9. Una casa de piedra en
Nişantaşı
El sol no calcinaba el jardín, había descendido bastante. Cevdet Bey miró el reloj: las doce. «¡He perdido el día entero!», pensó, pero no estaba agobiado. Sentía una paz interior que no había notado hacía mucho tiempo. Pudo percibir una fuerza fresca y saludable de cuya existencia no había sido consciente antes, pero que llevaba consigo desde hacía años. No quiso pensar dónde se originaba ni cómo había salido a la luz. Simplemente avanzó por el patio sintiendo aquella fuerza saludable, el sol débil y una frescura que se extendía por todo su cuerpo y por su boca, puesto que hacía rato que no fumaba. Era el mismo patio por el que poco antes había andado Nigân. Cevdet Bey subió al coche pensando «Es justo lo que necesito. ¡Me la merezco!». Le dijo al cochero que se bajaría en la esquina de Nişantaşı.
Intuía que podría amar a Nigân. Llevaba mucho tiempo pensando que quería amarla. Y sabía que por ahora Nigân no le amaba a él. Pero también sabía que aquella cosa móvil que había visto hacía poco, por muy extraña, antigua y distante que fuera su familia, había sido criada para amar a su marido. Pensó de nuevo que tenía todo el derecho, se puso nervioso y temió que se le humedecieran los ojos. «¡Estoy vivo!», susurró.
El coche pasaba por delante de la mezquita de Teşvikiye. En el patio había unos plátanos enormes. Un anciano salía a la calle desde el patio con pasos lentos y cuidadosos. A ambos lados de la calle se alineaban tilos y castaños. En el patio de atrás de una mansión había ropa tendida. Dos niños hablaban en un jardín. Y en ese mismo jardín se balanceaba un columpio colgado de un tilo.
Cevdet Bey descendió del coche, que se había detenido en la esquina de Nişantaşı. La brisa ligera y fresca le sacudió los faldones de la chaqueta. La casa de piedra tenía tilos y castaños en la parte delantera y en el jardín. Eran árboles jóvenes y bajos en los que se proyectaba la sombra de la casa y que susurraban con la brisa. Al entrar por la puerta del jardín, Cevdet Bey pensó una vez más que aquella casa era la mejor de entre todas las que había visto. Caminó por el sendero de guijarros que unía la puerta del jardín y la principal, entre cuidados rosales recién florecidos. Llamó a la puerta, esperó, nadie abría. Dio media vuelta, y empezaba a pasear por el jardín cuando se encontró a un niño. El niño echó a correr diciendo que iba a avisar a alguien. Poco después llegó un viejo bajito pero de manos enormes. Cevdet Bey ya había visto al anciano en sus visitas anteriores a la casa: era el jardinero.
—¿Quiere ver la casa? —preguntó el viejo.
—¿No les han avisado?
—Sí. Madame está en la isla.
—Lo sé. Llego tarde, ¿no?
—Esta mañana estaba aquí —contestó el jardinero.
Se sacó una llave del bolsillo. Abrió la puerta. Cevdet Bey entró en la casa. El niño les seguía.
—Tú espéranos aquí —le dijo el jardinero.
Cerró la puerta.
Como las persianas estaban bajadas, el interior de la casa se encontraba en penumbra, pero Cevdet Bey pudo verse en el espejo que había detrás de la puerta. Su cuerpo alto y delgado le pareció vigoroso, y su cara redonda, alegre. Se encaminó hacia las escaleras. Los escalones de piedra daban a un recibidor bastante amplio. Entraron por una de las puertas que se abrían a él. Cevdet Bey volvió a contemplar admirado el mobiliario de aquel salón que ya había visitado antes. Entre sillas doradas y sillones tallados y barrocos había mesas y mesitas en un estado lamentable. En un cuarto que se abría al salón solo había un piano con su taburete y una silla vieja. Los suelos eran de parquet y estaban sucios. De las paredes colgaban los retratos de unos viejos barbudos, feos y con sombrero. Los techos no eran altos. En las esquinas, entre relieves de escayola que recordaban ramas de laurel y rosas, revoloteaban ángeles regordetes. Todos los muebles estaban cubiertos de polvo. Sobre una mesita había un candelabro roto. Un cenicero de madera tenía una esquina quemada. La parte superior de una lámpara de pie estaba ligeramente inclinada a un lado. Y entre toda aquella suciedad y aquel desorden, en un extremo había un sillón cuidadosamente cubierto. El mobiliario no tenía ni pies ni cabeza, pero entre todo aquello uno podría encajar su vida y sus proyectos.
—¡Qué desorden! —dijo Cevdet Bey.
El jardinero comprendió que le estaba tirando de la lengua.
—Madame decidió venderla cuando falleció su marido. ¡Tiene una amiga en la isla!
—¿Cómo puede nadie tener la casa así? —se preguntó Cevdet Bey.
No supo entender por qué lo había dicho.
Pasaron a la parte de atrás cruzando un pasillo ancho y corto. Allí había dos habitaciones. Ambas vacías. En el suelo había papeles, baúles rotos y cajas. En las paredes, más viejos barbudos con sombrero ponían caras largas. Cevdet Bey pensó que aquellas habitaciones las usarían los niños o los invitados.
El piso superior, al que se ascendía por una escalera estrecha y oscura, era igual que el otro. Cuando Cevdet Bey visitó la casa por primera vez hacía dos semanas, no estaba tan desordenada ni tan descuidada. En aquel momento le costó trabajo deducir que era una casa adecuada a sus proyectos al verla con sus propios muebles y su propio orden. En cambio ahora, viendo los cuartos vacíos, podía amueblarlos como imaginaba.
En la habitación grande de atrás había una cama enorme; estaba totalmente deshecha: se veían sábanas, mantas y una larga almohada de matrimonio. Cevdet Bey se asustó al recordar lo que había visto por la ventana de la mansión de Şükrü Bajá. Sintió un momentáneo escalofrío creyendo que todo saldría del revés, que todo lo que temía que podría ensuciarse se mancharía de porquería y sangre. No quiso pensar en nada relativo a sus proyectos ni a su vida mientras contemplaba la enorme y ancha cama y la almohada para dos. Levantó la cabeza para no ver las arrugas de las sábanas, las colchas manchadas, una bata que olía a perfume. De la pared colgaba el retrato de un matrimonio joven.
—Monsieur está muerto —dijo el jardinero con gesto despectivo mirando la fotografía—. No era buena persona, pero le gustaba el jardín. ¡En paz descanse! Y ahora su mujer está liquidando su dinero. ¡Y planeaban irse a ir a América!
Algo sabía Cevdet Bey de todo aquello. Había hecho algunas investigaciones en Sirkeci sobre el dueño de la casa, un judío.
El jardinero exhaló el humo de su cigarrillo directamente hacia el retrato:
—¡Monsieur era comerciante!
La habitación contigua estaba cerrada con llave. El jardinero le dijo que allí madame había guardado sus posesiones más valiosas. Más atrás había otro cuarto. Tenía las persianas abiertas. Recibía la luz apacible y tranquila del jardín. Cevdet Bey decidió instalar allí una biblioteca y colocar su escritorio.
Bajaron al semisótano. Cevdet Bey pensó que en aquellos cuartitos de ventanas diminutas podrían pasar la noche sus cocineros y sirvientes. El retrete de abajo, como el de arriba, era al estilo europeo. Cevdet Bey decidió que el de allí abajo lo cambiaría por otro a la turca. Entró en la habitación que podrían utilizar como lavadero. Al lado había una amplia cocina. Por ella se podía pasar al jardín de atrás, pero la puerta estaba firmemente cerrada con llave. Cevdet Bey miró el jardín por entre las persianas. Vio la misma luz apacible. El jardinero le dijo que se podía ir por la puerta principal. Al salir, Cevdet Bey volvió a echar una mirada de reojo al espejo: todo iba tal y como había planeado.
Fuera les esperaba el niño. Les acompañó al jardín de atrás. Allí también había tilos y castaños. En medio del jardín, bajo un castaño, habían colocado dos sillas. Junto a las grandes ramas del árbol, de hojas alegres y susurrantes y que se abrían pareciendo abrazar la casa y el cielo, y su ancho tronco, que recordaba un alminar, aquellas dos sillas parecían minúsculas y miserables. En el jardín, al igual que el árbol, todo estaba en movimiento con la brisa fresca de la tarde. Las flores se movían, las hojas giraban, la hierba y las plantas se balanceaban adelante y atrás. Tras un breve paseo, Cevdet Bey se volvió a mirar la fachada trasera de la casa, el sol daba en la hiedra que la envolvía. Se sentó bajo el árbol. El jardinero ocupó la otra silla. Cevdet Bey se sacó la cajetilla de tabaco del bolsillo y le ofreció un cigarrillo.
—El jardín está muy bien cuidado —comentó por decir algo.
—¡Me gusta mucho este jardín! —respondió el jardinero. Parecía avergonzado.
Cevdet Bey encendió su cigarrillo. Contemplaban el sol poniéndose por la parte de Harbiye. El niño iba de acá para allá por el jardín.
—Va a comprarla, ¿no? —preguntó el jardinero.
—Si llegamos a un acuerdo en el precio.
—Lo harán, lo harán. ¡Madame quiere vender lo antes posible!
—Bien —dijo Cevdet Bey—. La compro entonces, ¿no?
—Cómprela, señor, cómprela, está muy bien.
Se rieron. «¡La compraré!», pensó Cevdet Bey sintiendo una repentina intimidad con el jardinero. Volvió a sentirse tan fuerte como si llevara una armadura invisible. «¡Qué agradable es esta brisa fresca!», murmuró. El sol se ponía despertando sensaciones, no de tristeza, sino de amistad y fraternidad.
—Sí, Nişantaşı es un sitio muy agradable —dijo Cevdet Bey.
—¡Sí que lo es! —El jardinero estaba emocionado—. Yo nací aquí y aquí moriré. Antiguamente todo eran huertos. Mi padre era guarda. Antes, hace cien años, todo eran huertos, campos de fresas e higueras. Los sultanes se iban a pegar tiros a la otra ladera y en recuerdo pusieron esos blancos de piedra. Luego el sultán Mecid celebró una circuncisión. Yo acababa de nacer. Mi padre era hortelano por entonces. Después construyeron esos palacios dobles de la esquina de abajo. Luego la mezquita, esa llegué a conocerla. Después se cargaron los huertos y levantaron caserones. Ahora quedan muy pocos huertos. Yo también trabajé de hortelano. Cuando se levantaron las mansiones a la gente le dio por los jardines. Yo cuidaba del jardín de uno y le gustaba cómo lo hacía, llegaba un invitado, también le gustaba, preguntaba quién era el jardinero, le decían que yo, me mandaba llamar y me preguntaba si podía cuidar también de su jardín: ya no daba de mí con tanto jardín. Así que llegaron otros jardineros… Nosotros, en todas estas mansiones…
Cevdet Bey no prestaba atención al jardinero, sino a las hormigas que pululaban entre sus pies. Por entre ellos pasaba un largo y estrecho camino de hormigas. Describiendo una curva entraba en un agujero que había junto al castaño. Y del agujero salían otros caminos que se extendían a otros rincones del jardín. En cierto lugar, dos hormigas transportaban la cáscara de una pipa de calabaza. Cevdet Bey levantó la cabeza y vio al hijo del jardinero comiéndolas. Paseaba por entre los árboles…
—¡Y también haré un jardinero del chico! —dijo el anciano—. Le gustan el jardín, los árboles, la tierra… No ha podido estudiar. Pues que trabaje en esto.
—¿Cómo se llama?
—Aziz.
Cevdet Bey volvió a mirar las hormigas. Luego, recordando una costumbre de la infancia, decidió seguir a una de ellas hasta el agujero con la mirada.
—Pues sí, cuando se construyeron estas mansiones, a todo el mundo le dio por la afición a los jardines. Los ricos empezaron a instalarse aquí. Y las mansiones de madera empezaron a crecer y a crecer. Les construyeron unos establos enormes. Y en ellos metieron dos o tres coches. Se multiplicaron los cocheros, los cocineros, los mayordomos, las doncellas, los lacayos… Luego, entre todos aquellos bajás y beyes, llegaron los judíos, los armenios, los comerciantes. Ellos construyeron sus casas de piedra y cemento. Se cortaron árboles, se arrancaron plantas, se hicieron caminos y ya no quedaron huertos. Y luego, pues esto, nuestro sultán hizo construir de nuevo en piedra la mezquita de madera. Eso fue hace seis años. Y ahora le han puesto una bomba, ya ve. Desde aquí se oyó la explosión.
Dos hormigas se habían detenido un poco más allá de los pies de Cevdet Bey y hablaban entre ellas. Una tercera pasó a su lado y se les unió. Les comentó algo a toda prisa y luego echó a correr hacia el hormiguero tras tocar a sus compañeras con las patitas. Cevdet Bey pensó que antes de la puesta de sol el jardín entero hervía de hormigas que corrían, hablaban o transportaban algo. Luego recordó la calle de Beyoğlu, su tienda, a su hermano. Levantó la cabeza. Una nube avanzaba a toda prisa hacia la alquibla.
—Y esta casa de piedra es nueva, ¡muy sólida! —dijo el jardinero—. Estuve observando mientras la hacían. Trabajaron maestros armenios. Y el capataz también era armenio. Una pena que monsieur se muriera. No era buena persona, pero le gustaba el jardín. Madame lo está vendiendo todo. Todo se está deshaciendo porque no tenían hijos. Eso es lo que pasa si no tienes hijos. Se quedaron sin raíces. Pero hay que vivir echando buenas raíces en la tierra. Como ese árbol…
Dijo todo esto no como alguien que ha visto mucho, sino como si se burlara de sí mismo.
El sol se puso por detrás de los árboles y las mansiones. Cevdet Bey se levantó. Disfrutando de la brisa suave y fresca, pensó: «¡Viviré aquí!».
—Cómprela —le dijo el jardinero una vez ante la puerta—, sería una pena del jardín. Es un jardín muy hermoso…
—¿Siempre sopla así la brisa? —preguntó Cevdet Bey.
—¡Por las tardes, siempre!
Cevdet Bey echó a andar hacia el coche. Despertó al cochero, que se había quedado dormido.