La batalla perdida de "Monsieur" Monet (1999)

La democratización de la cultura está muy bien, pero no deja de tener inconvenientes. Para ver hoy una gran exposición hay que esperar semanas o meses, y, el día reservado, lloverse y helarse a la intemperie en una larguísima cola, y ver luego los cuadros a salto de mata, dando y recibiendo codazos. Sin embargo, no vacilaría un segundo en pasar por todo ello para visitar de nuevo Monet en el siglo XX, la exposición que exhibe la Royal Academy.

Una buena muestra nos instruye sobre una época, un pintor o un tema, nos enriquece la visión de una obra y, por una o dos horas, nos arranca de la vida cotidiana, sumergiéndonos en un mundo aparte, de belleza e invención. Pero, algunas raras exposiciones, como ésta, nos cuentan además —con cuadros, en vez de palabras— una hermosísima historia.

Tres ingredientes son indispensables para que aparezca un gran creador: oficio, ideas y cultura. Estos tres componentes de la tarea creativa no tienen que equilibrarse, uno puede prevalecer sobre los otros, pero si alguno de ellos falla ese artista lo es sólo a medias o no llega a serlo. El oficio se aprende, consiste en ese aspecto técnico, artesanal, de que también está hecha toda obra de arte, pero que, por sí solo, no basta para elevar una obra a la condición de artística. Dominar el dibujo, la perspectiva, tener dominio del color, es necesario, imprescindible, pero apenas un punto de partida. Las `ideas', una manera más realista de llamar a la inspiración (palabra que tiene resonancias místicas y oscurantistas), es el factor decisivo para hacer del oficio el vehículo de expresión de algo personal, una invención que el artista añade con su obra a lo ya existente. En las `ideas' que aporta reside la originalidad de un creador. Pero lo que da espesor, consistencia, durabilidad, a la invención son los aportes de un artista a la cultura. Es decir, la manera como su obra se define respecto a la tradición, la renueva, enriquece, critica y modifica. La historia que Monet en el siglo veinte nos cuenta es la de un diestro artesano al que, ya en los umbrales de la vejez, un terco capricho convirtió en un extraordinario creador.

En 1890, el señor Monet, que tenía cincuenta años y era uno de los más exitosos pintores impresionistas —los conocedores se disputaban sus paisajes— se compró una casa y un terreno a orillas del Sena, en un poblado sin historia, a unos setenta kilómetros al noroeste de París. En los años siguientes construyó un primoroso jardín, con enredaderas, azucenas y sauces llorones, un estanque que sembró de nenúfares y sobrevoló con un puentecillo japonés. Nunca sospecharía el sosegado artista, que, instalado en aquel retiro campestre, se preparaba una burguesa vejez, las consecuencias que tendría para su arte —para el arte— su traslado a Giverny.

Había sido hasta entonces un excelente pintor, aunque previsible y sin mucha imaginación. Sus paisajes encantaban porque estaban muy delicadamente concebidos, parecían reproducir la campiña francesa con fidelidad, en telas por lo general pequeñas, que no asustaban a nadie y decoraban muy bien los interiores. Pero, desde que construyó aquella linda laguna a la puerta de su casa de campo y empezó a pasar largo rato contemplando los cabrilleos de la luz en el agua y los sutiles cambios de color que los movimientos del Sol en el cielo imprimían a los nenúfares, una duda lo asaltó: ¿qué era el realismo?

Hasta entonces había creído muy sencillamente que lo que él hacía en sus cuadros: reflejar, con destreza artística en la tela, lo que sus ojos veían. Pero, aquellos brillos, reflejos, evanescencias, luminosidades, todo ese despliegue feérico de formas cambiantes, esos veloces trastornos visuales que resultaban de la alianza de las flores, el agua y el resplandor solar ¿no eran también la realidad? Hasta ahora, ningún artista la había pintado. Cuando decidió que él trataría de atrapar con sus pinceles esa escurridiza y furtiva dimensión de lo existente, Monsieur Monet tenía casi sesenta años, edad a la que muchos de sus colegas estaban acabados. Él, en cambio, empezaría sólo entonces a convertirse en un obsesivo, revolucionario, notable creador.

Cuando hizo los tres viajes a Londres, entre 1899 y 1902, para pintar el Támesis —la exposición se inicia en este momento de su vida— ya era un hombre obsesionado por la idea fija de inmovilizar en sus telas las metamorfosis del mundo, en función de los cambios de luz. Desde su balcón del Hotel Savoy pintó el río y los puentes y el Parlamento cuando salían de las sombras o desaparecían en ellas, al abrirse las nubes y lucir el Sol, o velados y deformados por la niebla, el denso fog cuyo "maravilloso aliento" (son sus palabras) quiso retratar. Los treinta y siete cuadros de su paso por Londres, pese a sus desesperados esfuerzos por documentar las delicuescencias visuales que experimenta la ciudad en el transcurso del día, ya tienen poco que ver con esa realidad exterior. En verdad, lo muestran a él, embarcado en una aventura delirante, y creando, sin saberlo, poco a poco, un nuevo mundo, autosuficiente, visionario, de puro color, cuando creía estar reproduciendo en sus telas los cambiantes disfraces con que la luz reviste al mundo tangible.

Entre los sesenta y los ochenta y seis años, en que murió (en 1926), Monet fue, como Cézanne, uno de los artistas que, sin romper con la tradición, a la que se sentía afectivamente ligado, inició la gran transformación de los valores estéticos que revolucionaría la plástica, más, acaso, que ninguna de las artes, abriendo las puertas a todos los experimentos y a la proliferación de escuelas, ismos y tendencias, proceso que, aunque dando ya boqueadas, se ha extendido hasta nuestros días. Lo admirable de la exposición de la Royal Academy es que muestra, a la vez, la contribución de Monet a este gran cambio y lo poco consciente que fue él de estar, gracias a su terca búsqueda de un realismo radical, inaugurando una nueva época en la historia del arte.

En verdad, se creyó siempre un pintor realista, decidido a llevar a sus telas un aspecto hasta ahora descuidado de lo real, y que trabajaba sobre modelos objetivos, como antes de Giverny. Aunque sin duda más exigente y sutil que antaño, se consideraba siempre un paisajista. Por eso se levantaba al alba y estudiaba la húmeda superficie de los nenúfares, o las cabelleras de los sauces, o la blancura de los lirios, a lo largo de las horas, para que no se le escapara un solo matiz de aquel continuo tránsito, de esa perpetua danza del color. Ese milagro, aquel subyugante espectáculo que sus pobres ojos veían (las cataratas lo tuvieron casi impedido de pintar entre 1922 y 1923) es lo que quiso inmortalizar, en los centenares de cuadros que le inspiró el jardín de Giverny. Pasó dos meses en Venecia, en 1908, y luego otra temporada en 1912, para eso: capturar los secretos de la ciudad en los mágicos colores del otoño. Incluso en la última etapa de su vida, cuando pinta la serie que llamaría Las Grandes Decoraciones, enormes telas donde la orgía de colores y formas abigarradas se han emancipado ya casi totalmente de la figuración, Monet cree estar, por fin, alcanzando su propósito de apresar lo inapresable, de congelar en imágenes esa desalada danza de transparencias, reflejos y brillos que eran la fuente y el objetivo de su inspiración.

Era una batalla perdida, por supuesto. Aunque Monet nunca se resignó a admitirlo, el mejor indicio de que jamás sintió que verdaderamente había logrado materializar su designio realista, es la maniática manera como retocó y rehizo cada cuadro, repitiéndolo una y otra vez con variantes tan mínimas que a menudo resultan invisibles para el espectador. Una y otra vez, aquella realidad de puras formas se le escapaba de los pinceles, como se escurre el agua entre los dedos. Pero, esas derrotas no lo abatían hasta el extremo de renunciar. Por el contrario, siguió combatiendo hasta el final por su utópico afán de pintar lo inefable, de encerrar en una jaula de colores la cara del aire, el espíritu de la luz, el vaho del Sol. Lo que consiguió —demostrar que el `realismo' no existe, que es una mera ilusión, una fórmula convencional para decir, simplemente, que el arte tiene raíces en lo vivido, pero que sólo se plasma cuando crea un mundo distinto, que niega, no que reproduce el que ya existe— fue todavía más importante que lo que buscaba, la piedra miliar conceptual sobre la que se levantaría toda la arquitectura del arte moderno. Todo indica que el magnífico Monsieur Monet se murió sin saber lo que había logrado, y, acaso, con la pesadumbre de no haber realizado su modesto sueño.

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