¿Una nueva revolución? (2001)

La nuestra es la civilización del espectáculo —preferencia de las formas sobre los contenidos, la diversión como supremo valor de la vida— y, por eso, no es de sorprender que los grandes protagonistas de la actualidad sean los jóvenes antiglobalizadores a los que la policía italiana brutalizó, en Génova, durante la reunión del G-8, ofreciéndoles su primer mártir. Nostálgicos irredentos del viejo mesianismo social se han precipitado a anunciar que el movimiento contra la globalización representa ahora, ¡por fin!, una alternativa revolucionaria potente contra el capitalismo y su odiado embeleco político: la democracia neoliberal. Detrás de las decenas de miles de manifestantes que invadieron las calles de Génova, estos augures ven asomar en el horizonte, una vez más, —ave Fénix que renace de sus cenizas— un nuevo paraíso igualitario y colectivista.

Me temo que se apresuren demasiado y que confundan la presa con su sombra. Tengo la impresión de que al movimiento contra la globalización, por su naturaleza caótica, contradictoria, confusa y carente de realismo, le ocurrirá algo semejante que al Mayo del '68 en Francia, con el que tiene mucho de parecido: lo que hay en él de crítica social válida y de iniciativas realizables, será absorbido y canalizado por el sistema democrático, y lo demás, el estruendo y los estragos de las grandes gestas callejeras, perderá toda actualidad y quedará sólo como un estimulante material para sociólogos e historiadores.

Baso esta suposición, en lo que me parecen dos evidencias: 1) el carácter heterogéneo y autodestructivo de un movimiento en el que cohabitan grupos, instituciones e individuos cuyas metas, convicciones y actitudes son absolutamente incompatibles entre sí, y 2) la extraordinaria flexibilidad del sistema democrático para integrar dentro de sus cauces institucionales las críticas y antagonismos que nacen en su seno, y aprovecharlas para su fortalecimiento. Prueba de ello es que la democracia, con todas sus abundantes imperfecciones y fallos, ha prevalecido sobre los dos formidables adversarios que la amenazaron en el siglo veinte —los totalitarismos fascista y comunista—, y que, en la actualidad, sólo tiene como enemigos a las satrapías tercermundistas, tipo Gaddaffi, Sadam Hussein o Fidel Castro.

Por lo pronto, ser enemigo de la globalización puede tener algún sentido en el ámbito de la teoría, o de la poesía, pero, en la práctica, es un disparate parecido al del movimiento luddita que, en el siglo XIX, destruía las máquinas para atajar la mecanización de la agricultura y la industria. La realidad de nuestro tiempo es la de un mundo en el que las antiguas fronteras nacionales se han ido desvaneciendo hasta casi desaparecer en ciertos campos —la economía, la tecnología, la ciencia, la información, la cultura, aunque no en lo político y otras esferas—, estableciendo, cada vez más, entre los países de los cinco continentes, una interdependencia que conspira frontalmente con la vieja idea del Estado-nación y sus prerrogativas tradicionales. El mejor indicio de lo irreversible de este proceso globalizador son, como lo ha recordado Amartya Sen, los propios militantes antiglobalizadores, variopinta colectividad de muchos países, lenguas y credos que se comunican y coordinan sus mítines a través de Internet.

Sin embargo, el rechazo de la globalización —objetivo totalmente huérfano de realismo— es el único denominador común de los jóvenes que, de Seattle a Génova, han ido protestando contra la Organización Mundial de Comercio (OMC), el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el Foro Económico de Davos, o el G-8. En todo lo demás, existe en el movimiento una miríada de fobias, anhelos, proyectos, fines, métodos, que se anulan y rechazan entre sí.

¿Qué puede haber de común entre los ecologistas que piden políticas más radicales en la protección del medio ambiente y los iracundos del Bloque Negro que devastan los comercios e incendian automóviles? ¿Qué entre los prehistóricos estalinistas y los antediluvianos ultranacionalistas? ¿O entre las pacíficas e idealistas ONGs a las que moviliza el deseo de que los países ricos condonen la deuda de los países pobres o aumenten la ayuda para la lucha contra el sida y los grupúsculos y bandas de extrema derecha o de extrema izquierda, tipo ETA, que concurren a esas demostraciones por razones de autopromoción? Es verdad que, en el movimiento, hay mucha generosidad e ilusión de muchachas y muchachos avergonzados de vivir en sociedades prósperas en un mundo lleno de hambrientos; pero también lo es que, entre los miles y miles de manifestantes, hay un buen número de frívolos hijitos de papá, aburridos de la vida, que han ido allí sólo en busca de experiencias fuertes, a practicar un inédito "deporte de riesgo". Es sin duda cierto que este archipiélago de contradicciones comparte una vaga animadversión al sistema democrático, al que, por ignorancia, moda, sectarismo ideológico o necedad, hace responsable de todos los males que padece la humanidad. Con este linfático sentimiento de malestar o rebeldía, se puede impulsar grandes espectáculos colectivos, pero no elaborar una propuesta seria y realista para cambiar el mundo.

Dicho lo cual queda, por supuesto, en pie el hecho de que el sistema democrático es muy imperfecto, y de que, aun en los países donde ha avanzado más, está aún muy lejos de haber solucionado todos los problemas.

Las características que ha adoptado el movimiento antiglobalización tienen una consecuencia negativa: han hecho que las razones más válidas para criticar a los gobiernos de los países ricos, queden diluidas, e incluso desnaturalizadas, por la mescolanza de ideas y propuestas que acarrea.

Nada ayudaría más a los países pobres a salir de la pobreza, por ejemplo —los ayudaría mucho más que la condonación de la deuda— que los países occidentales les abrieran las fronteras para sus productos agrícolas, medida que se resisten a tomar por culpa de los productores nacionales que, gracias a aranceles y subsidios, mantienen una agricultura e industria agrícolas sobreprotegidas que le cuestan un ojo de la cara al ciudadano común de cualquier democracia occidental. Sin embargo, una de las estrellas mediáticas del movimiento antiglobalización, el francés José Bové, ha hecho toda su carrera política exigiendo exactamente lo contrario: barreras arancelarias implacables contra los productos agrícolas importados. El, y quienes piensan como él, hacen más daño a los países pobres del planeta con sus tesis nacionalistas en contra del comercio libre, que la Organización Mundial del Comercio, que, de una manera excesivamente tímida, tecnocrática y pésimamente publicitada, es cierto, trata de conseguir que se abran las fronteras comerciales en el planeta. En este campo específico lo que los países pobres necesitan para poder exportar sus productos no es menos sino más libertad, es decir una globalización efectiva y no la mediatizada y parcial que impera aún.

Una verdad que, en medio del ruido y la furia de las manifestaciones contra la globalización, ha salido a la luz es la siguiente: el sistema democrático liberal, que ha traído tan extraordinarios progresos materiales, intelectuales, jurídicos y políticos a la humanidad, padece, en razón de la especialización creciente de la vida pública y de la modorra y rutina en que la acción cívica ha caído en muchas sociedades, una distancia creciente, que a veces cuaja en un divorcio, entre las élites políticas y la base social. Por eso, es tan frecuente la indiferencia que suele acompañar a las consultas electorales en muchos países democráticos: ¿para qué votar si nada va a cambiar, si todos los políticos son lo mismo? No es verdad que todos sean lo mismo y tampoco es cierto que nada vaya a cambiar. La democracia es el único sistema que, desde sus lejanos orígenes, ha sido capaz de reformarse internamente y de ir corrigiéndose y evolucionando de acuerdo a las necesidades y demandas de sus ciudadanos. No ha alcanzado la perfección ni la alcanzará nunca, pero su gran ventaja sobre todos los otros sistemas, es que, ella sí, ha sabido transformarse y renovarse en el tiempo, creando las sociedades menos imperfectas en materia de derechos humanos, libertad y progreso material que conoce la historia. Esta es una inconmovible realidad a la que la virulencia contestataria de los nuevos desafectos difícilmente podrá mellar. Mucho mejor sería, para el mundo, que estos jóvenes inconformes canalizaran sus ímpetus y anhelos en reformar el sistema desde dentro, algo perfectamente necesario posible, en vez de empeñarse en destruirlo, pasatiempo intenso, divertido, pero perfectamente inútil.

Artículos y ensayos
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