6. El almuerzo
En cuanto salió a la calle, Cevdet Bey fue hasta donde estaba el cochero. Le dijo al tipo, que estaba fumando uno de sus apestosos cigarrillos, que fuera a recogerle a las siete y media a la puerta del club Circle d’Orient. Eran las seis y cuarto a la turca.
Había quedado con Fuat Bey a las seis y media. Cevdet Bey decidió matar un poco el tiempo porque, como no era socio, le daba algo de reparo entrar en el club como si tal cosa. Paseó por la avenida. Fue al mercado de Alepo. Miró los anuncios del teatro Varieté. En cierta ocasión había ido a ver la representación de un grupo de opereta llegado de Europa y se había muerto de aburrimiento. Maravillado por las soluciones a las que recurría la gente para pasar el rato, se dedicó a observar los escaparates, a los transeúntes, los coches. Fumó un cigarrillo. Pensó que después del almuerzo, a las ocho, iría a la mansión de Şükrü Bajá en Teşvikiye. Poco después vio a Fuat Bey.
Cevdet Bey y Fuat Bey tenían la misma edad. Ambos eran comerciantes y esas eran las características que les habían hecho intimar: en cuanto se conocieron, sintieron un interés mutuo con la sensación de comunidad que les otorgaba el hecho de ser ambos musulmanes y a la vez grandes comerciantes. Además, los dos estaban solteros, se dedicaban a la ferretería, eran altos y delgados. Pero, según Cevdet Bey, ahí se acababan los parecidos y la sensación de comunidad. Porque Fuat Bey provenía de una tradición comerciante: era de una familia judía de Salónica que se había convertido al islam; además era masón y tenía un amplio círculo de amistades en Salónica. Conoció a Cevdet Bey cuando fue a Estambul para abrir una tienda. Desde hacía dos años, siempre que iba a Estambul desde Salónica, donde tenía sus oficinas y a su familia, llamaba a Cevdet Bey y comían juntos en aquel club. En sus almuerzos hablaban de sus vidas y de los negocios que habían llevado a cabo durante el tiempo que no se habían visto; pasaban revista a sus proyectos como empresas comunes, el establecimiento de una sociedad o sus respectivos planes de matrimonios; y luego, charlando alegremente de esto y lo de más allá, llegaban a los cotilleos. Para Cevdet Bey, la amistad con Fuat Bey era útil y educativa porque le daba la oportunidad de conocer la vida social de lo más rico y selecto de Estambul y de introducirse en aquel círculo por cuyos límites rondaba. Cevdet Bey opinaba que solo con una visita a aquel club se enteraba varias veces más de todo lo que podría haber sabido leyendo periódicos y prestando oídos a rumores durante meses. Allí, entre las sedas, los sillones dorados, las alfombras y las arañas de cristal, Cevdet Bey parecía creer que sería capaz de poseer en un instante todos los secretos del entorno en el que transcurría su vida cotidiana y del mundo de los precios y las mercancías, continuamente cambiante e incomprensible.
Entraron al club, subieron las escaleras y encontraron los mismos sillones, alfombras, bajás y embajadores dejados de lado y olvidados, espejos dorados, cristal de roca. Cruzando entre comerciantes judíos, levantinos, lámparas, cortinas de seda y camareros siempre atentos y educados, se sentaron en su lugar habitual, en la mesa del rincón. Como siempre, Cevdet Bey, emocionado y esperanzado, mantuvo la cabeza alta para no ser aplastado en el trayecto desde la puerta del club hasta la mesa del rincón, se le ocurrieron unas ideas confusísimas y se ruborizó. Y, también como siempre, Fuat Bey recibió con una sonrisa el sonrojo de su amigo. Luego le pidió que le contara la ceremonia del compromiso.
—Pues fue como ya te he contado —dijo Cevdet Bey—. Gracias a Nedim Bajá, que me ayudó y me echó una mano. Todo fue posible gracias a él. ¡De no ser por él no habría podido ocurrir! Y la boda se celebrará en su mansión.
—¿Y de qué conoces a Nedim Bajá?
—¡De nada! —contestó Cevdet Bey—. Un día se pasó por mi tienda. Es el único bajá que conozco. En mi familia no hay gente así, ya lo sabes. Gracias a Dios, le caí bien. ¡De no ser por él, no habría podido encontrar a esa muchacha! Tú me conoces. ¿Cómo podía saber que Şükrü Bajá tenía una hija adecuada para mí? Y tampoco tengo conocidos que sepan de esas cosas.
Cevdet Bey inclinó la cabeza con una actitud de hermano pequeño ofendido que espera una muestra de cariño.
En ese momento se acercó un camarero que les ofreció el menú. Y ante el camarero Fuat Bey adoptó la actitud de hermano mayor que protegía a Cevdet Bey extendiendo sus alas y le preguntó:
—¿Qué vas a comer?
Cada vez que iba, Cevdet Bey saboreaba la felicidad de descubrir sus gustos y sus pequeños placeres. Había probado alguna vez la mayor parte de los platos del menú y se había dado cuenta, como todos los demás clientes del club, que había platos que le gustaban, que le gustaban mucho, que no le gustaban o que le dejaban indiferente. Con la emoción de estar creándose una costumbre, primero pidió aquella carne con salsa de tomate que tanto le agradaba y berenjenas en aceite y luego, aceptando el riesgo de un experimento prudente, decidió pedir de postre eso llamado soupe anglaise.
Una vez que el camarero se hubo marchado, Fuat Bey le señaló a los que estaban sentados algo más allá, en una mesa junto a la ventana. El gordo era Galip Bajá, el delgado con gafas de en medio el intérprete y el de la cara pálida Huguenin, el director de los Ferrocarriles de Anatolia. Cevdet Bey los miró intentando grabar en su mente lo que veía. Luego hablaron un rato de nimiedades. Fuat Bey le contó sus negocios. Volvieron a repasar su proyecto de sociedad como si fuera un grato recuerdo. El camarero les trajo el almuerzo. Fuat Bey se animó. Describió las características de lo que comía. Su madre preparaba unos mantı que le encantaban. Recordaba cómo lo hacía. Todo aquello se lo contó a Cevdet Bey con ese aire de maestrillo que siempre adoptaba, pero con modestia y afecto. Luego levantó las cejas:
—¡Hoy no estás de buen humor!
—Mi hermano está muy enfermo.
—¡No me digas! ¿Qué tiene?
—Tisis. Está muy mal. Cualquier día de estos se muere.
—Lo siento mucho. Tu hermano también era de esos, ¿no? No me dijiste que había vuelto de París. En fin… Si está enfermo, malo… ¡Pero deberías sentirte orgulloso de que tu hermano sea uno de ellos!
Cevdet Bey no le había contado a Fuat Bey nada de que su hermano fuera «uno de ellos». Miró a su colega con suspicacia.
—Chico, no te asustes. ¿Te doy miedo? Lo sabría cualquiera con dos dedos de frente. Se fue a París, se quedó allí diez años, se licenció por la Escuela Militar de Medicina, ¿no? Y además tiene mal humor y es peleón… Si no es un Joven Turco, ¿qué otra cosa podría ser? Lo importante es que aprendas a estar orgulloso de él.
—Está muy enfermo. ¡Me asusta! —repitió para sí mismo Cevdet Bey.
Le habían sorprendido las palabras de su amigo.
—Pues por eso mismo, intenta comprenderle en lugar de sentir pena por él —dijo Fuat Bey.
—Le comprendo —contestó suspicaz Cevdet Bey—. Hoy mismo lo he estado pensando: le comprendo pero soy incapaz de demostrárselo.
—Sí, porque llevas una vida tan arisca que te impide demostrárselo. Y lo cierto es que si los dos fuerais un poco más abiertos y tolerantes os llevaríais estupendamente. Porque os completáis. ¡Veo que no me entiendes! Me explico: ¿qué quiere la gente como tu hermano? Que se proclame una Constitución, que se forme un parlamento, que se acabe el despotismo, que lleguen las libertades y, si es necesario para conseguirlo, que Abdülhamit sea depuesto. A ti no te resultan muy atractivas esas ideas. ¿Por qué? ¡Porque se trata de cosas incomprensibles, terribles! ¡Porque no les ves ninguna utilidad! ¡Porque te preocupan los confidentes y meterte en líos!
—Nunca me ha interesado la política —protestó Cevdet Bey—. Como comerciante, no entiendo para qué puede servirme la política.
—Muy bien, muy bien, lo sé. Escucha: si llega esa libertad que ellos quieren, ¿qué daño te supondría? —Y añadió excitado, aunque también un tanto preocupado—: ¡Ninguno! ¡No te supondría ningún daño!
—No le veo utilidad a la política —repitió Cevdet Bey.
—Y, claro, pensando de esa forma se arregla todo. Pero no es así. ¿O es así la vida? Pues no. Dices que comprendes a tu hermano, pero no es verdad. ¿Qué es lo que quiere él? Libertad y tal… Piénsalo, no te estoy diciendo que hagas nada. ¡Piensa! ¡Si piensas lo comprenderás! No es tan terrible. Además, ¿para qué vivimos? Solo para el comercio, para ganar dinero, ¿no? ¡No! Una familia, una casa, hijos… ¡Para eso! Pero donde no hay libertad, hay límites para todo. ¿Tan malo sería que todo fuera libre como allí, en Europa? Nuestras mujeres son como esclavas, a quien no ayuna en Ramadán se le lleva a juicio… No, lo peor, lo peor es esto: a causa de todas esas normas y tradiciones anticuadas, los que se dedican al comercio no son musulmanes como tú y como yo, sino que son armenios, judíos, rumíes. ¡Mira, ni siquiera yo cuento completamente como musulmán! ¡Estás tú solo!
—Sí, es cierto —dijo Cevdet Bey—. Pero no hace falta que me interese por todas esos asuntos. ¡Me niego a ir en contra del sultán!
—¿Y quién te dice que lo hagas? ¿No quieres el bien del país? Bueno, ¿tampoco te resignas a unas mínimas reformas?
—No les veo la utilidad… ¡Y qué si se la viera!
—¿Cómo que no les ves la utilidad? O sea, en tu opinión, en este país, en estas tierras, ¿todo va bien y es perfecto? ¿Debe quedarse todo tal cual está? ¿Es eso lo que dices, Cevdet?
—No.
—Bueno, ¿y qué dices? Mira, aquí las cosas van mal. Aquí no hay libertad, la administración es un desastre, todo está podrido, eso lo sabes, ¿no? Ah, pues teniendo en cuenta que lo sabes… Oye, chico, llévate estos platos. Teniendo en cuenta que lo sabes, tienes que estar de acuerdo con el progreso, con que nos parezcamos un poco a ellos, a los europeos. Pero eso no consiste en sentarse aquí a comer con esos estirados. Tampoco en bailar, hablar francés ni en llevar sombrero… Significa estar del lado de las libertades. ¿Qué me dices?
—Digo que creo que, como comerciante, no debo verme envuelto en nada de eso —sonrió Cevdet Bey.
—¡Ah, qué empresario más calculador! ¡Qué duro eres! Lo comprendes, pero haces como si no. Muy bien, Cevdet, ¿para ti la vida es solo ganar dinero y formar una familia?
Cevdet Bey volvió a sonreír recordando una vez más la familia que había de crear:
—¡No es poco!
—¡Y qué decidido estás! —dijo Fuat Bey sin poder contener él tampoco una sonrisa—. ¡Me dejas boquiabierto! Pero te equivocas en algo, y te lo voy a decir para que luego no me vengas con que no te avisé.
—¿En qué? —preguntó Cevdet Bey frunciendo el ceño.
Fuat Bey, complacido por hacer esperar ansioso a Cevdet Bey, encendió un cigarrillo parsimoniosamente.
—¡Te casas demasiado pronto!
—¡Ajá! ¿Y eso está mal? ¡Hombre, de hecho, me caso tarde!
—Eso crees tú, pero te equivocas… Deberías haber esperado un poco más. Si hubieras esperado un poco más podrías haberte casado mejor. Espera un poco, comprende a esos Jóvenes Turcos y luego todo te irá mejor.
—Me das miedo —se rió Cevdet Bey—. ¡Tú también te has convertido en un Joven Turco! ¡Aparecen detrás de cada palabra que dices!
—Tú ríete. Pero te estás dando demasiada prisa. Mira, escúchame bien: dentro de poco, Abdülhamit se irá o se morirá. Y después… —Guardó silencio mientras esperaba que el camarero trajera los platos con el postre—. Después esos Jóvenes Turcos ganarán importancia. Serán ellos quienes gobiernen el país. No me mires con suspicacia. Te lo digo en serio. Lo sabe todo el mundo…
—¡Es la primera vez que me entero de que hacías esos cálculos!
—Por Dios, Cevdet, en estos asuntos tú siempre vas por delante de mí, pero no te enteras. ¡Si supieras…! ¡Si lo supieras te darías cuenta de que has ido a lo más fácil! ¿Cuál es la situación de Şükrü Bajá? Yo lo sé, lo he investigado por ti. La situación económica de Şükrü Bajá es desastrosa. Ha vendido sus tierras y ahora anda buscando comprador para su mansión de Çamlıca. Y ha vendido también uno de sus coches… Y tampoco ocupa un puesto muy importante. Tú estás muy contento porque has encontrado una buena familia, pero son ellos quienes han hecho el auténtico negocio.
—¡Nunca lo he considerado como un negocio! —protestó Cevdet Bey.
—Bueno, bueno, no te enfades… Pero por lo menos comprende lo que está ocurriendo. ¡Dices que comprendes a tu hermano, pero no es verdad!
—Estás intentando atraerme a la política. A ti no sé, pero ¡a mí no me interesa! —dijo Cevdet Bey—. Una cosa es la política y otra los negocios. En la vida he tenido ambiciones políticas. ¡No me parece bien!
—Aquí tenemos otra vez tu punto de vista de «o todo o nada». No voy a poder enseñarte a ser un poco más flexible y amplio de miras. Según tú, solo hay dos formas de ver la vida: o te opones a todo, o lo haces tuyo. En medio no hay nada. Y tu hermano, tres cuartos de lo mismo. Él es de los que se oponen. Por lo que puedo ver, ha llevado tan lejos lo de oponerse que ha acabado estando hasta en contra de la vida. Te crees que es broma, pero es así. Es vuestra forma de ser. Y tú solo sabes de comercio, y además te has imaginado una familia y lo demás te importa un comino y te opones. Pero las cosas no son así. Siempre hay una tercera vía. —Dejó el cuchillo y el tenedor a un lado del plato—. En eso consiste contemporizar. Y tanto tu hermano como tú deberíais aprender a hacerlo… ¡Ni siquiera os dais cuenta de lo que os parecéis!
—No entiendo lo que me estás diciendo —le interrumpió Cevdet Bey sintiéndose de nuevo en la obligación de corregir las últimas palabras de su amigo—. Pero te lo voy a repetir: ¡no me llevo a la hija de Şükrü Bajá porque tengan más o menos dinero!
—¡Pero escoges a una hija de bajá! No me mires así. No es malo. En realidad, es lo más correcto. Quieres una buena familia, una muchacha de buena crianza. Y eso por ahora solo se encuentra entre los bajás y en el entorno de Palacio. Y ellos quieren a alguien con un poco de dinero y te han considerado adecuado.
—¡Yo no lo creo así! Yo creo que… —dijo Cevdet Bey, y comprendió que lo que le acababa de decir su amigo se le había pasado por la cabeza cientos de veces pero que nunca había llegado a admitirlo con claridad—. Creo que… Quiero una buena familia. Quiero que me vaya bien en los negocios. Una esposa como es debido, hijos… ¡Ese es mi objetivo!
—Vuelves a repetir lo mismo. Pero nada de eso es impedimento para la política. Por cierto, ¿a qué llamas tú política? Piénsalo un poco…
—Me das miedo —dijo Cevdet Bey aparentando estar harto de aquello—. ¿Quieres mezclarme en algún complot? ¡Hazlo con tus amiguetes! ¡Yo no entiendo de esos asuntos!
—¡Ah, qué ladino eres, Cevdet! —Fuat Bey se rió nervioso—. Solo estoy intentando decirte lo siguiente: ¡sé un poco más flexible! Cambia esa visión tuya de o todo o nada. Comprende que la vida consiste en llegar siempre a pequeños compromisos. ¿Familia y negocio? ¿No hay nada más? Si no lo hay, eso significa que la vida es mezquina, aburrida y desagradable. Cambia de punto de vista. ¡Ábrete un poco! Eso es lo que te estoy diciendo. Y me gustaría decirle lo mismo a tu hermano. No lo conozco, pero seguro que lo lleva todo al extremo.
—¡Ah, eso es lo que yo comprendo de mi hermano! Eso que llamas «llevar al extremo». O sea, tomar una decisión en la vida y seguir siempre por ese camino. Él tomó su decisión. Intenta hacer algo. ¡Y eso lo comprendo! Lo respeto. Por desgracia, no soy capaz de explicárselo. —Y añadió, furioso—: ¡No puedo explicárselo porque no tengo tiempo!
—¿Lo ves? —replicó Fuat Bey—. No sabéis vivir. Sois iguales. Tanto tu hermano como tú, no te enfades, ¡pero sois así! —Se puso las manos a ambos lados de los ojos como las anteojeras de un caballo—. No veis nada fuera de este margen. ¿Es así la vida? ¿Qué es la vida? Vivir, ver, tirar para delante… ¡La vida es algo lleno de colorido! Bueno, y según tú, ¿qué es?
—¡Esa pregunta es absurda! —exclamó Cevdet Bey con tono decidido—. ¡Yo estoy contento con mi vida!
—Ah, te da miedo hasta pensarlo.
—No, te voy a responder —dijo Cevdet Bey. Pensó un poco—: ¡La vida consiste en vivir bien! —Y en cuanto lo hubo dicho se dio cuenta de que hasta cierto punto daba la razón a Fuat Bey—. ¡No, no, eso no! —Luego añadió, furioso—: No lo sé. Y nunca lo he pensado. Me parece una pregunta estúpida. Y, por favor, nunca vuelvas a sacar este tipo de conversaciones. Y tampoco quiero oír nada de los militares de Salónica. Te lo pido por favor, no me metas en esos asuntos. ¡He olvidado lo que me has dicho desde ahora mismo!
—Eres muy duro y muy a la turca, Cevdet —se rió Fuat Bey. Se volvió hacia el camarero—: ¡Chico, tráenos la cuenta! —Y, con la misma sonrisa, a Cevdet Bey—: Eres muy duro y muy a la turca, pero estoy encantado de ser amigo tuyo, querido Cevdet.
Cevdet Bey también sonrió. Se sentía relajado ahora que no volverían las ideas y preguntas horribles y agobiantes. Pagaban por turno aquellos almuerzos compartidos. Ahora le tocaba a Fuat Bey. Se pusieron en pie después de pagar la cuenta. Alguien le llamó cuando se disponían a bajar las escaleras:
—¡Vaya, hola, Işıkçı Cevdet Bey! ¿Qué asuntos le traen por aquí?
Era Moşe, un comerciante de tabaco a quien conocía de Sirkeci. Cevdet Bey trató de sonreír.
—¿O es que ha sido usted quien ha puesto la bomba? —A Moşe le gustaban las bromas—. ¿Ha sido usted? —Lanzó una carcajada—. En serio, ¿qué hace por aquí?
Cevdet Bey también lanzó una carcajada, como si se tratara de una broma muy graciosa y sutil. «Y, ¿qué hago aquí?», pensó. Bajaron las escaleras. Se encontró débil y ridículo. Se despidió de Fuat Bey. El cochero le esperaba en la puerta. Arriba, justo encima de él, lucía un sol amplio y vacío como un plato. «¿Por dónde iba yo? Uf, ¡qué calor!», gimió. Le dijo al cochero que iría a Teşvikiye. Subió al coche. El calor se le echó encima aún más. Comenzó a mecerse con el coche.