CAPÍTULO 18

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PELDAÑOS DE TERREL FEN,

REINO INFERIOR

—Hasta aquí he llegado. ¿Qué hago ahora?

Limbeck se pasó la mano por la frente sudorosa y frotó con los dedos la montura de las gafas, que le resbalaban por la nariz. El dios se encontraba en bastante mal estado; al menos, eso le pareció a Limbeck, que no estaba muy seguro de las características físicas de los dioses. La profunda brecha de la cabeza habría sido gravísima en un geg y Limbeck no podía hacer otra cosa que considerarla igualmente grave en un dios.

—¡El manipulador!

Limbeck se puso en pie de un salto y, tras una última mirada al dios sin sentido y a su sorprendente perro, subió gateando la pendiente del cráter. Al llegar al borde, vio todas las zarpas dedicadas a su trabajo. El ruido era casi ensordecedor; crujidos, chirridos y resoplidos: todo muy reconfortante para un geg. Dirigió una rápida mirada a lo alto para comprobar que no estuvieran bajando otras zarpas, salió del cráter y volvió corriendo a la zanja.

Era lógico pensar que el geg de la Unión que encontrara la L en el brazo de la excavadora enviaría el manipulador al mismo punto o lo más cerca posible de éste. Naturalmente, era más que posible que nadie hubiera advertido la marca, o que no pudieran haber preparado el manipulador a tiempo, o innumerables otros contratiempos. Mientras corría, tambaleándose y tropezando sobre los montones de coralita suelta, Limbeck intentó prepararse para aceptar sin decepcionarse del hecho de que no hubiera ningún manipulador.

Pero allí estaba.

La oleada de alivio que recorrió a Limbeck cuando vio el aparato posado en el suelo, justo al lado de la zanja, casi lo sofocó. Le fallaron las rodillas, se sintió mareado y tuvo que sentarse un momento para reponerse.

Su primer pensamiento fue echar a correr, pues las zarpas estaban a punto de levantarse otra vez. Tambaleándose, retrocedió a la carrera hacia el cráter. Las piernas le informaron en términos nada amistosos que estaban a punto de rebelarse contra aquel despliegue de ejercicio físico tan inhabitual. Se detuvo un momento para que remitiera el dolor y se dijo que, después de todo, probablemente no era preciso que se diera prisa. Sin duda, sus amigos no harían subir el manipulador hasta tener la seguridad de que él estaba dentro.

El dolor de las piernas desapareció, pero pareció llevarse consigo todas las fuerzas que le quedaban. Le parecía que los brazos le pesaban seis veces más de lo normal y, además, tenía la clara impresión de estar arrastrando las piernas, en lugar de sostenerse sobre ellas. Fatigosamente, tropezando y cayendo al suelo, cubrió de nuevo la distancia hasta el cráter. Se deslizó por la pendiente casi contra su voluntad, convencido de que el dios que no lo era habría muerto durante su ausencia.

Sin embargo, observó que todavía respiraba. El perro, acurrucado lo más cerca posible del cuerpo de su amo, tenía apoyada la cabeza en el pecho del dios y sus ojos vigilaban su cara pálida y manchada de sangre.

La idea de arrastrar el pesado cuerpo del dios por la pendiente del cráter y el campo de coralita, lleno de montículos y zanjas, descorazonó a Limbeck y dejó sus ánimos tan exhaustos como lo estaban sus piernas.

—No podré hacerlo —murmuró, dejándose caer al lado del dios y apoyando la cabeza en las rodillas dobladas de éste—. Ni siquiera creo…, que pueda regresar…, yo solo.

Se le velaban las gafas del acaloramiento del esfuerzo. Estaba entumecido de frío y sudoroso. Un nuevo elemento vino a sumarse a su aturdimiento físico y mental: el rumor de un trueno anunciaba la proximidad de otra tormenta. A Limbeck no le importó. Con tal de no tener que ponerse en pie otra vez…

«¡Pero este dios que no lo es demostrará que tenías razón!», le sermoneó aquella vocecilla irritante. «Por fin estarás en posición de convencer a los gegs de que han sido engañados y utilizados como esclavos. ¡Éste podría ser el amanecer de un nuevo día para tu pueblo! ¡Podría ser el inicio de la revolución!».

¡La revolución! Limbeck levantó la cabeza. La niebla de las gafas le impedía ver nada, pero no importaba. De todos modos, no estaba mirando el paisaje. Volvía a encontrarse en Drevlin, vitoreado por los gegs. Y algo todavía más hermoso: estaban siguiendo sus consejos.

¡Estaban preguntándose «¿por qué?»!

Limbeck no logró nunca recordar con claridad lo que sucedió a partir de entonces. Le quedó la vaga imagen de que se desgarraba la camisa para improvisar una venda y envolver con ella la cabeza del dios. Recordaba haber mirado de soslayo al perro, sin saber cómo reaccionaría si alguien se acercaba a su amo, y que el perro le lamía la mano y lo miraba con sus ojos acuosos y permanecía a un lado, observando con nerviosismo cómo el geg agarraba el cuerpo exánime del dios y empezaba a tirar de él, ascendiendo la pendiente del cráter. A partir de ahí, los únicos recuerdos de Limbeck eran el dolor de sus músculos y la respiración jadeante mientras se arrastraban unos palmos, él y el cuerpo, y caían al suelo, y volvían a avanzar y a caer, sin cejar nunca en el empeño.

Las zarpas excavadoras volvieron a perderse en el cielo, aunque el geg no llegó a advertirlo. La tormenta estalló, lo que aumentó su terror pues sabía que no tenían ninguna posibilidad de sobrevivir a toda su furia en terreno abierto, sin protección. Se vio obligado a quitarse las gafas y entre su miopía, la lluvia cegadora y la creciente oscuridad, no consiguió localizar el manipulador. Lo único que podía hacer era seguir avanzando en la dirección que esperaba fuera la correcta.

Más de una vez, Limbeck pensó que el dios había muerto, pues el cuerpo aterido por la lluvia mostraba una piel cenicienta y unos labios amoratados. El agua había limpiado la sangre y el geg apreció la herida de la cabeza, profunda y de feo aspecto, de la cual aún salía un reguero rojo de sangre. Con todo, el dios aún respiraba.

«Tal vez es realmente inmortal», pensó Limbeck en su aturdimiento.

Consideró que se había perdido pues, según sus cálculos, debían de haber recorrido la mitad de aquella inhóspita isla, por lo menos. No había visto el manipulador o tal vez el aparato, cansado de esperar, había sido izado otra vez. La tormenta arreciaba y a su alrededor caían los relámpagos, abriendo agujeros en la coralita y ensordeciendo a Limbeck con sus intimidadores truenos. El viento lo mantenía aplastado contra el suelo y el geg no tenía fuerzas para intentar ponerse en pie. Se disponía a arrastrarse hasta la primera zanja para escapar de la tormenta —o para morir, si tenía esa suerte— cuando advirtió confusamente que la zanja que tenía ante él era la suya. Allí estaban los restos destrozados del armazón de las alas. ¡Y, junto a la zanja, estaba el manipulador!

La esperanza dio fuerzas al geg. Se incorporó y, batido por el viento, consiguió pese a todo arrastrar al dios los últimos pasos que quedaban. Dejando el cuerpo en el suelo, abrió la portezuela de la burbuja de cristal y observó el interior con curiosidad.

El manipulador era un aparato destinado a facilitar el descenso de los gegs para auxiliar a las palas excavadoras, en caso necesario. De vez en cuando, alguna de ellas quedaba atascada en la coralita, o se rompía o funcionaba defectuosamente. Cuando tal cosa ocurría, un geg ocupaba el manipulador y descendía en él hasta una de las islas para efectuar las reparaciones necesarias.

El manipulador tenía el aspecto que evocaba su nombre: el de una gigantesca mano metálica seccionada a la altura de la muñeca. Un cable atado a la muñeca permitía izar y bajar el artefacto desde arriba. La mano estaba doblada formando un hueco, con todos los dedos juntos, y sostenía en su seguro interior una gran burbuja de cristal protectora en la que viajaban los gegs encargados de las reparaciones. Una puerta con bisagras servía de entrada y salida de la burbuja, y una bocina de metal unida a un tubo que corría junto al cable permitía a los ocupantes comunicarse con sus colegas de arriba.

En el interior de la burbuja de cristal cabían con comodidad dos gegs de proporciones normales. El dios, considerablemente más alto que un geg, representaba un problema. Limbeck arrastró al dios hasta la burbuja y lo empujó adentro, pero las piernas le quedaron colgando fuera. Al fin, logró alojarlas en la burbuja, doblándoselas hasta que las rodillas le tocaban la barbilla y cruzándole los brazos sobre el pecho. Agotado, Limbeck se introdujo como pudo en el artefacto y, a continuación, saltó adentro el perro. Los tres iban a estar aún más apretados, pero Limbeck no estaba dispuesto a abandonar al animal otra vez. No creía que pudiera soportar el sobresalto de verlo aparecer por segunda vez de entre los muertos.

El perro se enroscó contra el cuerpo de su amo. Limbeck alargó la mano entre los brazos fláccidos del dios, luchando contra la ventolera en un esfuerzo inútil por cerrar la puerta. El viento cambió para atacar desde otra dirección y, de pronto, la puerta se cerró por sí sola, arrojando a Limbeck contra la pared de la burbuja. Así permaneció durante un largo instante, entre gemidos y jadeos.

Limbeck advirtió que la mano temblaba y se mecía bajo la tormenta. Imaginó que el cristal se rompía, que el cable se soltaba, y de pronto sólo tuvo un deseo: acabar de una vez con aquel bamboleo. Le costó un acto supremo de voluntad mover los músculos, pero consiguió alargar la mano y asir la bocina.

—¡Arriba! —exclamó jadeante.

No hubo respuesta y comprendió que su voz quizá resultaba inaudible.

Llenando de aire los pulmones, Limbeck cerró los ojos y concentró las escasas fuerzas que le quedaban.

¡Arriba! —gritó con tal fuerza que el perro se levantó de un brinco, alarmado, y el dios se agitó y emitió un gruñido.

¿Kplf guf? —le llegó una voz, cuyas palabras retumbaron por el tubo como un puñado de guijarros.

¡Arriba! —chilló de nuevo con exasperación, desesperación y absoluto pánico.

El manipulador dio un tremendo bandazo que hubiera arrojado a Limbeck al suelo, de haber estado de pie. Por fortuna, ya estaba encajado contra el costado de la burbuja para dejar sitio al dios. Lentamente, con un alarmante crujido y balanceándose a un lado y a otro bajo el viento huracanado, el aparato empezó a ascender por los aires.

Tratando de no pensar en qué sucedería si el cable se partía, Limbeck se apoyó en el cristal de la burbuja, cerró los ojos y esperó no marearse.

Por desgracia, al cerrar los ojos le vino el vértigo. Se sintió como si todo diera vueltas y estuviera a punto de caer en una profunda zanja oscura.

—No puede ser —se dijo Limbeck, temblorosamente—. No me puedo desmayar. Es preciso que explique a los de arriba lo que sucede.

El geg abrió los ojos y, para evitar mirar al exterior, se concentró en estudiar al dios. Advirtió que lo había considerado un varón desde el primer momento. Al menos, su aspecto era más el de un geg que el de una geg, y era lo único en lo que podía basarse Limbeck para determinarlo. Las facciones del dios eran angulosas: la barbilla, cuadrada y hendida, estaba cubierta con una perilla corta; los labios, firmes y tensos, cerrados con fuerza, no se relajaban en ningún momento y parecían guardar secretos que se llevaría con él a la tumba. Las arrugas en torno a los ojos parecían indicar que el dios, aunque no era un viejo, tampoco era ningún muchacho. El cabello contribuía a darle esta impresión de edad. Lo llevaba corto —muy corto— y, pese a estar salpicado de sangre y empapado por la lluvia, Limbeck advirtió unos mechones canosos en las sienes, sobre la frente y en la nuca. El cuerpo del dios parecía hecho sólo de huesos, músculos y tendones. Era muy delgado; para los criterios geg, demasiado delgado.

—Probablemente, por eso lleva tanta ropa —murmuró Limbeck para sí, esforzándose en no mirar por los laterales de la burbuja, donde los relámpagos hacían la noche tormentosa más brillante que el día más luminoso que conocían los gegs en su mundo sin sol.

El dios llevaba una gruesa túnica de cuero sobre una camisa de cuello cerrado, ajustado con una cinta. En torno al cuello llevaba una banda de tela con los extremos anudados debajo de la barbilla y recogidos bajo la túnica. Las mangas de la camisa, largas y amplias, le cubrían las muñecas, cerradas también con sendas cintas. Llevaba unos pantalones de cuero blando con las perneras metidas por dentro de unas botas hasta las rodillas, que se abrochaban por los costados con botones de un material que parecía el hueso o el asta de algún animal. Encima de todo esto, lucía una casaca larga sin cuello, con mangas anchas que le llegaban hasta el codo. Los colores de la ropa eran apagados: blancos y pardos, grises y negros deslustrados. Las telas estaban desgastadas, deshilachadas en algunos lugares. La túnica de cuero, los pantalones y las botas se ajustaban a los contornos del cuerpo como una segunda piel.

Lo más peculiar eran los harapos que le cubrían las manos. Sorprendido por aquel detalle que debería haber advertido, pero que se le había pasado por alto hasta aquel instante, Limbeck estudió con más detenimiento las manos del dios. Los jirones de tela estaban dispuestos con gran cuidado. Partiendo de las muñecas, le cubrían el revés y la palma de la mano, y estaban entrelazados en torno a la base de los dedos.

—¿Por qué? —se preguntó Limbeck, adelantando la mano para averiguarlo.

El gruñido del perro resultó tan amenazador que el geg notó cómo se le erizaba el vello de la cerviz. El animal se había incorporado de un salto y observando al geg con una mirada que decía claramente: «Yo, en tu lugar, dejaría en paz a mi amo».

—Está bien —balbució Limbeck, encogiéndose contra el cristal de la burbuja.

El perro le lanzó una mirada de aprobación. Volvió a acomodarse e incluso cerró los ojos, como si dijera: «Ahora sé que te portarás bien, de modo que, si me disculpas, echaré una cabezadita».

El animal tenía razón, Limbeck iba a portarse bien. Estaba paralizado, temeroso de moverse, casi asustado de respirar.

A los gegs, con su mentalidad práctica, les gustaban los gatos. El gato era un animal útil que se ganaba el sustento cazando ratones y que se ocupaba de sí mismo. A la Tumpa-chumpa también le gustaban los gatos o, al menos, así se suponía, ya que habían sido sus creadores, los dictores, quienes habían traído los primeros gatos desde los reinos superiores para que vivieran con los gegs. En cambio, había pocos perros en Drevlin. Sus propietarios eran, por lo general, los gegs más ricos, como el survisor jefe y los miembros de su clan. Los perros no eran animales de compañía, sino que se empleaban para proteger las riquezas. Los gegs eran incapaces de dar muerte a sus semejantes, pero había algunos que no mostraban reparos en coger lo que pertenecía a otros.

Aquel perro era diferente de los que tenían los gegs, los cuales guardaban cierto parecido con sus propietarios: paticortos, de cuerpos como toneles, con rostros chatos, redondos y de grandes narices…, y una expresión de malvada estupidez. El perro que tenía a Limbeck a raya tenía la piel lisa y el cuerpo enjuto, un morro alargado, cara de excepcional inteligencia y ojos grandes, de un pardo aguado. El pelaje era de un negro indefinido con manchas blancas en las puntas de las orejas, y cejas blancas. Eran estas últimas, se dijo Limbeck, lo que daban al perro un aire excepcionalmente expresivo para tratarse de un animal.

Tales fueron las observaciones de Limbeck sobre el dios y su perro. Fueron muy detalladas, porque tuvo un buen rato para estudiar a ambos durante la ascensión en el manipulador, de regreso a la isla de Drevlin.

Y, mientras duró el viaje, no pudo dejar de preguntarse un solo instante: ¿Qué?… ¿Por qué?…