CAPÍTULO 46

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EL FIRMAMENTO

La nave dragón elfa colgaba inmóvil en el aire frío y enrarecido. Una vez alcanzados los bloques de hielo flotantes conocidos como el Firmamento, se había detenido, pues sus tripulantes no se atrevían a seguir avanzando. Témpanos de hielo diez veces mayores que la nave se cernían encima de ésta. Otros escollos menores rodeaban los bloques de mayor tamaño y el aire brillaba con miles de gotitas de rocío helado. El reflejo del sol en los témpanos resultaba cegador. Todos se preguntaban qué grosor tendría el Firmamento, hasta dónde se extendía. Nadie, excepto los misteriarcas y los sartán, había volado nunca tan alto y había vuelto para ofrecer una crónica de tal viaje. Los mapas trazados estaban basados en conjeturas y, a aquellas alturas, todo el mundo a bordo sabía que no eran acertados. Nadie había adivinado que los misteriarcas hubiesen atravesado el Firmamento para construir su reino al otro lado.

—Una barrera defensiva natural —comentó Hugh, asomándose por la portilla para contemplar con detenimiento el panorama de aterradora belleza—. No me extraña que hayan mantenido intactas sus riquezas durante tanto tiempo.

—¿Cómo pasaremos? —preguntó Bane, que se había puesto en puntillas para atisbar por la abertura.

—No lo haremos.

—¡Pero tenemos que pasar! —La voz del pequeño fue un chillido agudo—. ¡Es preciso que llegue hasta mi padre!

—Muchacho, si nos toca uno solo de esos témpanos, aunque sea uno pequeño, nuestros cuerpos se convertirán en unas estrellas más de esas que titilan en el cielo diurno. Será mejor que le digas a tu padre que venga a buscarte.

Bane endulzó la expresión y desapareció de sus mejillas el rubor de la cólera.

—Gracias por la sugerencia, maese Hugh —dijo cerrando el puño en torno a la pluma—. Eso haré. Y me aseguraré de contarle todo lo que has hecho por mí, lo que todos habéis hecho por mí. Todos. —Su mirada recorrió a todos los expedicionarios, desde Alfred hasta un Limbeck anonadado por la belleza de lo que estaba viendo, incluido el perro de Haplo—. Estoy seguro de que os recompensará…, como merecéis.

Cruzando de extremo a extremo el calabozo, Bane se dejó caer en un rincón de la bodega y, con los ojos cerrados, empezó aparentemente a comunicarse con su padre.

—No me ha gustado esa pausa entre «recompensará» y «como merecéis» —comentó Haplo—. ¿Qué le impide a ese hechicero arrebatarnos al niño y envolvernos en llamas?

—Nada, supongo —respondió Hugh—, salvo que estoy seguro de que quiere algo, y no es sólo al muchacho. Si no, ¿a qué vienen tantas molestias?

—Lo siento, pero no te entiendo.

—Ven aquí, Alfred. Bien, tú nos contaste que ese Sinistrad penetró de noche en el castillo, cambió a los bebés y se marchó otra vez. ¿Cómo lo consiguió, si la guardia protegía el lugar?

—Los misteriarcas poseen la facultad de transportarse por el aire. Triano se lo explicó a Su Majestad, el rey, más o menos así: el hechizo se realiza enviando la mente por delante del cuerpo; una vez que la mente está firmemente asentada en un lugar en concreto, puede invocar al cuerpo para que se reúna con ella. El único requisito para quien realice el hechizo es que debe haber visitado el lugar con anterioridad, para que se pueda hacer una imagen precisa del punto al que se dirige. Los misteriarcas han visitado a menudo el palacio real de Ulyandia, que es casi tan viejo como el mundo.

—¿Pero no podría Sinistrad, por ejemplo, transportarse al Reino Inferior o al palacio de los elfos en Aristagón?

—No, señor, no podría. Al menos, mentalmente. Ninguno de ellos podría hacerlo. Los elfos siempre han odiado y temido a los misteriarcas y jamás los han tolerado en su reino. Y tampoco podrían transportarse al Reino Inferior porque nunca han viajado hasta él. Deberían recurrir a otro medio de transporte… ¡Ah, ya entiendo a qué te referías!

—¡Aja! Primero, Sinistrad trató de hacerse con mi nave. Eso le salió mal, pero ahora tiene ésta. Si logra…

—Silencio. Tenemos compañía —murmuró Haplo.

La puerta del calabozo se abrió y entró el capitán Bothar'el, flanqueado por dos miembros de la tripulación.

—Tú —dijo señalando a Hugh—, ven conmigo.

La Mano se encogió de hombros y obedeció, alegrándose de la oportunidad de echar un vistazo a lo que sucedía arriba. La puerta se cerró tras ellos, el centinela pasó el cerrojo y Hugh siguió al elfo escalerilla arriba hasta la cubierta superior. Hasta que estuvo en el puente no advirtió la presencia del perro de Haplo trotando pegado a sus talones.

—¿De dónde ha salido? —preguntó el capitán, mirando al animal con irritación. El perro alzó hacia él unos ojos pardos resplandecientes, meneando la cola y con la lengua colgando.

—No sé. Me ha seguido, supongo.

—Oficial, saque a ese animal del puente. Devuélvaselo a su dueño y dígale que lo vigile o lo arrojaré por la borda.

—Sí, señor.

El oficial se agachó para coger al perro, pero la actitud del animal cambió al instante. Aplastó las orejas y la cola dejó de menearse para iniciar un lento y amenazador movimiento de lado a lado. Sus fauces se abrieron en una mueca feroz y un ronco gruñido surgió de su pecho.

«Si aprecias esos dedos», parecía decir al oficial, «será mejor que los apartes».

El oficial siguió el consejo del perro. Echándose las manos a la espalda, miró a su capitán, temeroso y dubitativo.

—Perro… —probó Hugh. El animal alzó ligeramente las orejas y lo miró, sin perder de vista por un instante al oficial pero dando a entender a Hugh que lo consideraba un amigo.

—Aquí, perro —ordenó Hugh, chasqueando con torpeza los dedos.

El perro volvió la cabeza, como preguntándole si estaba seguro de aquello.

Hugh chasqueó de nuevo los dedos y el perro, con una sonrisa burlona al desventurado elfo, avanzó hasta Hugh, que le dio unas torpes palmaditas. El animal se echó a sus pies.

—No hará nada. Yo lo vigilo.

—Capitán, el dragón se acerca —informó un vigía.

—¿Un dragón? —Hugh miró al elfo.

Como respuesta, el capitán Bothar'el señaló en una dirección.

Hugh se acercó a la portilla y miró. Abriéndose camino por el firmamento, el dragón era apenas visible como un río de plata que fluía entre los témpanos.

Un río de plata con dos ojos encarnados, llameantes.

—¿Conoces esa especie, humano?

—Sí. Es un dragón de azogue —Hugh hizo una pausa hasta recordar la palabra elfa—. Silindistani.

—No podemos superarlo en velocidad —comentó Bothar'el—. ¡Fíjate qué rápido es! Tendremos que combatir.

—Me parece que no —replicó Hugh—. Más bien supongo que vamos a conocer al padre del muchacho.

Los elfos sienten un profundo desagrado y una gran desconfianza hacia los dragones. La magia de los hechiceros elfos no podía controlarlos y la conciencia de que los humanos sí podían era como la punzada constante de una muela cariada en la boca de los elfos. Los tripulantes de la nave estaban nerviosos e incómodos en presencia del dragón de azogue que giraba, se retorcía y serpenteaba con su largo cuerpo reluciente en torno a la nave. Los elfos volvían la cabeza constantemente para observar los movimientos de la criatura, o saltaban de alarma cuando la testa del dragón surgía en un lugar que dos segundos antes estaba vacío. Estas reacciones nerviosas parecían divertir al misteriarca, que se hallaba en el puente. Aunque el hechicero era la amabilidad misma, Hugh apreció el destello bajo sus párpados sin pestañas y la leve sonrisa que aparecía de vez en cuando en sus labios finos y exangües.

—Estoy en deuda eterna contigo, capitán Bothar'el —declaró Sinistrad—. Mi hijo significa más para mí que todos los tesoros del Reino Superior. —Mirando al muchacho, que se agarraba de su mano y lo miraba con evidente admiración, la sonrisa de Sinistrad se ensanchó.

—Me alegra haberte sido de utilidad. Como ha explicado el muchacho, ahora somos considerados forajidos por nuestra propia gente. Tenemos que encontrar a las fuerzas rebeldes para unirnos a ellas. Tu hijo nos prometió una recompensa…

—¡Ah, sí! La recibiréis y en abundancia, os lo aseguro. Y tenéis que visitar nuestro encantador reino y conocer a nuestro pueblo. Tenemos tan pocos invitados, que llegamos a cansarnos unos de otros. No es que fomentemos las visitas —añadió Sinistrad con delicadeza—, pero ésta es una circunstancia especial.

Hugh miró a Haplo, que había sido conducido al puente con los demás «invitados» a la llegada de Sinistrad. A la Mano le habría gustado mucho tener algún indicio de qué pensaba Haplo de todo aquello. No podían hablar, por supuesto, pero con sólo alzar un poco una ceja o con un guiño apresurado, Hugh habría sabido que Haplo tampoco se tragaba aquella fruta endulzada. Pero Haplo miraba a Sinistrad con tal fijeza que cualquiera habría dicho que contaba los poros de la larga nariz del misteriarca.

—No arriesgaré mi nave volando a través de eso —repuso el capitán Bothar'el señalando el Firmamento con un gesto de cabeza—. Danos lo que llevas —la mirada del elfo se fijó en varias joyas refinadas que adornaban los dedos del misteriarca— y regresaremos a nuestro reino.

Hugh habría podido decirle al elfo que estaba malgastando saliva, pues Sinistrad no permitiría bajo ninguna circunstancia que aquella nave escapara de sus manos cubiertas de rubíes y diamantes.

No lo hizo.

—El viaje puede ser algo complicado, pero no imposible y, desde luego, tampoco peligroso. Yo seré vuestro práctico y os guiaré por un paso seguro a través del Firmamento. —Echó una ojeada al puente y añadió—: Sin duda, no negaréis a la tripulación la posibilidad de contemplar las maravillas de nuestro reino, ¿me equivoco?

La riqueza y el esplendor legendarios del Reino Superior, convertidos en reales gracias a la visión de las joyas que el hechicero lucía con tan despreocupada gracia, avivaron una llama que consumió el temor y el sentido común de los tripulantes. Así lo advirtió Hugh en su mirada y sintió una fría lástima por el capitán elfo, que sabía que se estaba metiendo en una telaraña pero no podía hacer nada por evitarlo. Si daba la orden de abandonar el lugar y regresar a casa, sería él solo quien volvería…, y de mala manera, boca abajo a través de menkas y menkas de cielo vacío.

—Está bien —asintió Bothar'el con displicencia. Los vítores de la tripulación se apagaron ante la mirada furibunda del capitán.

—¿Puedo montar contigo en el dragón, padre? —preguntó Bane.

—Claro, hijo mío. —Sinistrad pasó la mano por el cabello dorado del chiquillo—. Y ahora, aunque me gustaría quedarme y seguir hablando con todos vosotros, en especial con mi nuevo amigo Limbeck… —Sinistrad dedicó una reverencia al geg, que inclinó torpemente la cabeza en respuesta—, mi esposa aguarda con gran impaciencia para ver a su hijo. ¡Mujeres! ¡Qué deliciosas criaturitas! —Se volvió hacia el capitán y añadió—: No he pilotado nunca una nave, pero se me ocurre que el principal problema que podéis encontrar en la travesía del Firmamento será la formación de hielo en las alas. Sin embargo, estoy seguro de que este experimentado y capaz colega —saludó con otra reverencia al brujo de a bordo, que le devolvió la cortesía con respeto, y también con cierta prevención—, sabrá hundirlo.

Sinistrad pasó el brazo en torno a los hombros de su hijo y se dispuso a marcharse, utilizando la magia para transportar al chiquillo la corta distancia de regreso al dragón. Los cuerpos de padre e hijo se habían desvanecido ya casi por completo cuando el misteriarca se detuvo y clavó una mirada de acero en los ojos del capitán.

—Sigue el camino del dragón —murmuró—. Exactamente.

Tras esto, desapareció.

—¿Entonces, qué piensas de él? —preguntó Hugh a Haplo en un murmullo mientras ambos hombres, junto con el perro, Alfred y Limbeck, eran conducidos de regreso al calabozo.

—¿Del hechicero?

—¿De quién, si no?

—¡Ah! Es poderoso —afirmó Haplo, encogiéndose de hombros—. Pero no tanto como esperaba.

Hugh soltó un gruñido, pues había encontrado intimidador a Sinistrad.

—¿Y qué esperabas encontrar, un sartán?

Haplo estudió intensamente a Hugh y comprendió que era una broma.

—Sí —respondió con una sonrisa.