CAPÍTULO 10
WOMBE, DREVLIN,
REINO INFERIOR
En Drevlin, un ratero vulgar habría sido llevado ante el survisor local para ser juzgado. Pequeños maleantes, borrachos pendencieros y esporádicos alborotadores eran considerados bajo la jurisdicción del líder del propio truno del acusado. Sin embargo, un delito contra la Tumpa-Chumpa era considerado alta traición y era preciso que el acusado fuese presentado ante el survisor jefe.
El survisor jefe era el líder del truno más importante de Drevlin; al menos, así era cómo se veían sus miembros y cómo consideraban que los demás clanes gegs debían verlos. Era su truno el que estaba a cargo de la Palma, el altar sagrado donde, una vez al mes, los welfos descendían de los cielos en sus poderosas naves dragón aladas y aceptaban el homenaje de los gegs, ofrecido en forma de sagrada agua. A cambio, los welfos repartían «bendiciones» antes de partir.
Wombe, la capital, era muy moderna en comparación con otras ciudades de Drevlin. Pocos de los edificios originales construidos por los dictores permanecían en pie. La Tumpa-chumpa, necesitada de espacio, los había derruido para crecer sobre sus restos, destruyendo con ello muchas de las viviendas de los gegs. Sin intimidarse, los gegs se habían limitado a trasladarse a secciones de la Tumpa-chumpa que ésta había abandonado. Vivir en la Tumpa-chumpa era considerado muy elegante. El propio survisor jefe tenía una casa en lo que una vez había sido un tanque de almacenamiento.
El survisor jefe celebraba sesión en el interior de un edificio conocido como la Factría. Esta, una de las construcciones más grandes de Drevlin, estaba hecha de hierro y acero ondulado y, según la leyenda, era el lugar de nacimiento de la Tumpa-chumpa. La Factría estaba abandonada desde hacía mucho tiempo y demolida en parte, pues la Tumpa-chumpa, como un parásito, se había alimentado de lo que la había hecho nacer. Con todo, aquí y allá, silencioso y fantasmal bajo la luz espectral de los reflectores, se veía el esqueleto de una grúa como una garra.
La Factría era un lugar sagrado para los gegs. No sólo era el lugar de nacimiento de la Tumpa-chumpa, sino que era allí donde se encontraba el icono más venerado de los gegs: la estatua metálica de un dictor. La estatua, que representaba la figura de un hombre con túnica y capucha, era más alta que los gegs y considerablemente más delgada. El rostro había sido esculpido de tal forma que quedaba oscurecido por la capucha. Se apreciaba un esbozo de nariz y el contorno de unos labios y de unos pómulos prominentes; el resto se difuminaba en el metal. El dictor sostenía en una de las manos un enorme globo ocular que miraba al frente. El otro brazo, en una postura forzada, aparecía doblado por el codo.
En una tarima elevada junto a la estatua del dictor había una silla alta rellena de cojines, construida obviamente para gentes de dimensiones muy distintas de las de un geg, pues el asiento quedaba casi a la altura de la cabeza de un geg, el respaldo era casi tan alto como el dictor y toda ella era estrecha en extremo. La silla constituía el trono ceremonial del survisor jefe, quien acomodaba en ella su grueso corpachón en las ocasiones de gran pompa. El cuerpo del survisor sobresalía por los costados del asiento y sus pies colgaban en el aire a buena altura sobre la tarima, pero estos detalles menores no desmerecían en absoluto su dignidad.
El gentío que había acudido a presencia del survisor estaba sentado con las piernas cruzadas sobre el suelo de cemento bajo la tarima, encaramado a viejos vástagos de la Tumpa-chumpa o asomado a las galerías que daban sobre el piso principal. Ese día, una multitud considerable se había congregado en la Factría para presenciar el juicio de aquel geg que tenía fama de problemático y a quien se consideraba líder de un grupo rebelde e insurrecto que, finalmente, había llegado al extremo de causar daños en la Tumpa-chumpa. Estaban presentes la mayoría de los trunos de noche de cada sector y también los gegs de más de cuarenta ciclos que ya habían dejado de trabajar en la Tumpa-chumpa y se encontraban en sus casas, criando a sus hijos. La Factría estaba abarrotada por encima de su capacidad y los que no podían ver o escuchar directamente eran informados de lo que sucedía mediante el misor-ceptor, un medio de comunicación sagrado y misterioso desarrollado por los dictores.
Un toque de silbato, repetido por tres veces, logró imponer un relativo silencio. Por supuesto, sólo callaron los gegs; la Tumpa-chumpa no se inmutó. Los prolegómenos estuvieron salpicados de golpes, martilleos, siseos y crujidos metálicos, esporádicos estampidos de truenos y ráfagas silbantes de viento del Exterior. Acostumbrados a tales ruidos, los gegs consideraron que se había hecho el silencio y que la ceremonia de Justiz podía iniciarse.
Dos gegs con la cara rasurada, uno pintado de negro y el otro de blanco, aparecieron de detrás de la estatua del dictor, donde habían esperado a que sonara la señal. Entre los dos sostenían una gran plancha de metal. Después de recorrer la multitud con una mirada severa para comprobar que todo estaba en orden, los dos gegs empezaron a sacudir enérgicamente el metal, creando el efecto de un trueno.
Los truenos reales no impresionaban en absoluto a los gegs, que los escuchaban todos los días de su vida. El trueno artificial que se extendió por la Factría por el misor-ceptor sonó misterioso y sobrenatural y provocó jadeos de temor y murmullos de admiración en la multitud. Cuando se desvanecieron las últimas vibraciones de la plancha metálica, hizo acto de presencia el survisor jefe.
Éste, un geg de unos sesenta ciclos, pertenecía al clan más rico y poderoso de Drevlin, los Estibadores. Su familia había ejercido el cargo de survisor jefe durante varias generaciones, pese a los intentos de los Gruistas por arrebatárselo. Darral Estibador había entregado sus ciclos de servicio a la Tumpa-chumpa antes de asumir los deberes de su cargo a la muerte de su padre. Darral era un geg astuto, nada estúpido, y, si había enriquecido a su propio clan a expensas de otros, no había hecho sino continuar una tradición largamente arraigada en Drevlin.
El survisor jefe Darral vestía la indumentaria de trabajo normal de los gegs: unos calzones anchos que caían sobre unas botas gruesas y pesadas y un guardapolvo de cuello alto que le iba algo justo en su robusta caja torácica. Esta ropa sencilla quedaba rematada por una incongruente corona de hierro forjado, regalo de la Tumpa-chumpa, que constituía el orgullo del survisor jefe (pese a que, a los quince minutos de llevarla, le producía un intenso dolor de cabeza).
En torno a los hombros llevaba una capa confeccionada con grandes plumas de pájaro de feo aspecto —plumas de tiero—, un regalo de los welfos que simbolizaba el deseo de los gegs de volar hasta el cielo. Además de la capa de plumas, que sólo aparecía en las sesiones de Justiz, el survisor jefe llevaba el rostro pintado de gris, una mezcla simbólica de las caras blanca y negra de los guardianes geg, que se situaron a ambos lados de él, con la que se pretendía demostrar a los gegs que Darral era neutral en todas las cosas.
El survisor sostenía en la mano una larga vara de la que colgaba una cola larga, terminada en horquilla. A una señal de Darral, uno de los guardianes tomó el extremo de esa cola y la introdujo con gesto reverente en la base de la estatua, mientras murmuraba palabras de alabanza al dictor. Una bola alargada de vidrio fijada en el extremo de la vara emitió un siseo y un chisporroteo alarmantes por un momento y luego empezó a brillar mortecinamente con una luz blanco azulada.
Los gegs hicieron comentarios elogiosos y muchos padres llamaron la atención de sus hijos a otras luces similares que colgaban del techo boca abajo, como murciélagos, e iluminaban la oscuridad barrida por las tormentas donde se hallaban los gegs.
Cuando los murmullos se acallaron de nuevo, hubo una pequeña espera hasta que remitió una serie de estampido especialmente violentos de la Tumpa-chumpa. A continuación, el survisor jefe inició su alocución.
Volviéndose hacia la estatua del dictor, alzó la vara luminosa.
—Invoco a los dictores para que desciendan de su elevado reino y nos guíen con su sabiduría al iniciar el juicio en el día de hoy.
No es preciso decir que los dictores no respondieron a la llamada del survisor jefe. Nada sorprendido ante el silencio —los gegs se habrían llevado un tremendo sobresalto si alguien hubiera contestado a la invocación— el survisor jefe, Darral Estibador, determinó que era su deber, por ausencia, presidir el juicio.
Y así lo hizo, encaramándose a la silla con la ayuda de los dos guardianes y de un taburete.
Una vez colocado en el incomodísimo asiento, el survisor jefe indicó con un gesto que llevaran a su presencia al prisionero, con la secreta esperanza (por el bien de su torturado trasero y de su cabeza, ya dolorida) de que fuera un juicio rápido.
Un joven geg de unos veinticinco ciclos, que llevaba unos gruesos fragmentos de vidrio colgados de la nariz y un gran puñado de papeles en la mano, se adelantó respetuosamente hacia el estrado que ocupaba el survisor. Darral, con los ojos entrecerrados y cargados de suspicacia, contempló los fragmentos de vidrio que cubrían los ojos del joven geg. Estuvo a punto de preguntar qué era aquello, pero de inmediato recordó que se suponía que un survisor jefe lo sabía todo. Irritado, descargó su frustración sobre los guardianes.
—¿Dónde está el prisionero? —rugió—. ¿A qué se debe el retraso?
—Si el survisor jefe me perdona, el prisionero soy yo —dijo Limbeck, ruborizándose de vergüenza.
—¿Tú? —El survisor jefe frunció el entrecejo—. ¿Dónde está tu Voz?
—Si el survisor me permite, yo soy mi propia Voz, Seoría —replicó Limbeck con humildad.
—Todo esto es muy irregular, ¿no es cierto? —inquirió Darral a los guardianes, que parecieron perplejos al oír que se dirigía a ellos de aquel modo; su única respuesta fue encogerse de hombros ofreciendo, con el rostro pintado, un aspecto de increíble estupidez. El survisor resopló y buscó ayuda en otra dirección.
—¿Dónde está la Voz de la Acusación?
—Tengo el honor de ser la Voz Acusadora, Seoría —respondió una geg de mediana edad cuya voz chillona resultaba claramente audible sobre el distante retumbar de la Tumpa-chumpa.
—¿Se…, se ha hecho eso alguna vez? —El survisor, a falta de palabras, señaló a Limbeck con una mano.
—Es irregular, Seoría —replicó la geg, adelantándose y clavando en Limbeck una torva mirada de desaprobación—, pero tendrá que valer. Para ser sincera, Seoría, no encontraríamos a nadie dispuesto a defender al prisionero.
—¿De veras? —El survisor jefe se animó. Se sentía inmensamente contento. El juicio prometía ser muy corto—. Entonces, prosigamos.
La geg hizo una reverencia y regresó a su silla, tras una mesa construida con un bidón metálico oxidado. La Voz de la Acusación iba vestida con una falda larga[8] y un guardapolvo ceñido a la cintura. Llevaba el cabello, de color gris acero, recogido en un moño sobre la nuca y sujeto con varias horquillas largas, de aspecto formidable. Era una mujer de espalda erguida, cuello erguido y labios apretados que, para gran incomodidad de Limbeck, le recordaba a su madre.
Mientras ocupaba su asiento tras otro bidón metálico que le servía de mesa, Limbeck se sintió rebosante de confianza y advirtió de pronto que estaba dejando un rastro de barro por todo el suelo.
La Voz de la Acusación llamó la atención del survisor jefe hacia el varón geg sentado junto a ella.
—El ofinista jefe representará a la Iglesia en este asunto, Seoría —anunció.
El ofinista jefe llevaba una camisa blanca bastante gastada con el cuello almidonado y las mangas demasiado largas, calzones atados con cintas deslustradas por debajo de las rodillas, medias altas y zapatos en lugar de botas. Se puso en pie y saludó con aire digno.
El survisor jefe hundió la cabeza en los hombros y se revolvió en la silla, incómodo. No era frecuente que la Iglesia participara en un juicio, y menos aún que formara parte de la Acusación. Darral debería haber sabido que su santurrón cuñado estaría metido en aquello, ya que atacar la Tumpa-chumpa era un crimen blasfemo. El survisor jefe veía con suspicacia y preocupación a la Iglesia en general y a su cuñado, en particular. Sabía que éste se consideraba más capaz que él para dirigir adecuadamente a la nación. ¡Muy bien!, se dijo Darral: no iba a darle la oportunidad de decir lo mismo respecto a aquel juicio. Dirigió una fría mirada a Limbeck y, acto seguido, una benevolente sonrisa a la Acusación.
—Presenta tus alegaciones.
La Voz Acusadora afirmó que, desde hacía algunos años, la Unión de Adoradores para el Progreso y la Prosperidad (pronunció el nombre en un tono de voz grave y desaprobador) se habían convertido en una molestia en varias ciudades pequeñas entre los trunos del norte y del este.
—Su líder, Limbeck Aprietatuercas, es un conocido alborotador. Desde la infancia ha sido fuente de preocupaciones, disgustos y pesares para sus padres. Por ejemplo, con la ayuda de un anciano ofinista descamado, el joven Limbeck aprendió a leer y a escribir.
El survisor jefe aprovechó la ocasión para dirigir una mirada de reproche al ofinista jefe.
—¡Enseñarle a leer! ¡Un ofinista! —exclamó, alterado. Únicamente los ofinistas aprendían a leer y escribir, para poder transmitir al pueblo la Palabra de los Dictores, contenida en el Manal de Trucciones. Se consideraba que ningún otro geg tenía tiempo de molestarse en tal tontería.
Se escucharon murmullos en la sala. Los padres mostraban el ejemplo de Limbeck a aquellos de sus hijos que estuvieran tentados de seguir su espinoso camino.
El ofinista jefe se sonrojó, con aspecto de sentirse profundamente mortificado ante aquel pecado cometido por un colega. Darral, con una sonrisa pese al dolor de cabeza, movió el trasero dolorido en la silla. Aunque la nueva postura no era más cómoda, se sintió mejor ante la satisfactoria certeza de que vencía por uno a cero en la competición con su cuñado.
Limbeck miró a su alrededor con una sonrisa de ligero placer, como si le divirtiera revivir los días de su infancia.
—Su siguiente fechoría les rompió el corazón a sus padres —continuó la Voz Acusadora con severidad—. Estaba matriculado en la Escuela de Prentices de Aprietatuercas y un nefasto día, en clase, el acusado Limbeck… —hizo una pausa señalándolo con mano temblorosa— ¡… se levantó y exigió saber por qué!
A Darral se le había dormido el pie izquierdo. Estaba concentrado en devolverle un poco de sensibilidad moviendo los dedos cuando escuchó exclamar el tremendo ¡por qué! a la Voz Acusadora y volvió la atención al juicio con un sobresalto y cierto sentimiento de culpabilidad.
—¿Por qué, qué? —preguntó el survisor jefe.
La Acusadora, creyendo que ya había dicho lo suficiente, puso cara de desconcierto como si no supiera qué más añadir. El ofinista jefe se puso en pie con una mueca despectiva que no tardó en empatar el marcador entre la Iglesia y el Estado.
—Simplemente por qué, Seoría. Una palabra que pone en cuestión todas nuestras creencias más profundas. Una palabra radical y peligrosa que, si se llevara muy lejos, podría conducir a un colapso del gobierno, a la decadencia de la sociedad y, muy probablemente, al término de la vida como la conocemos.
—¡Ah, ese por qué! —asintió el survisor jefe con aire de suficiencia, al tiempo que dirigía una torva mirada a Limbeck y lo maldecía por haber proporcionado al ofinista jefe la oportunidad de apuntarse un tanto.
—El acusado fue expulsado de la escuela y, a continuación, trastornó a la ciudad de Het desapareciendo un día entero. Fue preciso mandar patrullas de búsqueda, con grandes costos. Es de imaginar la angustia de sus padres —continuó la Voz con emoción—. Al ver que no lo encontraban, se dio por hecho que había caído en el interior de la Tumpa-chumpa. En aquel momento, alguien dijo que la Tumpa-chumpa, enfadada con el por qué, había decidido ocuparse en persona de él. Y justo cuando todos lo creían muerto y andaban ocupados en preparar un funeral, el acusado tuvo la osadía de reaparecer con vida.
Limbeck sonrió con aire de disculpa y pareció ruborizarse. El survisor, tras un bufido indignado, volvió su atención a la Acusación.
—Declaró que había estado en el Exterior —dijo la Voz con un susurro de pavor que el misor-ceptor captó fielmente.
Los gegs congregados se quedaron boquiabiertos.
—No tenía intención de alejarme tanto —protestó Limbeck sin mucha convicción—. Me perdí.
—¡Silencio! —rugió el survisor, y al instante se arrepintió de haber gritado. El dolor de cabeza arreció. Volvió la vara luminosa hacia Limbeck, casi cegándolo—. Ya tendrás ocasión de hablar, joven. Hasta entonces, guarda silencio o te expulsaré de la sala, ¿entendido?
—Sí, Seoría —respondió Limbeck con docilidad, y se sentó.
—¿Algo más? —preguntó el survisor jefe a la Acusadora, malhumorado. No notaba en absoluto el pie izquierdo y el derecho empezaba a ser presa de un extraño picor.
—Poco después de su regreso, el acusado formó la organización antes mencionada, conocida como UAPP. Esta autodenominada Unión propugna, entre otras cosas, la distribución libre e igualitaria de los pagos de los welfos, que todos los adoradores se reúnan y compartan sus conocimientos sobre la Tumpa-chumpa para descubrir con ello los «cómo» y los «porqué»…
—¡Blasfemia! —gritó tembloroso el ofinista jefe con voz hueca.
—… Y que todos los gegs dejen de esperar el día del Juicio y trabajen para mejorar sus condiciones de vida…
—¡Seoría! —El ofinista jefe se puso en pie de un salto—. ¡Solicito que los menores abandonen la sala! Es terrible que unas mentes jóvenes e impresionables deban someterse a unos conceptos tan profanos y peligrosos.
—¡No son peligrosos! —protestó Limbeck.
—¡Silencio! —El survisor frunció el entrecejo y meditó la petición. Le disgustaba conceder otro tanto a su cuñado, pero aquello le ofrecía una excusa perfecta para escapar de la silla—. Haremos una pausa. No se permitirá volver a la sala a los menores de dieciocho ciclos. Vayamos a comer y dentro de una hora reanudaremos la vista.
Con ayuda de los guardianes, que tuvieron que arrancarlo materialmente, el survisor jefe desalojó su grueso cuerpo del asiento. Se quitó de la cabeza la corona de hierro, devolvió la vida a su torturado trasero con unos masajes, dio una serie de fuertes pisotones hasta que volvió a sentir el pie y exhaló un suspiro de alivio.