32. Tribulaciones de un empresario
Al sonar la campanilla de la puerta del jardín, Osman miró el reloj llevado por la costumbre y vio que solo eran las seis y cuarto. Le alegró comprender que había vuelto a casa antes de lo que se esperaba. Cruzó el jardín a toda velocidad. Abrió con la llave tal y como hacía cuando quería sorprender a la familia antes de que nadie notara que había llegado, echó un vistazo de reojo al espejo, subió las escaleras, percibió el silencio de la casa: se oía el tictac del reloj. En la sala de estar no había nadie: debían de estar tomando el té en el jardín de atrás. Al pie de las escaleras vio a Emine Hanım que venía de allí.
—Ah, ¿ha llegado, señor? —dijo la criada y puso cara larga—: Están en el jardín de atrás. Hay visita. —Como si quisiera demostrar que para ella las visitas solo significaban más tazas, platos y molestias, señaló con la punta de la nariz la bandeja que sostenía—. Han venido Leylâ Hanım y Dildade Hanım.
Osman asintió con la cabeza para confirmar que había oído y comprendido lo que se le decía y subió las escaleras. En el entresuelo, mientras dejaba el periódico que había comprado en el estanco en la mesita bajo el sonoro reloj, vio dos cartas que había a un lado y reconoció la letra de la primera: era de Refik. Se abrumó al ver el remite en la esquina de la segunda: era de su primo Ziya. Decidió que leería luego el correo, junto con la prensa, y subió. Entró en su dormitorio. Se quitó la chaqueta. Miró de reojo por la ventana al jardín de atrás, a las mujeres sentadas bajo el árbol. Entró en el baño para lavarse la cara y las manos.
Lo primero que hacía en cuanto regresaba a casa del trabajo era lavarse las manos. Después de restregárselas bien con abundante jabón, se lavaba también la cara con mucha agua. Una vez hecho aquello, en cuanto salía del baño encontraba fácilmente en sí mismo las energías y la salud espiritual necesarias para enfrentarse con ánimos a lo que quedaba del día. Cuando se aburría del trabajo en la oficina, cuando comprendía que estaba obligado a luchar a muerte con la gente, cuando se sentía sucio por el hecho de tener que ganar dinero y por la propia vida, se imaginaba que por la tarde regresaría a casa y que se lavaría las manos con mucha agua, largo rato, disfrutando mientras se las enjabonaba. Mientras llevaba a cabo aquella ceremonia de aseo que separaba las horas de trabajo de las de reposo en familia, pasaba revista a lo que había hecho durante el día.
Abrió el grifo y el agua empezó a correr. Ese día había estado ocupado con dos asuntos en la oficina. El primero no tenía mucha importancia: había escrito una carta a una empresa alemana de pinturas preguntándoles por las rebajas que podrían ofrecerle sobre los precios de su catálogo e informándoles de las posibilidades del mercado turco. El segundo era muy importante: se había entrevistado con el representante de una empresa de materiales de construcción que había venido de Alemania. El representante de la empresa alemana, que vendía a Turquía grifos, tuberías y equipamientos para el baño, afirmaba que estaban dispuestos a vender sus productos a un precio más reducido que otra empresa inglesa, que trabajaba en el mismo sector en Turquía pero era más potente que ellos, y que proporcionarían todo tipo de facilidades de pago. Si llegaba a un acuerdo con el representante en Turquía de aquella compañía, Osmar creía que la empresa, que había frenado su crecimiento, especialmente en los últimos años del difunto Cevdet Bey, podría ampliarse y generar grandes beneficios. De ese modo lograría crear la compañía poderosa con la que soñaba. Giraba el jabón entre sus manos haciendo espuma. «Pero puede que no me entienda con él porque no sé alemán y mi francés no es muy bueno», pensó, y se angustió. Levantó la cabeza y se miró en el espejo. Se encontró viejo, ajado y sin vida. Tenía treinta y dos años, pero se había hundido como un pequeño funcionario de cincuenta; sus ojos habían perdido el brillo, tenía canas y, aunque no era grande, le había salido joroba. Algunos hombres de su edad todavía estaban en plena juventud. «Es porque trabajo mucho —pensó mientras metía de nuevo las manos bajo el agua—. Porque trabajé mucho mientras mi padre vivía. Porque empecé a trabajar todavía más cuando murió. ¡Llevo sobre los hombros toda la carga de la familia!». Después de que Refik se fuera, se le había multiplicado el trabajo y habían aumentado las preocupaciones. Quería que la empresa recuperara el tiempo perdido en los últimos años de Cevdet Bey y sentía que el único propósito de su vida era ampliar y hacer crecer la compañía fundada por su padre. Decidió enjabonarse las manos por segunda vez y las apartó del chorro del agua. Se animó al recordar otra cosa que había hecho: almorzar con un comerciante de Kayseri cliente suyo. El comerciante le había comentado que Estambul, adonde iba dos o tres veces al año, era un paraíso, un centro de diversión, y le había contado algunas de sus aventuras galantes. Después de lavarse las manos se echó abundante agua a la cara. «¿Qué habrá escrito Refik? —pensó perdiendo el buen humor—. ¡Se largó justo cuando había más trabajo!», concluyó con rabia. Luego se preguntó preocupado cuándo regresaría su hermano. De repente se dijo: «¡Invitaré a comer al alemán!». Se estaba enjabonando la cara. Pensó en cómo se tomarían la invitación tanto el alemán como su familia. El difunto Cevdet Bey nunca había llevado a casa a ningún colega, exceptuando a los amigos íntimos. Aquello le fastidió. Pero se animó al pensar que el alemán iría a su casa, estaría contento, crearían cierta intimidad y llegarían a un acuerdo. Estaba seguro de que en la velada brillaría especialmente la estrella de su mujer y de que esta despertaría la admiración del alemán. Se acordó orgulloso de cómo Nermin se movía con toda tranquilidad en los salones, entre la gente, de cómo, al contrario que muchas otras mujeres, hablaba cómodamente con todos; en especial, con los hombres. Luego recordó irritado los errores que había cometido hablando en francés con el alemán. Había estudiado en el liceo de Galatasaray, pero su francés era malo. «Porque los negocios no me dejaron tiempo para estudiar», pensó mientras se echaba agua a la cara por última vez. Inmediatamente después de terminar los estudios había ido a trabajar con su padre. «¡Soy comerciante desde la cuna!». Aquella expresión, «desde la cuna», le trajo a la mente al empresario de Kayseri. Le había dicho que era «mujeriego desde la cuna» y le había propuesto con indirectas que hicieran juntos una escapadita. Por supuesto, Osman rechazó la insinuación con frialdad. «Escapadita», se dijo mientras se secaba la cara con una toalla. Sonrió como si se tratara de una palabra graciosa. Abrió la puerta y salió. «¡Keriman!», pensó. Estaba a punto de pensar en su amante, a quien veía una vez por semana, pero se contuvo. Se había lavado; en las manos y en la cara sentía una dulce frescura. Fue a su cuarto y se dirigió al balcón. Por la ventana abierta entraba un agradable aroma a tilo. Sintiéndose sano y fuerte salió contento y se apoyó en la barandilla.
Del jardín le llegaban las voces de las mujeres sentadas bajo el árbol. A lo lejos, sobre los árboles y las tejas, revoloteaban las golondrinas. En un ciprés se había posado un milano. Estaban a finales de mayo. Osman sentía que iba a disfrutar del mejor momento del día. El sol, que había achicharrado el jardín durante todo el día, enrojecía dos nubes a lo lejos. Al cabo de poco desaparecería por detrás de los bloques de pisos de la parte de Harbiye, pero las invitadas aún no se habían puesto en pie para marcharse. Osman podía oír lo que decían:
—Este invierno he tenido que encender cuatro estufas —decía una voz suave y aguda—. Según te haces vieja, te vuelves más friolera.
Era Dildade Hanım.
Una voz joven y alegre explicaba la comodidad de la calefacción central. Era Leylâ Hanım, la mujer de Fuat Bey.
—¡Me parece que nunca me acostumbraría a eso que llaman piso! —suspiró entonces Nigân Hanım.
Lo había dicho con voz apesadumbrada y quejosa, como si la obligaran a vivir en uno.
En ese momento intervino Nermin. Habló de los preparativos para el verano, de la casa de la isla Heybeli, cuyo tejado tenía goteras. Osman se cambió de sitio para poder verla entre los árboles. Vio a Perihan. Como siempre, le pareció una niña pequeña. No participaba en la conversación y se entretenía como una niña observando la taza que sostenía. Osman decidió tomar el té, no con las mujeres en el jardín, sino en el despacho, leyendo la correspondencia y la prensa, pero no se movió de donde estaba. Escuchaba a las mujeres hablando en el jardín y se sentía muy a gusto.
Allá abajo había cinco amas de casa. Al pensar en ellas, a Osman se le venían a la cabeza cosas como salud espiritual, descanso, alegría. Pensó una por una en las mujeres de abajo, en su madre, en su esposa, en Perihan, en las dos invitadas. También se acordó de Ayşe, con preocupación, y de su hijita, con alegría. De repente volvió a pensar «¡Keriman!», pero esta vez no pudo alejarla de su mente. Antes de que Refik se fuera, en vísperas de la fiesta del Sacrificio, Nermin se había enterado de su existencia, había estallado una discusión entre ellos y luego Osman había jurado que no volvería a verla y su mujer le había creído. Mirando a Nermin, que le contaba algo a Dildade Hanım, cómo podía haberse creído sus promesas con tanta facilidad. Como siempre que lo recordaba, se dijo «Porque es la primera vez que le miento», y empezó a tamborilear con los dedos en la madera del antepecho. «Bueno, ¿y si no me hubiera creído? ¿Y si se enterara de que sigo viéndola? No, no se enterará porque, pese a todo su aplomo, es una mujer débil. —Luego recordó algo con un poco de desazón y orgullo—: Pero mi padre no lo habría entendido. De hecho, no me habría atrevido a algo así mientras él vivía. Mi padre era tan…». De repente se dio cuenta de que le llamaban desde el jardín.
—¿Por qué no bajas? ¡Baja! —le decía Nigân Hanım.
Osman saludó con gesto alegre pero cansado y pensativo a las mujeres que levantaban la cabeza como palomas para poder verle desde abajo, entre las hojas y las ramas.
—¡Acabo de llegar! —contestó. Y gritó en dirección a la voz de Leylâ Hanım, que le decía algo—: ¡Bienvenidas! Tengo que hacer una cosa, luego bajo.
Entró pensando que tendría que ir con las invitadas, ahora que le habían visto. Bajó al entresuelo. Recogió los periódicos y las cartas. Ordenó que le subieran el té. Se sentó a la mesa del despacho. Abrió los sobres con el abrecartas que tenía como empuñadura un mecidiye de plata y leyó las cartas: como siempre, Refik escribía que retrasaría unos meses su regreso, contaba que estaba ocupado con una serie de actividades extrañas e imprecisas a las que llamaba «mis proyectos», mandaba recuerdos para todos y con la boca chica le preguntaba a Osman por la situación de la empresa. Osman arrojó a un lado la carta, furioso. Luego leyó la de Ziya porque, aunque conocía su contenido, sentía curiosidad por saber si habría añadido algo a sus peticiones y sus insolencias, pero no encontró nada nuevo. El militar de Ankara escribía una carta parecida cada tres o cuatro meses; en ella les advertía que conseguiría el dinero al que tenía derecho, pero tampoco pasaba a la acción para hacer realidad tan ridícula pretensión. Estaba a punto de romper la carta cuando decidió enseñársela a su madre. Luego abrió los periódicos para calmar su ira. En todos los titulares se leía la misma noticia: la cuestión de Hatay. Osman no había seguido la evolución del asunto en los últimos años y no tenía una idea clara de lo que estaba ocurriendo. Sin embargo, también él debería poder hablar de las comisiones, los observadores y las delegaciones que todo el mundo mencionaba a diestro y siniestro y tener ideas propias que los demás escucharan con atención. «Eso me pasa por trabajar tanto —pensó de repente—. Ni siquiera tengo tiempo para saber como es debido lo que ocurre en el mundo», y empezó a leer atentamente los periódicos: «Discurso del ministro de Exteriores. El doctor Aras expuso ayer en el parlamento la cuestión de Hatay. La documentación prueba irrefutablemente la represión en Hatay». Mientras leía, comprendió que después de cada noticia pensaba lo siguiente: «¿En qué puede beneficiarle a mi empresa que Hatay sea nuestro? ¿Qué podemos venderles? Al fin y al cabo, es un mercado y estaría muy bien que nos lo anexionáramos». Se avergonzó de semejantes pensamientos y volvió a leer atentamente el periódico tratando de no pensar en otra cosa. «El grito de un turco en Hatay: “¡Conseguiremos nuestros derechos!”».
Justo en aquel momento se abrió la puerta y Emine Hanım trajo el té disculpándose por la tardanza. Lâle entró tras ella. Osman levantó la cabeza del periódico, miró a su hija de diez años y sonrió con afecto, como cualquier padre que ha vuelto del trabajo y ama a su hija.
—Bueno, ¿y qué has hecho hoy, vamos a ver? —preguntó volviendo la mirada al periódico.
—¡Nada! —respondió Lâle.
Osman recordó que no había besado ni acariciado a su hija. Le apeteció darle un beso.
—La señorita ha sacado un sobresaliente —dijo Emine Hanım.
No se había ido, sino que seguía parada bajo el dintel de la puerta para contemplar la emotiva escena entre padre e hija, con la bandeja en las manos y en la cara la alegría de ser testigo de la felicidad de otros.
—¿Por qué no me lo has dicho? ¿En qué asignatura, vamos a ver? —le dijo Osman a su hija. Al saber que había sido en dibujo frunció el ceño y comentó—: El dibujo es importante, pero más lo son las matemáticas.
Luego, aún mirando el periódico, se enteró de que ese día no habían tenido clase de aritmética. Le preguntó a su hija dónde estaba Cemil. Supo que estaba en su cuarto. Preguntó si se habían marchado las invitadas, pero sabía la respuesta porque le llegaban las voces despidiéndose desde más abajo de la ventana. Preguntó más cosas mientras leía el periódico y obtuvo respuestas monosilábicas. De repente, pensó: «Decididamente, tengo que invitar a cenar al alemán». Por último le preguntó a su hija, que estaba saliendo, por su tía Ayşe. Aún atento al periódico oyó que su hija le decía «Está arriba, en su cuarto, llorando», palabras que le disgustaron.
Leía el periódico, escuchaba el tintineo de la campanilla de las invitadas, que no acababan de irse, y pensaba en el motivo por el que lloraba su hermana. Osman la había advertido que no volviera a ver a aquel chico del estuche del violín, con quien Nermin también la había pillado más tarde. Sabía que se enfadaría mucho si se repetía. Temiendo enfurecerse o ponerse nervioso, levantó la mirada del periódico. Miró el retrato de su padre colgado de la pared del despacho. Desde aquel retrato de ancianidad, Cevdet Bey, que había muerto hacía un año justo, le contemplaba con cara pensativa y divertida, como si le dijera: «Esto es una familia. ¿O te creías que era fácil levantar una familia y mantenerla en pie?». De repente, recordando que tenía una amante, apartó la mirada de su padre. Pero luego se perdonó a sí mismo al recordar lo mucho que había trabajado en los últimos años y lo que se había esforzado para ampliar la empresa y crear la fábrica de sus sueños. Cuando le pareció que por fin se habían marchado las invitadas, aunque había llegado a pensar que no se irían nunca, cogió los periódicos y bajó. Le dijo a Emine Hanım que quería té recién hecho y salió al jardín de atrás por la puerta de la cocina.
Tras despedir a las invitadas, las mujeres habían vuelto a sentarse en las sillas de mimbre. Mientras se acercaba a ellas, como todas las tardes, Osman adoptó el gesto de hombre cansado que busca cariño, amistad y afecto y se puso de buen humor. Caminó en dirección a las mujeres sentadas en las sillas de mimbre mirándolas de una en una, saludándolas a cada una por separado. De pronto vio el rostro de su madre y comprendió con toda claridad que no invitaría a cenar al representante alemán de la empresa de materiales de construcción. Su madre estaba sentada en la silla con el habitual gesto amargado y quejoso. Mientras se acomodaba a su lado, Osman no acertó a explicarse la rapidez de su súbita decisión. Pero luego, al observar atentamente a Nigân Hanım, que parpadeaba incapaz de mostrar algún indicio de satisfacción de que su hijo hubiera llegado y se sentara junto a ella, por mínimo que fuera, le pareció deducir algunas cosas: al ver los gestos de su madre, tanto de alegría como de tristeza, a nadie se le pasaría por la cabeza sentarla a la misma mesa que el alemán. Eso sorprendió muchísimo a Osman, que se enorgullecía de que su madre fuera una hija de bajá cultivada y criada en un ambiente adinerado. Cuando en lugar de la expresión de felicidad de hacía un instante su rostro reflejó el cansancio de la vida, Osman observó los movimientos de su madre y su forma de coger la taza con una atención nueva y comprendió que lo que para él significaba buena educación, cultura y riqueza, para el alemán serían divertidos detalles de harén, de Oriente, de la mujer otomana, y se irritó convencido de que perdería la concesión de la empresa de materiales de construcción por no poder invitar a aquel hombre a casa. Mientras se tomaba el té recién hecho que había traído la criada, escuchó de labios de su madre y de Nermin las noticias del día. Como siempre, eran cosas pequeñas y sin importancia: Nigân Hanım había regañado al jardinero, Fuat Bey y su esposa habían invitado a comer a Nermin, habían enviado un retejador a Heybeli; a la pequeña Melek, que dormía en su cuarto, se le había pasado la diarrea… Al mencionar esto último se produjo un breve silencio y Osman comprendió que por un instante todos habían pensado en Refik.
—¿Qué dice en su carta? —preguntó poco después Nigân Hanım como si pensara que aquel silencio solo podía tener un significado para todos ellos. Luego miró de reojo a Perihan.
—¡Lo mismo de siempre! —contestó Osman—. Dice que se quedará unos meses más, que está trabajando en unos escritos. —Se disponía a usar algunos términos despectivos y acusadores contra su hermano, pero guardó silencio debido a la presencia de Perihan y se limitó a murmurar—: ¡Con el trabajo que hay!
Hubo un breve silencio.
—Bueno, ¿y el otro? —preguntó repentinamente enfadada Nigân Hanım—. ¿Qué dice el otro?
Al principio, Osman no la entendió. Luego le sorprendió que su madre metiera en el mismo saco a Refik y a Ziya, pero también le alegró un poco. Avergonzado de su alegría, respondió:
—Ese también cuenta lo mismo.
—Deberíamos decirle al cartero que no nos entregue las cartas de ese loco, de ese insolente soldaducho —dijo Nigân Hanım—. ¡Que se las devuelva! —sintiendo curiosidad por saber si les agradaba o no la idea, miró a Osman y a Nermin. Luego, con un gesto que demostraba más arrepentimiento y estupor que curiosidad, gimió arrugando el gesto—: ¿Por qué no regresa? ¡Ay, Refik mío! Pero ¿qué te hemos hecho?
«¡Va a llorar!», pensó Osman. Hacía un año que Cevdet Bey había muerto y todo el mundo se había acostumbrado a que Nigân Hanım llorara a las primeras de cambio, pero seguía siendo incómodo. Osman quería leer el periódico, aspirar el aroma de los tilos, tomarse un té tranquilamente, y miraba preocupado a su madre a la cara.
Nigân Hanım empezó a emitir pequeños sollozos. Osman, desesperado, miró a Nermin. Quiso explicarle con la mirada que en casa no le era posible encontrar la paz que buscaba. Pero Nermin echó la cabeza ligeramente hacia atrás como quien sabe más de lo que parece.
—Al venir, Dildade Hanım y Leylâ vieron a Ayşe —dijo, y echó hacia delante los hombros como si llevara una maleta muy pesada—. De nuevo, con ese chico violinista. —Y luego miró a Nigân Hanım con una mirada significativa, como si dijera «En realidad, tu madre llora por eso»—. Leylâ comentó lo mucho que ha crecido Ayşe y lo guapa que se ha puesto. Luego fingió que se le escapaba que la habían visto con un violinista.
«Así que era eso, era eso», pensó Osman poniéndose en pie de pronto. Estaba furioso porque Ayşe no le hubiera hecho caso, porque hubiera cometido aquella locura y porque con aquella familia él no podía encontrar la paz que buscaba.
—¿Dónde está? Decidle que venga. ¡Que venga!
—Nadie me tiene en cuenta —murmuraba Nigân Hanım—. ¡Ay, Cevdet Bey, desde que no está usted…!
Al ver a su madre, Osman comprendió una vez más y de manera definitiva que no invitaría al alemán.
—Yo iba a echarle un vistazo a la niña —dijo Perihan poniéndose en pie—. Subo y llamo a Ayşe.
También ella parecía llorosa. Probablemente no quería estar presente cuando estallara la tormenta que se avecinaba.
Y Osman sabía que estallaría. Le hizo repetir a Nermin lo que había dicho Leylâ. Nermin le contó también que Nigân Hanım le había gritado a Ayşe cuando había subido. «Así que por eso lloraba», pensó Osman. Empezó a caminar furioso por el jardín. Al oír que su madre repetía las mismas palabras de antes, pensó: «Además probablemente mi madre estuviera planeando dársela al gordo del hijo de Leylâ. Con un violinista… Sin la menor vergüenza… y la primera vez que los vi habían llegado hasta el palacio del gobernador». Para calmarse, quebrantó la norma de que el primer cigarrillo que se fumaba en casa era el de después de cenar y encendió un Tiryaki. Luego comprendió que debía concentrar toda su furia en un mismo punto, que si quería que la tormenta se orientara hacia un fin provechoso tenía que tomar rápidamente una decisión, y de repente pensó: «¡Este verano tenemos que mandarla a Europa como sea! ¡Este verano tenemos que mandarla con Taciser Hanım a Suiza como sea!». Se le pasó por la cabeza que también estaría allí el gordo del hijo de Leylâ. «Pero ¿y si se niega?». La mera idea le sacó de quicio. Paseaba por el jardín dando pasos cortos y rápidos. «Me gustaría tener paz en esta casa, pero con todo esto…». Se acordó de Refik y se enfadó aún más. Le vino a la cabeza la carta de Ziya. «Si se niega, ¡sé bien qué hacer! Pero ¿qué pasa en esta casa? Mira esas plantas, se han marchitado». Entre las plantas que había visto poco antes, cuando aspiraba el aroma de la primavera, descubrió algunas amarillas, muertas, descuidadas. «No saben tratar al jardinero». Miró las extrañas plantas de nombres raros que Cevdet Bey había empezado a cultivar poco antes de su muerte. Nigân Hanım las regaba con sus propias manos. De repente le pareció haber sufrido una injusticia: su padre por lo menos encontraba en casa el orden y la tranquilidad que buscaba. Para compensar la sensación de injusticia, recordó a su amante. «¿Por qué no va a poder uno buscarse la paz en otra parte?», se dijo. Se le vino a la memoria la boquita pequeña y simpática de Keriman, que tan poco se parecía a la grande y orgullosa de Nermin, y pareció animarse. Luego vio a Ayşe. Se acercaba con la cara larga, pero no parecía tener los ojos llenos de lágrimas. Al percibir la fealdad de su hermana, se dirigió hacia ella diciéndose: «¡Ay, tonta, tonta, qué pronto te han engañado!». A unos pasos de las sillas de mimbre miró atentamente a su hermana a la cara y, tal y como esperaba, no vio en sus ojos lágrimas ni miedo, sino un desafío impreciso.
—¿Dónde estabas? —dijo sorprendiéndose de que sus primeras palabras fueran tan frías y sin sentido.
—En mi cuarto —contestó Ayşe. El desafío de su rostro se hizo más claro—. ¡Leyendo!
—¿Algún libro del colegio? No, claro que no, ¿verdad? Lee, ¡pero de poco sirve solo leer! —Se iba enfadando a medida que oía su propia voz.
Ayşe miraba a su hermano segura de sí misma, con la actitud de quien sabe adónde irá a parar la conversación, y esperaba en silencio. Tanta confianza y tanto desafío no eran normales en ella.
—Seré breve —dijo Osman con gesto avinagrado—. ¡Te han vuelto a ver con ese violinista! —Miró a Nermin y a Nigân Hanım y añadió—: ¡Te vieron Dildade Hanım y Leylâ Hanım! —Y, sentándose en una de las sillas de mimbre—: ¿Tienes algo que decir?
Ayşe negó con la cabeza. Luego, como si solo hubiera ido hasta allí para hacer aquel gesto y tuviera que marcharse, se movió, impaciente.
—¿Adónde vas? ¡Siéntate ahí, siéntate y escúchame! Te lo advertí dos veces. La primera con delicadeza porque pensaba que era una casualidad, la segunda en serio… Pero ahora veo con toda claridad que lo que te dije te ha entrado por un oído y te ha salido por el otro. —Para demostrar cómo le había salido por el otro oído se agarró el lóbulo de la oreja con la punta de los dedos. Al darse cuenta, se encontró ridículo, la sensación de injusticia se inflamó en su interior y dijo, furioso—: Seré breve. Primero, este verano irás a Suiza, con Taciser Hanım. Les escribiré una carta de inmediato. Pasarás allá el verano… Segundo, a partir de ahora no recibirás más clases de piano de ese hombre. —Contemplando el efecto de sus palabras en el rostro de Ayşe, continuó—: Y a partir de ahora irá alguien a recogerte al colegio. Nuri… O ese inútil de jardinero, ¡alguien irá! ¿Tienes algo que decir?
—¡A partir de ahora no quiero recibir más clases de piano! —murmuró Ayşe, y en su rostro brilló el desafío una vez más. Luego se transformó en derrota y desesperación.
—¡No! Solo he dicho que a partir de ahora no recibirás más clases de piano de ese hombre —repitió Osman—. Este año ya no irás a clase. Pero el año próximo sí. El año próximo… ¿Me estás escuchando? Cuando te hable, por favor, mírame a los ojos. ¡Sí, así! Y además, te ruego que no muevas las piernas, me ataca los nervios. No lo olvides, nuestro padre ha muerto. Ahora, más que tu hermano mayor, debes considerarme como tu padre.
Con una imprecisa sensación de victoria, miró primero a Nigân Hanım y luego a Nermin.
Y tanto Nigân Hanım como Nermin miraban atentamente a Ayşe, como si se dijeran «¡Así es como acaban estas cosas!», y asentían con la cabeza.
Osman reflexionó en lo que diría antes de poder tomarse el té y leer el periódico.
—Y no sé si hace falta que te explique que no quiero volver a verte con el chico ese del violín. —Y con una mirada que buscaba respuesta, repitió—: ¿Hace falta? —De repente preguntó—: ¿A qué se dedica su padre?
—Es profesor —susurró Ayşe.
—¡Profesor! ¡El hijo de un maestro! —Se puso en pie, airado—. ¡Te ha engañado! ¡Está bien claro! Ha comprendido que eres de buena familia. Se aprovechará de ti, acabará con lo que te quede de la herencia de papá y vivirá como unas castañuelas… Y claro, para pagarte la deuda te tocará el violín, chin, chin.
Doblando la cintura hacia delante remedó los ademanes de un violinista, y advirtió satisfecho que su imitación no resultaba ridícula, sino humillante, tal y como pretendía.
—¡Es un buen chico! —exclamó de repente Ayşe y se echó a llorar.
—¡Buen chico! Ese a quien llamas buen chico es un zorro astuto. Te ha engañado… ¿No ves qué intenciones tiene? ¿Es que no tienes dos dedos de frente? ¡Buen chico! ¡Buen chico para tumbarse a la bartola! Y luego te tocará el violín, chin, chin… ¿Tienes idea de cómo se gana el dinero? Te vamos a mandar a Suiza. ¿Sabes el gasto que supone? —Repentinamente se despertó en su interior una sensación de asco. Le habría gustado lavarse las manos con abundante agua y espuma. Enfadándose aún más, dijo—: ¡No llores, no llores, no conseguirás nada llorando! No tienes dos dedos de frente. Ni sabes lo que cuesta todo esto, cómo se levantan una casa y una empresa… ¡No olvides que tu difunto padre empezó vendiendo madera! Bueno, bueno, llora si quieres, pero no aquí. Sube a llorar a tu cuarto.
Miró a su hermana marcharse en dirección a la cocina. «¡Todo esto, esta familia, la empresa, todo!», murmuró. Luego se dio cuenta de que el té, sobre la mesa de mimbre, se estaba enfriando. Se sentó, tratando de calmarse. Se volvió hacia su madre y luego hacia su mujer. Después, para suprimir la sensación de injusticia e intranquilidad de su interior, intentó leer los artículos de la prensa sobre la cuestión de Hatay prestándoles toda su atención, pero fue incapaz de concentrarse. Dejó los periódicos sobre sus piernas, apoyó ligeramente la cabeza en el respaldo de la silla de mimbre y miró con ojos vacíos los altos tilos y el castaño del jardín.