CAPÍTULO 47
EL FIRMAMENTO
La Carfa'shon avanzó entre los témpanos de hielo, dejando a su paso una estela de cristales brillantes que se arremolinaban y centelleaban. El frío era intenso. El brujo de a bordo se había visto obligado a retirar el calor mágico de las zonas de trabajo y de descanso de la nave y utilizarlo para mantener aparejos, cables, alas y casco libres del hielo que caía sobre ellos con un traqueteo que, en palabras de Limbeck, sonaba como un millón de guisantes secos.
Haplo, Limbeck, Alfred y Hugh se acurrucaban en torno al pequeño brasero de la bodega para darse calor. El perro se había enroscado a sus pies, con el hocico bajo la cola de tupido pelaje, y dormía profundamente. Ninguno de los cuatro decía palabra. Limbeck estaba demasiado asombrado ante las cosas que había contemplado y las que esperaba presenciar. En cuanto a Haplo, nadie podía saber qué le rondaba por la cabeza.
Hugh estaba meditando sus opciones: «El asesinato está descartado. Ningún asesino que valga lo que su daga aceptaría el encargo de matar a un hechicero, y mucho menos a un misteriarca. Ese Sinistrad es poderoso. ¿Qué digo, poderoso? ¡Ese hombre es el poder mismo! Vibra con él como un pararrayos bajo una tormenta. ¡Ah!, si pudiera descubrir por qué me quiere ahora, cuando hace un tiempo intentó matarme… ¿Por qué, de pronto, soy tan valioso?».
—¿Por qué me has hecho traer a Hugh, padre?
El dragón de azogue se abría paso entre los témpanos de hielo moviéndose con inusual lentitud, pues Sinistrad retenía su marcha para que la nave elfa pudiera seguirlos. Aquel avance calmoso irritaba al dragón, al cual, además, le habría encantado engullir como cena a las criaturas de delicioso aroma que viajaban a bordo. Pero la bestia sabía que no debía desafiar a Sinistrad. Los dos habían librado numerosas batallas mágicas con anterioridad y la Gorgona siempre había perdido, por lo que sentía hacia el hechicero una mezcla de odio y de rencoroso respeto.
—Tal vez necesite a ese Hugh la Mano, hijo. Al fin y al cabo es un piloto.
—Pero si ya tenemos uno: el capitán elfo.
—Mi querido muchacho, te queda mucho que aprender, de modo que empezaré a enseñarte ahora mismo. No confíes nunca en los elfos. Aunque su inteligencia es igual a la de los humanos, tienen unas vidas más largas y tienden a superarlos en sabiduría. En los tiempos antiguos, los elfos constituían una raza noble y los humanos, como suelen afirmar esos elfos con aire de burlona superioridad, eran poco más que animales en comparación con ellos. Sin embargo, los hechiceros elfos no podían dejar de envidiar a sus equivalentes humanos. De hecho, estaban celosos de su magia.
—Pero yo vi cómo el hechicero atrapaba el alma del elfo moribundo —lo interrumpió Bane en un susurro, recordando la escena con asombro y temor.
—Sí —respondió Sinistrad en tono burlón—. Así es cómo pensaban enfrentarse a nosotros.
—No te comprendo, padre.
—Es importante que lo hagas, hijo, y pronto, pues vamos a tener que tratar con el brujo elfo de a bordo. Déjame describirte en cuatro frases la naturaleza de la magia. Antes de la Separación, la magia espiritual y la física, como todos los demás elementos del mundo, estaban fundidas y presentes en todos los pueblos. Tras la Separación, el mundo quedó dividido en sus elementos sueltos (al menos, así lo narran las leyendas sobre los sartán) y lo mismo sucedió con la magia.
»Cada raza busca, de manera natural, emplear el poder de la magia para compensar sus deficiencias. Así, los elfos, que tienden por naturaleza a lo espiritual, necesitaban la magia para mejorar sus poderes físicos y estudiaron el arte de proporcionar facultades mágicas a los objetos físicos que podían serles de utilidad.
—¿Como la nave dragón?
—Sí, como la nave dragón. Los humanos, por su parte, tenían más capacidad para controlar el mundo físico, de modo que trataron de alcanzar nuevos poderes a través de lo espiritual. Así, nuestro mayor talento pasó a ser la capacidad de comunicarnos con los animales, de obligar al viento a seguir nuestra voluntad o de forzar a las piedras a levantarse del suelo. Y, gracias a nuestra preocupación por lo espiritual, desarrollamos la facultad de la magia mental, la capacidad de ejercitar nuestra mente para alterar y controlar las leyes físicas.
—¿Fue así como pude volar?
—Sí. Y, si hubieras sido un elfo, habrías perdido la vida pues ellos no poseen tal poder. Los elfos volcaron toda su capacidad mágica en los objetos físicos y estudiaron en profundidad el arte de la manipulación mental. Un mago elfo con las manos atadas no puede hacer nada. Un hechicero humano en las mismas circunstancias sólo necesita concentrarse en que sus muñecas están encogiendo de grosor y así sucede, de modo que puede liberarse de las ataduras.
—¡Padre! —Indicó Bane, mirando hacia atrás—, la nave se ha detenido.
—Es verdad. —Sinistrad exhaló un suspiro de impaciencia y tiró de las riendas del dragón—. Ese mago de a bordo no debe de haber pasado de la Segunda Casa, si no es capaz de mantener las alas libres de hielo mejor de lo que lo hace.
—Y por eso tenemos dos pilotos. —Bane volvió el cuerpo sobre la silla del dragón para observar mejor la nave. Los tripulantes elfos se habían visto obligados a tomar las hachas para desprender el hielo que se había formado en los aparejos.
—No por mucho tiempo —añadió Sinistrad.
Si el misteriarca se proponía utilizar la nave, necesitaría un piloto. Una vez establecido este hecho, Hugh sacó la pipa y empezó a llenar a medias la cazoleta con su menguante provisión de tabaco, mientras pensaba: «Y ahora tiene dos pilotos, el elfo y yo. Tal vez desee mantenernos a ambos en ascuas, enfrentados entre nosotros. El ganador sobrevive, el perdedor muere. O tal vez no. Quizá Sinistrad no confíe en absoluto en el elfo. Muy interesante. No estoy seguro de si debería poner sobre aviso a Bothar'el».
Hugh encendió la pipa y observó a sus compañeros con los ojos entrecerrados. Limbeck. ¿Por qué Limbeck? Y Haplo. ¿Dónde encajaba éste?
—Hijo, ese geg que has traído… ¿Dices que es el líder de su pueblo?
—Bueno, algo parecido —respondió Bane, moviéndose inquieto—. No fue culpa mía. Yo intenté que viniera su rey, al que llaman survisor jefe, pero…
—Survisor jefe… —repitió el misteriarca.
—… pero ese otro hombre quiso que fuera Limbeck quien nos acompañara, y así se hizo —continuó el chiquillo, encogiéndose de hombros.
—¿Qué otro hombre? ¿Alfred?
—No. Alfred, no —dijo Bane en tono despectivo—. El otro, el más callado. El amo del perro.
Sinistrad dirigió su mente hacia el puente de la nave. En efecto, recordaba la presencia de otro humano, pero no lograba evocar su aspecto, sino sólo una especie de bruma gris, indefinida. Debía de tratarse del hombre procedente del reino recién descubierto.
—Quizá deberías haberle lanzado tu hechizo y convencerlo de que quería lo que tú querías. ¿No lo intentaste?
—¡Por supuesto, padre! —contestó Bane, enrojeciendo de indignación.
—Entonces, ¿qué sucedió?
—Que el encantamiento no produjo efecto. —Bane agachó la cabeza.
—¿Qué? ¿Es posible que Triano consiguiera realmente romper el hechizo? ¿O acaso ese hombre posee un amuleto que…?
—No, no posee nada salvo un perro. Haplo no me gusta. Yo no quería que viniera con nosotros, pero no pude impedirlo. Cuando lo envolví con el hechizo, éste no funcionó como lo hace con la mayoría de la gente. Todos los demás lo absorben como una esponja que se empapa de agua. En cambio, en ese Haplo, la magia rebotó sin producir ningún efecto.
—Imposible. Debe de tener algún amuleto oculto, o fue cosa de tu imaginación.
—No, padre. No fue ninguna de las dos cosas.
—¡Bah! ¿Qué sabes tú? No eres más que un niño. Ese Limbeck es el líder de una especie de rebelión entre su pueblo, ¿no es cierto?
Bane, aún con la cabeza gacha y un gesto enfurruñado en los labios, se negó a contestar.
Sinistrad obligó al dragón a detenerse. La nave avanzaba pesadamente tras ellos, rozando con la punta de las alas los témpanos de hielo que podían romper el casco en pedazos. Volviéndose en la silla de montar, el misteriarca agarró con una mano la barbilla de su hijo y lo obligó a levantar la cabeza. La presión de los dedos era dolorosa y a Bane se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Responderás con prontitud a todas las preguntas que te haga. Obedecerás mis mandatos sin replicar ni protestar. Me tratarás con respeto en todo momento. No te culpo de que ahora no lo hagas, pues has vivido entre gente que no hacía nada por imponer ese respeto, que no era merecedor de él. Pero esto ha cambiado. Ahora estás con tu padre. No lo olvides nunca.
—No —musitó Bane.
—No, ¿qué? —La presión de los dedos aumentó.
—¡No, padre! —respondió Bane.
Satisfecho, Sinistrad soltó al muchacho y lo recompensó con una ligera mueca en sus labios finos y exangües. Volviendo la cabeza, ordenó al dragón que reanudara la marcha.
Los dedos del hechicero dejaron unas marcas blancas en las mejillas del muchacho y unas manchas rojizas en sus mandíbulas. Bane, callado y pensativo, se pasó la mano por ellas tratando de aliviar el dolor. No había derramado ninguna lágrima y se obligó a engullir las que tenía en la garganta al tiempo que secaba con un acelerado parpadeo las que le acudían a los ojos.
—Ahora, responde a mi pregunta. Ese Limbeck es el líder de una rebelión, ¿sí o no?
—Sí, padre.
—Entonces, puede sernos útil. Al menos, nos proporcionará información sobre la máquina.
—Yo he hecho dibujos de esa máquina, padre.
—¿De veras? —Sinistrad volvió la mirada hacia él—. ¿Buenos croquis? No, no los saques ahora. Podría llevárselos el viento. Ya los estudiaré cuando lleguemos a casa.
Hugh dio unas lentas chupadas a la pipa, sintiéndose más relajado. Fueran cuales fuesen los planes del misteriarca, Limbeck le proporcionaría información y acceso al Reino Inferior. Pero ¿y Haplo? ¿Cuál era su papel allí? A menos que los hubiera acompañado por casualidad. No. Hugh observó con detenimiento al hombre, que incordiaba al perro dormido provocándole cosquillas en el hocico con los pelos de la cola. El perro estornudó, se despertó, buscó con aire irritado la presunta mosca que lo estaba molestando y, al no encontrarla, volvió a dormirse. Hugh evocó su encarcelamiento en Drevlin y el profundo sobresalto que había experimentado al ver a Haplo de pie junto a los barrotes. No, Hugh no podía imaginar a Haplo haciendo algo por casualidad. Así pues, estaba allí con algún propósito. Pero ¿cuál?
La Mano volvió la mirada hacia Alfred. El chambelán tenía la vista fija en el vacío y su expresión era la de quien sufre una pesadilla despierto. ¿Qué le había sucedido en el Reino Inferior? ¿Y por qué estaba allí, salvo que el chiquillo hubiera querido que su criado lo acompañara? Pero Hugh recordaba muy bien que no había sido Bane quien había subido a bordo a Alfred. El chambelán se había sumado al viaje por propia iniciativa. Y aún seguía con ellos.
—¿Y qué me dices de Alfred? —Inquirió Sinistrad—. ¿Por qué lo has traído?
El misteriarca y su hijo se estaban acercando al límite del Firmamento. Los témpanos de hielo se hacían más pequeños y la distancia entre ellos aumentaba progresivamente. Ante ellos, deslumbrador en la distancia y brillando entre el hielo como una esmeralda incrustada entre diamantes, se hallaba lo que Sinistrad identificó como el Reino Superior. A sus espaldas, en la lejanía, se alzó un griterío discordante en la nave elfa.
—Descubrió el plan del rey Stephen para hacerme asesinar —respondió Bane a su padre—, y vino a mi encuentro para protegerme.
—¿Sabe algo más, aparte de eso?
—Sabe que soy hijo tuyo y conoce la existencia del encantamiento.
—Todos los estúpidos la conocen. Por eso ha resultado tan eficaz: porque todo el mundo es deliciosamente consciente de su propia impotencia frente a él. ¿Sabe Alfred que manipulaste a tus padres y a ese idiota de Triano para que creyeran que fueron ellos los responsables de expulsarte? ¿Lo has traído por eso?
—No. Alfred ha venido porque no ha podido evitarlo. Tiene que estar siempre a mi lado. No es lo bastante despierto para hacer otra cosa.
—Nos irá bien tenerlo con nosotros cuando regreses. Podrá certificar tu historia.
—¿Regresar? ¿Regresar adonde? —Replicó Bane, agarrándose a su padre como si se hubiera asustado—. ¡Voy a quedarme contigo!
—¿Por qué no descansas, ahora? No tardaremos en llegar a casa y quiero que causes buena impresión a mis amigos.
—¿Y a mi madre? —Bane se instaló más cómodo en la silla.
—Sí, claro. Ahora, contén la lengua. Nos estamos acercando a la cúpula y debo comunicarme con los que esperan para recibirnos.
Bane descansó la cabeza en la espalda de su padre. No le había contado toda la verdad acerca de Alfred. Quedaba aquel extraño incidente del bosque, cuando le había caído encima el árbol. Alfred había creído que aún estaba inconsciente, pero no era así. Bane no estaba seguro de qué había sucedido, pero se dijo que allí arriba lo averiguaría. Tal vez algún día se lo preguntara a su padre, pero todavía no. Al menos, hasta enterarse de qué significaba aquel «cuando regreses». Hasta entonces, guardaría para sí el extraño comportamiento de Alfred.
Bane se cobijó aún más cerca de Sinistrad.
Hugh vació el tabaco de la pipa y, envolviendo ésta cuidadosamente con el paño, la guardó en su lugar junto al pecho. Desde el primer momento había sabido que cometía un error ascendiendo hasta allí, pero no había podido evitarlo, pues el muchacho lo tenía sometido a un encantamiento. Por tanto, resolvió no pensar más sobre sus alternativas.
No tenía ninguna.