Loco por Lana Turner (2000)

Letras Libres n°20 Agosto del 2000

De todos los escritores que he conocido, el que menos interesado parecía en la literatura fue Manuel Puig (1932-1990). Jamás hablaba de autores ni de títulos, y cuando algún tema literario surgía en la conversación, ponía cara de aburrido y cambiaba de tema. En la documentada y prolija biografía que le ha dedicado,

[4] Suzanne Jill Levine asegura que en ciertas épocas de su vida leyó mucho, pero su propio libro parece contradecirla, pues en él lo que aparece sobre todo como marco y referencias del biografiado son el cine y las películas, las actrices y los espectáculos, a menudo la música popular, y sólo muy de cuando en cuando, como parientes pobres, los escritores (por lo general, las personas, no las obras). Un joven escritor argentino que lo visitó en Río de Janeiro se sorprendió de encontrar en el apartamento de Manuel Puig, donde éste había reunido una videoteca de cerca de tres mil filmes, además de sus obras en español y en traducciones, sólo un puñado de libros ajenos, casi exclusivamente biografías de directores y estrellas de cine.

No era un escritor inculto, sino cultísimo, pero no de literatura sino de películas y de toda la mitología y las chismografías del séptimo arte, un hombre de cine, o tal vez mejor de la imagen y la fantasía visual, naufragado en la literatura por desesperación de causa. En la biografía de Suzanne Jill Levine se advierte cómo Manuel Puig fue llegando a la vocación literaria de a pocos y casi de casualidad, cuando, luego de los frustrantes estudios de cinematografía en Italia y de sus inútiles intentos de ver producidos sus guiones y de dirigir películas, pasó insensiblemente de escribir para la huidiza pantalla a hacerlo para sí mismo, en un texto autobiográfico sobre sus recuerdos de las historias que vio en los cinemas de su infancia transcurrida en General Villegas, un pequeño pueblo de la pampa argentina, lo que al cabo de los años se convertiría en su primera novela: La traición de Rita Hayworth (1968). Con este libro inició una carrera literaria sui géneris, que, décadas más tarde, lo catapultaría a la fama en todo el mundo, gracias al extraordinario éxito que alcanzaron las versiones teatrales y la cinematográfica de la más difundida de sus novelas: El beso de la mujer araña (1976).

La obra de Manuel Puig, compuesta de apenas ocho novelas, es una de las más originales que hayan aparecido en las décadas finales del siglo XX. Lo original de ella no son sus temas, ni su estilo, ni siquiera la construcción de sus historias, en lo que mostró a menudo una soberbia destreza y una sutil astucia, sino, sobre todo, los materiales de que se sirvió para inventarlas: los tipos y estereotipos de la cultura popular, las novelitas rosas, las radionovelas y las telenovelas, las truculencias y melodramas de los boleros, los tangos y las rancheras, las columnas de chismes y las informaciones sensacionalistas de las revistas y periódicos de escándalo, y, principalmente, la seudorrealidad fabricada por las situaciones, personajes y ensoñaciones de las películas. Todo esto había figurado ya, de mil maneras, en la literatura, pero siempre como un ingrediente más de la compleja realidad humana. La novedad, en la obra de Puig, es que esta dimensión artificiosa y caricatural de la vida ha eliminado a la otra, y la ha sustituido como la única verdadera. Eso da a sus novelas esa extraña atmósfera, la de un mundo que, a pesar de estar erigido con la más compartida de las experiencias humanas —la fuga del mundo real hacia un mundo soñado a través de todas las formas de la imaginación—, parece lejanísimo, alambicado e irreal. Y, sin embargo, en sus mejores momentos, de sus complicadas tramas y enrevesados juegos transpira un relente de drama vivido, de dolorida humanidad.

La razón es simple: como la biografía de Suzanne Jill Levine hace evidente, Manuel Puig aprendió de niño que los seres humanos habían inventado una fórmula para escapar provisionalmente de las penalidades y miserias de este mundo —la ficción—, y la hizo suya de modo sistemático, hasta convertirla en su manera de vivir. No fueron los libros sino las películas, que lo llevaba a ver a diario Malé, su madre —el personaje más importante de su vida—, en los cinemas de General Villegas, las que le abrieron las puertas de ese refugio, la irrealidad, al que, poco a poco, iría convirtiendo en su domicilio privado y casi permanente, un territorio donde podía sentirse a salvo y ser él mismo, fuera de todo peligro que no eligiera libremente enfrentar, y rodeado sólo de aquellas figuras excelsas, conmovedoras y excitantes —las estrellas— cuya compañía lo enriquecía y desagraviaba de la sórdida realidad. Para todo niño dotado de sensibilidad la vida real suele ser dura, una continua prueba. Pero mucho más en un pequeño pueblo sudamericano impregnado de machismo y prejuicios feroces, para un niño que, con la edad de la razón, se descubre una propensión homosexual, es decir una infamante marca que hará de él un apestado, condenado a la hostilidad, a la violencia y las burlas de compañeros y conocidos, y al desprecio de su propia familia. Ese entorno no era vivible para el niño violado en el colegio al que le gustaba vestirse de mujercita; por eso, con la involuntaria ayuda de su madre adorada, una loca del cine, se dio maña para vivir en él lo menos posible, y pasar lo mejor de su tiempo, y dedicarle lo mejor de su energía e imaginación, al mundo de las películas.

Hasta qué punto llegó Manuel Puig a sentirse en casa en ese mundo ficticio de las imágenes del celuloide lo muestra una deliciosa anécdota que cuenta Jill Levine. Es medianoche, en New York, un día de 1978. Ha llegado de París el camarógrafo cubano Néstor Almendros, muy amigo de Puig, y éste lo conmina a que, antes de ir a su hotel, vaya a visitarlo a su departamento para hablar de cine.

Así lo hace Almendros y la conversación se prolonga horas. A eso de las tres de la mañana, Manuel Puig entona una apasionada alabanza de Lana Turner, "dulce muchacha que se esfuerza por hacer bien sus papeles". Almendros replica que le parece "una pésima actriz, una puta" y que la detesta. Puig abre la puerta y lo echa a la calle: "Nadie que odie a Lana Turner puede permanecer bajo mi techo. Eres una típica mujerzuela francesa, malvada y ácida. Eres una Stéphane Audran".

Con sus maletas bajo el brazo, el despachado camarógrafo salió a buscar un taxi por las heladas calles de Soho. La pelea tuvo distanciados a los amigos varios meses.

El libro de Jill Levine está salpicado de anécdotas, algunas divertidas como ésta, y otras conmovedoras, y a veces hasta trágicas, que van trazando un perfil muy animado y convincente del autor de The Buenos Aires Affaire (su mejor novela, a mi juicio). Buena parte de su investigación está basada en la correspondencia de Puig con su familia —sobre todo su madre, con la que mantuvo siempre un minucioso diálogo sobre las películas que veía, y, también, sobre la vida y milagros de las artistas de Hollywood, que seguía con devoción religiosa— y con muchos amigos, de modo que su libro documenta con gran detalle la gestación de cada una de las obras de Puig, así como su vida privada, y su peripecia por Argentina, Italia, Estados Unidos, México, Brasil, y los innumerables viajes que realizó por medio mundo. En sus páginas aparecen infinidad de escritores, actores, directores, músicos, editores y aventureros de por lo menos media docena de países, en lo que, en muchas páginas, adopta el aire de un vasto y risueño fresco de las idas, venidas, intrigas, fracasos y hazañas de la fauna literaria y artística de los años setenta y ochenta, a ambas orillas del Atlántico. La rica vida homosexual de la época aparece también, chisporroteante de anécdotas, pues Manuel Puig se entregó a ella casi con la misma pasión que a las películas. Sus relaciones fueron innumerables, desde encuentros ocasionales —el ojo zahorí de Jill Levine ha descubierto que practicó el sexo oral, en el baño de un bar del Soho londinense, con dos estrellas hollywoodenses: Stanley Baker y Yul Brinner— hasta de varios meses, pero nunca consiguió forjar, pese a haberla añorado siempre, una relación estable (en sus últimos años se quejó, con amargura, de haberse pasado la vida "buscando en vano un buen marido"). Todo ello contribuyó a esa sensación de soledad que parece haberlo acompañado desde joven, y que se fue acentuando con los años hasta convertirse poco menos que en una neurosis en la época final.

El libro de Suzanne Jill Levine se lee con mucho interés y será indispensable para quienes se interesen en la obra de Puig (que ella, traductora de algunas de sus novelas al inglés, conoce a la perfección) y en las estrechas relaciones entre el cine y la literatura, rasgo central de la vida cultural de los años finales del siglo XX y que esta biografía describe con abundante información y buen juicio. He detectado en sus páginas alguno que otro error (por ejemplo, atribuir a Manuel Puig la célebre frase de Jorge Luis Borges sobre la guerra de las Malvinas: "La guerra de dos calvos por un peine"), pero que no desmerecen en absoluto los merecimientos de un libro en el que el rigor va del brazo con la amenidad.

Sin embargo, reconocidos estos méritos, me pregunto si, como Suzanne Jill Levine y otros críticos piensan, la obra de Manuel Puig tiene la trascendencia revolucionaria que le atribuyen. Yo me temo que no, que ella sea más ingeniosa y brillante que profunda, más artificiosa que innovadora y demasiado subordinada a las modas y mitos de la época en que se escribió como para alcanzar la permanencia de las grandes obras literarias, la de un Borges o la de un Faulkner por ejemplo. Los grandes libros no están hechos de imágenes, como las grandes películas, sino de palabras, es decir de ideas que transpiran de una sucesión de imágenes, las que van constituyendo una visión, del mundo, de la vida, de la condición humana, del devenir histórico. Esta visión surge, en el espíritu del lector, al conjuro de un esfuerzo intelectual incitado por la riqueza y la funcionalidad de un lenguaje, de un estilo, del que resulta el hechizo de una obra literaria. En la obra de Puig hay imágenes, laboriosa y eficientemente construidas, pero no hay ideas, ni una visión central que organice y dé significado a su mundo, ni un estilo personal. Hay fantasmas y alardes de ingenio, unas sombras chinescas a las que el malabarismo formal de quien escribe da, por momentos, un semblante de realidad, pero que luego, páginas después, se esfuman como las cascadas de agua de los espejismos. La vida nunca brota del todo, atajada por la frivolidad, actitud que confunde los contenidos con los semblantes e invierte los valores, poniendo a la cabeza de ellos el parecer, no el ser.

Tal vez, por sus características, sea la suya la obra más representativa de lo que se ha llamado la literatura light, emblemática de nuestra época. Una literatura liviana, ligera, risueña, que renuncia a todo otro propósito que el de divertir. Que desdeña, como jactanciosa y estúpida, la pretensión de aquellos polígrafos que creían que escribiendo se podía cambiar el mundo, revolucionar la vida, trastrocar los valores, enseñar a sentir o a vivir. No, no, nada de eso. La literatura debe aceptar lo poco que cuentan los libros ahora en las vidas de las gentes, y no fijarse designios imposibles. Aceptar que entretener, hacer pasar un rato amable, distraído, embelesado, a un bípedo mortal —como hacen las películas y los programas de televisión más populares— es una respetable y decente función, la que compete a la literatura de una época veloz y ocupadísima como la nuestra, en la que con tanto trabajo, preocupaciones serias y placeres y diversiones, apenas queda tiempo a los ciudadanos para ponerse graves y reflexionar o para leer novelas que den dolores de cabeza.

—Radi di Montagna, 4 de junio de 2000

Artículos y ensayos
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