Aguafiestas en Seattle (1999)

El fracaso de la Ronda del Milenio, la Conferencia de la Organización Mundial del Comercio (OMC) que, desde Seattle, debía dar la bendición de 135 gobiernos de los cinco continentes a la globalización de la economía, ha dejado perplejos a los lectores y creyentes de las estadísticas. ¿Cómo es posible, se preguntan, que en la ciudad de empresas como Microsoft y Boeing, que el año pasado exportó bienes comerciales por la astronómica suma de 34 billones de dólares, se reunieran cuarenta mil manifestantes para dar mueras al capitalismo y exigir que se cierren las fronteras? ¿Tiene sentido que se movilicen las masas contra el comercio internacional en Estados Unidos, un país que, gracias a la mundialización de la economía, experimenta una prosperidad sin precedentes en toda su historia? ¿Qué pasó? ¿Qué locura se apoderó de la húmeda Seattle?

Las estadísticas nunca cuentan toda la historia, sólo unas generalidades, y a menudo engañosas. En Seattle coincidieron, para protestar contra la OMC, grupos e intereses incompatibles entre sí, pero aliados en la desconfianza y el temor hacia un mundo en trance de transformación veloz y un futuro todavía preñado de incertidumbre. La protesta más desconcertante, por obtusa y reaccionaria, fue la de los sindicatos AFL-CIO, convocada con el estentóreo eslogan de "proteger los puestos de trabajo" de los obreros nativos, como si, gracias a la internacionalización de su economía, Estados Unidos no tuviera hoy más empleo que nunca en todo el siglo (sólo en el mes de noviembre se crearon 250 mil nuevos puestos), y como si, gracias a la nueva realidad económica, los niveles de ingreso de sus obreros no crecieran de manera sistemática. Con su demagógica defensa del proteccionismo y su rechazo a que las empresas de Estados Unidos abran fábricas en el extranjero, esos anacrónicos dirigentes luchan, en verdad, contra el progreso de sus hermanos de clase de los países pobres, y revelan una visión mezquina y nacionalista del desarrollo.

Más idealismo y generosidad motivaron la presencia, entre los manifestantes de Seattle, de los movimientos ecologistas que acusan a las multinacionales de depredar el medio ambiente y mantener una doble política frente a los recursos naturales, según operen en países avanzados o atrasados. Ésta es una reivindicación perfectamente respetable, pero que concierne fundamentalmente a los gobiernos y a las Naciones Unidas, no a la OMC, una organización creada hace cinco años con el objetivo específico y único de trabajar por la eliminación paulatina de las barreras comerciales. Los grupos enfurecidos porque las redes de los barcos camaroneros y atuneros están diezmando a las tortugas y a los delfines en los mares del mundo, merecen toda la simpatía de las gentes sensibles. ¿Pero, de qué forma podía la OMC, una institución técnica, remediar aquel daño?

El más violento de los grupos inconformes de Seattle, venía de Eugene, Oregón, y sus afiliados se llaman a sí mismos anarquistas y se declaran discípulos de John Zerzan, un ensayista y pensador ácrata, cuyas razonadas diatribas contra la tecnología, la sociedad de consumo y las grandes corporaciones deshumanizadas han encontrado una audiencia creciente entre los jóvenes de Estados Unidos. Zerzan predica el anarquismo intelectual, no la acción violenta, pero no ha querido desautorizar a sus supuestos discípulos —que pulverizaron las elegantes tiendas de Pike Street—, y es probablemente el único beneficiario de la fallida reunión de la OMC, pues sus libros han alcanzado gracias al escándalo callejero de Seattle una considerable demanda.

La otra noche vi un interesante reportaje en la televisión sobre los jóvenes anarquistas de Eugene, Oregón. Todos eran blancos y provenían de familias de clase media; sus úcases contra la sociedad resultaban bastante confusos, pero, en cambio, parecía muy sincera su indignación contra un estado de cosas que no acababan de entender, una civilización donde las distancias entre los que tienen mucho y los que tienen muy poco les parece aberrante e intolerable, aun cuando el bienestar alcance a todos. El periodista los atizaba, recordándoles lo que había ocurrido con el ideal igualitarista, los sufrimientos y miserias en que había naufragado. ¿Querían eso para Estados Unidos? No, desde luego que, eso, no. ¿Cuál debería ser entonces el modelo de sociedad? Después de intercambiar miradas entre ellos, una muchacha optó por la respuesta más prudente: "Ninguno".

Como los incidentes y choques de los manifestantes con la policía fueron lo más vistoso de lo ocurrido en Seattle, casi no se ha dicho que el fracaso de la conferencia de la OMC se debió, probablemente, más a lo que ocurrió dentro que fuera de ella. Porque lo cierto es que los 135 gobiernos representados fueron incapaces de ponerse de acuerdo sobre un solo punto importante, y lo único que quedó en claro fue la absoluta falta de denominador común conceptual y de objetivos entre los participantes. Gacetilleros acuartelados en el lugar común (y más despistados que los valedores de tortugas y delfines) han sostenido que muchos delegados tercermundistas aprovecharon las sesiones para atacar la globalización, alegando que ella sólo sirve para legitimar el expolio que las transnacionales cometen contra los países pobres. Ocurrió exactamente al revés, y es una de las pocas conclusiones positivas que deja la lastimada reunión de Seattle. Que, en ella, fueron sobre todo los delegados de países en vías de desarrollo, de Nigeria a Ecuador, y de África del Sur a Tailandia, quienes defendieron una agenda genuinamente liberal, exigiendo que los países europeos, Estados Unidos y Japón reduzcan sus barreras proteccionistas contra las exportaciones procedentes del tercer mundo, y que, en cambio, los países desarrollados, en flagrante contradicción con sus prédicas retóricas aperturistas, se mostraron inflexibles, incapaces de hacer una sola concesión. Ni siquiera aceptaron discutir la eliminación, por ejemplo, de los injustos sistemas de cuotas y de subsidios a sus exportadores.

Nadie que quiera enterarse, puede ignorarlo: el crecimiento del comercio mundial ha sido enormemente positivo para todos los países, y, como afirma Fareed Zakaria, en el último Newsweek, "en los últimos cuarenta años, gracias a la masiva reducción de las fronteras comerciales, el mundo ha conocido el más profundo y el más largo progreso económico en toda la historia". Lógicamente, quienes más necesitan el desarrollo, los países más pobres, son quienes deberían aplicar y defender más la calumniada globalización, pues son los que más ventajas pueden sacar de ella. Y, acaso la mayor sorpresa de Seattle fue advertir que, en efecto, y por primera vez en un foro económico de esa magnifitud, en términos prácticos, quienes demostraron ser los más animosos promotores de la eliminación de las barreras comerciales, no fueron los países más ricos, sino los países a los que el nacionalismo económico —las teorías de la sustitución de importaciones, el rechazo del capital extranjero y el desarrollo hacía adentro— contribuyó en buena parte hasta hace muy poco a mantener marginados y empobrecidos. Porque ésta es una verdad que, en medio de los tumultos de Seattle, comenzó a asomar la cabeza: hoy en día, el proteccionismo está más enraizado en el primer mundo que en el tercero.

Ésa hubiera sido la buena batalla de los jóvenes que salieron a manifestar en las calles de Seattle: no contra Mac Donald y Starbucks, sino contra esos muros levantados en las grandes ciudadelas del Occidente desarrollado contra los productos agrícolas y manufacturados del Asia, África y América Latina, una manera fácil y rápida de favorecer, al mismo tiempo, a los consumidores occidentales con bienes a mejores precios que los producidos localmente, y a los países que luchan por salir del atraso y abren sus puertas de sus economías al mundo pero encuentran cerradas las del mundo para sus productos de exportación. Pero, para dar esa batalla, esos jóvenes idealistas tendrían que resignarse a aceptar que el desarrollo es incompatible con la utopía, una marcha lenta y llena de tropiezos en pos de victorias siempre parciales contra la ignorancia, la desocupación, la brutalidad, la explotación, y a favor de más oportunidades, más amparo legal y más libertad. Y en favor de un mundo nada exaltante, siempre a años luz de la perfección, lleno de desigualdades y frustraciones múltiples a nivel individual. Sin embargo, en este mundo que tanto decepciona a los seguidores de John Zerzan, el tranquilo apocalíptico de Oregón, la señora colombiana que viene una vez por semana —en el volante de su auto— a ayudarnos con la limpieza de la casa, aquí, en Washington, donde paso este semestre, gana veinte dólares por hora, es decir bastante más de lo que ganan, como promedio, los ingenieros, funcionarios, empleados y profesores universitarios de cualquier país tercermundista. Ya sé que estos pedestres fines carecen de sex appeal, que nunca excitarán la ternura y la pasión de los idealistas, como pueden hacerlo las amenazas que se ciernen, en los océanos, en torno a los esbeltos delfines y las lentas tortugas.

Artículos y ensayos
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