Capítulo veinticuatro

Pasado y presente

Me sentí impotente al notar el malestar de Sal. Algo había pasado allí, aún no entendía cómo fue que la perdí de vista. ¿Cómo pude olvidar que ella estaba allí? Miré con desconfianza el cielo sabiendo que nuevamente el nefilim había salvado su vida; si algo hubiera ocurrido, nunca lo hubiese notado hasta que el cuerpo de Sal apareciera, sin vida. Me maldije en silencio mientras caminábamos hacia su coche y ahora, sentado a su lado, decidí que lo mejor era mirar hacia otra parte. Mi temperamento estaba jugándome malas pasadas. Quería encerrar a Sal y mantenerla segura, aunque sabía que eso era imposible. Nunca puedes encerrar a un tigre en una caja de fósforos.

Esto debía terminar. Tal vez ella estaba en lo cierto. Tal vez la ayuda vendría bien, aunque aquello implicara colocar a un nefilim tan cerca de ella que dolía. Nos dirigíamos a la base de la Sociedad. Podía palpar en mi piel la inminente necesidad de partirle la cabeza a Ben por colocarme allí, por dejar a Sal librada a esto. Me mantuve callado todo el camino. Quería gritarle por ser tan terca, por intentar hacer las cosas por su cuenta, y aún restaba averiguar cómo fue que no pude percibir a Sal cuando ella salió a perseguirlo. No había estado allí. ¿Por qué lo había olvidado? ¿Acaso Mikela tenía algo que ver? Cerré lo ojos con fuerza y traté de calmar el dolor. La lastimadura del ángel era invisible a los ojos de Sal, yo lo había decidido así. No quería que la viera, pero allí estaba, complicándome la vida; el dolor no cesaba, nunca dejó de doler esa herida. Día a día la sentía extendiéndose, como una hiedra venenosa, por cada terminación de mi cuerpo. Podía juzgar la locura acercándose, minándome la mente y los recuerdos. Los dolores eran intensos pero podía mantenerlos a raya, aunque por momentos aquello era más duro. Como ahora, percibía el aire que se hacía muy denso y aquella neblina cubría mis ojos, pero me negaba a dejarla ver mi estado, no serviría de nada. Ella no podría hacer nada, eso me habían dicho. El dolor era un hierro candente atravesándome el pecho… Como cuando Sal corrió tras el vampiro, la locura por la sangre había mordido lo más oscuro de mi conciencia, quería la sangre, quería hincar los dientes en el hombre. Quería verter en mi lengua su sangre, degustarla. Nicolás había luchado varios días para sanarme y no había mejorado. Aquello había sido casi como una caricia para el dolor que no me permitía pensar. Ahora podía sentir el latido del corazón de Mikela ubicada en el asiento trasero. Tan solo tendría que saltar al asiento trasero y brincar sobre ella, apresarla allí y beber su sangre. Pero estaba Sal. Tan solo ella podía ayudarme a controlar aquello. No sabía cómo pero su aroma, la poca sangre que había tomado de ella me calmaba, aunque no lo suficiente. Nunca lo suficiente. Quería tomarla, quería hacerla mía, pero sabía que ella sufriría luego.

No hay curas. Eso era lo que le había dicho. No hay curas para la herida de un ángel. Aquello iba más allá de una simple lastimadura, era un castigo del cielo y lo sabía. Sentí el sabor amargo de la derrota en la garganta y un puñal de dudas clavándose justo en mi corazón marchito. La vida tenía terribles formas de mostrarte su belleza. Moví la cabeza y observé a Sal; le sonreí aunque ella no me miraba.

—¿Estás bien? —la pregunta llegó de la boca del único ser que poseía corazón. Mikela me tocó el hombro y yo simplemente asentí. Estaba agradecido con Mikela, ella no había dicho nada antes y yo me había negado a dejar que me curara.

—Hero, ¿qué ocurre? —los ojos de Sal mostraban preocupación. Me esforcé en sonreír. Ella no necesitaba saberlo. Tenía siglos de vida por delante, el tiempo me borraría de sus recuerdos, y tal vez el nefilim pudiera cuidarla cuando yo no estuviese.

—Nada, es solo cansancio —contesté y volví mi mirada al frente. Ella no bajó la guardia y me estudió durante todo el camino; me negaba a mostrarle la máscara de dolor que ahora cubría mi rostro, aquel dolor era por ella. Moriría cien veces por ella, y aún más. Nada importaba.

¿Hero? —Aquella voz sonaba adormilada en mis oídos, y no sabía de quién provenía— ¡¿HERO?!

Vamos Heroim, corre —una voz aniñada se metió en mi mente—. Corre, vamos… no puedes atraparme —de pronto volví al lugar donde había nacido. La Inglaterra antigua era un lugar caótico. Mis hermanos corrían por el monte, yo los observaba jugar. Sacudí la cabeza. La infección se metía de lleno en mi cerebro, en mis recuerdos. Estaba atrapado y de un momento a otro las risas de mis hermanos cambiaron. Caminaba a tropezones por el piso de madera y un angustiante dolor de instalaba en mi cuello. Percibí que mi mano se asía a la pared cuando alguien me tiró hacia atrás, haciéndome caer de bruces al suelo. Me giré instintivamente para ver el rostro del horror. Una mujer. Sus ojos eran carmín, su boca manchada de rojo. Un vestido color marfil, amplio y elegante, dejaba entrever su prominente escote.

Oh, pobrecito, no huyas… ven… —ella estiraba su hermosa mano pálida hacia mí. No podía dejar de retroceder. Todo había pasado muy rápido, Samoel, mi amigo de toda la vida, me había acompañado a una cena con dos mujeres; una de ellas, a la cual yo había estado rondando durante semanas, me invitó a su casa. Samoel se negaba a caer tan bajo como yo, me dolía ver a mi amigo como alma en pena. Como hijo de inmigrantes moros, Samoel no solía salir con las mujeres de alta alcurnia, él solo era un leñador, pero también era mi amigo, más que eso, había estado a mi lado cuando la muerte de mis padres llegó a temprana edad, y también estuvo allí cuando fui separado de mis hermanas pequeñas. Cuando conocí a esa mujer, Samoel sabía que algo iba mal con ella, pero la sonrisa en mi cara le hacía pensar si tan solo él lo creía así, por eso fue que accedió, no me dejaría solo con ella. Esa noche, en esa casa, en esa cena todo cambió; había dos mujeres allí, el vino tenía un sabor erótico, había empezado a danzar con ella, el calor de cuerpos bailando, besos empalagosos y miradas furtivas, unos colmillos clavándose dolorosamente en nuestros cuellos… y el terror. Seguí retrocediendo hasta que alguien me tomó de los hombros y me levantó, me empujó hacia ella.

Vamos cariño… —mis ojos estaban por salirse de sus órbitas y tenía la garganta seca.

¿Qué? ¿Qué me haces…? —ella tiró de mi mano y me llevó hasta otra habitación, oí un grito y miré el cuarto del provenía. Los ojos de una mujer, aferrada al cuello de Samoel, se clavaron en mí. El cuerpo de mi amigo estaba flácido en sus brazos. Solo había tenido un momento para ver aquello. Solo un momento, pero era algo que nunca olvidaría. Yo lo había llevado allí, era mi culpa. Aquellos ojos me acompañarían siempre, eran parte de mi ser como una quemadura que nunca sanaría. Aquellos ojos, esos ojos, ¡los había visto…!

La lucidez quiso volver a mí.

Quería avisarle a Sal que sabía quién era, sabía quién era Zell, nunca olvidaría su mirada, aquella mirada que había notado cuando lo seguí, pero la voz de la mujer me hizo volver a la pesadilla de esa noche en la cual me convertí en lo que era.

Ven —me dijo ella y me empujó hacia la cama. Quise moverme pero no pude, ella me retuvo mientras me colocaba las manos en sus abundantes pechos y se subía a horcajadas sobre mi cuerpo. Congelado por el miedo la vi morderme otra vez y dejé que la negrura de la muerte me tomara. Habían matado a mi amigo, a mi mejor amigo, y ahora sería yo quien lo acompañaría en aquello. Me dejé ir hasta que la oscuridad me engulló entero.

—¡HERO! —aquella voz atravesó la oscuridad. Abrí los ojos y la vi. Los ojos de Sal estaban desenfocados, me sacudía de lo hombros en el asiento del coche. El aire fresco invadió la cabina del vehículo.

—Sal déjalo tranquilo —moví levemente la cabeza hacia un lado para encontrar la mirada preocupada de Nicolás—. ¡Hero aguanta! —ordenó y asentí en silencio.

—¿Qué ocurre? —volvió a preguntar Sal—. Nicolás, debes decirme qué ocurre. —Estrujé su mano pequeña y la observé.

—Estaré bien —me forcé a decir cuando una lágrima corrió por su mejilla.

—Muévete Sal, debemos llevarlo a dentro. —Ella se quitó e intenté sonreír, aunque me pareció que no lo lograba. Nicolás me tomó del brazo y me llevó afuera. Apoyándome en el centinela coloqué los pies en el suelo, intentando comprender si el colapso había empezado o me estaría dejando sin fuerzas de a poco, como si fuera un circuito que se apaga. Mis pies se mantuvieron firmes—. ¿Puedes caminar?

—Sé quién es —respondí en cambio en lo que pareció un gruñido muy bajo. Nicolás no se detuvo ni un instante.

—Luego —respondió mientras su mandíbula se tensaba— luego Hero, ahora debo curarte. —Levanté la vista hacia la casa y noté a varios parados allí afuera, aunque no pude reconocer sus caras. Mis ojos fallaban también, intentando arrastrarme al pasado.

—Sé quién es Nicolás… —mi voz salía dolorosamente de mi garganta casi como si hubiera masticado lija, pero aquello no inmutó al centinela ni detuvo su apremio de cargarme hasta adentro.

—Necesita comer… —percibí que Sal me tomaba del otro lado y aspiré una gran bocanada de aire cuando apoyó mi brazo sobre su hombro.

—No —fue Nicolás quien le respondió con severidad— primero lo llevaré adentro y veremos. —Sal dejó de discutir. Se limitó a llevarme. Miré a Nicolás suplicándole para que Sal no me viera. No quería que me viera así, arruinado. Nicolás pareció entenderme, sin palabras, tan solo con una mirada y asintió. Entramos a la casa y sentí que cada paso era más firme, con más fuerza, estaba retomando el control de mi cuerpo aunque mi visión aún era difusa. Pasamos las puertas de una sala, me guiaron hasta un sillón ubicado contra uno de los muros. Parecía una oficina pequeña, lucía apagada y olía a viejo, nunca la había visto antes. Me recosté un poco apoyando la cabeza hacia atrás, enfocando los ojos al techo, y sentí mi cuerpo derrumbándose de a poco, casi sin fuerzas. Sal apoyó una rodilla en el sillón y me tomó el rostro entre sus manos para mirarme detenidamente; vio el dolor partiendo mi alma y me odié por ello, más cuando sus ojos se cubrieron de lágrimas. No pude decirle nada, ya que ella sacudió la cabeza para controlarse y volvió a colocarse esa maldita armadura que tanto odiaba. Era tan fuerte, ¡diosa!, tan bella. ¡No la dejes morir!

—Debes decírmelo —gimoteó.

—Sal, vamos, por favor. —Nicolás tiró de ella hacia la puerta— debo hablar con él.

—Nicolás, deja de mentir, sé que algo pasa, ella —dijo señalando a Mikela que se asomaba por la puerta— sabe que algo pasa, no quiero más mentiras, Hero… —su voz era suplicante.

—Luego —murmuró el centinela. Ella lo miró da tal modo que parecía que la hubiera abofeteado. El dolor y la ira acumulándose en su cuerpo. Salió sin decir una palabra más, dejándonos a solas, para que al fin pudiera derrumbarme por completo. Nicolás caminó hasta la puerta y la aseguró, se quedó pensativo unos minutos, ladeé el rostro y estudié cada movimiento del centinela.

—Se está impacientando —sus labios hicieron una mueca de desagrado— no sé qué le ha dicho Mikela, pero ha metido la pata, aunque no creo que lo haya hecho a propósito.

—Todo lo que ella hace lo hace por algo Nick, no te fíes. —Nicolás me observó, mi voz era ronca y suplicante—, siempre hace lo mismo Nick, no dejes que te convierta en un peluche en su cama. Por favor, no sabes lo que es ella, de lo que es capaz. —Volví mi atención al techo cuando otro aguijonazo de dolor me atacó desprevenido, mientras Nicolás se acercaba.

—No te preocupes, sé cuidarme solo. —Parado frente a mí, Nicolás hizo unas inspiraciones profundas y colocó sus manos casi hasta rozar la tela de mi camiseta. Podía sentir el calor que aquellas manos despedían. Energía. Energía espiritual, fuerte y antigua. Percibía su cuerpo luchando por sanarme, y el mío tomándose de la energía que Nicolás me brindaba para poder cauterizar las heridas, como si fuera una soga de la cual me sujetaba para no caer; sentía pequeños tirones en la piel, como cuando se cose una prenda de vestir, pequeños pellizcos en mis músculos y la ponzoña llenándome la boca. Apreté los dientes. A cada día la curación era más dolorosa, más dura, pero aguantaría. Tan solo necesitaba un desliz de aquel vampiro. Lo mataría para que Sal no tuviera de qué preocuparse, luego me rendiría y me iría con el mayor de los honores.

—Hero creo… —abrí los ojos y Nicolás sacudió la cabeza. Sabía qué iba a decir. Lo sentía. En lo más profundo de mi ser lo sabía. Sonreí de lado; algo así no iba a sanar tan fácilmente—. No está funcionando, Hero.

—Lo sé, la noto tomándome… pero aguantaré.

—Es… como si pudiera sentir a tu cuerpo intentando absorberlo… intentando hacerse de este dolor y transformándolo. ¿Has notado algo raro?

—No, solo que se hace más fuerte.

—No puedes luchar así —la voz del centinela había cambiado. Era dura y potente. Levanté los ojos y vi algo diferente en él, aunque no lograba descifrar qué era.

—No eres mi centinela, y puedo hacerlo —respondí. Él maldijo y me dio la espalda.

—Hero, tal vez debas hablar con Sal —susurró— la destrozarás si no lo sabe…

—Estará bien, es fuerte —volví a dejar caer la cabeza, descansando un poco— me olvidará… —murmuré y al instante me arrepentí de haber dicho eso.

—Por eso no la has marcado ¿cierto? —Levanté lentamente la cabeza y nuestros ojos se encontraron una vez más.

—Si la marcara y muriera hoy… —me desparramé en el sillón, tomé una larga bocanada de aire, dejando que el ambiente se impregnara de cada uno de mis sentimientos cargándolos de electricidad— ¿qué sentido tendría? —Nicolás estuvo más de veinte minutos intentando curarme, pero casi no había cambios; sentí un alivio que me permitía pensar, pero no más que eso.

—Habla con ella —volvió a decir y percibí un aleteo de energía, como si una lengua de fuego me rodeara, como si hubiera una presencia allí que no podía descifrar. Nicolás también pareció sentirla, observó hacia un rincón y cuando aquella extraña sensación desapareció volvió a mirarme—. Te llevaremos a la mansión.

—Bien —intenté levantarme, pero una fuerza me retuvo, como si una mano invisible me contuviera entre el sillón y la nada. Por un momento me pregunté si era la fuerza de Nicolás, pero noté que no era eso. Había alguien más en aquella habitación. Parpadeé varias veces hasta ver una imagen borrosa.

—Un telekinético de la Sociedad te llevará. Será más rápido. Sal puede ir contigo —me quedé boquiabierto mirando aquello que aparecía frente a mí.

—¿Y tú qué harás? —me forcé a decir. Observé a Nicolás; no respondió y también me estudiaba, o tal vez veía lo que yo veía, no lograba descifrarlo en la expresión del centinela. Él se aclaró la garganta, aquella mano invisible pareció apartarse y volví a estudiar la sala, pero una vez más comprobé que no podía ver nada. La sombra oscura se había disipado.

—Debo hablar con Vatur. —Me sorprendió un poco que lo admitiera tan abiertamente. Después de eso Nicolás no dijo nada más, salió en silencio llevándose a la tercera presencia con él.

Un hombre menudo entró acompañado por Sal. Ella no se acercó cuando el hombre se puso a mi lado, guardó las distancias y, en parte, mi alma agradeció eso, sería más fácil para ella si me odiaba desde ahora. Otro hombre, con la cara demasiado redonda como para ser humano, se posicionó junto a ella y en un abrir de cerrar de ojos estuvimos en la mansión. Parpadeé varias veces. Observé el techo y luego la mullida superficie adonde estaba acostado. Puse mis ojos en blanco conteniendo la risa, y observé la hermosa cama de dosel, con sábanas blancas y muchas almohadas. Mis ojos recorrieron la estancia hasta que encontré a Sal junto a la puerta. Ahora lo único que necesitaba era estar con ella.

Lo único que quería era poseer algo que me aferrara a la cordura. Los ojos de Sal estaban más oscuros que de costumbre. La sangre la afectaba de tal modo que la desequilibraba y aún así me sentía conmovido por la mujer que tenía delante. Era tan valiente… sabía que todo mi ser pujaba por marcarla, hacerla mía, pero aquello sería un castigo para ella al final de todo. Observándola noté cómo el dolor pasaba a un segundo plano.

No importaba cuánto doliera, disfrutaría de ella durante todo el tiempo que me quedara y, por un momento, me olvidé de todo, incluso de mí mismo y sonreí. No podía parar de pensar en Samoel intentando arrebatármela. Aquello provocó un rugido ronco en mi garganta. Él no podría tenerla, nunca.

—Ven Sal, acércate, no temas —le dije. Aunque mis palabras no salieron tan fuertes como creía, necesitaba tenerla para seguir luchando. Ella era el ancla a la que me asía con todas mis fuerzas. Ella era el aire, la vida, y mi muerte. Lo era todo. Samoel, o Zell, como fuera, nunca la tocaría. Primero lo mataría, así fuera lo último que hiciera en esta tierra.

Y eso… era una promesa.