CAPÍTULO 38

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EN CIELO ABIERTO,

SOBRE EL TORBELLINO

El capitán de la nave elfa Carfa'shon[16] era miembro de la familia real. No un miembro muy importante, pero un miembro en cualquier caso, hecho del cual se sentía extraordinariamente consciente y así se lo hacía sentir también a quienes lo rodeaban. Con todo, había una pequeña cuestión acerca de aquella sangre real que nunca era aconsejable sacar a relucir, y era su desafortunada relación de parentesco con el príncipe Reesh'ahn, el líder de la rebelión que había estallado entre los elfos.

En los prósperos tiempos de antaño, el capitán solía proclamar modestamente que era nada menos que primo quinto del elegante, joven y guapo príncipe elfo. Ahora, tras la desgraciada actuación de Reesh'ahn, el capitán Zankor'el aseguraba a la gente que era apenas un primo quinto del hombre, y eso parecía poner un par de primos más de por medio.

Siguiendo la costumbre y tradición de toda la estirpe real elfa, tanto rica como pobre, el capitán Zankor'el servía a su pueblo trabajando dura y enérgicamente durante su vida. Y, siguiendo asimismo la tradición de la realeza, esperaba continuar sirviendo a los elfos en el momento de su muerte. A los señores y damas de sangre real no se les permite pasar apaciblemente al olvido eterno cuando les llega la hora, sino que sus almas son capturadas antes de que puedan alejarse aleteando para pasar el tiempo futuro en los eternos prados primaverales.

Las almas de la estirpe real son mantenidas entonces en extasis por los magos elfos, que emplean la energía de las almas para llevar a cabo su magia.

Debido a ello, es necesario que los magos acompañen constantemente a los miembros de la familia real, dispuestos en todo momento —de día y de noche, en la paz y en mitad de una feroz batalla— para hacerse cargo del alma si se produce la muerte[17]. Los hechiceros destinados a tal deber tienen un título oficial, weesham, por el que se los nombra entre la alta sociedad elfa. En cambio, entre todos los demás se los conoce por geir, palabra cuyo antiguo significado era «buitre».

El geir sigue al elfo de sangre real desde la infancia hasta la vejez, sin abandonarlo nunca. Al nacer, al niño se le adjudica un geir y éste lo ve dar los primeros pasos, viaja con él durante los años de aprendizaje, vigila junto a su cama todas las noches (incluso la de bodas) y lo asiste en la hora de la muerte.

Los magos que aceptan esta tarea —que, entre los elfos, ha adquirido un carácter sagrado— son sometidos a un meticuloso aprendizaje. Se les estimula a desarrollar una estrecha relación personal con aquel sobre el cual extienden la sombra negra de sus alas. El o la geir no puede casarse, de modo que el pupilo se convierte en toda su vida, ocupando el lugar del marido, la esposa y el hijo. Como los geir son de más edad que sus pupilos (por lo general están entre los veinte y treinta ciclos cuando aceptan la responsabilidad de los niños), suelen asumir el papel adicional de mentor y confidente. Entre la sombra y su pupilo surgen muchas amistades profundas y duraderas. En tales casos, a menudo, los geir no sobreviven mucho tiempo a su protegido, sino que envía el alma a la Catedral del Albedo y luego se esconde para morir de pena.

Así pues, los miembros de la familia real viven, desde su nacimiento, con el recuerdo constante de su mortalidad revoloteando en torno a sus hombros. Y han llegado a vanagloriarse de los geir. Los magos de la túnica negra denotan la estirpe regia y simbolizan ante los elfos que sus líderes no sólo les sirven en vida, sino también tras la muerte. La presencia del geir tiene el efecto adicional de aumentar el poder real. Resulta difícil negarle al rey elfo lo que desea, con la figura de túnica oscura presente siempre a su lado.

Es comprensible que los miembros de la familia real, en especial los más jóvenes, sean un poco alborotados y temerarios y vivan la vida con despreocupación. Las fiestas reales suelen ser acontecimientos caóticos. El vino corre con prodigalidad y la alegría tiene un punto de frenesí, de histeria. Una doncella elfa refulgente, bellamente vestida, baila y bebe, y no se priva de nada que pueda darle placer pero, allí donde vuelva la mirada, tiene que ver a su geir de pie, apoyado en la pared, con los ojos siempre puestos en aquel o aquella cuya vida —y, más importante aún, cuya muerte— le ha sido confiada.

El capitán de la nave elfa de transporte de agua tenía su correspondiente geir y es preciso reconocer que a bordo había más de uno que deseaba que la sombra del primo quinto del príncipe Reesh'ahn diera pronto cumplimiento a su sagrada misión; la mayoría de quienes servían al capitán expresaban (en voz baja) la opinión de que el alma del capitán sería mucho más valiosa para el reino de los elfos si dejara de estar unida a su cuerpo.

Alto, delgado y bien parecido, el capitán Zankor'el sentía una gran consideración personal para consigo mismo y ninguna en absoluto para con aquellos que tenían la manifiesta desgracia de no ser de alto rango, de no ser de estirpe real y, en resumen, de no ser él.

—Capitán…

—¿Teniente?

Esto último siempre sonaba con un ligero retintín de suficiencia.

—Estamos entrando en el Torbellino.

—Gracias, teniente, pero no estoy ciego ni soy tan estúpido como tal vez lo fuera su último y difunto capitán. Viendo las nubes de tormenta, he sido capaz de deducir casi al instante que estábamos en una tormenta. Si quiere, puede pasar el anuncio al resto de la tripulación, que quizá no se ha dado cuenta.

El teniente se puso tenso y su piel clara enrojeció hasta un delicado tono carmesí.

—¿Puedo recordar al capitán con todo respeto que tengo la obligación reglamentaria de informarle de nuestra entrada en cielos peligrosos?

—Puede recordárselo si quiere, pero yo que usted no lo haría, porque al capitán le parece que está usted al borde de la insubordinación —replicó Zankor'el, llevándose a los ojos un catalejo y echando un vistazo por las portillas de la nave dragón—. Ahora, vaya abajo y encárguese de los esclavos. Por lo menos, supongo que para esta tarea estará preparado, ¿verdad, teniente?

El capitán no llegó a pronunciar en voz alta esta última frase, pero quedaba implícita en su tono de voz. Tanto el teniente como los demás tripulantes que se hallaban en el puente escucharon con toda claridad sus mudas palabras.

—Muy bien, señor —respondió el teniente Bothar'in. El tono carmesí había desaparecido de sus mejillas, dejándolas blancas de cólera contenida.

Ninguno de los otros miembros de la tripulación se atrevió a mirar a los ojos al teniente, pues era absolutamente inaudito que se enviara al segundo de a bordo a la cubierta inferior durante un descenso. Siempre era el propio capitán quien se encargaba de aquella arriesgada maniobra, ya que el control de las alas era fundamental para la seguridad de la nave. Se trataba de un puesto peligroso durante un descenso (el anterior capitán había perdido la vida allí abajo), pero un buen comandante ponía la seguridad de la nave y de la tripulación por encima de la suya y por ello, al ver que era el teniente quien bajaba a la cubierta inferior mientras el capitán se quedaba en el puesto más cómodo, en el puente, la tripulación elfa no pudo evitar intercambiar unas miradas sombrías.

La nave dragón se sumergió en la tormenta. Los vientos empezaron a sacudir el casco y en torno a él estallaron los relámpagos, casi cegadores, acompañados de unos truenos ensordecedores. En la cubierta de los galeotes, los esclavos humanos, sujetos a los correajes que los unían a las alas mediante cables, luchaban con todas sus energías para mantener derecha la nave y continuar el vuelo a través de la tormenta. Las alas habían sido cerradas lo más posible, reduciendo su efecto mágico para posibilitar el descenso. Sin embargo, las alas no podían plegarse del todo pues, de hacerlo, la magia dejaría de actuar por completo y la nave se desplomaría sin control hasta estrellarse en la superficie de Drevlin. Así pues, era preciso mantener un delicado equilibrio durante la maniobra, que era una tarea sencilla cuando el tiempo era bueno y despejado pero que entrañaba dificultades extremas en mitad de una furiosa tormenta.

—¿Dónde está el capitán? —preguntó el contramaestre.

—Yo me encargaré de la maniobra aquí abajo —respondió el teniente.

El contramaestre echó un vistazo al rostro tenso y pálido del teniente, observó sus mandíbulas encajadas y sus labios apretados y comprendió la situación.

—Tal vez no sea pertinente que diga esto, señor, pero me alegro de que esté aquí usted, en lugar de él.

—Tiene razón, contramaestre, su comentario no es pertinente —respondió el teniente mientras ocupaba su posición delante de los galeotes.

Prudentemente, el contramaestre no dijo nada más, pero cruzó una mirada con el mago de la nave, cuya tarea consistía en mantener la magia en funcionamiento. El mago se encogió de hombros y el contramaestre sacudió la cabeza en gesto de negativa. Tras ello, los dos se dedicaron a sus respectivas tareas, que eran lo bastante complicadas como para exigir toda su atención.

Arriba, el capitán Zankor'el permanecía firme en la oscilante cubierta, con las piernas abiertas, contemplando a través del catalejo la masa de nubes que se arremolinaba debajo de la nave. El geir estaba sentado a su lado en una silla de cubierta; demudado de terror y mareado hasta la náusea, el mago se agarraba a todo lo que alcanzaban sus manos como si en ello le fuera la vida.

—Ten, weesham. Creo que he visto los Escollos Flotantes. Sólo ha sido un momento, en el ojo de ese remolino de nubes. ¿Quieres echar un vistazo? —añadió, ofreciéndole el catalejo.

—¡No lo permitan las almas de nuestros antepasados! —replicó el hechicero con un escalofrío. Ya era suficientemente terrible tener que viajar en aquel frágil artefacto de piel, madera y magia, para encima tener que mirar por dónde se desplazaban—. ¿Qué ha sido eso?

El hechicero levantó la cabeza con gesto alarmado y en su mentón afilado, desprovisto de barba, apareció un temblor. Abajo, en la cubierta de los galeotes, acababa de resonar un perceptible crujido. La nave cabeceó de pronto y el capitán perdió el equilibrio.

—¡Maldito sea ese Bothar'in! —masculló Zankor'el—. ¡Le abriré un expediente por esto!

—Si aún está vivo —acotó el pálido hechicero con un jadeo.

—¡Por su bien, será mejor que no lo esté! —exclamó el capitán, incorporándose.

Entre la tripulación se cruzaron nuevas miradas y un joven elfo imprudente llegó a abrir la boca para replicar, pero un compañero le dio un codazo en las costillas justo a tiempo y el joven tripulante se tragó sus palabras sediciosas.

Durante un aterrador instante, la nave pareció quedar fuera de control y a merced del viento. Se desplomó vertiginosamente y estuvo a punto de volcar por impulso de una violenta ráfaga de aire. Una corriente ascendente la elevó a continuación, para dejarla caer de nuevo. El capitán gritó maldiciones y órdenes contradictorias a la cubierta inferior, pero se cuidó mucho de abandonar la seguridad del puente. El geir se encogió en un rincón y la expresión de su rostro pareció dar a entender que ojalá hubiera escogido otra ocupación en su vida.

Por fin, la nave se enderezó y alcanzó el centro del Torbellino, donde reinaba la calma y lucía el sol, y donde, por contraste, el remolino de nubes que lo circundaba parecía mucho más negro y amenazador. Allá abajo, en Drevlin, los Escollos Flotantes titilaban brillantes bajo los rayos solares.

Construidos por los dictores con el propósito de estar permanentemente enfocados hacia el ojo de la eterna tormenta, los Escollos Flotantes eran el único lugar del continente donde los gegs podían alzar la vista y contemplar el rutilante firmamento, y sentir el calor del sol. No es de extrañar, pues, que aquél fuera para los gegs un lugar sagrado, y más aún por el hecho de que allí se producía el descenso mensual de los «welfos».

Tras un breve intervalo, durante el cual la respiración se hizo más relajada y muchos rostros pálidos recuperaron el color, el teniente hizo acto de presencia en el puente. El joven imprudente tuvo la osadía de entonar unos vítores que provocaron una mirada malévola del capitán, y el joven elfo comprendió que le quedaba poco tiempo como tripulante en aquella nave.

—Bien, ¿qué estragos has causado ahí abajo, además de haber estado a punto de matarnos a todos? —exigió el capitán.

Al teniente le corría un reguero de sangre por el rostro, tenía sus rubios cabellos salpicados de coágulos y manchas del rojo líquido y sus mejillas mostraban un tono ceniciento, con los ojos nublados por el dolor.

—Se soltó un cable, señor, y el ala derecha se deslizó. Ya hemos aparejado provisionalmente un nuevo cable y volvemos a tener el control de la nave.

El teniente Bothar'in no hizo mención de la caída contra la cubierta, de su esfuerzo hombro con hombro junto a un esclavo humano, ambos luchando desesperadamente para recuperar el dominio del ala y salvar las vidas de todos. No era preciso explicar tales cosas. La experimentada tripulación era consciente de la lucha a vida o muerte que se había desarrollado bajo sus pies. Tal vez el capitán también, pese a no haber comandado nunca una nave hasta aquel viaje, o quizá lo vio reflejado en el rostro de los tripulantes. Por eso no se lanzó a una diatriba contra el teniente y su incompetencia, sino que se limitó a preguntar:

—¿Ha muerto alguna de las bestias?[18]

Al teniente se le ensombreció la expresión.

—Un humano ha resultado gravemente herido, señor: el esclavo al que se le rompió el cable. Ha salido despedido y se ha estrellado contra el casco. El cable se le ha enroscado a la cintura y casi lo parte en dos antes de que pudiéramos liberarlo.

—Pero no ha muerto, ¿no es eso? —El capitán levantó una ceja perfectamente depilada.

—No, señor. El mago de a bordo se está ocupando de él ahora.

—¡Tonterías! Es una pérdida de tiempo. Que lo arrojen por la borda. Hay muchas más bestias como ésa en el lugar del que ha salido.

—Sí, señor —respondió el teniente con la mirada fija en algún punto inconcreto a la izquierda del hombro del capitán.

Una vez más, los ojos almendrados de los tripulantes elfos intercambiaron miradas con disimulo. Para ser sinceros, debe reconocerse que ninguno de ellos sentía el menor amor por los esclavos humanos. Con todo, aquellos humanos gozaban al menos de un cierto respeto, reconocido de mala gana, por no hablar del hecho de que la tripulación había decidido, perversamente, tomar partido siempre por aquel que sufriera los ataques del capitán. Todos los presentes en el puente, incluido el propio capitán Zankor'el, sabían que el teniente no tenía la menor intención de cumplir la orden.

La nave se estaba acercando al punto de encuentro con el Conducto Vital. El capitán Zankor'el no tenía tiempo para hacer una cuestión de aquel asunto, ni podía hacer otra cosa, en realidad, sino bajar y ocuparse en persona de que la orden fuera obedecida. Sin embargo, tal cosa iría en detrimento de su dignidad de comandante y podía salpicarle de sangre el uniforme.

—Eso es todo, teniente.

—Vuelva a sus obligaciones —dijo, pues, y se dio la vuelta catalejo en mano para mirar por las portillas, alzando el artilugio óptico para comprobar si ya estaba a la vista la tubería. No obstante, Zankor'el no olvidó el incidente ni perdonó al teniente.

—Esto le costará la cabeza —murmuró a su geir, que se limitó a asentir, cerró los ojos y pensó en ponerse gravemente enfermo.

Por fin, la tubería del agua fue avistada descendiendo del cielo y la nave elfa se colocó en posición para guiarla y escoltarla. El conducto del agua era muy antiguo y había sido construido por los sartán cuando llevaron a los supervivientes de la Separación al mundo de Ariano, que tenía abundancia de agua en el Reino Inferior pero carecía de ella en los reinos superiores. La tubería era de un metal que no se oxidaba nunca. La aleación seguía siendo un misterio para los alquimistas elfos, que habían pasado siglos tratando de reproducirla. Accionada mediante un enorme mecanismo, la tubería caía por un pozo que atravesaba el continente de Aristagón. Una vez al mes, de forma automática, descendía por cielo abierto hasta el continente de Drevlin.

Aunque el conducto podía bajar por sí solo, era precisa una nave elfa para guiarlo hacia los Escollos Flotantes, donde tenía que ser conectado a un enorme surtidor. Cuando ambas bocas quedaban sujetas, la Tumpa-chumpa recibía una misteriosa señal y abría el paso del agua. Una combinación de fuerzas mágicas y mecánicas enviaban el líquido tubería arriba. Y en lo alto, en Aristagón, los elfos conducían el agua a inmensas cisternas de almacenamiento.

Después de la Separación, elfos y humanos habían convivido en paz en Aristagón y las islas que lo rodeaban. Bajo la dirección de los sartán, las dos razas compartían por igual el líquido vital. Sin embargo, con la desaparición de los sartán, su caro sueño de paz se hizo añicos. Los humanos dijeron que la guerra era culpa de los elfos, que habían caído poco a poco bajo el control de una poderosa facción de hechiceros. Los elfos afirmaron que los responsables eran los humanos, manifiestamente belicosos y bárbaros.

Los elfos, con sus vidas más largas, su población más numerosa y su conocimiento de las artes mágicas, habían demostrado ser los más fuertes y habían expulsado a los humanos de Aristagón, la fuente de agua del Reino Medio. Los humanos contraatacaron con ayuda de los dragones, asaltando las ciudades elfas para robarles el agua o abordando las naves elfas que transportaban el preciado líquido a las islas vecinas bajo el control elfo.

Un transporte de agua como el comandado por el capitán Zankor'el llevaba a bordo ocho enormes toneles de rara madera de roble (obtenida sólo los sartán sabían dónde), ribeteados con aros de acero. Cuando la nave regresaba a las islas elfas, llevaba agua en esos toneles, pero en su viaje de ida los recipientes iban llenos de la chatarra que los elfos daban a los gegs como pago[19].

Los elfos tenían un desprecio absoluto por los gegs. Si los humanos eran bestias, los gegs eran insectos.