Refutación de Kaplan (1998)

En un ensayo provocador, Robert D. Kaplan*, sostiene que, contrariamente a las optimistas expectativas sobre el futuro de la democracia que la muerte del marxismo en la Europa del Este hizo concebir, la humanidad se encamina, más bien, hacia un mundo dominado por el autoritarismo, desembozado en algunos casos, y, en otros, encubierto por instituciones de apariencia civil y liberal, meros decorados, pues el poder verdadero está, o estará pronto, en manos de corporaciones internacionales, dueñas de la tecnología y el capital, que, gracias a su naturaleza ubicua, gozan de total impunidad para sus acciones.

"Sostengo que la democracia que estamos alentando en muchas sociedades pobres del mundo es una parte integral de la transformación hacia nuevas formas de autoritarismo; que la democracia en Estados Unidos se halla en más peligro que nunca, debido a oscuras fuentes; y que muchos regímenes futuros y el nuestro en especial, pueden parecerse a las oligarquías de las antiguas Atenas y Esparta más que éstas al actual gobierno de Washington".

Su análisis es particularmente negativo en lo que concierne a las posibilidades de que la democracia consiga echar raíces en el tercer mundo.

Todos los intentos occidentales de imponer la democracia en países que carecen de tradición democrática, según Kaplan, han resultado en fracasos terribles, a veces muy costosos, como en Camboya, donde los dos mil millones de dólares invertidos por la comunidad internacional no han conseguido hacer avanzar un milímetro la legalidad y la libertad en el antiguo reino de Angkor. Esos esfuerzos, en casos como Sudán, Argelia, Afganistán, Bosnia, Sierra Leona, Congo-Brazzaville, Malí, Rusia, Albania o Haití, han generado caos, guerras civiles, terrorismo, y la reimplantación de tiranías que aplican la limpieza étnica o cometen genocidios con las minorías religiosas.

El señor Kaplan ve con parecido desdén el proceso latinoamericano de democratización, con las excepciones de Chile y Perú, países donde, piensa, el hecho de que el primero pasara por la dictadura explícita de Pinochet, y, el segundo, esté pasando por la dictadura sesgada de Fujimori y las Fuerzas Armadas, garantiza a esas naciones una estabilidad que, en cambio, el supuesto Estado de Derecho es incapaz de preservar en Colombia, Venezuela, Argentina o Brasil, donde, a su juicio, la debilidad de las instituciones civiles, lo desmedido de la corrupción y las astronómicas desigualdades pueden sublevar contra la democracia a "millones de poco instruidos y recién urbanizados habitantes de los barrios marginales, que ven muy poco palpables beneficios en los sistemas occidentales de democracia parlamentaria".

El señor Kaplan no pierde el tiempo en circunloquios. Dice lo que piensa con claridad y lo que piensa sobre la democracia es que ella y el tercer mundo son incompatibles: "la estabilidad social resulta del establecimiento de una clase media. Y no son las democracias sino los sistemas autoritarios, incluyendo los monárquicos, los que crean las clases medias". Éstas, cuando han alcanzado cierto nivel y cierta confianza, se rebelan contra los dictadores que generaron su prosperidad. Cita los ejemplos de la cuenca del Pacífico en Asia (su mejor exponente es el Singapur de Lee Kuan Yew), el Chile de Pinochet y, aunque no lo menciona, podría haber citado también a la España de Franco. En la actualidad, los regímenes autoritarios que, como aquéllos, están creando esas clases medias que un día harán posible la democracia, son, en Asia, la China Popular del "socialismo de mercado" y, en América Latina, el régimen de Fujimori —una dictadura militar con un civil como mascarón de proa—, a los que percibe como modelos para el tercermundismo que quiera "forjar prosperidad a partir de la abyecta pobreza". Para el señor Kaplan la elección en el tercer mundo no está "entre dictadores y demócratas" sino entre "malos dictadores y algunos que son ligeramente mejores". En su opinión, "Rusia está fracasando en parte porque es una democracia y China teniendo éxito en parte porque no lo es".

Me he detenido en reseñar estas tesis porque Robert D. Kaplan tiene el mérito de decir en voz alta lo que muchos otros piensan pero no se atreven a decir, o lo dicen en sordina. El pesimismo del señor Kaplan respecto al tercer mundo es grande; pero no lo es menos el que le inspira el primer mundo. En efecto, cuando esos países pobres, a los que, según su esquema, las dictaduras eficientes habrán desarrollado y dotado de clases medias, quieran acceder a la democracia tipo occidental, ésta será ya sólo un fantasma. La habrá suplantado un sistema (parecido a los de Atenas y Esparta) en que unas oligarquías —las corporaciones transnacionales, operando en los cinco continentes— habrán arrebatado a los gobiernos el poder de tomar todas las decisiones trascendentes para la sociedad y el individuo, y lo ejercitarán sin dar cuenta a nadie de sus actos, ya que el poder, a las grandes corporaciones, no les viene de un mandato electoral sino de su capacidad económico-tecnológica. Kaplan recuerda que de las primeras cien economías del mundo, 51 no son países sino empresas. Y que las 500 compañías más poderosas representan ellas solas el 70% del comercio mundial.

Estas tesis son un buen punto de partida para contrastarlas con la visión liberal del estado de cosas en el mundo, ya que, de ser ciertas, con el fin del milenio estaría también dando sus últimas boqueadas esa creación humana, la libertad, que, aunque causando abundantes trastornos, ha sido la fuente de avances extraordinarios en la ciencia, los derechos humanos, el progreso técnico y la lucha contra el despotismo y la explotación. La más peregrina de las tesis del señor Kaplan es, desde luego, la de que sólo las dictaduras crean a las clases medias y dan estabilidad a los países. Si así fuera, con la colección zoológica de tiranuelos, caudillos, jefes máximos, de la historia latinoamericana, el paraíso de las clases medias no serían los Estados Unidos, Europa Occidental, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, sino México, Bolivia o Paraguay. Por el contrario, un dictador como Perón —para poner un solo ejemplo— se las arregló para casi desaparecer a la clase media argentina, que, hasta su subida al poder, era vasta, próspera y había desarrollado a su país a un ritmo más veloz que la mayoría de los países europeos. Cuarenta años de dictadura no han traído a Cuba prosperidad, han condenado a los cubanos a comer pasto y flores, y a las cubanas a prostituirse a los turistas del capitalismo, para no morirse de hambre.

El señor Kaplan puede decir que él no habla de cualquier dictadura, sólo de las eficientes, como las del Asia del Pacífico, y las de Pinochet y Fujimori. Yo leí su ensayo —vaya coincidencia— precisamente cuando la supuestamente eficiente autocracia de Indonesia se desmoronaba, el general Suharto se veía obligado a renunciar y la economía del país se hacía trizas. Poco antes, las ex autocracias de Corea y Tailandia se habían desplomado y el milagro asiático comenzaba a hacerse humo, como en una superproducción hollywoodense de terror-ficción.

Aquellas dictaduras de mercado no fueron por lo visto tan exitosas como él piensa, pues han acudido de rodillas al FMI, al Banco Mundial, a Estados Unidos, Japón y Europa Occidental a que les echen una mano para no arruinarse del todo.

Lo fue, desde el punto de vista económico, la del general Pinochet, y hasta cierto punto —es decir si la eficiencia se mide sólo en términos de nivel de inflación, de déficit fiscal, de reservas y de crecimiento del Producto Bruto— la de Fujimori. Ahora bien, se trata de una eficiencia muy relativa, para no decir nula o contraproducente, cuando aquellas dictaduras eficientes son examinadas, no como lo hace el considerado señor Kaplan, desde la cómoda seguridad de una sociedad abierta —Estados Unidos en este caso— sino desde la condición de quien padece en carne propia los desafueros y crímenes que cometen esas dictaduras capaces de torcerle el pescuezo a la inflación. A diferencia del señor Kaplan, los liberales no creemos que acabar con el populismo económico constituye el menor progreso para una sociedad, si, al mismo tiempo que libera los precios, recorta el gasto y privatiza el sector público, un gobierno hace vivir al ciudadano en la inseguridad del inminente atropello, lo priva de la libertad de prensa y de un Poder Judicial independiente al que pueda recurrir cuando es vejado o estafado, atropella sus derechos, y permite que cualquiera sea torturado, expropiado, desaparecido o asesinado, según el capricho de la pandilla gobernante. El progreso es simultáneamente económico, político y cultural, o, simplemente, no es. Por una razón moral y también práctica: las sociedades abiertas, donde la información circula sin trabas y en las que impera la ley, están mejor defendidas contra las crisis que las satrapías, como lo comprobó el régimen mexicano del PRI hace algunos años y lo ha comprobado hace poco, en Indonesia, el general Suharto. La influencia determinante de la falta de una genuina legalidad en la crisis de los países autoritarios de la cuenca del Pacífico no ha sido suficientemente subrayado.

¿Cuántas dictaduras eficientes ha habido? ¿Y cuántas ineficientes, que han hundido a sus países a veces en un salvajismo prerracional como en nuestros días les ocurre a Argelia o Afganistán? La inmensa mayoría son estas últimas, las primeras una excepción. Es una temeridad optar por la receta de la dictadura en la esperanza de que sea eficiente, honrada y transitoria, y no lo contrario, a fin de alcanzar el desarrollo. Hay métodos menos riesgosos y crueles para alcanzarlo, pero gentes como el señor Kaplan no quieren verlos. No es cierto que la "cultura de la libertad" sea una tradición de largo aliento en los países donde florece la democracia. No lo fue en ninguna de las democracias actuales hasta que, a tropiezos y con reveses, estas sociedades optaron por esa cultura y fueron perfeccionándola en el camino, hasta hacerla suya y alcanzar gracias a ello los niveles que tienen actualmente. La presión y la ayuda internacional pueden ser un factor de primer orden para que una sociedad adopte la cultura democrática, como lo demuestran los ejemplos de Alemania y Japón, dos países con una tradición tan poco o nulamente democrática como cualquier país de América Latina, y que, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, han pasado a formar parte de las democracias avanzadas del mundo. ¿Por qué no serían capaces los países del tercer mundo (o Rusia) de emanciparse, como los japoneses y alemanes, de la tradición autoritaria y hacer suya la cultura de la libertad?

La globalización, a diferencia de las pesimistas conclusiones que de ella extrae el señor Kaplan, abre una oportunidad de primer orden para que los países democráticos del mundo —y, en especial, las democracias avanzadas de América y Europa— contribuyan a expander esa cultura que es sinónimo de tolerancia, pluralismo, legalidad y libertad, a los países que todavía —y ya sé que son muchos— siguen esclavos de la tradición autoritaria, una tradición que ha gravitado, recordémoslo, sobre toda la humanidad. Ello es posible, a condición de:

a) Creer claramente en la superioridad de esta cultura sobre aquellas que legitiman el fanatismo, la intolerancia, el racismo y la discriminación religiosa, étnica, política o sexual y,

b) actuar con coherencia en las políticas económica y exterior orientándolas de modo que ellas, a la vez que alienten las tendencias democráticas en el tercer mundo, penalicen y discriminen sin contemplaciones a los regímenes que, como el de China Popular en el Asia o el de la camarilla civil-militar en el Perú, impulsan políticas liberales en el campo económico pero son dictatoriales en el político. Desgraciadamente, a diferencia de lo que sostiene el señor Kaplan en su ensayo, esa discriminación positiva a favor de la democracia, que tantos beneficios trajo a países como Alemania, Italia y Japón hace medio siglo, no las aplican los países democráticos hoy con el resto del mundo, o las practican de una manera parcial e hipócrita (es el caso de Cuba, por ejemplo).

Pero, tal vez ahora tengan un incentivo mayor para actuar de manera más firme y principista en favor de la democracia en el mundo de la tiniebla autoritaria. Y la razón es, precisamente, aquella que el señor Robert D. Kaplan menciona al profetizar, en términos apocalípticos, un futuro gobierno mundial no-democrático de poderosas empresas transnacionales operando, sin frenos, en todos los rincones del globo. Esta visión catastrofista apunta a un peligro real. La desaparición de las fronteras económicas y la multiplicación de mercados mundiales estimula las fusiones de empresas, para competir más eficazmente. La formación de gigantescas corporaciones no constituye, de por sí, un peligro para la democracia, mientras ésta sea una realidad, es decir, mientras haya leyes justas y gobiernos fuertes (lo que no significa grandes, sino pequeños y eficaces) que las hagan cumplir. En una economía de mercado, abierta a la competencia, una gran corporación beneficia al consumidor porque su escala le permite reducir precios y multiplicar los servicios. No es en el tamaño de una empresa donde acecha el peligro; éste se halla en el monopolio, que es siempre fuente de ineficacia y corrupción. Mientras haya gobiernos democráticos que hagan respetar la ley, sienten en el banquillo de los acusados a un Bill Gates si piensan que la trasgrede, mantengan mercados abiertos a la competencia y firmes políticas antimonopólicas, bienvenidas sean las grandes corporaciones, que han demostrado ser la punta de lanza del progreso científico y tecnológico.

Ahora bien, es verdad que, con esa naturaleza camaleónica que la caracteriza, y que tan bien describió Adam Smith, la empresa capitalista, institución bienhechora de desarrollo y de progreso en un país democrático, puede ser una fuente de vesanias y catástrofes en países donde no impera la ley, no hay libertad de mercados y donde todo se resuelve a través de la omnímoda voluntad de una camarilla o un líder. La corporación es amoral y se adapta con facilidad a las reglas de juego del medio en el que opera. Si en muchos países tercermundistas el desempeño de las transnacionales es reprobable, la responsabilidad recae en quien fija las reglas de juego de la vida económica, social, política, no en quien aplica estas reglas en procura de beneficios.

De esta realidad, el señor Kaplan extrae esta conclusión pesimista: el futuro de la democracia es sombrío, porque en el siguiente milenio las grandes corporaciones actuarán en Estados Unidos y Europa Occidental con la impunidad con que actuaban, digamos, en la Nigeria del difunto coronel Abacha.

En verdad, no hay ninguna razón histórica ni conceptual para semejante extrapolación. La conclusión que se impone, más bien, es la imperativa necesidad de que Nigeria y los países hoy sometidos a dictaduras evolucionen cuanto antes hacia la democracia, y pasen también a tener una legalidad y una libertad que obligue a las corporaciones que en ellos operan a actuar dentro de las reglas de equidad y limpieza con que están obligadas a hacerlo en las democracias avanzadas. La globalización económica podría convertirse, en efecto, en un serio peligro para el porvenir de la civilización —sobre todo, para la ecología planetaria— si no tuviera como su correlato la globalización de la legalidad y la libertad. Las grandes potencias tienen la obligación de promover procesos democráticos en el tercer mundo por razones de principio; pero, también, porque, debido a la evaporación de las fronteras, la única garantía de que la vida económica discurra dentro de los límites de libertad y competencia que benefician a los ciudadanos, es que ella tenga, en todo el ancho mundo, los mismos incentivos, derechos y frenos que la sociedad democrática le impone.* Was Democracy Just a Moment?, The Atlantic Monthly, December 1997, págs. 55-80

Artículos y ensayos
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