la tormenta. Refik miraba el tablero de ajedrez.

Habían hecho diez o doce movimientos cada uno cuando, tras un ataque de herr Rudolph, Ömer movió de inmediato una pieza y dejó claro que había previsto la jugada del ingeniero alemán y llevaba largo rato pensando la respuesta. El otro soltó un gruñido medio en turco medio en alemán, resopló, manoseó la pipa que siempre tenía en la mano y, justo cuando el criado les traía el té, comprendió apenado que había perdido la partida y miró el tablero con la cara larga del vencido.

—¡Invítenos a coñac, herr! —dijo Ömer levantándose. Sin esperar respuesta del dueño de la casa, agarró la botella—. Y déjeme preguntarle algo: ¿por qué le parece tan gracioso que le consideremos medio turco?

—Porque los turcos son de una manera y yo de otra —contestó el ingeniero alemán.

Su cara, con las huellas de la derrota, se había vuelto hosca.

—Y si deja Turquía, ¿adónde piensa ir? —preguntó Refik.

—¡A América!

—¿Y por qué no se queda aquí? —dijo Ömer alegremente.

—Porque este país no es para mí.

—¿Por qué? Lleva aquí diez años. Ya se ha acostumbrado…

—Puede que mi cuerpo se haya acostumbrado —contestó herr Rudolph—. Pero no mi alma.

Se llevó la mano al corazón con un gesto sentimental.

—¿Por qué no? —preguntó Ömer—. En Estambul hay muchos como usted, que se han escapado de Alemania. ¿Por qué no puede ser como ellos?

—Yo estaba hablando de mi alma.

—¡El alma! No le gustan las condiciones de vida de aquí. Ahora quiere tranquilidad. Vino a ver la Turquía que había visitado de niño con su padre, se quedó un poco, ha ganado dinero y ahora huye hacia la tranquilidad.

—No, no —replicó el alemán. Se sonrojó aún más—. El «poco» que dice han sido diez años. Me ha puesto de mal humor, así que se lo voy a confesar: no me gusta oriente. ¡No me gustan ni el clima ni las almas extrañas que no tienen nada que ver con la mía! Cuántas veces se lo habré leído, cuántas veces se lo habré escrito y traducido para que ustedes también lo leyeran. —Volvió a recitar con entusiasmo a Hölderlin, a quien ya había citado a Refik. Luego, retomando cada una de las frases, las tradujo al turco—: Oriente, como un magnífico déspota, oprime a la gente contra el suelo con su fuerza y su luz deslumbrante, y allí el hombre se ve obligado a arrodillarse antes de aprender a andar, a rezar antes de aprender a hablar. Cuántas veces se lo he leído y me han dado la razón; ¿ahora qué pasa?

—¡Estamos hablando, herr! Hablamos para pasar el rato. No hay por qué ponerse nervioso, estamos hablando. Pero usted además nos desprecia… ¿Acaso es mentira? Nos desprecia repitiendo una y otra vez las palabras de ese poeta loco. Y eso…

—Yo no desprecio a nadie. Simplemente digo que no me adapto al alma de Oriente. Y siempre lo he dicho.

—Bueno, pero también decía que se entendía muy bien conmigo.

—Por supuesto. ¡Porque usted no es como ellos! ¿No me ha preguntado si se parecía a Rastignac? Usted tampoco se adapta al alma de este país. —Excitado, herr Rudolph señaló a Refik—: Y usted tampoco, claro, ¡usted tampoco! Esta tierra en la que vivimos no es para ninguno de nosotros. Están endemoniados, sobre sus almas ha caído la luz de la razón, ahora son unos extraños; hagan lo que hagan, son unos extraños. Entre el mundo donde viven y sus almas existe una incompatibilidad, lo sé, lo veo perfectamente. O cambian el mundo, ¡o se quedarán fuera! —Se volvió hacia Refik y le preguntó—: Bueno, ¿y cómo va su trabajo? ¿Ha decidido terminarlo y volver a Estambul?

—¡Todavía no he decidido nada! —respondió Refik.

—Ahí tienen —suspiró el alemán—. La luz de la razón es incompatible con Oriente… No pueden ser como la gente que les rodea. Me habla de Rousseau. Pero el mundo en el que vive es completamente distinto.

—Bueno, ¿y qué podemos hacer?

—¡Un momento! —le interrumpió Ömer—. No hables por mí. Yo sé muy bien lo que tengo que hacer. Uno escoge unos objetivos, se planifica y avanza hacia ellos con convicción. Eso es todo… ¡Que cada cual hable por sí mismo!

—Muy bien, muy bien —dijo Refik, y luego murmuró de nuevo—: «Todavía no he decidido nada».

Llevaba cuatro semanas leyendo los libros de economía que se había llevado, meditando sobre la economía turca, el estatismo, las reformas, escribiendo algo, discutiendo con herr Rudolph lo que escribía y meditaba, quería llegar a una conclusión con todo aquello pero aún no había aclarado sus ideas y había comprendido que no lo conseguiría con facilidad.

—¡No renuncien al racionalismo! —dijo herr Rudolph—. ¡Si renuncian al racionalismo, se hundirán!

Como Ömer, bebía té con coñac a toda velocidad.

«¿Qué es eso que llama racionalismo? —pensó Refik—. Estar sano y equilibrado, no confundir mis ideas con mis delirios ni mis pasiones. Algo así debe de ser… ¿Por qué lo dice? ¿Acaso me va a ayudar ese supuesto racionalismo a recuperar mi antigua paz en la casa de Nişantaşı? Con mi conciencia actual, ¿podría librarme de mis remordimientos, de mi incomodidad, podría seguir con mi antigua vida cotidiana? ¡No!». De repente recordó la vida hogareña de la casa de Nişantaşı. Pensó en Perihan y en su hija… Le pareció oír el tictac del reloj de las escaleras, oler el aroma particular de la paz del hogar.

—¡Pero usted le daba la razón a Hölderlin! —Herr Rudolph seguía con lo mismo. Le había sentado mal que Ömer, que nunca había opinado nada, ahora aparentara estar en contra de las palabras de Hölderlin—. ¡Me ha apuñalado por la espalda! —dijo al salir de la habitación para traer más té. Y al regresar con una bandeja en las manos, añadió—: Además, ha dicho que busco una vida tranquila. ¿Qué me falta aquí? Tengo mi generador, un criado atento en la cocina… Una vida tranquila, ¿eh? ¡Usted, que dice ser un Rastignac…!

Se oyeron aullidos de lobo en el exterior.

—Decidido, ¡esta noche se quedan a dormir aquí! —dijo herr Rudolph.

Se acercó a la ventana, pegó la cara al cristal y se puso las manos a modo de anteojeras para escudriñar a la oscuridad.

—Nosotros, nosotros… ¡no nos quedamos en casa de alguien que desprecia a los turcos! —gritó Ömer.

Refik no fue capaz de dilucidar hasta qué punto Ömer lo decía en serio o en broma, pero sí advirtió que herr Rudolph estaba muy ofendido. El alemán se había apartado de la ventana y miraba a Ömer con una cara furiosa y rojísima. La tenía roja no porque fuera un alemán bien alimentado, sino porque le habían herido, porque estaba furioso.

—Usted, a quien tanto le gusta decir que es un Rastignac… No, nunca podrá serlo. —Se sentó en el sillón con gesto colérico. Manoseó la pipa, la encendió y guardó silencio un rato mirándose las manos. Luego empezó de nuevo—: Se lo aseguro, nunca podrá serlo. Mi país y mi alma están al final del camino, ustedes al principio… Su alma es joven porque acaba de caer sobre ella esa luz que he mencionado hace nada… Pero no encontrará la oportunidad de madurar… Porque no sé cómo puede arraigar en esta tierra, en esta tierra dura y cruel de Oriente, la semilla que le convertiría en Rastignac. No, no se puede comparar con Rastignac. Si al menos usted tuviera algunas preocupaciones morales como Refik Bey… ¿Por qué me mira así?

—¡Sigue despreciándonos! —le contestó Ömer con dureza—. No pienso escucharle… Se cree que puede decir lo primero que se le venga a la cabeza solo porque se me escapó que era un «von».

—No es lo primero que me viene a la cabeza. Me preocupa usted. Yo he pasado de los cuarenta. Sé lo que voy a hacer a partir de ahora. Una ciudad en América, algo de ingeniería, libros y música… Pero usted… Esa ambición suya no es para esta tierra. Porque creo que esta tierra aún no ha sido limpiada de malas hierbas y matojos viejos y estériles. El Rastignac de Balzac tenía a sus espaldas la sangrienta Revolución francesa. ¿Aquí? Aquí el señor más importante sigue siendo Kerim Naci Bey. Aquí el patrón más grande de toda la construcción del ferrocarril sigue siendo un terrateniente. Terrateniente, y constructor del ferrocarril, y diputado… No le ha dejado nada, amigo mío. Ja, ja, ja. Mientras las malas hierbas y los matojos viejos lo ocupen todo, ¿qué va a conquistar usted, herr Conquistador?

—¡Yo sé lo que voy a hacer! ¡Lo sé! ¡Usted no se meta, cállese!

Herr Rudolph guardó silencio, pero en su rostro aún se reflejaban la pasión y el mal humor. Sin servirse té en la taza, la llenó directamente de coñac y se puso a bebérselo a toda prisa. Hubo una pausa.

—¡La tormenta todavía no ha amainado! —dijo Ömer. Bostezó tranquilamente como si no se hubiera dicho nada. Se puso en pie—. Por lo menos, vamos a escuchar un poco de música. —Se volvió hacia el alemán—: ¿Es demasiado tarde? Si quiere, nos vamos.

—¡Quédense, por favor! —contestó herr Rudolph. La pasión seguía allí, en su rostro, sin disminuir—. Si busca bien, encontrará la emisora de Berlín. Hoy tocarán valses.

Ömer comenzó a hurgar en la radio. Poco después encontró lo que buscaba. Un vals lento, dulce y somnoliento llenó la habitación.

—No creerá que les desprecio, ¿verdad? —preguntó herr Rudolph a toda velocidad.

—No, no lo creo, pero me ha herido —contestó Ömer. Guardó silencio por un instante y luego añadió—: Pero, confiéselo, aquí hay algo que sí que desprecia.

—Sí, lo hay —dijo el ingeniero alemán—. Lo hay: Kerim Naci Bey. Le odio. Los obreros, los capataces, los contratistas, todos le admiran… Todos cuentan anécdotas de él… Es igual que mi padre, el general… Todos le aprecian: se hacen lenguas de cómo monta a caballo, de su fortuna, de su forma de andar, de lo apuesto que es… Son sus esclavos y le aman… ¿Y qué hace él? ¡Nada! ¡En Eskişehir tiene tanta tierra que es incapaz de recorrerla! Que si es un buen hombre, que si es diputado, que si es un gran tirador… ¡Un buen tirador, un buen amo que acaricia la cabeza de sus esclavos! Se inventan leyendas sobre él. ¡A la porra las leyendas! Ahora vivimos en la era de la razón. ¿Cómo es posible que la gente siga admirando a esas fuerzas de la oscuridad?

—¡Yo no las admiro! —replicó Ömer—. ¡Yo también odio a ese tipo engreído y paternalista!

—¡Pues eso es lo que resulta extraño a mi espíritu! —contestó el ingeniero alemán—. Mi razón no acaba de acostumbrarse… Trabajan doce horas para él y encima lo admiran… No paran de hablar de cómo monta a caballo, de su modestia… Se lo creen… Casi trabajan para él por gusto, convencidos… No lo entiendo… ¡Eso no existe en América! Allí la gente también trabaja, pero no por convicción ni por admiración. Allí la gente trabaja pensando que es imposible vivir de otra manera. Puede que los trabajadores aquí sean más felices porque están convencidos, pero mi mente no es capaz de adaptarse a sus cuentos y a sus mentiras. ¿Me explico? Yo quiero que la razón domine en todas partes. No les desprecio. ¿Cómo podría? Desprecio a ese Kerim Naci Bey.

—Hace bien —dijo Ömer.

—Ríase si quiere, ríase. Usted tiene mucha confianza en sí mismo, pero…

—Lo sé, lo sé, hace un momento se le escapó, usted me envidia porque mi alma es joven… Porque tengo la ambición de un conquistador, o al menos porque puedo decirlo con convicción. Porque usted ya no puede ser así. ¡Pero bien que le gustaría!

—Hombre, no —intervino Refik para calmar la discusión, que se iba calentando.

—No se preocupe, no me enfado —dijo el alemán—. No me enfadaría ni aunque me volviera a decir que soy un «von». Porque le conozco…

—Por supuesto que diré que es usted un «von». —Pero Ömer no parecía malhumorado. De repente se dio media vuelta—. ¿Qué me dice, jugamos otra partida de ajedrez? —y viendo que el alemán miraba a Refik—: Pero, hombre, este no dirá nada. Está ocupado con sus pensamientos y bebiendo… Jugaremos nosotros. Él beberá, se sumergirá en unas ideas muy profundas, irá y vendrá entre su querido hogar y su querido país. Y mientras tanto, ¡nosotros a lo nuestro! —Se volvió hacia Refik—: No se lo toma a mal, ¿verdad?

—¡Claro que no! ¡Jueguen ustedes!

—Jugaremos, sí, y luego nos quedaremos a dormir, ¿verdad?

—¡Muy bien, de acuerdo! —gritó herr Rudolph. Luego dudó, preocupado, como si hubiese hecho algo impropio—. ¡El mundo en ebullición y nosotros jugando al ajedrez! Sí, ¿qué le vamos a hacer? Lo de Austria, hecho está… Pero ¿qué podríamos hacer nosotros?

Cevdet Bey e hijos
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
PrimeraParte.xhtml
Section1001.xhtml
Section1002.xhtml
Section1003.xhtml
Section1004.xhtml
Section1005.xhtml
Section1006.xhtml
Section1007.xhtml
Section1008.xhtml
Section1009.xhtml
Section1010.xhtml
Section1011.xhtml
Section1012.xhtml
SegundaParte.xhtml
Section2001.xhtml
Section2002.xhtml
Section2003.xhtml
Section2004.xhtml
Section2005.xhtml
Section2006.xhtml
Section2007.xhtml
Section2008.xhtml
Section2009.xhtml
Section2010.xhtml
Section2011.xhtml
Section2012.xhtml
Section2013.xhtml
Section2014.xhtml
Section2015.xhtml
Section2016.xhtml
Section2017.xhtml
Section2018.xhtml
Section2019.xhtml
Section2020.xhtml
Section2021.xhtml
Section2022.xhtml
Section2023.xhtml
Section2024.xhtml
Section2025.xhtml
Section2026.xhtml
Section2027.xhtml
Section2028.xhtml
Section2029.xhtml
Section2030.xhtml
Section2031.xhtml
Section2032.xhtml
Section2033.xhtml
Section2034.xhtml
Section2035.xhtml
Section2036.xhtml
Section2037.xhtml
Section2038.xhtml
Section2039.xhtml
Section2040.xhtml
Section2041.xhtml
Section2042.xhtml
Section2043.xhtml
Section2044.xhtml
Section2045.xhtml
Section2046.xhtml
Section2047.xhtml
Section2048.xhtml
Section2049.xhtml
Section2050.xhtml
Section2051.xhtml
Section2052.xhtml
Section2053.xhtml
Section2054.xhtml
Section2055.xhtml
Section2056.xhtml
Section2057.xhtml
Section2058.xhtml
Section2059.xhtml
Section2060.xhtml
Section2061.xhtml
Section2062.xhtml
TerceraParte.xhtml
Section3001.xhtml
Section3002.xhtml
Section3003.xhtml
Section3004.xhtml
Section3005.xhtml
Section3006.xhtml
Section3007.xhtml
Section3008.xhtml
Section3009.xhtml
Section3010.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml