El 'hooligan' civilizado (1998)

Quien no haya pisado Inglaterra y conozca este país sólo por las fechorías de sus hinchas de fútbol —que, hace unos días, con motivo del primer partido de la selección inglesa en el campeonato mundial, jugado contra Túnez, devastaron el Viejo Puerto y el barrio de Santa Margarita de Marsella— tiene todo el derecho del mundo a sospechar que la civilizada sociedad que produjo la democracia y los versos de Shakespeare ha declinado hasta rozar la barbarie.

En efecto, el espectáculo de hordas de hooligans ingleses beodos agrediendo transeúntes, arremetiendo contra los hinchas adversarios armados de palos, piedras o cuchillos, desencadenando batallas sin cuartel contra la policía, destrozando vitrinas y vehículos y, a veces, las mismas tribunas de los estadios, se ha vuelto un corolario inevitable de los grandes partidos internacionales en los que juega Inglaterra y de muchos de la Liga británica. Además de inciviles y grotescos, estos episodios pueden ser trágicos: 95 personas murieron y varios centenares quedaron heridas, apachurradas contra las vallas del estadio de Hillsborough, en Sheffield, durante la final de la Copa Inglesa en 1991; en Heysel (Bruselas), en 1985, 39 aficionados perecieron arrollados a consecuencia de las violencias provocadas por los hooligans en el partido entre el Juventus y el Liverpool, y en Dublín, en 1995, un encuentro amistoso entre Irlanda e Inglaterra debió ser suspendido a poco de iniciado debido a los estragos que perpetraban en el estadio los hinchas ingleses. Estos son apenas unos pocos ejemplos; la lista de las salvajadas de los hooligans en los últimos treinta años tomaría muchas páginas.

Y, sin embargo, la verdad es que, para quien vive aquí, Inglaterra es un país excepcionalmente pacífico y bien educado, donde los taxistas no andan de mal humor ni procuran esquilmar al incauto turista, como ocurre a menudo en París, y donde los dependientes de las tiendas no maltratan a los clientes que pronuncian mal o no hablan su lengua, como sucede con frecuencia en Alemania o Estados Unidos, y donde la xenofobia y el racismo, pestes de la que no está exonerada ninguna sociedad que yo conozca, son menos explícitos que en otras partes. Entre las grandes ciudades del mundo, Londres es una de las más seguras: mujeres solas viajan en el metro a altas horas de la noche y no sé de barrio alguno, Brixton incluido, que sean peligrosos para el forastero solitario como lo son, digamos, Harlem o Clichy.

Por lo demás, la violencia de los hooligans tiene que ver sólo con el fútbol; ningún otro deporte o espectáculo de masas —desde los mítines políticos a los conciertos de los ídolos roqueros— ha generado una supuración destructiva semejante; por el contrario, siempre me ha sorprendido la falta de desmanes y vandalismos que caracteriza a las grandes concentraciones en Inglaterra, donde, por ello mismo, el despliegue de la seguridad suele ser insignificante. Y donde la (desarmada) policía, por lo demás, inspira confianza, no temor. En más de treinta años de vivir o pasar largas temporadas aquí, sólo recuerdo dos circunstancias en que las actividades políticas o sindicales generaran actos de violencia callejera: en los años setenta, con motivo de las contramanifestaciones que provocó la campaña racista y anti-inmigrantes del dirigente conservador Enoch Powell (que, debido a ello, aniquiló su carrera política) y durante la huelga minera dirigida por Arthur Scargill a principios de los ochenta. Y, en ambos casos, las violencias fueron de poco calado comparadas con las que acostumbra desatar en otras partes la confrontación política.

¿Cuál es la explicación de este curioso fenómeno? Descartemos de entrada la tesis ideológica según la cual la violencia de los hooligans es una herencia de las reformas económicas de la señora Thatcher, que habrían convertido a la sociedad británica en la de mayores desequilibrios y sectores de más alta pobreza en Europa occidental. En verdad, Gran Bretaña tiene hoy día una de las economías más prósperas del mundo; y, gracias a aquellas reformas, que el gobierno de Tony Blair está profundizando, se ha reducido el desempleo a unos índices mínimos (un 6%). Si la pobreza y los abismos entre ricos y pobres fueron factores determinantes de extravíos futbolísticos cada semana habría verdaderos apocalipsis en todo el Tercer Mundo y buena parte del primero.

Si la razón no es económico-social, como les gustaría a los progresistas, ¿cuál es entonces la explicación de que uno de los países más civilizados del planeta experimente esta manifestación sistemática de barbarie que es el fenómeno del vandalismo futbolístico? Un indicio interesante, para ensayar una respuesta, es la procedencia y catadura de los hinchas ingleses capturados y encarcelados a raíz de los destrozos en Marsella. Vaya sorpresa: el energúmeno llamado James Shayler —cien kilos de músculos, barriga cervecera y tatuajes de pirata en los antebrazos— a quien, armado de un garrote, millones de televidentes vieron hacer añicos un Mercedes Benz, es un respetabilísimo ciudadano de Wellingborough, Northhamptonshire, que adora a su esposa y a su hijita, y que ayuda a las ancianas a cruzar las esquinas. Los vecinos entrevistados por los periodistas declaran, estupefactos, que les cuesta reconciliar a la bestia agresiva que pulverizaba tunecinos en Marsella el 15 de junio con su civilizado comprovinciano, a quien creían incapaz de matar una mosca.

Idéntico pasmo manifestaron los empleados del correo central de Liverpool, al enterarse de que dos colegas suyos, Chris Anderson y Graham Whitby, a quienes los jefes tenían por puntuales y celosos funcionarios, figuran entre los forajidos borrachos condenados en Marsella, en juicio expeditivo, a dos meses de prisión y a no ser admitidos en territorio francés durante un año. La lista que aparece hoy en The Times de hooligans detenidos con las manos en la masa durante la orgía destructiva, no puede ser más impresionante: un ingeniero, un electricista, un ferroviario, un bombero, un piloto y, en general, empleados, estudiantes u obreros tecnificados. No aparecen entre ellos casi desclasados, gentes sin oficio, aquellos seres de vida marginal a quienes un persistente estereotipo sociológico suele presentar como los responsables de esos estallidos de violencia ciega, que protestarían de este modo contra la injusticia social de que son víctimas. En verdad, no son indispensables las estadísticas para concluir que el hincha promedio difícilmente podría ajustarse al prototipo del ciudadano sin trabajo, arrojado al paro por la inhumana reconversión industrial resultante del desarrollo tecnológico, sobreviviendo a duras penas gracias a la seguridad social. Quien se halla en esta condición carece de los recursos básicos que permiten al hooligan hacer lo que hace: desplazarse en trenes, aviones o autobuses por las ciudades europeas, pagar las caras entradas del fútbol y macerarse en litros de cerveza hasta desembarazarse de todos los frenos que la civilización inocula al individuo para que, en vez de dar rienda suelta a sus instintos y pasiones, actúe de acuerdo a ciertas normas, dictadas por la razón.

No son las víctimas sino los beneficiarios de la llamada civilización quienes conforman estas huestes bárbaras que siembran la violencia en las calles adyacentes a los estadios e incendian las tribunas. Desde luego, en sus filas encuentran cobertura y terreno propicio para realizar sus designios personajes excéntricos y desquiciados, bandas fascistoides, sádicos, desesperados. Pero éstos son la excepción, no la regla, las moscas que atrae la carroña, no la infección que la provoca.

En verdad, el fenómeno de la violencia futbolística no suele ocurrir en los países pobres y subdesarrollados: en ellos las violencias son menos frívolas, más elementales. Es un patrimonio de la modernidad y la opulencia. Se da en un país de altos niveles de vida y de costumbres civilizadas, que, precisamente porque ha llegado a ese alto nivel de desarrollo económico, cultural e institucional puede costear a sus ciudadanos, aburridos de las rutinas y autocontroles que inflige la vida civilizada, el lujo de desahogarse, de tanto en tanto, jugando al bárbaro, permitiéndose aquellos excesos que le están vedados en la vida diaria, algo así como, en las culturas primitivas, la ceremonia del potlach, o los carnavales del Medioevo cristiano, autorizaban al ciudadano a hacer aquello que nunca antes hacía ni debía hacer, rompiendo con su norma de conducta habitual y obedeciendo por unos días al año al capricho de sus más escondidos instintos.

Freud explicó que la civilización es una mutilación a la que el civilizado no se conforma nunca del todo, y que por ello está siempre, inconscientemente, tratando de recuperar su totalidad, aunque ello ponga en peligro la coexistencia social; y Bataille sostuvo que la razón de ser de la literatura era hacer vivir al hombre —en ficciones— todo aquello a lo que había renunciado para hacer posible la vida en comunidad. Por ese atajo hay que entender la paradoja de las brutalidades irracionales de los hooligans ingleses. Privilegiados ciudadanos de una sociedad que a lo largo de mil años de historia fue reduciendo la precariedad, el despotismo, el desamparo, la pobreza, la ignorancia y el imperio de la fuerza bruta en las relaciones humanas que son norma invariable de las sociedades primitivas, ahora se aburren y añoran todo aquello que perdieron —la incertidumbre, el riesgo, la vida vivida como instinto y pasión— y, de cuando en cuando —de partido en partido, de campeonato en campeonato—, gracias a la rubia cerveza y al anonimato que garantiza el disolver se en un ser colectivo, la hinchada, retornan a la tribu, sacan a luz el amordazado salvaje que nunca dejó de habitarles y le permiten por unas horas cometer todos los desafueros con los que sueñan, como un desagravio, por la monotonía de sus empleos, profesiones y rutinas familiares. El hooligan no es un bárbaro: es un producto exquisito y terrible de la civilización.

Artículos y ensayos
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