6. La cena

A las ocho menos cuarto, Ahmet bajó tres tramos de escaleras. Llamó a la puerta del piso de Cemil. La asistenta no le abrió la puerta principal, como solía hacer con los demás, sino que le hizo entrar por la de la cocina, sonriendo como si viera algo divertido y alegre. Ahmet fue a beber un vaso de agua con la intención de olfatear un poco el aroma de la cocina, enterarse de qué había para cenar y, en parte, prepararse para los de dentro. Mientras cerraba la puerta del frigorífico, que recordaba a los de los anuncios de los periódicos, pensó «Sí, soy pintor. ¡Siempre pintaré!», y entró en el salón.

Se encontró con la tía Ayşe nada más entrar. En cuanto ella le vio, echó atrás la cabeza como si acabara de acordarse de algo que hubiese olvidado.

—¡Ah! ¡Iba a subir a verte! La hija de un amiguete nuestro se casa. Nos estábamos diciendo que podíamos llevarle un cuadro tuyo de regalo.

—Pero, tía… Os lo doy.

—No, no, pagando —respondió la tía Ayşe. Y al ver la cara de Ahmet—: Entonces, no nos lo llevamos. —Luego llamó a su marido, que estaba tomándose una copa—: ¡Remzi, quiere regalárnoslo!

En un rincón había tres hombres bebiendo: Remzi, Cemil, el propietario del piso, y Necdet, el marido de Lâle. Al ver a Ahmet, le llamaron. Fue junto a ellos. En la habitación flotaba una pesada nube de humo. Sobre una mesita había vasos de licor, y avellanas y pistachos en cuencos. Los tres hombres miraron pensativos por un instante a Ahmet. Necdet le señaló un sitio a su lado.

—¿Quieres una copa? —le preguntó Cemil— ¿Whisky, gin-tonic?

—Gracias, no quiero beber nada —respondió Ahmet.

—Bueno, ¿y vino o rakı? —insistió Cemil como si pensara que antes de cenar había que beber algo—. ¿Zumo de naranja? Bueno, pues zumo de naranja. —llamó a la cocina. Luego se volvió hacia Ahmet—: ¿Cómo estás, primo? ¡No te pasas nunca por aquí, primo!

A menudo le recordaba el motivo por el que debían estar más unidos.

Ahmet murmuró algo y luego se dio la vuelta para escuchar. Necdet estaba describiendo el equipo estéreo que se acababa de comprar, explicaba en qué lugares del salón iba a colocar los altavoces y Remzi le preguntaba si serían los más adecuados, pero Remzi no acababa de tener clara la distribución del piso de Necdet. Poco después, concluyeron la cuestión decidiendo que irían a visitarles esa misma semana. Luego Necdet le hizo una pregunta a Cemil sobre seguros. Remzi también dio su opinión al respecto. Cemil afirmó que en todas las gasolineras adulteraban la gasolina con agua. Necdet tenía curiosidad por saber si Cemil estaba contento con su nueva radio de transistores. Remzi contó que hacía poco había ido a Ankara, que en el hotel había visto la televisión y que estaba convencido de que aquí nadie lograría dar con la tecla de aquello. Mientras tanto, Ahmet se tomó el zumo de naranja que le había llevado Lâle. Se enteró de que Tamer, el hijo de Lâle y Necdet, acababa de terminar el servicio militar y que, como se había ido corriendo con sus amigos, a los que no veía desde hacía mucho, no podría ir a visitar a su abuela enferma. Preguntó a qué se dedicaba Füsun, la hermana de Tamer. Se acordó de que estudiaba Filología en Francia. Luego se produjo un silencio y Necdet, volviéndose a Ahmet, le preguntó:

—¿Y bien? ¿Cómo estás? Cuéntanos. ¿Estás pintando?

Sus miradas decían: «Eres artista, quién sabe la de cosas divertidas y curiosas que se te pasan por la cabeza, los sabores tan distintos que disfrutas. ¡Déjanos probarlos a nosotros también un poco!».

—Sí, estoy pintando —contestó Ahmet. Luego pensó que tenía que contar algo que les divirtiera y añadió—: ¡Últimamente, partidos de fútbol!

—¡Qué curioso! —comentó Necdet—. A nadie se le había ocurrido antes. ¿Vas a los partidos para conseguir material?

Ahmet dijo algo sobre la pintura, pero comprendió que, inevitablemente, hablar de problemas técnicos, aunque fuera de forma muy superficial, no resultaría interesante.

Ahora Necdet lo miraba como si dijera: «Sí, por desgracia, lo que haces también tiene sus problemas». Luego, abriendo los brazos, dijo de repente:

—Una pintura de este tamaño, ¿cuánto viene a costar ahora más o menos? —Y al ver la cara indecisa de Ahmet, repitió—: Más o menos, digo.

—Tres o cuatro mil liras —respondió Ahmet.

—¡Oh! ¿Estáis hablando de arte? —preguntó Mine sentándose con ellos—. ¡La cena estará lista enseguida!

Pensando de nuevo que tenía la obligación de decir algo que los entretuviera, Ahmet sacó el tema del precio de los cuadros. Primero los encontraron muy caros, pero luego, recordando que un pintor solo vendía unos pocos al año y que en Turquía no se le daba al arte el valor que se merecía, concluyeron que los precios eran bajos. Ahmet también les contó unas anécdotas que sabía que les divertirían. Primero les resumió brevemente la de un pintor francés por el que hacía diez años nadie daba un ochavo y que ahora se había hecho millonario. Luego les contó las aventuras de un famoso falsificador que cumplía condena en una cárcel alemana. Cuando Remzi le preguntó cómo imitaba ciertas firmas, Ahmet le contestó que eso era lo más fácil. Les explicó que lo verdaderamente difícil era encontrar lienzos y marcos antiguos y procesos como el de secado de la pintura, y de repente pensó: «¡Ojalá me hubiera quedado a comer los huevos que me ofreció Emine Hanım!». Mientras Cemil contaba que había visto una película sobre un falsificador parecido, entró Osman. Todos se pusieron en pie y pasaron a la mesa para cenar. Ahmet miró la hora: las ocho y diez.

—Estás mirando el reloj. ¡Así que ya estás aburrido! —dijo Mine.

—Nooo…

—¿Por qué no te pasas nunca por casa?

En tiempos, Ahmet se pasaba a charlar, pero ya no encontraba tiempo para hacerlo. Sonrió y murmuró una excusa cualquiera.

Se sentó entre Osman y Cemil. Iban a servir la cena. Ahmet ya había visto lo que había cuando entró en la cocina, pero volvió a mirar atentamente: solomillo y patatas fritas. «Menos mal que no me he tomado esos huevos. ¡Debería tener más cuidado con mi alimentación!», pensó tratando de reprimir ideas más fastidiosas. Tendió el plato.

—¿Y? ¿Qué dices, qué crees que va a pasar? —preguntó Cemil con la cara de amargura que ponía siempre que se consideraba obligado a hablar de los problemas del país. Siempre que veía a Ahmet se acordaba de ellos.

—¿Qué va a pasar? —repitió Ahmet, pero luego añadió—: ¡Parece que sí va a pasar algo!

—¿Cómo?

—¡Dice que van a dar un golpe de Estado! —intervino Osman.

Se lo dijo a su hijo con una actitud educativa y pedagógica. Su mirada parecía decir: «No eres capaz de pensar en nada que no sea la fábrica y tu casa».

—Algo ponía en el periódico —dijo Cemil.

—Se lo ha contado Ziya, ¡Ziya! —explicó Osman—. Vino ayer. ¡Los militares se van a hacer con todo!

—Hace años que no le veo.

—Pero Ahmet y yo hemos hablado y hemos llegado a la conclusión de que no ocurrirá nada. ¿Verdad, Ahmet?

—¿Eso dijimos? —susurró Ahmet.

Cortaba el solomillo a toda velocidad.

—Me habría gustado ver al tío Ziya —dijo Cemil. Se volvió hacia Necdet—: Un primo de mi padre. Coronel jubilado, pero al parecer un tipo muy interesante.

—Le estuve esperando arriba por si venía hoy, pero no ha aparecido —dijo Osman—. Ya no viene nunca. Dentro de unos meses o años, ¡volverá a presentarse de repente! Si vive lo suficiente, claro. —De pronto se avergonzó—: ¡Vendrá, vendrá! —dijo para sí—. Volverá. Como… esto… Como un fantasma… ¡Un fantasma!

—Un fantasma, ¿eh? —repitió Cemil.

—Hace poco fuimos a casa de Tarık y a su mujer le dio por que hiciéramos una sesión de espiritismo. —Necdet se rió—. Yo no me lo creo, y Lâle tampoco, pero insistieron y nos sentamos a la mesa. ¡Qué susto, chico! Su mujer está totalmente convencida. Entró en trance… ¿Sabéis?, lo siento por Tarık. Tiene la casa llena de ejemplares de El espíritu y la materia.

—En cierta época su mujer sufrió una depresión, ¿no? —preguntó Mine—. ¿Me pasáis la ensalada?

—Sí, tiene la cabeza un poco… —respondió Cemil y soltó una carcajada.

—¡Parece que Tarık tenía un lío con otra! —comentó Lâle.

—¡Nada de cotilleos delante de los niños! —ordenó Mine sonriendo a su cuñada.

—¡Qué niños, por Dios! —dijo Cemil—. ¿Son niños para pedirte un coche?

Todos se volvieron a mirar a Cevdet y a Kaya.

—¿Y entonces, Cevdet? —dijo Remzi—. Se acaba el bachillerato, ¿adónde vas a ir?

—¡Lo voy a mandar fuera! —respondió Cemil—. ¡Si aquí no hay quien estudie! —miró de reojo a Osman para comprobar si aprobaba su decisión. Luego añadió—: Además, es lo que quiere su abuelo.

—Sí, las universidades están hechas un desastre —dijo Remzi—. ¡Gracias a Dios, los nuestros han terminado!

—¿Solo las universidades? —intervino Necdet—. ¡Todo está hecho un desastre! Al pescado lo primero que le huele es la cabeza, ¿qué va a hacer la cola?

Hubo unas risas, pero luego se produjo un silencio.

—Necdet, ¡no bebas más! —dijo Lâle.

—No, tiene razón —dijo Cemil—. ¡Hay un tipo que le echa agua a la gasolina! Os lo dije, ¿no? Si nadie le controla, si nadie le multa, ¿por qué no lo va a hacer? Ve que los demás también lo hacen y piensa «No voy a ser yo el único idiota» y… Mira, escucha lo que he pensado para los filamentos de las bombillas en la fábrica…

—¡Tú también estás bebiendo más de la cuenta! —dijo Osman, incómodo.

Cemil lanzó una mirada furiosa a su padre. Como Ahmet estaba sentado entre ambos, pensó que debería intervenir para calmar el ambiente, pero no se le ocurrió nada. No obstante, la mayor parte de la familia no parecía advertir la violenta situación a la que se había llegado en ese extremo de la mesa.

—El otro día fui a la frutería de Aziz —comentó Lâle—. Con lo que le ayudó el abuelo en tiempos… Le hablé del respeto que les debía también a mis padres, y luego ¡me dio la peor fruta!

—¡Ahí tenéis! —exclamó Necdet—. ¿Por qué lo hace?

—Por costumbre —dijo Remzi alargando el plato.

—Ya has comido mucho —dijo Ayşe.

—Por costumbre, no —intervino Mine—. ¡Porque el sistema está corrupto! —se volvió a mirar a Ahmet.

—Ah, sí, el sistema corrupto —dijo Cemil—. El sistema corrupto de los vendidos. ¡Acción directa! ¡Ja, ja, ja! —también él miraba a Ahmet—. Bueno, ¿y hay que considerar al frutero un vendido?

—No, lo son los importadores y exportadores. —Ahmet se había picado. Y luego, para molestarle, añadió—: Y los montadores.

—¡Mira tú! —dijo Osman, pero esta vez pareció darse por aludido.

—Sí, todo el mundo protesta por que el sistema está corrupto, pero nadie hace nada —dijo Necdet, y añadió mirando a Ahmet—: Solo nos quedan los jóvenes…

—¡Ah! ¿Sabéis el último chiste del presidente de la república? —le interrumpió Cemil, y empezó a contarlo.

—Ese lo sabemos. —Y Necdet contó otro.

Todos se rieron. Trajeron a la mesa el segundo plato, espinacas en aceite.

—¡Qué gusto! ¿Por qué no estaremos más a menudo así, juntos? —dijo Mine, pero luego se puso nerviosa, probablemente recordando el motivo por el que todos estaban allí.

—¿Cómo estará mamá? —preguntó Ayşe.

—¡Subiremos después de cenar! —dijo Remzi con tono tranquilizador.

—¡Subamos todos juntos después de cenar! —dijo Lâle.

—¿Viene también esta noche el médico? —preguntó Cemil.

—Sí, después de cenar subiremos todos —dijo Mine, y añadió con timidez—: En serio, ¿por qué nunca estamos todos juntos?

—¿Cuándo son las fiestas? —preguntó Lâle.

—¡Hija, fue fiesta hace dos semanas! —contestó Necdet.

—Lo que digo es que no esperemos a las fiestas ¡Alguna vez podríamos estar todos juntos! —insistió Mine. Se volvió a Ahmet—: Llamaremos también a tu hermana.

—En fin de año, nosotros nos vamos —dijo Necdet.

—¿En serio? —Mine suspiró. Miró a Cemil.

—¡No vemos nunca a Melek y a su marido! —dijo Lâle—. Ni a Ferruh. Una vez dijeron que nos iban a invitar a Cennethisar.

—¿Y? Tampoco nosotros los invitamos a venir a la isla.

—¿Cómo os calentáis allí? —preguntó Cemil—. En casa de Ferruh…

—Pues encendemos la chimenea. Y tenemos una estufa de gas. ¡Y está todo tan tranquilo…! Me ha venido muy bien. —Se volvió a su mujer—. ¿Verdad? ¡El mejor sitio para una escapadita de fin de semana! Voy a encargar también una estufa eléctrica especial para la fábrica.

—¿Cómo está la mujer de Ferruh? —preguntó Mine—. Tenía en el pecho…

—Sí, un pequeño tumor. Gracias a Dios que lo descubrieron a tiempo. Una mujer inteligente, ¡se hace un check-up anual!

—Sí que hay que hacérselo. —Mine se volvió a su marido—. Tú no te cuidas nada.

—Hija mía, con tanto trabajo, ¿cómo puede uno…? O sea, estaría bien que todo fuera como es debido, que funcionara como un reloj, igual que en Europa, entonces quizá uno podría tomarlo por costumbre e ir a visitar al médico periódicamente, pero ¿aquí?

—Aquí todo va mal, hermano. ¡Tienes razón! ¡No hay por dónde empezar! —dijo Necdet.

Ahmet se había comido las espinacas. Se puso en pie lentamente. Se acercó a Mine.

—Tengo que irme —le dijo como si se lo susurrara al oído—. Le prometí a alguien que…

—¿Te vas? Ya lo ves, te has vuelto a aburrir y te marchas —dijo Mine—. Y de postre… De postre he dicho que prepararan ese dulce con naranja que tanto te gusta. ¡Pruébalo antes de irte, por lo menos! —se volvió para llamar a la criada.

Ahmet, disculpándose una vez más, entró en la cocina. Cortó un buen pedazo del dulce y se lo embutió en la boca. Salió por la puerta de la cocina. Mientras bajaba las escaleras a toda prisa con la boca llena se acordó de los años en que iba a la escuela primaria. Salió a la calle.

El sábado, poco antes de las nueve de la noche, la plaza de Nişantaşı estaba llena de gente. La mayor parte de las tiendas había cerrado. Todavía había gente entrando y saliendo de pastelerías, tiendas de ultramarinos y floristerías. Un vendedor de café tenía la puerta abierta y tostaba garbanzos. El de la rifa seguía en la misma esquina. El tráfico era fluido, pero, de todas maneras, los coches avanzaban con lentitud. El vendedor de periódicos se había instalado delante del banco. Un barbero vaciaba agua sucia en la acera. La parada de autobús estaba repleta. Había coches aparcados delante de los colegios. En la esquina de la comisaría había un atasco. Parpadeaba la luz de un Land-Rover de la policía que esperaba la medianoche. Después de caminar un poco y aspirar el aire fresco, Ahmet se sintió limpio de toda suciedad, purificado. «¿Para qué bajo? ¡Para ver la vida! —decidió—. ¡Para ver y vivir la vida cotidiana de la gente! —pero luego se corrigió—: Aunque no es para vivirla. No puedo integrarme con ellos. Y, como no puedo integrarme, a veces me aburro. Debo de parecerles un creído. Les envidio porque no puedo participar en su alegría». Pasaba por delante de la mezquita. «¡No, hombre, tampoco es para tanto! —se dijo—. Me invitaron, insistieron y fui. ¡Y el solomillo estaba muy rico!». Dobló por la esquina de Teşvikiye. «¡İlknur!», pensó. Se sentía relajado porque con ella podría hablar de todo. A las nueve menos dos minutos empezó a esperar ante su bloque.

Cevdet Bey e hijos
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