31. ¿El despertar?
De nuevo estaba en Beyoğlu, sentado en esa miserable taberna, en medio de la gente y el ruido, con una copa de rakı y un platito de garbanzos tostados ante él, pensando que en breve iría a la casa de citas, luego al cine y dos años después a la muerte; porque había pasado el largo invierno y había llegado mayo pero el libro de poemas al que había ligado su vida entera había sido olvidado sin despertar ningún eco que pudiera tomarse en serio. «Como una piedra arrojada al océano», pensó Muhittin y se enfureció al descubrir en aquella idea rastros de poesía. Se dijo que al cabo de dos años su propia vida también sería olvidada como una piedra arrojada al océano, sin haber despertado ningún eco, sin haber cambiado nada. Se estaba concediendo su porción de heroicidad por enfrentarse con valor a aquella idea de ser olvidado y desaparecer siendo tan joven, y pensando que nadie más sería capaz de hacerlo cuando de repente reparó en un viejecito, no, un hombrecillo de unos cuarenta y cinco años, que le miraba largamente con atención y afecto desde una de las mesas de enfrente.
Al principio le había parecido un viejo porque tenía la sonrisa propia de los ancianos, experimentada y tolerante. Pero ahora era como si le mirara de otra forma: «Te conozco. Te conozco muy bien, eso te halaga y lo siento por ti», le decía. Una mirada así, decidida y firme, que se clavaba hasta lo más profundo, era de lo más incómoda. Especialmente en ese instante, cuando por tercera vez lo recorría de arriba abajo con toda tranquilidad, yendo y viniendo y acabando por encontrarle de nuevo como si quisiera comprobar que realmente seguía allí. Ahora Muhittin respondió a la mirada con el gesto duro y hostil que adoptaba en aquella taberna, pero al ver de nuevo la misma sonrisa suave y tolerante del principio, sonrió a su vez. Entonces el hombre se puso en pie; como si quisiera demostrar lo liviano y joven que era su delgado y alto cuerpo, dio unos pasos imperceptibles, ligeros como una pluma, y se sentó ante él. Luego la sonrisa tolerante cedió su lugar a la seriedad.
—Usted es Muhittin Nişancı, ¿no? —preguntó—. ¡Le conozco!
Inquieto, Muhittin se hurgó a toda velocidad la mente como si se rebuscara en los bolsillos, pero la cara que tenía frente a él se desvaneció sin evocar nada entre las imágenes relajadas por el rakı.
—No me reconoce, claro —dijo el hombre—. Usted no me conoce, pero yo sí a usted, porque sé quién era su padre. Y además le vi una vez en la editorial de Halit Yaşar. Ya se iba. Pero luego Halit Yaşar me habló de usted. Me dio un ejemplar de su libro. Sí, he leído su libro. Pero todavía no me he presentado: Mahir Asaf. O Mahir Altaylı.
Le ofreció la mano con un gesto de modestia.
—Encantado —dijo Muhittin.
Le estrechó la mano, grande y fuerte.
—Le he dicho que conocí a su difunto padre. Del séptimo ejército. Estuvimos juntos en Palestina. ¡Tiene todo el derecho a llevar el apellido Nişancı!
—Quizá debería haber sido Nişancıoğlu[6].
Lo dijo por decir; había recordado una angustia diminuta, antigua, estúpida.
—¿Qué más da? Lo importante es que es usted hijo de un soldado turco y es consciente de ello… Sí, entiendo lo que piensa. —Abarcó con un gesto de la mano la cervecería y una expresión de disgusto en la cara—. Es la primera vez en años que vengo a un sitio parecido, Muhittin Bey, ¡por primera vez en años! Y lo que he visto, esta gente, me da mucha pena. Se lo explicaré, pero ¿no le estaré aburriendo?
—Por favor —respondió Muhittin involuntariamente.
De hecho, había empezado a aburrirse. Se había puesto de mal humor, como si se preparara para escuchar a un moralista tenaz, con un maestro. No obstante, había algo en las palabras del hombre que despertaba la curiosidad, que atraía. Y encima era una de las doscientas cincuenta personas que se habían leído su libro de poemas.
—Si me lo permite, voy a avisar a ese amigo de ahí —dijo Mahir Altaylı. Se levantó y fue hasta la mesa donde había estado poco antes. Habló con alguien. Dio media vuelta, volvió, se sentó—. Prácticamente me han traído a la fuerza. Había salido del colegio y me iba a casa. Mi salud no me permite continuar en el ejército. Lo dejé. Soy profesor de literatura en el instituto de Kasımpaşa. Usted es ingeniero, ¿no?
Sonrió de nuevo con aquella mirada de saberlo todo, que leía lo que se le pasaba a uno por dentro.
—Sí, soy ingeniero —respondió Muhittin, y luego pensó: «¿Qué más sabrá de mí?» y recordó que en la contracubierta del libro constaba que era ingeniero.
—Sí, he sentido pena al ver a la gente de aquí. No quiero que piense que soy un fanático: yo también bebí de joven… Pero ver este ambiente, sin alma, sin creencias, me ha dado pena como turco.
«¡Como turco!», pensó Muhittin. Le pareció percibir algo y se sorprendió; quería largarse de allí cuanto antes, e ir al cuarto de la bombilla roja, quedarse a solas.
—Luego le vi y le reconocí. «He aquí», me dije, «un joven como un roble, con inquietudes, pero desdichado». Ríase, amigo mío, ríase si quiere, no se prive. Pero es usted desdichado, ¿verdad?
Muhittin, molesto por la seguridad en sí mismo de aquel hombre, estuvo a punto de contestarle «¡No!», pero guardó silencio.
—¡Ah, sabía que lo era! —sonrió Mahir Altaylı. Luego, como si se hubiera dado cuenta de lo desacertado de sonreír después de haber dicho eso, puso cara seria y triste—. Bien, ¿por qué un hombre tan joven, por qué tiene que estar así? —gimió con voz lacrimosa, pero no tenía ninguna gracia.
De repente, Muhittin se preocupó. Pensó que si dejaba hablar a aquel tipo con voz de maestrillo moralista, perdería mucho más que la confianza en sí mismo. Quiso decirle que había quedado con alguien o cualquier otra mentira y marcharse de la taberna, pero un letargo y una curiosidad cuyos motivos no acertaba a adivinar le impidieron cualquier movimiento.
—He leído sus poemas. He leído sus poemas, y al recordar la cara que vi en la editorial, comprendí que es usted desdichado. Un poeta con talento y desgraciado… En un primer momento da la impresión de que tiene todo lo necesario para escribir buena poesía, ¡pero le falta algo! ¡Un ideal! ¡No tiene ningún ideal en su vida!
«¿Un ideal?», pensó Muhittin. Se preguntó a qué le recordaba aquella palabra: «A Ziya Gökalp… Ciertos antiguos poemas turquistas… Los libros de lectura de secundaria de mi primo… Los artículos de prensa de algunos escritores lo bastante imbéciles como para no ocultar su hipocresía… Ridiculeces…».
—¿Ha pensado alguna vez que es usted turco? —preguntó Mahir Altaylı.
Muhittin sonrió. Luego, de repente y por primera vez, pensó que le estaba faltando al respeto a aquel hombre. Buscó una respuesta que le desagraviara, pero no la encontró. Caviló un poco y luego se dijo: «¡Voy a tomarme otra copa!».
Llamó al camarero. Este, acostumbrado a que solo consumiera una copa de rakı y un platito de garbanzos tostados, aceptó aquella segunda copa con sorpresa pero con filosofía.
—¿Ha pensado alguna vez que es usted turco? —repitió el hombre.
Ahora tenía una actitud seria y atenta, como si pensara: «El juicio que me haré de ti depende de lo que me respondas. Según eso, podré exaltarte, como acabo de hacer, o humillarte».
A Muhittin solo le apetecía restregarle por las narices a aquel maestrillo una respuesta irritante que al mismo tiempo no le enfadara ni le obligara a levantarse de la mesa, pero no se le ocurría nada. Por fin dijo entre dientes:
—Lo he pensado, pero ¿de qué me sirve?
—¡Sabía que pensaría eso! —contestó Mahir Altaylı, triste pero condescendiente. Había vuelto a adoptar el aspecto de anciano experimentado y tolerante de antes—. Pero esa es precisamente la causa de su desdicha. No lo piensa teniendo plena conciencia de ser turco. Sin embargo, lo es, yo conocí a su padre. Es algo muy importante. ¡Aquí tiene el ideal al que tenemos que aferrarnos!
Con el índice presionó un punto sobre la mesa.
Muhittin miró el punto que había presionado el carnoso dedo del hombre. Luego levantó la cabeza, observó la cara afable, tolerante y agradable que tenía delante y comprendió que no sería capaz de enfadarse con él; como mucho, podría despreciarle. Pero el desprecio no parecía nada importante comparado con la afinidad que sentía por aquel pobre hombre que de repente se había levantado de su mesa para acercársele, que había leído sus poemas, que intentaba decir algo al precio de parecer ridículo: «Ya entiendo, ¡es un turanista!», pensó mientras en su cabeza daban vueltas sus juicios sobre el turanismo y el nacionalismo, sus despectivas y sarcásticas ideas al respecto y la afinidad que ahora le parecía sentir por el hombre.
—Y aquí está usted, llevando una vida desgraciada, envenenándose con alcohol —le decía Mahir Altaylı—. Porque no tiene ningún ideal en la vida. ¿Con qué está comprometido en esta vida? ¿Con la religión? ¡No! ¿Con la familia? ¡No! ¿Con la ingeniería? ¡No! —preguntaba doblando un dedo cada vez y al ver la mirada vacía de Muhittin él mismo se respondía—. ¿Alguna muchacha? ¡No! ¿Placer y diversión? ¡No! ¿La revolución, como otros jóvenes de su edad? ¡Tampoco! Bien, ¿la poesía? Bueno, a eso no puede decir que no, pero ¿qué valor tiene la poesía sin el resto? Quizá tenga razón en despreciar todo lo demás… Pero existe algo. Algo. ¡Es usted turco! —Volvió a presionar con el dedo en el mismo punto de la mesa.
De nuevo Muhittin miró el dedo carnoso y regordete. Luego pensó: «Bueno, ¿y qué quiere de mí? Probablemente que vuelva al buen camino, que comparta sus creencias… Me ha visto en esta taberna, le he dado pena y ha venido a hablar conmigo. ¡Así que a los demás les parezco patético!».
—¡Ser turco! ¡Piénselo! Y como turco, fundirse en la comunidad luchando por el ideal común de todos los turcos. Unirse a la comunidad, a todos nuestros hermanos de raza, olvidarnos de nosotros mismos para que todos juntos seamos felices… En lo único que cree usted es en la poesía y en sí mismo. Y, según entendí por su libro, lo que usted aprecia como poesía son esos horrores escritos por los europeos. Baudelaire, ¿no? ¡Un francés podrido y drogadicto! Y, sin embargo, usted es turco. ¿Sabe lo que les están haciendo los franceses a nuestros hermanos de raza en Hatay? —De repente se excitó, prácticamente gritaba de ira—: Los franceses están machacando a nuestros hermanos en Hatay y usted desperdicia su talento imitando a los poetas franceses. ¡Ay de la nación turca! Ah, nación mía, ¿cuándo vas a despertar?
De repente Muhittin se inquietó. Hacía un instante estaba a punto de decirle que no compartía sus ideas, pero ahora no le resultaba tan fácil hacerlo. Pensando que al otro le agradaría, adoptó una expresión avergonzada y culpable. Le habría gustado decir algo para calmarlo pero temía burlarse de él, o dar esa impresión.
—Sí, probablemente tiene razón —murmuró al terminarse la segunda copa de rakı—. Mi situación no es muy agradable. Pero ¿qué le voy a hacer? No puedo ser de otra manera.
Mahir Altaylı no contestó. Parecía esforzarse por calmar la excitación que le habían provocado sus últimas palabras. Hubo un silencio.
«Él cree en algo —pensó Muhittin—, por muy estúpido y equivocado que sea. Y yo estoy condenado a parecerle horrible a cualquiera que tenga una causa así». Pero luego le parecieron tan absurdas y vacías las creencias y la ira del hombre que se enfureció. «¿Por qué se emociona tanto? ¿Qué tiene eso para emocionarse tanto?». Se le vinieron a la cabeza los acontecimientos de Hatay. Los había leído en la prensa: iban a celebrarse unas elecciones, mientras se hacía el censo previo hubo incidentes, los turcos de allí sufrían un atropello tras otro. «Y a mí, ¿qué?», pensó, pero encontró vulgares tanto la ocurrencia como a sí mismo. Pensó en la casa de citas, en la bombilla roja, en la mujer. Luego, la importancia que antes le había dado a todo aquello y la sublimación de su soledad, su vida y su desdicha le parecieron piezas de un juego; todo era superficial y feo. De repente recordó lo que había leído en un periódico:
—En algunos sitios están sucediendo cosas que ponen los pelos de punta —susurró.
—Sí, los franceses abrieron fuego sobre un café de turcos. Luego mataron a un gendarme. Al parecer están trayendo a armenios en camiones desde Beirut. —Esta vez Mahir Altaylı no se excitó tanto—. ¡Hay que hacer algo! Se podría hacer algo en Estambul, como hace dos años…
Muhittin recordó que hacía dos años se había organizado una enorme manifestación también por aquello de Hatay. Los estudiantes y las masas marcharon desde Beyazıt hasta Taksim y en algunos lugares estuvieron a punto de chocar con la policía.
—¿Y permitiría el gobierno algo así? —dijo, y luego le pidió al camarero otra copa de rakı.
—¡Ah, si se lo dejáramos al gobierno…! —El maestro turquista frunció los labios—. Su solución pasa por llegar a un acuerdo con los franceses. Se sentarán a la misma mesa que nuestros enemigos. Una solución pacífica… ¡Creérselo es de idiotas o de traidores! —exclamó con un gesto teatral. Luego añadió como susurrando—: También «Él» ha ido a Mersin. Pero no van a hacer nada. Eso puedo decírselo a usted con toda tranquilidad, pero a nadie más.
A Muhittin le pareció ridícula la confianza que le demostraba. Luego pensó: «¿Por qué tendría que interesarme nada de esto? Por ejemplo, ¿por qué tendría que excitarme la idea de que todos los turcos se unieran bajo una misma bandera?». Le apetecía ser honesto y claro, y exponerle con toda sinceridad sus ideas a aquel hombre por quien sentía cierta afinidad.
—Pero, si yo no creo en esas cosas… —dijo—. ¿Qué importancia tiene que todos los turcos estén juntos? No me parece bien ni el turanismo, ni el racismo, ni el nacionalismo.
—¿Quién se cree que es para decir eso? —gritó de repente el hombre—. ¿Quién se cree que es para despreciar el turquismo?
Muhittin se sorprendió. Miró a izquierda y derecha, pero nadie les estaba haciendo el menor caso. El ambiente habitual de la taberna, aletargado y sucio, poco a poco iba resultando más putrefacto.
—¿Quién se cree que es para decir que no le parece bien el nacionalismo turco? ¿De dónde saca el valor para decirlo? ¿De la bebida, de su alma podrida, de esa vida infeliz que se le va sin echar raíces en ningún lugar, en nada? Se lo ruego: ¡vuelva en sí! Piense en usted mismo. Piense en qué es, en lo que hace, en quién es. ¡Usted se odia a sí mismo, odia a los demás, lo odia todo! Es un extraño para esta comunidad. Y si solo fuera eso… Es un enemigo de esta comunidad. Avergüéncese del engreimiento de su poesía, de su situación, de sus palabras. ¿Qué ha hecho para estar tan satisfecho de sí mismo? ¡Nada! Y, sin embargo, tiene talento y es inteligente, eso lo sé, no he venido a sentarme con usted por nada. Es una pena, hijo, una pena. ¿No es una pena por usted, por su país? Conocí a su difunto padre. ¿No es una pena? ¿Me entiende?
Muhittin miraba al hombre sintiéndose tan culpable como si hubiera roto un jarrón o cometido alguna otra torpeza. «Tiene razón, tiene razón, ¡solo pienso en mí mismo!», pensaba. Pero al mismo tiempo era consciente de que, sobre todo, lo que ocupaba su mente era aquel pequeño elogio de su talento y su inteligencia. Cuando el maestro turquista finalizó su discurso y su rostro se iluminó de nuevo con aquella desconcertante sonrisa, aquella sonrisa afable y tolerante, Muhittin comprendió que le habría gustado parecerle puro, limpio y sin pecado.
—Eso que usted me dice… No crea que estoy satisfecho con mi situación. No me gusta en absoluto. Pero no encuentro nada en lo que creer, nada a lo que agarrarme para poder salir de esta situación tan mala y, como usted dice, de la que debería avergonzarme.
—¡Ahí tiene el turquismo! ¡Conságrese a su nación! ¡A la causa turca! —exclamó el hombre.
Movía estupefacto la cabeza a de un lado al otro y presionaba con el dedo el punto de siempre, como si le asombrase que aquel muchacho no arrancara de la rama el fruto de la salvación que se le ofrecía, como si le pareciera imposible que hablara así.
«¡No soy mala persona! —pensó Muhittin—. Si lo fuera no habría decidido suicidarme. Simplemente, valoro mi inteligencia y puede que por eso parezca malo. Soy así porque lo pienso todo demasiado… Y como todo lo pienso demasiado, es posible que nunca pueda creer en eso del turquismo. Sin embargo, ahora me gustaría creer. ¿Le cuento que he decidido suicidarme si a los treinta años no me he convertido en un buen poeta?».
—Le comprendo —continuó Mahir Altaylı. Y su mirada volvía a decir: «Leo su alma y comprendo»—. Le entiendo. Antes de creer quiere meditarlo, entender. Y por eso es incapaz de creer. Pero así no podrá librarse de su desdicha. ¡Primero déjese llevar por los sentimientos! Primero crea, emociónese. Luego podrá usar la razón… Pensarlo todo con tanta profundidad… Es eso lo que le hace desdichado a uno. En Turquía, pensar tanto le excluye a uno de la comunidad. Lo sabe tan bien como yo. Aquí el que piensa se queda solo. Aquí, pensar sin emocionarse es una perversión. Además, ¿cómo podemos abarcarlo todo con la razón? No hemos sido creados solo con inteligencia. ¡También tenemos sentimientos! ¿No se conmueve al ver la bandera turca, al saber lo que ocurre en Hatay? Basta aunque solo sea con un poco de emoción. Emociónese, crea, únase a la comunidad, olvide la razón. Entonces será feliz.
—¡Lo sé! —contestó Muhittin con un gesto desesperado.
Le había gustado que aquel hombre que le mostraba el camino de salvación le despertara el entusiasmo necesario para conseguirlo.
—Si lo sabe, ¿a qué espera? —dijo Mahir Altaylı—. Si además comprende que no hay que abarcarlo todo con la inteligencia, nada le retiene. Préstele oídos a la voz de su corazón. ¿Qué le dice? No tengo la menor duda, le está diciendo: «¡Tú tienes la culpa de la vida que has llevado hasta ahora! Eres desgraciado por no haberme escuchado. ¡Quiero luchar por los demás turcos!». Escuche esa voz. Su corazón le dirá también quiénes son sus enemigos. Sus enemigos son las otras naciones, los judíos, ahora los franceses, los árabes, mañana otros, los masones, los comunistas, todos los elementos extranjeros que se infiltran en el Estado, todos esos extranjeros contra quienes luchó su difunto padre.
El maestro turquista sonreía como si no estuviera enumerando los enemigos, sino los amigos.
«Muy bien, ¿seré capaz? —pensaba Muhittin—. ¿Podré ser un turquista?», y repasaba mentalmente las palabras de Mahir Altaylı. Pero no eran sus palabras lo que le afectaba: le seducían sobre todo la actitud del hombre, su confianza en sí mismo, el rostro que unas veces se endurecía y se irritaba y otras se suavizaba y sonreía, encontraba en todo aquello un mecanismo que él no poseía, que no encontraba muy a menudo en los demás y que, de entrada, no entendía, y todo aquello le dejaba perplejo. Y estaba claro que el resorte de ese mecanismo era la fe en el turquismo. Mahir Altaylı mostraba furia cuando había que enfurecerse y tolerancia cuando era necesaria, como un reloj; sin embargo, no parecía mecánico ni sin alma como un reloj, sino más humano que cualquiera de los seres que había en la taberna. «Seré como él», pensó de repente Muhittin, pero no sabía qué debía hacer primero. Mientras se preguntaba cómo podría pedirle que se lo explicara, vio que Mahir Altaylı se ponía en pie súbitamente.
—¿Se va?
—Me voy. Ensucia permanecer mucho rato en un lugar así —contestó el maestro turquista.
—Espere. Puede que yo me vaya también. ¿Tiene algo más que decirme? —susurró Muhittin.
—Ya le he dicho lo que le tenía que decir y he cumplido con mi deber, hijo. —Al pronunciar la última palabra sonrió, paternal—. El resto es cosa suya. Si quiere verme, venga al instituto. O a la revista Ötüken los martes y jueves. —Sacó una tarjeta de visita de la cartera y se la entregó a Muhittin—. ¡El resto es cosa suya! —repitió estrechando con firmeza la mano de Muhittin.
Luego movió ligeramente la cabeza mientras lo miraba con atención, como si se dijera «A partir de ahora podré respetarte o despreciarte» y echó a andar a toda prisa a fin de no enlodar más su delgado cuerpo con la basura.
Muhittin miró la tarjeta de visita que sostenía en la mano: Mahir Altaylı, profesor de literatura, Instituto de Kasımpaşa, c/ Kemeraltı, n.º 14, Vezneciler… A Muhittin no le pareció en absoluto ridícula.