CAPÍTULO 45
NUEVA ESPERANZA,
REINO SUPERIOR
Veloz como el viento, el dragón de azogue condujo a Sinistrad a Nueva Esperanza, la capital del Reino Superior. Al misteriarca le gustaba utilizar el dragón para impresionar a su propia gente. Ningún otro mago había conseguido ejercer un dominio sobre el inteligentísimo y peligroso animal y no estaría de más, en aquel momento de crisis, recordar de nuevo a los otros por qué lo habían escogido como líder.
Cuando llegó a Nueva Esperanza, Sinistrad se encontró con que ya se había efectuado el encantamiento: relucientes cristales, altísimas torres, paseos bordeados de árboles… Casi no reconoció la ciudad. Dos colegas misteriarcas lo esperaban a la puerta de la sala del Consejo con un aire de sentirse muy orgullosos de sí mismos, pero también tremendamente fatigados.
En su descenso desde las alturas, Sinistrad les dio ocasión de contemplar a fondo su montura; después, soltó a la bestia y le ordenó que no se alejara y que aguardase su llamada.
El dragón abrió la boca, armada de grandes colmillos, y soltó un gruñido con los ojos llameantes de odio. Sinistrad volvió la espalda a la bestia.
—Te digo, Sinistrad, que un día ese dragón va a sacudirse el hechizo que has tendido sobre él y ninguno de nosotros estará seguro. Capturarlo fue un error… —comentó uno de los hechiceros, un misteriarca de edad avanzada, mirando de reojo al dragón de azogue.
—¿Tan poca fe tienes en mi poder? —replicó Sinistrad con voz suave.
El anciano no dijo nada, pero miró a su compañero. Al advertir el intercambio de miradas, Sinistrad supuso, acertadamente, que los dos brujos habían estado hablando de él antes de que se presentara.
—¿Qué sucede? —Exigió saber—. Seamos sinceros entre nosotros. Siempre he insistido en ello, ¿verdad?
—Sí, es cierto. ¡Siempre nos restriegas por las narices tu sinceridad! —masculló el anciano.
—Vamos, Baltasar, tú me conoces perfectamente. Sabías cómo era cuando me votaste como líder. Sabías que era despiadado y que no permitiría que nada se interpusiera en mi camino. Algunos me llamasteis perverso entonces. Ahora insistes en ello y es un calificativo que no rechazo. Sin embargo, yo fui el único entre nosotros con visión. Fui yo quien urdió el plan para salvar a nuestro pueblo, ¿no es cierto?
Los misteriarcas miraron a Sinistrad, intercambiaron una nueva mirada y apartaron los ojos, uno hacia la hermosa ciudad y el otro hacia el dragón de azogue que desaparecía en el cielo despejado.
—Sí, es cierto —repuso uno de ellos.
—No teníamos elección —añadió el otro.
—No es un comentario muy halagador, pero puedo pasarme sin halagos. Y, hablando de ello, debo decir que habéis hecho un trabajo excelente. —Sinistrad inspeccionó con ojo crítico los capiteles, los paseos y los árboles. Alargando la mano, tocó la puerta del edificio ante el cual se encontraban—. Tanto, que no estaba muy seguro de que esto no fuera también parte del hechizo. ¡Casi me daba miedo entrar!
Uno de los misteriarcas ensayó una triste sonrisa ante su tímido asomo de humor. El otro, el anciano, frunció el entrecejo, dio media vuelta y se alejó. Sinistrad recogió la capa en torno a sí y siguió a sus colegas. Ascendieron la escalinata de mármol y cruzaron las deslumbrantes puertas de cristal del Consejo de Hechiceros.
Dentro de la sala se habían congregado una cincuentena de brujos que charlaban entre ellos con voces graves y solemnes. Hombres y mujeres vestían túnicas similares a la de Sinistrad en confección y diseño, aunque en una amplia gama de colores, cada uno de los cuales indicaba la dedicación particular del brujo que lo portaba: verde para la tierra, azul marino para el agua, rojo para el fuego (o magia de la mente), azul celeste para el aire. Unos pocos, entre ellos Sinistrad, lucían el negro que representaba la disciplina; una disciplina férrea, que no admitía ninguna debilidad. Cuando penetró en la sala, los presentes, que estaban conversando con voces contenidas pero excitadas, guardaron silencio. Todos hicieron una reverencia y se apartaron, formando un pasillo por el cual avanzó Sinistrad.
Repartiendo miradas a un lado y otro, saludando a los amigos y tomando nota de la presencia de sus enemigos, Sinistrad avanzó sin prisa por el gran salón. Construida en mármol, la sala del Consejo estaba desnuda, vacía y sin adornos. No había tapices que alegraran sus paredes, ni estatuas que adornaran la entrada, ni ventanas que permitieran el paso de la luz, ni magia que disipara la penumbra. Las mansiones de los misteriarcas en el Reino Medio habían tenido fama en todo el mundo de ser las creaciones humanas más maravillosas. Recordando la belleza de la que provenían, la austeridad y la aridez de la sala del Consejo en el Reino Superior producía escalofríos a los hechiceros. Con las manos guardadas en las mangas de sus túnicas, todos se mantenían apartados de las paredes y parecían tratar de evitar que sus ojos se fijaran en otra cosa que en sus colegas y en su líder, Sinistrad.
Éste era el más joven de los congregados. Todos los misteriarcas presentes recordaban cuándo había ingresado en el Consejo, siendo un joven bien dotado, con propensión a mostrarse quejoso y servil. Sus padres habían estado entre los primeros exiliados en sucumbir allá arriba, dejándolo huérfano. Los demás se apiadaron del muchacho, aunque no en exceso pues, al fin y al cabo, había muchos en su misma situación por aquella época. Concentrados en sus propios problemas, que eran enormes, nadie había prestado mucha atención al joven brujo.
Los hechiceros humanos tenían su propia versión de la historia, desfigurada —como la de cualquier otra raza— por su propia perspectiva. Después de la Separación, los sartán habían conducido a la gente allí, a aquel reino bajo la cúpula mágica (y no a Aristagón primero, como habría explicado un elfo). Los humanos, y en especial los brujos, se volcaron en un esfuerzo tremendo para hacer aquel reino no sólo habitable, sino hermoso. Les daba la impresión de que los sartán no acudían nunca a prestarles ayuda, sino que siempre estaban ausentes por algún asunto «importante».
En las escasas oportunidades en que los sartán hacían acto de presencia, les echaban una mano en el trabajo, utilizando su magia de runas. Así fueron creados aquellos edificios fabulosos, y así se reforzó la cúpula. La coralita producía frutos y el agua abundaba. Pero los hechiceros humanos no se sintieron demasiado agradecidos, pues tenían envidia de los sartán y codiciaban la magia de las runas.
Llegó el día en que los sartán anunciaron que el Reino Medio estaba preparado para ser habitado. Humanos y elfos fueron trasladados a Aristagón, mientras que los sartán se quedaban en el Reino Superior. Como razón para el traslado, los sartán dijeron que la tierra bajo la cúpula se estaba poblando demasiado, pero los hechiceros humanos consideraron que los sartán los expulsaban porque se estaban informando demasiado sobre la magia de las runas.
Pasó el tiempo y los elfos se hicieron fuertes y se unieron bajo la dirección de sus poderosos brujos, en tanto los humanos se convertían en bárbaros piratas. Los hechiceros humanos observaron el ascenso de los elfos con desdén, por fuera, y con temor, por dentro.
—¡Si poseyéramos la magia de las runas, podríamos destruir a esos elfos! —se dijeron.
Así pues, en lugar de ayudar a su pueblo, empezaron a concentrar su magia en la búsqueda de un modo de regresar al Reino Superior. Al fin lo encontraron y un gran contingente de los brujos más poderosos, los misteriarcas, ascendió al Reino Superior para desafiar a los sartán y recuperar la tierra que habían llegado a considerar legítimamente suya.
Los humanos dieron a este episodio el nombre de la guerra de la Ascensión, aunque de guerra tuvo poco. Una mañana, al despertar, los misteriarcas descubrieron que los sartán se habían marchado, dejando abandonadas sus ciudades y vacías sus moradas. Pero cuando los brujos regresaron victoriosos junto a su pueblo, encontraron el Reino Medio sumido en el caos y desgarrado por la guerra. Así pues, se vieron obligados a luchar por sobrevivir, sin poder utilizar la magia para trasladar a su gente a la tierra prometida.
Al cabo, tras años de sufrimientos y penalidades, los misteriarcas consiguieron abandonar el Reino Medio y acceder a la tierra que sus leyendas tenían por hermosa, fructífera, segura y acogedora. Allí, asimismo, esperaban descubrir por fin los secretos de las runas. Todo parecía un sueño maravilloso, pero pronto habría de resultar una pesadilla.
Las runas retuvieron sus secretos y los misteriarcas descubrieron con horror cuánta de la belleza y abundancia de la tierra había dependido de aquellos signos mágicos. Obtenían cosechas, pero no las suficientes para alimentar a su pueblo. El hambre azotó la tierra. El agua se hizo más y más escasa, y cada familia tenía que invertir unas cantidades inmensas de magia para producirla. Siglos de endogamia habían debilitado a los hechiceros y la continuación de tal práctica en aquel reino cerrado produjo terribles taras genéticas que no podían remediarse con la magia. Los niños que las presentaban morían y, finalmente, escasearon los nacimientos. Y lo más terrible de todo fue la constatación, por parte de los misteriarcas, de que la magia de la cúpula estaba perdiendo fuerza.
Tendrían que abandonar aquel reino, pero ¿cómo podrían hacerlo sin reconocer su fracaso, su debilidad? Uno de ellos tuvo una idea. Uno de ellos les dijo cómo podían conseguirlo. Estaban desesperados, y prestaron oídos a su propuesta.
A medida que pasó el tiempo y Sinistrad progresó en sus estudios mágicos, sobrepasando en poder a muchos de los ancianos, dejó de mostrarse servil y empezó a hacer alarde de sus facultades. Los ancianos se disgustaron cuando decidió cambiar su nombre por el de Sinistrad, pero no le dieron importancia en aquel momento. En el Reino Medio, un bravucón podía hacerse llamar Bruto o el Navaja o cualquier otro apodo de rufián para imponer un respeto que no se había ganado. El hecho no tenía nada de extraordinario.
Igual que al cambio de nombre, los misteriarcas habían prestado poca atención a Sinistrad, aunque hubo algunos que alzaron su voz, entre ellos el padre de Iridal. Algunos trataron de hacer ver a sus colegas la arrogante ambición del joven, su despiadada crueldad, su capacidad para manipular, pero las advertencias no fueron oídas. El padre de Iridal perdió a su amada hija única en manos de Sinistrad, y perdió la vida en la mágica cautividad del hechicero. La prisión en que se encontraba estaba hecha con tal habilidad que nadie llegó a advertirla. El viejo brujo deambulaba por la tierra, visitaba a sus amigos y llevaba a cabo sus tareas. Si alguien comentaba que parecía abatido y apático, todos lo atribuían a la tristeza por la boda de su hija. Nadie sabía que el alma del viejo estaba prisionera como un insecto en un recipiente de cristal.
Paciente, imperceptiblemente, el joven hechicero fue urdiendo su red sobre todos los hechiceros supervivientes del Reino Superior. Los filamentos eran prácticamente invisibles, ligeros al tacto, y apenas se notaban. No tejía una red gigantesca que todos pudieran ver, sino que enroscaba con habilidad un hilo en torno a un brazo y trababa un pie con otro, con tanta suavidad que sus víctimas no se dieron cuenta de que estaban atrapados hasta el día en que se descubrieron inmovilizados.
Ahora estaban apresados, acorralados por su propia desesperación. Sinistrad tenía razón: no les quedaba otra elección. Tenían que confiar en él porque era el único lo bastante listo como para proyectar y llevar a cabo una estrategia para escapar de su hermoso infierno.
Sinistrad llegó al fondo de la sala. Hizo surgir del suelo un podio dorado, se encaramó a él y se volvió para dirigirse a sus colegas.
—La nave elfa ha sido avistada. A bordo viene mi hijo. Siguiendo nuestros planes, iré a su encuentro y lo conduciré…
—No habíamos accedido a permitir que una nave elfa entrara en la cúpula —protestó la voz de una misteriarca—. Tú hablaste de una nave pequeña, pilotada por tu hijo y su zafio acompañante.
—Me vi obligado a efectuar un cambio de planes —replicó Sinistrad, torciendo los labios en una sonrisa débil y desagradable—. La primera nave fue atacada por los elfos y se estrelló en Drevlin. Mi hijo consiguió adueñarse de ese transporte elfo y tiene sometido a su capitán. No hay más de treinta elfos a bordo y sólo un brujo. Un brujo muy débil, por supuesto. Creo que podemos controlar la situación, ¿no os parece?
—Sí, en los viejos tiempos, cualquiera de nosotros podría haberse enfrentado a elfos, pero ahora… —contestó una mujer, dejando la frase en el aire mientras sacudía la cabeza en gesto de negativa.
—Por eso hemos utilizado nuestra magia, creando estos espejismos. —Sinistrad señaló con un gesto el exterior del Consejo—. Su mera visión los intimidará. No nos darán ningún problema.
—¿Por qué no sales a su encuentro en el Firmamento, coges a tu hijo y dejas que prosigan su camino? —sugirió el anciano misteriarca conocido por el nombre de Baltasar.
—¡Porque necesitamos la nave, viejo decrépito y estúpido! —Masculló Sinistrad, visiblemente irritado ante la pregunta—. Con ella podemos transportar a gran número de los nuestros hasta el Reino Medio. De lo contrario nos habríamos visto obligados a esperar hasta poder encontrar naves o encantar mas dragones.
—¿Y qué vamos a hacer con los elfos? —preguntó la mujer.
Todos miraron a Sinistrad. Conocían la respuesta tan bien como él, pero querían oírla de sus labios.
Sin la menor pausa, sin vacilaciones, el hechicero contestó:
—Matarlos.
El silencio resultó sonoro y elocuente. El anciano misteriarca sacudió la cabeza.
—No. No pienso ser partícipe de algo semejante.
—¿Por qué no, Baltasar? Tú mismo has dado muerte a muchos elfos en el Reino Medio.
—Entonces estábamos en guerra. Esto sería un asesinato.
—La guerra es una cuestión de «o ellos o nosotros». Pues bien, esto es una guerra: ¡es su vida o la nuestra!
Los misteriarcas que lo rodeaban asintieron entre murmullos, aparentemente de acuerdo. Varios de ellos discutieron con el anciano, tratando de convencerlo de que cambiara de postura.
—Sinistrad tiene razón —decían—. ¡Esto es una guerra! Entre nuestras dos razas no puede existir otra cosa. Al fin y al cabo —añadían—, Sinistrad sólo pretende conducirnos a casa.
—¡Os compadezco! —Insistió Baltasar—. ¡Os compadezco a todos! —Se volvió hacia Sinistrad y añadió—: Él os está dirigiendo. Os lleva por el ronzal como a terneros cebados. Cuando llegue el momento de llenar el buche, os sacrificará a todos para alimentarse de vuestra carne. ¡Bah! ¡Dejadme en paz! Prefiero morir aquí arriba antes que seguirlo al Reino Medio.
El anciano hechicero se encaminó hacia la puerta.
«Y eso es lo que harás, barbicano», murmuró Sinistrad para sus adentros.
—Dejadlo salir —ordenó en voz alta cuando algunos de sus colegas hicieron ademán de lanzarse en pos de Baltasar—. Salvo que haya alguien más que prefiera marcharse con él…
El misteriarca barrió la sala con una mirada rápida y escrutadora, recogiendo los cabos de su red y tirando de ellos progresivamente. Nadie más consiguió liberarse. Los que hasta entonces se habían debatido para hacerlo, se hallaban ahora tan debilitados por el miedo que se sentían dispuestos y ansiosos por cumplir sus mandatos.
—Muy bien. Traeré la nave elfa a través de la bóveda y conduciré a mi hijo y a sus compañeros a mi castillo. —Sinistrad habría podido contar a su pueblo que uno de los acompañantes del muchacho era un consumado asesino, un hombre que podía derramar la sangre de los elfos con sus manos, dejando limpias las de los misteriarcas. Sin embargo, el hechicero deseaba endurecer a su pueblo, obligarlo a hundirse más y más hasta que hiciera voluntaria e incondicionalmente cuanto él ordenara—. Aquellos de vosotros que os presentasteis voluntarios para aprender a pilotar la nave elfa ya sabéis qué hacer. El resto debe esforzarse en mantener el hechizo de la ciudad. Cuando llegue el momento, daré la señal y nos pondremos en acción.
Contempló a los presentes, estudiando uno por uno sus rostros pálidos y sombríos y quedó satisfecho.
—Nuestros planes progresan bien. Mejor de lo que habíamos previsto, incluso. Con mi hijo viajan varios individuos que nos pueden ser útiles en aspectos que no habíamos pensado. Uno de ellos es un enano de los Reinos Inferiores. Los elfos han explotado durante siglos a los enanos y es probable que podamos incitar a esos gegs, como se llaman a sí mismos, a lanzarse a la guerra. Otro es un humano que afirma proceder de un reino situado más abajo del Reino Inferior; un lugar que, hasta ahora, ninguno de nosotros sabía que existiera. Esta noticia podría ser de enorme valor para todos nosotros.
Se produjeron murmullos de aprobación y asentimiento.
—Mi hijo trae información sobre los reinos humanos y sobre la revolución elfa, todo lo cual nos será de gran utilidad cuando emprendamos la conquista. Y, lo más importante, ha visto la gran máquina construida por los sartán en el Reino Inferior. Por fin tendremos la oportunidad de descubrir el misterio de la llamada Tumpa-chumpa y emplearla, también, en nuestro provecho.
Sinistrad alzó las manos en una bendición y añadió por último:
—Ve ahora, pueblo mío. ¡Id todos y sabed que con esto estáis saliendo al mundo, pues pronto será nuestro todo Ariano!
Los reunidos prorrumpieron en vítores, en su mayor parte entusiastas. Sinistrad descendió del podio y éste desapareció, pues la magia debía ser cuidadosamente racionada y dedicada sólo a lo esencial. Muchos lo detuvieron para felicitarlo, hacerle preguntas o pedirle aclaraciones sobre pequeños detalles del plan de acción. Algunos le preguntaron cortésmente por su salud, pero nadie se interesó por su esposa. Iridal no había asistido a una reunión del Consejo desde hacía diez años; es decir, desde el día en que el Consejo de Brujos había votado su aceptación del plan de Sinistrad de coger a su hijo y cambiarlo por el príncipe humano. En realidad, a los miembros del Consejo les aliviaba el hecho de que Iridal no asistiera a las reuniones pues, pese al tiempo transcurrido, aún les habría resultado difícil mirarla a los ojos.
Sinistrad, consciente de la necesidad de emprender viaje, se sacudió de encima a los aduladores que se arremolinaban en torno a él y salió de la sala del Consejo. Con una orden mental, llamó al dragón de azogue al pie mismo de la escalinata. Pese a su malévola mirada de odio, la bestia soportó que el misteriarca montara sobre su lomo y lo obligara a cumplir sus órdenes. El dragón no tenía más remedio que obedecer al misteriarca, pues éste lo tenía hechizado. En esto, la bestia era distinta de los magos apiñados en el sombrío umbral de la sala del Consejo, pues ellos se habían entregado a Sinistrad por su propia voluntad.