33. La voz del corazón

Era 4 de junio, sábado. Se había echado después de comer, había enterrado la cabeza en la almohada, pero no podía dormir. Quería descansar de la mañana entregada a la ingeniería, y luego leer la Historia de los turcos de Rıza Nur, pero era incapaz de pegar ojo, sudaba y sentía el pulso en la cabeza hundida en la almohada y por detrás de los oídos. El corazón le latía lentamente. Hacía diez días Mahir Altaylı le había dicho: «¡Esté atento a la voz de su corazón!». Muhittin escuchaba la voz de su corazón, leía libros y revistas, quería entusiasmarse; entusiasmarse y apagar la llama de la razón con el entusiasmo del corazón. Había decidido convertirse en turquista. De la misma forma que un muchacho decide ser médico y un niño bombero, él había decidido ser turquista, pero comprendía que su situación difería de la de ellos porque su decisión era un tanto extraña. Colocando de nuevo la cabeza en la almohada, blanda y húmeda por el calor y el sudor que le goteaba de la frente, pensó «¿Qué estoy haciendo? ¿Es lo correcto?», y de repente se dejó llevar por el pánico. Luego se avergonzó de su cobardía. Aquella idea, propia de hombres débiles, se le había ocurrido porque estaba somnoliento. Comprendió que no podría dormir. Se levantó de la cama, fue a lavarse la cara, se puso las gafas, se sentó a la mesa. Analizó por qué no podía dormir.

No había podido dormir porque le asustaban sus pensamientos, porque una tormenta había estallado en su interior. Y la tormenta le obligaba a preguntarse algo a lo que no estaba acostumbrado: «¿Está bien lo que haces?». Hasta ahora se había hecho pocas veces esa pregunta porque no había escuchado la voz de su corazón. Siempre se había movido por la lógica, siempre había tomado sus decisiones desmenuzándolo todo con la razón. Mientras miraba los periódicos, las revistas y los libros que tenía en la mesa, susurró: «Ahora me estoy dejando llevar por el entusiasmo de mi corazón, siento cosas que no había sentido nunca, pero me acostumbraré». Luego comprendió que tampoco podría quedarse sentado. Empezó a andar de aquí para allí por la habitación.

Lo que le había ocurrido solo les pasaba a otros, estaba tan inquieto como si hubiera contraído un cáncer o hubiera matado a alguien y tuviera que acostumbrarse a la idea. Imaginaba el motivo de su inquietud, comprendía que se encontraba así porque no estaba acostumbrado a escuchar a su corazón, pero no sabía cómo librarse de aquel desasosiego. «Así pues, tengo que cambiar de la cabeza a los pies», pensó. Se le vino a la memoria su estado anterior. Se sentaba a la mesa en esa misma habitación, intentaba escribir poesía, meditaba y luego, amargado, se echaba a la calle en busca de entretenimiento. De repente casi sintió nostalgia por aquel antiguo estado infeliz en que lo odiaba todo y a todos. «Entonces las cosas se me aparecían clarísimas en la mente, y solo me quedaba meditar sobre ellas —se dijo—. Pero era lo único que hacía —añadió—. Bien, ¿y qué hago ahora? ¡Ahora me estoy convirtiendo en otro hombre! —se detuvo, lleno de suspicacia, en el centro de la habitación—. ¿De verdad me estoy convirtiendo en otro hombre o me estoy lanzando a una aventura?».

¡«Una aventura»! Una expresión graciosa. Le daba brillo a su vida, enmohecida a tan temprana edad, una existencia que transcurría entre la oficina, la taberna y el sueño. Tres días después de encontrarse a Mahir Altaylı en la taberna había ido a la revista Ötüken y le había visto. Mahir Altaylı lo recibió con afecto, le presentó a unos hombres que lo miraron con admiración y respeto y luego hablaron de la cuestión de Hatay. Muhittin no había ido a la revista con la idea de convertirse en turquista, sino por curiosidad y para librarse de ciertos pensamientos que por aquellos días le rondaban la cabeza. Y en cuanto se encontró con aquella gente comprendió que debería andarse con ojo, ser comedido, tener cuidado con sus palabras. Intuyó que esos tipos se habían prestado voluntariamente a jugar, o a que jugaran con ellos, a un juego al que él era muy aficionado: a examinar a los demás, a conocerlos al dedillo y tener su alma en la palma de la mano. Se hablaba de la causa de Hatay, pero Muhittin pensó que estaban hablando de otra cosa, que en el fondo todos se estaban preparando para una pelea distinta, y desplegaban su talento, su inteligencia y su astucia. Sonrió al recordar la palabra «pelea». «El mismo Muhittin de siempre —pensó—. He encontrado un campo donde galopar». Al ver las revistas sobre su mesa se avergonzó de lo que estaba pensando. La voz de Mahir Altaylı le decía: «En Hatay están aniquilando a nuestros hermanos de raza, ¿y en qué está pensando usted?». «Soy una mala persona. Tengo que deshacerme de este feo yo que tanto se gusta a sí mismo, debo infundirle entusiasmo a mi corazón», se dijo, y se sentó a la mesa.

Tenía que infundirle entusiasmo a su corazón. Al entusiasmarse, su corazón apagaría esa llama diminuta, retorcida y canalla de su razón, Muhittin desaparecería fundiéndose en la comunidad y se purificaría de sus pecados. A veces pensaba que llevaba años sumido en el pecado y se enfadaba consigo mismo, pero le ocurría raras veces. Cuando pensaba en el pasado, sobre todo se despertaba odio en su interior. Y ahora estaba intentando dirigir ese odio hacia un objetivo. Hacia los franceses, que mataban a nuestros hermanos de raza en Hatay; o hacia los árabes, que nos apuñalaban por la espalda… Pero no, no, sobre todo le enfurecían los judíos y los masones. En la Escuela de Ingenieros había un muchacho judío. A primera vista uno podría pensar que era buena persona, dejaba que los demás le copiaran en los exámenes, les ayudaba, prestaba sin pensárselo dos veces los trabajos a otros compañeros más perezosos; pero ahora Muhittin comprendía que su comportamiento no era sino hipocresía. Luego recordó a los masones. Habían cerrado todas las logias masónicas y habían entregado sus pertenencias a las casas del pueblo, pero eso no significaba que todos y cada uno de los masones hubieran abandonado el movimiento… Y en cuanto se mencionaba a los masones siempre le venía a la mente Osman, el hermano mayor de Refik; seguro que era masón. Tenía la actitud típica: pagado de sí mismo, buen empresario, unos modales cercanos al esnobismo, las manos limpias y bien cuidadas y una forma de hablar que recordaba al perfume del jabón. Luego estaban los albaneses y los circasianos, que, como decía Mahir Altaylı, eran peligrosos porque se habían infiltrado en los mecanismos del estado. Y los kurdos. Además de, por supuesto, los comunistas.

De repente bostezó abriendo la mandíbula con todas sus fuerzas. «¡Me estoy volviendo loco! —pensó bostezando una vez más y desperezándose—. ¿Qué me está pasando? ¿En qué me estoy convirtiendo? En un turquista. Todavía no lo soy del todo, pero lo seré. Y ¿cómo me he transformado en eso?». De inmediato le vino a la memoria la noche en que había conocido a Mahir Altaylı. Esa noche, después de que el maestro turquista se fuera de la taberna, Muhittin se tomó una copa más y luego, en lugar de ir a la casa de citas, regresó directamente a casa. «Sí, fue por eso —pensó—. Si hubiera ido a la casa de citas, las palabras de Altaylı habrían perdido el hechizo y me habría parecido que no tenían ningún valor. Más tarde no habría ido a la revista y seguiría como antes. Bueno, ¿y por qué no fui? Porque, sí, había bebido demasiado». Le sorprendió la conclusión que se extraía de aquel razonamiento y decidió que no tenía la menor lógica. «Lo cierto es que ya no puedo ser como antes —pensó, y luego se acordó de que Refik le había dicho las mismas palabras el otoño anterior—. ¿Qué estará haciendo ahora? En la carta que me escribió decía que se dedica al desarrollo del campo. ¡Y a mí qué! ¡En lugar del desarrollo del campo, que se ocupe del turquismo! Pero no puede, porque ni siquiera parece turco. Él también es un esnob. De hecho, ¡su hermano es todo un masón!». Levantó la cabeza repentinamente asustado por la dirección que tomaba su rabia. Justo enfrente, en un estante de la librería, vio el retrato de su padre y comprendió que también habían cambiado sus ideas sobre él. Ahora no lo veía como a un pobre hombre que había malgastado su vida sin comprender nada, sino como a un héroe y a un soldado con convicciones, y se dio cuenta de que le echaba en cara que no hubiera participado en la guerra de Liberación. Fue incapaz de dilucidar si realmente pensaba así o solo quería creerlo. «¡Ambas cosas concluyen en lo mismo! ¡Acabaré por acostumbrarme!», se dijo, y se animó. Se acostumbraría, sí. Se acostumbraría a escuchar la voz de su corazón, a disolverse en la comunidad, a acallar esa conciencia mohosa y a poner el entusiasmo en su lugar. Excitado, se levantó de la silla. Volvió a pasear por la habitación.

Mientras caminaba intentaba descubrir qué más le pasaría cuando fuera un buen turquista. «Me libraré de esta infelicidad. No me dejaré llevar por obsesiones absurdas como la de suicidarme a los treinta años. Tendré una vida ordenada y con convicciones. ¡Me respetarán!». De repente dijo en voz alta:

—¡Me respetarán!

Le vino a la memoria la redacción de la revista Ötüken. Allí varios muchachos miraban con admiración a Mahir Altaylı. También había un tipo de su edad. Le echó a Muhittin una mirada suspicaz y, sí, un tanto despectiva. Como si le dijera: «¿Por qué has tardado tanto en hacerte turquista, dónde estabas?». Se acordó de los jóvenes cadetes con quienes se veía en la taberna de Beşiktaş. Todavía no les había hablado de sus nuevas creencias. «¡Porque me tengo que preparar bien, por eso!», pensó. Había decidido prepararse muy bien, ser cuidadoso. Recordó la discusión sobre la causa de Hatay. Mahir Altaylı y uno de los jóvenes se oponían a una solución pacífica y los otros dos opinaban que ir en contra de una solución pacífica sería un error si el resultado era la anexión a Turquía. Muhittin susurró: «Bueno, ¿y qué opino yo?». Allí, en la revista, no había dicho nada, y cuando le tocó hablar un par de veces, se defendió con frases huecas. «Opino que Mahir Altaylı tiene razón, o bien que sus ideas despiertan más admiración y emocionan a los jóvenes. Porque quizá sea más importante la capacidad de emocionar de las palabras que su corrección». Mientras andaba miró de reojo el periódico que había sobre la mesa. Tenía un titular a ocho columnas: «¡Proclamado el estado de excepción en Hatay!». El día anterior el presidente del Gobierno había dado explicaciones en el parlamento. Intentó pensar en los acontecimientos con detalle, pero apenas recordaba que Hatay era un estado independiente, que se habían celebrado elecciones, que mientras se hacía el censo para las listas habían estallado enfrentamientos entre diversas comunidades. Se avergonzó de su ignorancia sobre ese asunto y el turquismo y volvió a sentarse a la mesa.

Sobre ella descansaban la historia de los turcos de Rıza Nur, las obras de Ziya Gökalp, algunos artículos, revistas y los periódicos del último mes. Leía atentamente las revistas viejas, quería estar al tanto de los debates entre los turquistas y de las disputas con sus enemigos, y estudiaba con detenimiento diversas historias de los turcos. Mientras hojeaba el libro de Rıza Nur pensó en su autor. Lo encontró simple, primitivo y superficial. Luego imaginó que un día él escribiría una historia mucho más digna que aquellas. Se dijo que era más inteligente que cualquiera de los tipos con los que se había encontrado en la revista. Pero también decidió que tenía que deshacerse de su engreimiento: comprendió que debía avergonzarse de aquellas ocurrencias. Luego recordó, avergonzado, lo que le había dicho a Mahir Altaylı en la taberna. «¡No me parece bien el nacionalismo!». Le irritó su anterior forma de ser y advirtió que había vuelto a ponerse en pie sin darse cuenta. «¡Pero también le dije que no estaba satisfecho con mi antigua situación!», exclamó, excitado. Volvían a despertarse en su interior los recuerdos de sus días de infelicidad, que intentaba olvidar: el día del compromiso de Ömer, las veces que había bebido demasiado, las tabernas de Beyoğlu, el odio y la soledad que había sentido en casa de Refik… «Pero tengo que librarme de todo eso —dijo sentándose—. Tengo que librarme de todo eso, deshacerme de la palabrería de mi mente, dejarme llevar por la voz de mi corazón y mis emociones». Abrió la historia de los turcos de Rıza Nur y empezó a leer atentamente.

Cevdet Bey e hijos
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