Huellas de Gauguin (El País, Domingo 20 de enero de 2002)

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© Mario Vargas Llosa, 2002. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2002.

Las Marquesas son las islas más isleñas del mundo, es decir, las más alejadas de un continente entre todas las que flotan por los mares del mundo. Para llegar a Hiva Oa hay que volar primero a Tahití (24 horas desde Europa y 12 desde América), y luego, en Papeete, subirse a un avioncito que zangolotea cerca de cuatro horas entre nubes tormentosas y por fin, luego de una escala en Niku Hiva, aterriza en Atuona. El espectáculo es soberbio: laderas y picos enhiestos cargados de verdura que se mojan los pies en un mar bravío, de grandes olas espumosas, que, se diría, arremete contra Hiva Oa con toda la intención de deshacerla.

Atuona, la capital de la isla, es todavía más pequeñita que en tiempos de Gauguin. Ahora tiene menos de un millar de habitantes y, en 1901, cuando él desembarcó, tenía doscientos más. Sigue siendo una sola callecita que arranca de la Bahía de los Traidores y va a morir, mil metros después, en las faldas del orgulloso Monte Temétiu. Si, para seguir la peripecia de Gauguin en sus años de Tahití hay que ayudarse mucho con la imaginación —Papeete y Punaauia son hoy modernas, prósperas y están atiborradas de turistas—, en Atuona, en cambio, las huellas de los dos últimos años de su vida que pasó aquí, aparecen por todas partes. El paisaje, desde luego, apenas ha cambiado. El pueblo, aunque luce algunas casas flamantes y han desaparecido muchas de las viejas construcciones, sigue siendo el pequeño asentamiento humano medio devorado por la naturaleza que parece haberse desgajado del tiempo y los trajines del mundo moderno. En Atuona, no los relojes sino los cantos de los gallos despiertan a los seres humanos y la vida transcurre aún en cámara lenta, en un letargo tibio y feliz.

El señor Mataiki, que dio pensión a Gauguin en sus primeras semanas marquesinas, está enterrado en el cementerio de Make Make, no lejos de su tumba, y sus descendientes se dedican todavía al comercio, como aquél. Un bisnieto de monsieur Frébault, testigo de su defunción, es el presidente de la Sociedad Amigos de Gauguin, y me sirve de cicerone. Es un marquesino atlético, con el cuerpo empastelado de esos finos tatuajes que son desde tiempos inmemoriales el orgullo de la isla, y que fueron uno de los incentivos que trajeron aquí a Gauguin. Pero, ay, él casi no pudo ver esos delicados tatuajes, por el estado calamitoso de sus ojos —la sífilis, además de llagarle las piernas, dañarle el corazón y el cerebro, empobreció atrozmente su vista en sus años finales— y porque el implacable obispo Martin, su enemigo mortal, empeñado en occidentalizar a kanakas y maoríes, los había prohibido. Ahora, los huesos de monseñor Martin y los de Koke (así lo bautizaron los indígenas) reposan a pocos metros de distancia, en las alturas de Atuona, frente al ancho mar de los barcos balleneros, que venían a secuestrar indígenas para incorporarlos a la tripulación, y los temibles tsunamis que varias veces destruyeron Atuona en el siglo diecinueve.

No quedan rastros de Ben Varney, el almacenero de entonces, íntimo amigo de Gauguin, que tal vez regresó a morir en su tierra, los Estados Unidos, pero sí se conserva, casi intacto, el almacén, una construcción de dos pisos, con baranda de madera y techo de calamina, donde Koke venía a comprar lo poco que comía y lo mucho que bebía, ajenjo para él y sus amigos, y ron para los indígenas, a quienes monseñor Martin había prohibido el alcohol. Gauguin luchó contra esa prohibición, manteniendo en la puerta de su casa —La Maison de Jouir— un pequeño tonel de ron del que podían venir a beber, libremente, todos los nativos de la isla.

Su entrañable amigo y vecino Tioka, con quien hizo intercambio de nombres —ceremonia marquesina de hermanazgo y reciprocidad— murió aquí y aunque no se conserva su casa, sí la de su familia, idéntica a las que construían entonces en Atuona los vecinos acomodados. Está en la otra orilla del riachuelo en el que Gauguin acostumbraba bañarse desnudo, para escándalo de los misioneros y monjas vecinos, y para las rabietas del gendarme Claverie, que hubiera conseguido meterlo a la cárcel —su sueño— si Koke no se muere antes. La casa de Gauguin no existe —se ha reconstruido La Casa del Placer en otro lugar— pero sí se ha identificado al sitio donde estuvo, gracias al pozo que el pintor ayudó a excavar con sus propias manos. A esa casa venían a escondidas, aprovechando un descuido de las Madres de Cluny, las chiquillas del Colegio de Santa Ana, muy próximo. Ha crecido desde entonces, pero todavía tiene un bello jardín con buganvilias, mangos y cocoteros, y una miríada de chiquillas risueñas y locuaces, a las que la irrupción de un forastero en el colegio no intimida lo más mínimo. Cuando menciono a Gauguin la amable superiora enrojece y cambia de tema. Quiere decir que sabe todo. Aquellas chiquillas traviesas violaban las prohibiciones e iban a curiosear la casa de ese diablo corruptor, para ver las postales pornográficas que colgaban de sus tabiques: 45, exactamente, con todas las poses imaginables, y compradas en Port Saíd, en una escala del barco que traía a Gauguin a la Polinesia.

Sus proezas sexuales, sobre las que tanto han fantaseado sus biógrafos, eran ya cosa del pasado cuando Gauguin llegó a Atuona. Su precaria salud no le permitía muchos excesos. Es verdad que se compró a una muchacha, su vahiné, Vaeoho, en un caserío indígena del valle de Hekeani. La familia le cobró por ella una buena provisión de mercancías que debió adquirir a crédito al almacenero Ben Varney. Vaeoho le dio una hija, cuyos descendientes, dispersos por Hiva Oa, huyen ahora de los periodistas y de los críticos como de la peste (sin duda, tienen razón).

Sin embargo, ese matrimonio no duró mucho, pues, apenas se sintió embarazada, Vaeoho, asqueada de sus piernas, lo abandonó. Aparte de unos escarceos más o menos benignos con las niñas de la misión que lo visitaban y de una aventura con la pelirroja Tohotaua, que le sirvió de modelo para sus últimos cuadros, es inconcebible que, dado su estado físico y mental, pudiera cometer en las Marquesas los desafueros que se permitió en Tahití o en Francia. En Atuona los únicos excesos autorizados a esa ruina humana en la que estaba convertido eran los de la imaginación. Y no vaciló en servirse de ella para seguir intentando proyectos imposibles: delirantes ensayos religiosos con una supuesta interpretación revolucionaria de un cristianismo anti-católico y campañas político-jurídicas para exonerar a las familias indígenas que vivían lejos de Atuona, de la obligación de enviar a sus hijos al colegio, de la prohibición de comprar alcohol, o de pagar el impuesto para la construcción de carreteras, esto último con el impecable argumento de que el Estado jamás había construido en la isla de Hiva Oa ni un solo metro de carretera (algo que, un siglo después, sigue siendo cierto).

Fueron estas manifestaciones de rebeldía contra la sociedad colonial las que permitieron a sus enemigos —la iglesia y el gendarme— enredarlo en un proceso judicial que Gauguin perdió y que, además de privarlo de su casa y de sus escasas pertenencias, lo hubiera llevado a la cárcel si su oportuno corazón no se hubiera parado a tiempo.

En Tahití, aunque hay un culto oficial a su memoria y a su obra, muchos tahitianos hacen salvedades cuando se habla de él. Su conducta con las nativas fue, quién podría contradecirlos, abusiva y por momentos brutal, y algunos repiten todavía que, además de pedófilo —le gustaban las muchachas-niñas, de trece o catorce años— contagió la sífilis a muchas amantes. Y, por otra parte, ¿se puede hablar de él como de un pintor tahitiano? Yo me apresuro a darles la razón: el Tahití de sus cuadros es mucho más producto de su fantasía y sus sueños que del modelo real. Pero, eso ¿no es más bien un mérito, su mejor credencial de creador? Aquí en las Marquesas, en cambio, no he encontrado en una sola conversación la menor reticencia en los pobladores nativos en el aprecio y la admiración hacia Koke. Por el contrario. Todo el mundo sabe quién fue, qué hizo, dónde está enterrado, y cuentan anécdotas sobre él que delatan una cariñosa simpatía, una solidaridad de coterráneos. Tal vez no sea porque se trata de Gauguin, sino porque esa es la manera marquesana de entender y tratar al próximo: abriéndole los brazos y el corazón. ¿No fue precisamente eso lo que Gauguin vino a buscar aquí, en el último viaje de su incesante vida? El hablaba de civilizaciones primitivas e intensas, aún no corrompidas por el abuso de la razón y los reglamentarismos eclesiásticos, donde la belleza no sería monopolio de los artistas, los críticos y los coleccionistas, sino la manifestación natural de la vida humana, un estado de ánimo compartido, una religión universal. Pero, probablemente, detrás de esas grandes palabras y esquematizaciones, se agazapaba algo mucho más simple y escurridizo: una sociedad donde fuera posible la felicidad. Donde se pudiera vivir en paz y no el sobresalto permanente, sin la lucha feroz por el alimento, por el dinero y por el éxito, entregado a su propia vocación y no a quehaceres que lo apartaran de ella. El paraíso no es de este mundo y quienes dedican sus empeños a buscarlo o fabricarlo aquí están irremediablemente condenados a fracasar. Pero, es probable, que, entre los muchos rincones de la tierra donde fue a buscarlo, nunca hubiera estado Gauguin tan cerca de alcanzar ese azogado espejismo tras el que correteó toda su vida, como en este paraje al que llegó cuando ya estaba medio muerto en vida, donde, en verdad, no vino a vivir sino a morir. Basta llegar a la suave tibieza que baña a Hiva Oa y contemplar sus cordilleras o su recio mar, y escuchar la melodía con la que cantan sus palabras los nativos o verlos andar como danzando, sin prisa y con una gracia sobrenatural, para sentir que, después de todo, Koke, el pobre soñador, no estaba del todo descaminado cuando vino hasta aquí en pos de su sueño inalcanzable.

Artículos y ensayos
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