Peinar el viento (2001)

A los grandes artistas es mejor verlos que oírlos, porque cuando explican sus obras suelen ser bastante menos convincentes que cuando pintan o esculpen; algunos, entre los mejores, resultan incluso tan confusos que, oyéndolos o leyéndolos, se tiene la impresión de que son apenas conscientes de lo que han logrado, o de que están garrafalmente equivocados sobre las maravillas que producen sus manos y sus instintos, o de que su genio pasa casi excluyentemente por su sensibilidad y su intuición, sin tocar su inteligencia.

No es el caso de Eduardo Chillida, desde luego, a quien, hace unos diez años, dialogando con un crítico en el auditorio de la Tate Gallery de Londres, oí describir con claridad luminosa su trayectoria artística, desde sus inicios, cuando esa vocación fue imponiéndose al estudiante de arquitectura y al portero de fútbol de la Real Sociedad que era entonces y precipitándolo en una aventura creadora que ha marcado como pocas el arte de su tiempo. Tengo un recuerdo muy vivo de esa conferencia que, a mí, me enriqueció todavía más el alto aprecio que tenía por la obra del escultor.

A la sencillez de sus explicaciones sobre su relación con los materiales —por qué lo fascinaban el granito, la greda y el hierro, por ejemplo, y por qué siempre desconfió del bronce, con el que nunca pudo amigarse—, acompañaba una franqueza inusitada para revelar sus admiraciones y sus distancias con otros artistas contemporáneos, y una modestia para hablar de sí mismo que yo no he conocido en ninguna otra persona. La insensible manera como su obra fue deslizándose, en sus años veintiañeros de París, de los yesos figurativos que representaban desnudos a las formas abstractas que forjaría en hierro en los años siguientes, la ilustraba Chillida con anécdotas divertidas, como una lenta maduración en la que el azar desempeñaba un papel tan importante como la experiencia. Y, en relación con sus esculturas, hablaba de entidades tan escurridizas como el espacio, el tiempo, la luz y el aire ni más ni menos que si se tratara de personas de carne y hueso, amigos con los que se ha andado un largo trecho de camino, hacia un destino todavía lejano de alcanzar.

Ahora, en esta mañana espléndida, de cielo azul y sol líquido, mientras recorro el vasto Museo Chillida-Leku erigido por el propio artista en las afueras de San Sebastián, rodeado de hayas, robles y magnolios exuberantes en los que ha estallado de pronto un ensordecedor vocerío de pájaros, aquella conferencia de la Tate Gallery reflota en mi conciencia desde las profundidades subconscientes donde quedó almacenada como un precioso alimento para la memoria. ¿Cómo ha podido un ser tan delicado y tan frágil como Chillida erigir estas piezas monumentales cuya insolente solidez reta al tiempo, proclamando que lo imperecedero y lo eterno son también prerrogativas humanas? Sin embargo, es cierto que cuando uno se aproxima a ellas y las examina de muy cerca, advierte que su fuerza y poderío no están exentos de levedad, de ligereza, de una entraña ágil. Los críticos y el propio Chillida han hablado siempre de la manera como este artista ha buscado hacer emerger la luz escondida en la materia que trabaja, y es cierto que en sus granitos, alabastros y tierras cocidas hay una luminosidad a flor de piel que es como la manifestación de una vida secreta, enterrada en el fondo de la materia, que la destreza y el talento han conseguido desvelar.

Pero, casi tanto como la luz, el viento parece un habitante obligatorio de las esculturas de Chillida. Por los pasadizos que abre en la piedra, y que constituyen a veces pequeños laberintos misteriosos, o en esas elegantes ventanas geométricas que parecen estar allí para que por ellas se asomen al mundo exterior las criaturas que, según las leyendas más antiguas, han sido secuestradas y habitan en el corazón de las rocas y los grandes pedruscos, y aun en las ligeras incisiones que recorren las estelas o las cúpulas, avenidas, recintos de aire que circundan los gigantescos brazos de hormigón o de hierro de las obras públicas de gran tamaño, circula siempre el viento, hálito refrescante, animador, que alegra y aligera el tremendo volumen. Son piezas imponentes, pero uno no se siente aplastado ni atemorizado por su potencia, gracias a esa respiración que las humaniza. En las más grandes, además de circular por toda su geografía, el viento también silba y canta.

Cada una de estas esculturas ha sido dispuesta en el inmenso parque de césped entrecruzado por caminillos finos como venas con una maquiavélica deliberación, para que el entorno la realce y sea a su vez realzado por su presencia. Como en aquella conferencia, la palabra espacio se vuelve aquí algo concreto, mensurable y perceptible en su invisibilidad. Los monumentos, las estelas, las construcciones arbóreas, los macizos de granito, las piedras horadadas o signadas y los brazos metálicos que ciñen fantasmas tienen, cada uno, un espacio propio, unos límites dentro de los cuales la escultura ejerce una soberanía, un territorio al que uno ingresa con cierta incomodidad, como transgrediendo una prohibición, como un mirón clandestino. Todas las piezas son muy bellas, algunas más y otras menos, pero no hay duda de que, reunidas de este modo, en un marco tan limpio y natural, conforman algo más rico y vital que una mera colección; más bien, una coreografía, un espectáculo, una familia, una tribu disímil aunque poderosamente bien avenida. Las esculturas se deberían ver siempre así, en libertad y en medio de la Naturaleza, enfrentadas a la luz del sol o de la luna y expuestas a los elementos. Si, como ocurre con las de Chillida, pasan la prueba y el mundo natural las acepta, se llenan de vida y de verdad, se vuelven una variante de los árboles.

Tengo la fortuna de que me acompañe en esta visita Pili o Pilar, la esposa de Chillida. Estaba con él en aquella conferencia de Londres cuando los conocí, y ha estado siempre a su lado la media docena de veces que, desde entonces, he coincidido con la pareja. Tengo la sospecha de que no se han separado jamás desde que Eduardo, que tenía entonces 17 años, se enamoró de Pili, de 15. El padre de ésta le advirtió, cuando comenzaba el noviazgo: "Ese muchacho será un genio o un desastre, pero nunca un chico normal". Dicho y hecho. Se casaron, tuvieron muchos hijos y fueron —lo son todavía— la pareja más unida del mundo. Aunque ya no lo sea, Pili parece una jovencita. Lleva sobre la cabeza un sombrerito con todos los colores del arco iris de Ágata Ruiz de la Prada y viste un pantalón y una blusita que dejan al descubierto su cintura, y hasta su ombligo, redondo y perfecto como una escultura de su marido.

Me asombra con la prodigiosa memoria de que hace gala, refiriéndome con lujo de detalles la gestación de cada una de las piezas que vemos —la fecha, el lugar, la circunstancia en que fue trabajada— y siempre tiene a la mano alguna historia simpática emparentada con ellas. La colaboración con Jorge Guillén, por ejemplo, que resultó en un libro, nació de una visita de Chillida a Harvard, donde Guillén enseñaba. El poeta le mostraba al escultor unos manuscritos de Heidegger, y Chillida se admiraba con la elegancia de la caligrafía del filósofo alemán. "Yo también tengo una linda letra", le susurró Guillén al oído en el momento oportuno. Chillida pescó la sugerencia al vuelo: "Si me está usted proponiendo que hagamos un libro juntos, lo hacemos". Y lo hicieron.

Aquí, ante esta pieza que es un homenaje a Braque, Pili recuerda que el pintor fue a la primera exposición de Chillida en París, cuando éste era todavía un jovencito. Braque se entusiasmó con una de las esculturas y quiso comprarla. Aquél no lo permitió y se la ofreció como homenaje. Tiempo después fueron invitados al estudio del pintor. Éste los esperaba con tres cuadros dispuestos en hilera. "¿Cuál es el suyo, Eduardo?", le preguntó. Éste, sin vacilar un instante, señaló uno de ellos. "En efecto, ése es el suyo", aprobó Braque, satisfecho. "Acérquese y compruébelo: ya está dedicado". Pili me asegura que la silueta del pajarillo que, en la mitad inferior de la pieza concebida en homenaje a Braque, se insinúa como forzando a la piedra a aceptarla, no fue premeditada, que se apareció de pronto y Eduardo no tuvo más remedio que integrarla al conjunto.

En el centro del inmenso parque se alza el caserío de Zabalaga, una construcción del siglo XVI, de exterior escrupulosamente restaurado por Chillida en colaboración con el arquitecto Joaquín Montero. En el interior, de dos plantas, se exhiben piezas más pequeñas, y, sobre todo, en la sala 4, algo así como las intimidades del dueño de casa: los dibujos, modelos, objetos, hallazgos y diseños que han sido el embrión de muchas obras, y también sus primeros experimentos con terracota y óxido de cobre que darían luego origen a un bellísimo mural y a una serie de piezas de formato pequeño. En una de las vitrinas hay un dibujo jeroglífico en el dorso de un sobre color gris. Estaban en el interior de Guatemala, visitando las ruinas mayas, y Chillida quiso tomar unos apuntes, pero a Pili le fue imposible conseguir un pedazo de papel blanco. Este sobre para turistas, hecho de ceniza de volcán, hizo las veces. El dibujo, inspirado en las líneas de las pirámides y la cerámica de los mayas, sería el rudimento de esa incisión geométrica alargada y como con espinas, de vagas reminiscencias prehispánicas, que reptaría luego como una serpiente por la superficie de muchas piedras de Chillida.

¿Viene alguna vez él a echar un vistazo a su museo? Pili me asegura que sí. Lo hace cuando no llueve, al atardecer, después que ha partido la última de las visitas y se han cerrado las puertas. A esa hora, la del crepúsculo, cuando el sol se va hundiendo en los montes vecinos y una luz rojiza y entrecortada se desparrama por el parque encendiendo las copas de los árboles y haciendo llamear las esculturas, entra sigilosamente y de la mano de Pili va a sentarse en un rectángulo del parque, cercado por setos y arboledas, al que ellos han bautizado "el jardín zen". A diferencia de los monasterios budistas de esta doctrina, ese jardincillo no es de arena rastrillada y pedruscos, sino de césped y altos árboles rumorosos, con una escultura clavada en su centro que, de lejos, parece un monumento religioso, un ara de sacrificios, un altar. Aquí, en este banquillo, se sienta la pareja indestructible y, cercada de silencio, de belleza y de orden, sin cambiar una palabra, espera que caiga la noche, meditando o pasando revista al riquísimo arcón de recuerdos que tiene acumulados. "La verdad es que hemos sido muy felices", dice Pili, en voz alta, echando una ojeada a todo lo que nos rodea. Después de ver lo que he visto y oír lo que he oído esta mañana ¿cómo no le creería?

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