50. De nuevo en Estambul
Refik se levantó de su asiento un par de minutos antes de que terminara el partido para evitar el tropel de espectadores, avanzó junto al largo muro del antiguo cuartel de artillería que se usaba como estadio, y al salir del patio por el pasaje que daba a la plaza de Taksim oyó que alguien le llamaba.
—¡Vaya, Refik, Refik!
Se volvió a mirar y sonrió: era Nurettin, un compañero de clase de la Escuela de Ingenieros. Él también le sonreía. Se dieron un abrazo.
—Qué desastre, ¿no? —dijo Nurettin—. ¡Menuda merienda de negros!
—Es lo que pasa cuando hay tanto barro.
—Te juro que logran que se te quiten las ganas. A fuerza de darse entre ellos, no le pegan al balón. No pienso volver. —Nurettin se rió de sí mismo—. Es lo que digo siempre, pero volveré. La semana que viene el Fener juega otro partido. Pero a ti no hay quien te vea el pelo…
—Sí.
—¡Claro, claro! —continuó Nurettin—. Vi a Muhittin y me lo contó: estabas en Erzincan. ¿Cuándo has vuelto?
—Hace bastante. Llegué en noviembre. Hace cuatro meses.
—¿Y? ¿Qué has hecho por allá? ¿Estabas en el ferrocarril?
—Sí, estuve en el ferrocarril. ¡Vi el país!
—¡Ah, qué bien! —suspiró Nurettin—. Si yo encontrara la oportunidad…Y ese trabajo del ferrocarril era una buena. Todo el mundo fue, vio lo que pudo y ganó un dinero. Y yo aquí como si me hubiera pillado la pernera con la rueda de la bici, no puedo escaparme.
Los que salían por la puerta iban multiplicándose. Uno tropezó con Refik. Les llegó un guirigay desde el patio del cuartel.
—¡Parece que se acabó! —Nurettin cogió del brazo a Refik—. Antes de ir a casa, pensaba… —Apretó el puño y se llevó el pulgar a los labios como si fuera un chupete—. ¡Ven conmigo, hombre!
—Voy al club de tenis.
Con el puño con el que acababa de simular una botella, Nurettin golpeó a Refik en el hombro con una fuerza que le recordó los años en que jugaban al fútbol en el equipo de la escuela.
—Así que vas a ese club de esnobs, ¿eh? —lo dijo alegre porque sabía que a Refik no le molestaría.
Refik, avergonzado, agrió el gesto como si dijera: «¡Qué le vamos a hacer, hermano!».
—Y no vienes. Y eso que bebiendo entraríamos en calor y nos pondríamos a tono. —Al ver la misma expresión en la cara de Refik, añadió—: Bueno, bueno, vete con esos esnobs. Oye, por cierto, ¿qué tal anda Ömer?
—Parece que se va a casar.
—¿De verdad? Entonces, solo quedo yo. —Se unió a unos cuantos tipos de la multitud que se dispersaba—. Bueno, adiós. La semana que viene juegan el Fener y el Güneş. Estoy al lado del cementerio, detrás de la portería.
Refik sonrió. Después de que Nurettin se mezclara con la multitud, dio media vuelta, caminó un rato siguiendo las vías del tranvía, compró una entrada en la taquilla y entró en los jardines de Taksim. Como era domingo por la tarde, el parque no estaba desierto y silencioso como habitualmente; pero olía a urinarios como siempre. De lejos llegaba el ruido de la multitud dispersándose. «Un partido muy malo —pensó Refik—. Al final, el balón solo ha llegado una vez a la portería. Me lo he tragado entero. He tomado un poco el aire, como quería, y he pasado frío». Al ver el edificio de madera que se usaba como casino y club de tenis, se dijo: «Sí, he tomado un poco el aire. Ahora volveremos a casa todos juntos. Y allí nos sentaremos tan calentitos». Poco después de almorzar había salido con Osman, Nermin y Perihan; ellos se habían quedado en el club y Refik había ido al fútbol. Como habían decidido regresar juntos, ahora tendría que pasar por aquel club que frecuentaba en el pasado. Entró en el edificio de madera acordándose de lo que había dicho Nurettin sobre el club, subió a toda velocidad las escaleras y al ver el picaporte roto que jamás cambiaban, la inmutable sonrisa de un camarero y los estatutos del club enmarcado y con el cristal roto de siempre, le pareció que se iba a deprimir, pero no se dejó llevar por la sensación. Pasó sin detenerse ante las puertas abiertas de habitaciones donde se jugaba a las cartas y se fumaba y vio a Nermin y a Osman justo donde esperaba encontrarles. Después de saludar a los presentes, se sentó junto a Perihan, que estaba tomando un té. Le pidió en voz baja al cansado camarero otro para él y, contento de no haber interrumpido la conversación, prestó oídos a lo que se hablaba.
Enfrente de Osman se sentaba Mükrimin Bey, el presidente del club. Era un catedrático de Medicina, y lo habían elegido presidente, más que por su afición al tenis, gracias a sus buenas relaciones con el Gobierno y la alta sociedad. Su interés por el deporte no iba más allá de los artículos que aparecían en la prensa de vez en cuando sobre el estado de salud de algún deportista. El presidente le estaba contando a su audiencia, que escuchaba tomando tés y copas, el peligro al que se enfrentaba el club: el nuevo gobernador pretendía demoler la sede y darles un pequeño solar en el cementerio Surp Agop, allá enfrente. Y era dudoso que se lo diera. Además, el gobernador había insultado a todos los miembros del club al comentar que, más que un centro deportivo, era un centro de juegos de azar. Algunos opinaban que debían ser moderados, mientras que otros afirmaban que había que escribir una carta al presidente del Gobierno y defender el tenis turco. En cierto momento la discusión pareció calentarse, pero luego alguien hizo un chiste y todos se rieron. También se relajó el ambiente cuando una señora dijo que no sería nada apropiado jugar al tenis en un antiguo cementerio, y de repente se hizo un silencio. En ese momento Refik oyó a Hamdi, un comerciante en hierro antiguo compañero de clase de Osman en Galatasaray que le observaba desde un rincón.
—Hombre, Refik, ¿qué has hecho? ¿Te has ido hasta Kemah, nada menos?
—Sí —contestó Refik, y notó que todo el mundo los había oído al coincidir con el momento de silencio.
—¿Y? ¿Qué has hecho allí?
—Nada.
—¿Y has escrito un libro? ¡Te lo ha publicado el ministerio!
Refik quería parecer tranquilo y despreocupado pues pensaba que los demás escuchaban lo que decían, pero se dio cuenta de que, por alguna extraña razón, había adoptado una actitud de hermanito pequeño, como siempre le ocurría delante de Osman.
—Sí, me lo han publicado.
—Así que ahora eres escritor —dijo Hamdi subrayando la palabra «escritor»—. Escribes… —como había encontrado un tema interesante, miró a izquierda y derecha—. ¿Qué escribes? Sobre los problemas del país, por supuesto, ¿verdad?
—Sobre los problemas del campo —contestó Refik, en parte por no oír una vez más la palabra «escritor» y en parte por decir algo.
—Sobre los problemas del campo… —repitió Hamdi. Miró de nuevo a su alrededor, como si invitara a todos los demás a interesarse por Refik—. Me gustaría pedirte un favor: ¿podrías pasarme un ejemplar? Dedicado, por supuesto. Porque yo también…
En eso se asomó por la puerta una cabeza que preguntó:
—¿Alguien sabe el resultado del partido?
Refik no dejó pasar la oportunidad:
—El Fener ha ganado uno a cero.
—¿De verdad? ¿Quién marcó el gol?
—Yaşar.
—Oh, amigo Vasıf, ¿dónde te habías metido? No se te ve el pelo, ¿por qué no te pasaste ayer? —dijo Hamdi poniéndose en pie.
La discusión sobre el futuro del club se reinició en el punto en que se había quedado, pero ahora en forma de charla ligera y divertida en la que todos participaban con chistes. Tranquilizaron a la señora que había comentado que no se podría jugar al tenis en un antiguo cementerio explicándole que en el terreno en cuestión no había tumbas, sino las ruinas de una antigua iglesia. Mientras tanto, la gente entraba y salía, pues todo el que llegaba al club pasaba primero por aquella sala. Un tipo grande que venía de una de las habitaciones de dentro le pidió permiso a su esposa para jugar «una partidita» más. Cuando ella le señaló airada el reloj, Osman se puso en pie. Aquello fue una señal para Nermin, Refik y Perihan. Esperaron a Osman, que intercambió unas frases con el presidente del club, y bajaron las escaleras hasta los jardines. Fuera hacía el mismo frío y el cielo seguía igual de cubierto. Perihan se cogió del brazo de Refik.
Mientras caminaban hacia el coche, aparcado al pie del muro del cementerio, Osman se acercó a Refik:
—Me ha dicho Mükrimin Bey que llevas meses sin pagar las cuotas. Pretendía que le pagara yo, pero no quise hacerlo por ti.
—Sí.
—¿Habrías preferido que las pagara por ti?
—No lo sé.
—¿Qué quiere decir «no lo sé»? —preguntó Osman.
Se detuvo ante la puerta del coche y no fue capaz de encontrar las llaves, que siempre sacaba al instante del bolsillo. Mirando furioso a Refik, se dijo: «¿Dónde estarán las llaves?». Y eso que se vanagloriaba de que sus bolsillos estaban siempre tan organizados como su vida cotidiana, de que recordaba siempre dónde había puesto qué y de que nunca perdería nada. «¿Dónde estarán?». Se hurgaba en los bolsillos mirando a Refik. Sus miradas decían: «¿Qué eres, Refik? ¿Quién te crees que eres? ¿Dónde estás? ¿Cuándo espabilarás? ¿Cuándo serás como todos nosotros? Mira, por tu culpa no soy capaz de encontrar las llaves». Por fin las encontró.
Refik apartó la mirada del rostro de Osman. Miró el cielo y de nuevo adoptó el gesto, al que ya se había acostumbrado, de hermano pequeño, inútil, inocente, inconsciente. Un enorme cúmulo de nubes se acercaba a otro más pequeño que había delante. «Las cuotas… —pensó—. Sí, tendré que tomar una decisión… Es como si esas nubes estuvieran esperando a las otras… Las cuotas… Me voy a morir. Todos nos moriremos. Quieren que pague las cuotas… Tienen razón… Pero pensaré en eso luego. Que lo haga Osman, lo que haya que hacer… Las nubes se acercan unas a otras. ¿Por qué me enfado tanto por una tontería así? Hoy he ido al fútbol. Fener, uno, Vefa, cero. Ahora volvemos a casa. Osman está enfadado conmigo porque no puedo ser como a él le gustaría… Tiene razón… Pero ¡todos vamos a morir!».
Osman abrió las puertas con una cara de irritación que demostraba que no se calmaría así como así. Puso en marcha el motor sin esperar a que los demás estuvieran sentados. No mostró la menor disposición a tranquilizarse a pesar de las bromas de Nermin. Sin esperar a que se calentara, condujo el coche color cereza por la calle adoquinada en dirección a Nişantaşı.
No se oía otra cosa que los resoplidos del motor. Refik se había acurrucado contra la ventanilla en el asiento de atrás y apoyaba la cabeza en el cristal. Miraba las imágenes que fluían por la ventanilla, los eternos edificios, muros, árboles y paradas de tranvía que flanqueaban las vías y que él había recorrido diariamente en sus años de la Escuela de Ingeniería. «He ido al fútbol. Ahora volvemos a casa. Tarde de domingo. 19 de marzo de 1939. Mañana, como siempre, iré a la oficina. Los niños que se cuelgan de la parte de atrás del tranvía… Mi madre en casa con gripe… Hace frío… En casa me tomaré un té, estaré un rato abajo y luego subiré. Hablaremos… ¿Perihan y yo?… ¿De qué?… ¿Por qué no hablamos ahora?… Osman tiene una amante y Nermin no lo sabe… ¿Lo sabe? Nermin tiene un asunto con otro… ¡No se lo he contado a Osman!… Todos vamos a morir… ¿Qué estará esperando ahí ese hombre? Cementerios, lápidas, cristianos… Herr Rudolph… ¿Qué le voy a escribir? Hölderlin. ¿Qué hora es? Las cinco y media. Mamá estará preocupada. ¿Qué hará Melek? Todo se arreglará… Pondré orden en mi vida. Descubriré lo que tengo que hacer… ¿Las cuotas? Encontraré cómo se debe vivir… Después, pero bastante después… Sí, pondré orden en mi vida después de acabar mi gran proyecto, el gran proyecto que pondrá en orden mi vida. ¿Y qué hago ahora? Espero, miro por la ventanilla. No abro la boca en el coche. Pero hablaré con Perihan en nuestro dormitorio. Hace un mes que regresé de Ankara… Perihan no se enfada conmigo… Libros… Estoy vivo».