CAPÍTULO 1

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PRISIÓN DE YRENI,

DANDRAK, REINO MEDIO

Por el desparejo terreno de coralita avanzaba bamboleándose y saltando un carromato de tosca construcción cuyas ruedas de llantas de hierro tropezaban con todos los baches y salientes de lo que pasaba por ser una calzada. Tiraba del carro un tiero cuyo aliento formaba nubecillas de vapor en el aire helado. Era preciso un hombre para guiar a la terca e impredecible ave mientras otros cuatro, colocados a ambos lados del vehículo, empujaban y tiraban de éste. Una pequeña multitud, procedente de las casas de campo dispersas, se había congregado ante la prisión de Yreni con la intención de escoltar el carromato con su vergonzosa carga hasta las murallas de la ciudad de Ke'lith, donde aguardaba su llegada una muchedumbre mucho más numerosa.

El día tocaba a su fin. La luminosidad del firmamento empezaba a difuminarse y los Señores de la Noche iban extendiendo lentamente la sombra de sus capas sobre las estrellas vespertinas. La penumbra del anochecer era adecuada para aquella procesión.

Los campesinos, en su mayor parte, se mantenían a distancia del carro. Y no lo hacían por temor al tiero, aunque se conocían casos en que aquellas aves enormes se habían vuelto repentinamente y habían lanzado un malintencionado picotazo a cualquiera que tratara de acercarse a ellas por su lado ciego, sino por miedo al ocupante del carromato.

El prisionero tenía las muñecas atadas con unas tensas correas de cuero sujetas a los costados del carromato, y los tobillos cargados de pesados grilletes. Varios arqueros de ojos penetrantes marchaban junto al carro, con las flechas emplumadas a punto para ser disparadas al corazón del criminal si éste hacía el menor movimiento sospechoso. Sin embargo, tales precauciones no parecían causar demasiado alivio entre quienes seguían la marcha del carro. El gentío, con aire sombrío y vigilante, tenía la mirada fija en el hombre y caminaba tras el carro manteniéndose a una respetuosa distancia, que aumentaba marcadamente cuando el hombre volvía la cabeza. Aquellos campesinos de la zona no habrían mostrado más miedo, más temor reverencial, si hubieran visto en el carro, encadenado, a un demonio de Hereka.

El mero aspecto del preso era lo bastante imponente como para llamar la atención y provocar escalofríos. Tenía una edad indefinida, pues era uno de esos hombres a los que la vida ha envejecido más allá de los ciclos. Sus cabellos eran negros, sin una sola cana, y los llevaba alisados hacia atrás desde la frente, ancha y huidiza, y recogidos en una trenza desde la nuca. Una nariz aguileña como el pico de un halcón sobresalía entre sus cejas oscuras y prominentes. La barba, también negra, formaba dos retorcidas trenzas, cortas y finas, bajo su recio mentón. Sus ojos azabache, hundidos tras unos pómulos altos, casi desaparecían bajo la sombra de las cejas. Casi, pero no del todo, pues no parecía haber en aquel mundo oscuridad capaz de apagar la llama que ardía en el fondo de aquellos pozos.

El prisionero era de estatura mediana; su torso, desnudo hasta la cintura, estaba lleno de cortes y contusiones pues se había resistido a la captura como un verdadero diablo. Tres de los hombres más osados del alguacil yacían en el lecho en aquel momento, y allí seguirían durante una semana, por lo menos, recuperándose de sus heridas. Enjuto y nervudo, el preso mostraba unos movimientos gráciles, rápidos y silenciosos. Uno diría, por su aspecto, que era un hombre nacido y criado para deambular en compañía de la Noche.

Desde lo alto del carro, el prisionero se divertía al comprobar cómo se retiraban los campesinos cada vez que dirigía la mirada hacia ellos. Empezó a volver la cabeza a cada momento para desconcierto de los arqueros, que no dejaban de apuntarle con sus flechas, con los dedos crispados y nerviosos en torno al arco, y dirigían rápidas miradas a su jefe, un joven alguacil de expresión solemne, a la espera de sus instrucciones. A pesar del frío de aquel atardecer otoñal, el alguacil sudaba profusamente y su rostro se iluminó cuando las murallas de coralita de Ke'lith, por fin, aparecieron a la vista.

Ke'lith era pequeña en comparación con las otras dos ciudades de la isla de Dandrak. Sus casas y tiendas, poco cuidadas, cubrían apenas un menka cuadrado. En el centro mismo de la población se alzaba una vieja fortaleza, construida con preciados y pocos comunes bloques de granito, cuyas torres más altas reflejaban aún los últimos rayos de sol. Nadie en Ke'lith recordaba cuándo ni quién había fundado y edificado aquel bastión, cuya historia pasada había quedado oscurecida por el presente, por las guerras que se habían librado por su posesión.

Los centinelas abrieron las puertas de la ciudad y dieron paso al carromato. Por desgracia, el tiero se asustó al escuchar los grandes vítores que acogieron la entrada del carromato en Ke'lith y se detuvo en seco. El conductor de la terca ave amenazó y azuzó alternativamente al animal hasta que éste se puso en marcha de nuevo y el carro avanzó por la abertura de la muralla para tomar una calle de coralita pulimentada que llevaba el grandioso nombre de Avenida de los Reyes, a pesar de que nadie guardaba recuerdo de que ningún rey hubiera puesto el pie en ella.

Una gran multitud se había congregado para ver al prisionero. El alguacil gritó una orden con voz enérgica y los arqueros cerraron filas en torno al carromato, pese a que los hombres que protegían la parte delantera quedaron en grave riesgo de recibir un picotazo del nervioso tiero.

Envalentonados por su número, los congregados empezaron a lanzar maldiciones y levantar los puños. El prisionero los contempló con descaro, como si los encontrara más divertidos que amenazadores, hasta que una piedra de cantos afilados voló sobre los laterales del carromato e impactó en su frente.

La sonrisa burlona desapareció entonces de su rostro, que se contrajo en una mueca de rabia. Cerró los puños y saltó impulsivamente hacia un grupo de rufianes que habían encontrado coraje en el fondo de una jarra de vino. Las correas de cuero que mantenían al hombre sujeto al carro se tensaron, los costados del vehículo temblaron y se estremecieron, los grilletes de sus pies emitieron un discordante tintineo. El alguacil chilló una orden, alzando el tono de voz una octava debido al miedo, y los arqueros se apresuraron a levantar las armas, aunque se produjo cierta confusión respecto a su objetivo: unos apuntaron al criminal y otros a quienes lo habían atacado.

El carromato, aunque tosco, era sólido, y el hombre que lo ocupaba, pese a aplicar todas sus fuerzas, no consiguió romper sus ataduras ni la madera que las sujetaba. Abandonó sus esfuerzos y, bajo un velo de sangre, observó a uno de los tambaleantes rufianes.

—No te atreverías a hacer eso si no estuviera atado —le dijo.

—¿De veras? —replicó el joven con aire burlón y las mejillas encendidas por efecto de la bebida.

—Desde luego que no —insistió con frialdad el prisionero. Sus ojos negros se clavaron en el joven y había tal animadversión, tal aire amenazador en sus pupilas, como ascuas al rojo, que el joven palideció y se le entrecortó el resuello. Sus acompañantes, que lo animaban con sus voces aunque habían retrocedido a una distancia prudencial, tomaron a mal los comentarios del criminal y su actitud se hizo aún más amenazadora.

El prisionero volvió la cabeza para observar un lado de la calle, primero, y luego el otro. De nuevo, una piedra lo golpeó en el brazo y a ella siguió una lluvia de tomates podridos y un huevo hediondo que no acertó al criminal, sino que fue a estrellarse en pleno rostro del alguacil.

Los arqueros, hasta entonces dispuestos a matar al prisionero a la primera ocasión, se convirtieron de pronto en sus protectores y volvieron sus armas hacia la muchedumbre. Sin embargo, eran sólo seis arqueros contra un centenar de encolerizados seguidores y las cosas parecían bastante peliagudas, tanto para el criminal como para los guardianes, cuando un batir de alas y unos gritos estentóreos procedentes de las alturas hicieron que la mayor parte de la multitud pusiera pies en polvorosa.

Dos dragones, conducidos por jinetes armados y protegidos con armaduras, dieron una pasada a baja altura sobre la cabeza de los reunidos, haciendo que se refugiasen bajo los dinteles de las puertas o echaran a correr por las callejas. Una llamada de su jefe, que seguía volando en círculos en el firmamento, hizo volver a la formación a los dos caballeros de los dragones. El jefe descendió entonces, seguido de sus jinetes, y las puntas de las alas de los dragones salvaron por apenas un palmo los edificios a ambos lados de la calle. Por fin, con las alas perfectamente recogidas a los flancos y agitando sus largas colas con gesto feroz, los dragones se posaron cerca del carromato.

El capitán de los jinetes, un hombre barrigudo de edad madura que lucía una ígnea barba pelirroja, llevó su montura junto al carro.

El tiero, aterrorizado ante la visión y el olor de los dragones, se agitaba, y aullaba y no dejaba de dar brincos de todo tipo, poniendo en infinitas dificultades a su conductor.

—¡Haz que se calme ese maldito animal! —gruñó el capitán.

El conductor del tiero consiguió sujetar a éste por la cabeza y fijó su mirada en los ojos del animal. Mientras mantuviera la mirada de aquella manera, el estúpido tiero[1] —para el cual no existía lo que no tenía ante sus ojos— se olvidaría de la presencia de los dragones y se tranquilizaría.

Sin hacer caso del alguacil que, tartamudeando, se había agarrado al arnés de la silla como lo haría un niño perdido al encontrar de nuevo a su madre, el capitán de la escuadra de dragones contempló con aire severo al prisionero ensangrentado y cubierto de verduras.

—Parece que he llegado justo a tiempo de salvar tu miserable vida, Hugh la Mano.

—No me has hecho ningún favor, Gareth —contestó el preso con voz lúgubre. Alzó sus manos esposadas y añadió—: ¡Suéltame las manos y me enfrentaré a todos vosotros, y a ellos también! —Con un gesto, señaló a los mirones que aún asomaban la nariz entre las sombras para presenciar la escena.

El capitán de los dragones emitió un gruñido.

—Seguro que te gustaría. Una muerte así sería mucho más agradable que la que te espera, con el cuello en el tajo. Mucho más agradable…, demasiado para alguien como tú, Hugh la Mano. ¡Si por mí fuera, acabaría contigo de una cuchillada por la espalda, a traición y en la oscuridad!

La mueca burlona del labio superior de Hugh quedó realzada por el ligero bigote negro y se hizo claramente visible pese a la luz mortecina del atardecer.

—Conoces bien la técnica de mi oficio, Gareth.

—Sólo sé que eres un asesino a sueldo y que tu mano ha dado muerte a mi señor —replicó el caballero—. Si te acabo de salvar la cabeza, sólo ha sido para tener la satisfacción de ponerla con mis propias manos al pie del féretro de mi señor. Por cierto, al verdugo lo apodan Nick el Tres Golpes, porque aún no ha conseguido nunca separar la cabeza del cuello al primer intento.

Hugh contempló al capitán y murmuró en voz baja: —Repito una vez más que yo no he matado a tu señor.

—¡Bah! El mejor señor al que he servido, asesinado por un puñado de barls.[2] ¿Cuánto te ha pagado el elfo, Hugh? ¿Cuántos barls te costará ahora devolverme la vida de mi señor?

El jinete parpadeó para contener las lágrimas y, tirando de las riendas, hizo que el dragón volviera la cabeza. Azuzó a su montura en los flancos, justo por detrás de las alas, y la obligó a elevarse del suelo y sobrevolar en círculos el carromato. Los ojos de serpiente de la criatura observaron a quienes acechaban en las sombras, retándolos a ponerse en su camino. El conductor del tiero parpadeó a su vez, con los ojos llenos de lágrimas. El tiero reemprendió de nuevo su perezosa marcha y el carro continuó traqueteando por la calzada.

Era ya de noche cuando el carromato y su escolta de dragones alcanzó la ciudadela de la fortaleza y la residencia del señor de Ke'lith. El dueño del lugar yacía con gran pompa en el centro del patio. Puñados de cristales de carbón empapados de aceites aromáticos rodeaban el cuerpo. Sobre el pecho reposaba su escudo. Una de sus manos, fría y rígida, asía la empuñadura de la espada; la otra sostenía una rosa que había depositado en ella su doliente esposa. Esta no se encontraba junto al cuerpo sino que estaba en la ciudadela, bajo los potentes efectos de un jarabe de adormidera, pues se temía que tratara de arrojarse sobre el féretro en llamas y, aunque tal inmolación era habitual en la isla de Dandrak, en este caso no podía permitirse ya que la esposa de Rogar de Ke'lith acababa de dar a luz a su primogénito y heredero. Cerca del difunto estaba su dragón favorito, sacudiendo con orgullo su crin espinosa. Al lado del animal, con el rostro lleno de lágrimas, se hallaba el palafrenero mayor con un enorme cuchillo de carnicero en la mano. No era por el difunto señor por quien lloraba. Mientras las llamas consumían el cuerpo de éste, aquel dragón que el jefe de cuadras había criado desde que era un huevo sería sacrificado para que su espíritu sirviera a su amo después de la muerte.

Todo estaba preparado. En cada mano ardía una antorcha. Los congregados en el patio sólo aguardaban una cosa antes de prender fuego al túmulo funerario: que fuera puesta a sus pies la cabeza del asesino.

Aunque las defensas de la ciudadela no estaban reforzadas, se había establecido un cordón de caballeros para mantener alejados del castillo a los curiosos. Los caballeros se hicieron a un lado para permitir la entrada del carromato y volvieron a cerrar filas cuando lo hubo hecho. Entre los congregados en el patio estalló un clamor cuando el carro apareció a la vista, dando tumbos y traqueteando bajo el arco de la entrada. Los jinetes de la escolta desmontaron y sus escuderos se apresuraron a conducir a los dragones hacia las cuadras. El dragón del difunto lanzó un alarido de bienvenida —o quizá de despedida— a sus congéneres.

El tiero fue desenganchado y conducido a otra parte. El conductor del animal y los cuatro hombres que habían acompañado la marcha del carro fueron invitados a la cocina, donde les dieron de comer y les ofrecieron una buena cantidad de la mejor cerveza del amo. Maese Gareth, con la espada preparada y la mirada pendiente del menor movimiento del prisionero, subió al carro, sacó la daga que llevaba al costado y cortó las correas atadas a los tablones del vehículo.

—Capturamos al elfo, Hugh —murmuró Gareth por lo bajo mientras segaba las ataduras—. Lo cogimos vivo. Iba en su nave dragón, de vuelta a Tribus, cuando lo apresaron nuestros dragones. Lo sometimos a interrogatorio y, antes de morir, confesó que te había entregado el dinero a ti.

—Ya he comprobado cómo interrogas a la gente —replicó Hugh. Cuando tuvo libre una mano, dobló varias veces el brazo para relajar la rigidez de los músculos. Mientras le soltaba la otra mano, Gareth lo contempló con cautela—. ¡Ese desgraciado te habría jurado que era humano, si se lo hubieras preguntado!

—¡La daga maldita que sacamos de la espalda de mi señor era la tuya, esa de mango de hueso con extrañas inscripciones! ¡Yo la reconocí!

—¡Es cierto, la encontraste! —Ambas correas quedaron sueltas. Con un movimiento rápido e inesperado, las fuertes manos de Hugh se cerraron sobre la armadura de cota de malla que cubría los hombros del caballero. Los dedos del asesino se clavaron con fuerza, hundiendo dolorosamente los aros de la cota de malla en la carne de su contrincante—. ¡Y los dos sabemos muy bien por qué la encontraste! —masculló.

Gareth aspiró profundamente y lanzó la daga hacia adelante. La hoja había recorrido tres cuartas partes de su camino hasta la caja torácica de Hugh cuando, con un esfuerzo de voluntad, el caballero detuvo su acto reflejo de defensa.

—¡Atrás! —Rugió a varios de sus hombres que, viendo en dificultades a su capitán, habían desenvainado la espada y se disponían a acudir en su auxilio—. Suéltame, Hugh —murmuró con los dientes apretados, su piel tenía un tono plomizo y el sudor perlaba su labio superior—. Te ha fallado el truco. No encontrarás una muerte fácil en mis manos.

Hugh se encogió de hombros y, con una sonrisa irónica, soltó al caballero. Gareth asió la mano derecha del asesino, se la puso a la espalda con gesto enérgico y, haciendo lo mismo con la izquierda, las ató fuertemente con los restos de las correas de cuero.

—Te pagué bien —susurró el caballero—. ¡No te debo nada!

—¿Y qué hay de ella, de tu hija, cuya muerte vengué…?

De un empujón, Gareth obligó a Hugh a volverse y le lanzó un golpe al rostro con el puño envuelto en la cota de malla. El impacto alcanzó al asesino en la mandíbula y lo hizo salir despedido del carro, tras romper los tablones de éste. La Mano se encontró entre la mugre del patio, tendido de espaldas en el suelo. Gareth saltó del carro y, a horcajadas sobre el prisionero, lo miró fríamente.

—Morirás con la cabeza en el tajo, maldito asesino. ¡Lleváoslo! —ordenó a dos de sus hombres, al tiempo que golpeaba a Hugh en los riñones con la punta de su bota. Contempló con complacencia cómo se retorcía de dolor y añadió con gesto torvo—: Y amordazadlo.