Sabio, discreto y liberal (1997)

A diferencia de Francia, que vuelve a los grandes pensadores y artistas que alberga en su seno, figuras mediáticas, iconos populares, Inglaterra los esconde y mantiene a la sombra, como si, expuestos a la luz pública, sometidos al manoseo publicitario, sus logros intelectuales y artísticos corrieran el riesgo de empobrecerse. Se puede extraer, de estas costumbres antinómicas respecto a sus monstruos sagrados del saber o la creación, conclusiones sobre la vocación elitista de la cultura británica y la democrática en Francia, o, más pedestremente, sobre el esnobismo cultural, que, por lo menos desde el siglo XVIII, es distintivo mayor de la vida francesa, así como su reverso o antípoda, el esnobismo anticulturalista, ha sido rasgo notorio de la circunstancia inglesa.

En todo caso, no hay duda de que, si en vez de asilarse en Inglaterra, la familia Berlin —judíos letones de Riga, que emigraron, huyendo de la revolución soviética— se hubieran refugiado en París, en vez de hacerlo en Kensington, la muerte de Isaiah Berlin, ocurrida hace unos días, a los 88 años, hubiera dado lugar a unos fuegos de artificio fúnebres, a una trompetería necrológica semejantes a las que desataron las de un Sartre o un Foucault. En su país de adopción, en cambio, sir Isaiah ha sido enterrado con la discreción en que vivió y escribió, en la conventual soledad de Oxford, Universidad a la que consagró toda su vida.

Siendo el extraordinario ensayista y pensador que fue, su obra, una de las más ricas e incitadoras desde el punto de vista político e intelectual, ha sido muy poco leída. Pero, en esto, sin duda, a la modestia enfermiza de Isaiah Berlin —el único escritor de gran talento que he conocido que daba la impresión inequívoca de carecer totalmente de las vanidades que aquejan a sus pares, y de creer, muy en serio, que sus trabajos en los dominios de la filosofía, la historia y la crítica, eran meros aportes de ocasión, sin mayor relevancia— cabe tanta culpa como a la manía secretista y catacumbal de la academia inglesa.

Porque, por increíble que parezca, con excepción de un puñado de libros —dedicados a Marx, a la libertad y a Vico y Herder— hasta el año 1980 la inmensa obra de Isaiah Berlin estaba dispersa y enterrada en revistas especializadas, boletines universitarios, folletos y separatas, fuera del alcance del gran público y, por cierto, sólo una ínfima parte de ella había sido traducida. Su caso es único, en esta era de frenética inflación bibliográfica, donde cualquier nulidad universitaria puede jactarse de un nutrido prontuario de publicaciones.

Isaiah Berlin no compiló en libro el grueso de su obra, porque no la consideraba merecedora de ese honor. Es probable que ella hubiera seguido siendo pasto de polillas, en archivos y bibliotecas, sin el empeño de un discípulo, Henry Hardy, quien logró persuadirlo —nunca se lo agradeceremos bastante— de que le permitiera reunirla y editarla. Gracias a su celo y rigor, ocho volúmenes han aparecido hasta ahora —entre ellos, obras maestras absolutas, como Against the current y Russian Thinkers—, revelando a los lectores del mundo a un humanista moderno de la envergadura de los grandes príncipes del pensamiento renacentista, los philosophes de la Enciclopedia, o los grandes pensadores de la cultura democrática del XIX, como Herzen o John Stuart Mill, a todos los cuales, por lo demás —sobre todo, estos dos últimos— Berlin ha dedicado memorables ensayos. No exagero nada: escondida en ese modesto y bondadoso profesor narigón, de calva reluciente, había una inmensa sabiduría, que se movía con desenvoltura en una docena de lenguas, desde el ruso hasta el hebreo, del alemán al inglés y las principales lenguas románicas, y por disciplinas y ciencias tan dispares como la filosofía, la historia, la literatura, las ciencias físicas, la música. Sobre todo ello reflexionó con originalidad y sobre todos esos asuntos escribió con una profundidad que él congeniaba siempre con una elegancia clásica y una meridiana transparencia de estilo.

Además de sabio y modesto, fue un gran liberal. Esto, claro está, nos enorgullece a quienes creemos que la doctrina liberal es el símbolo mismo de la cultura democrática —la de la tolerancia, el pluralismo, los derechos humanos, la soberanía individual y la legalidad—, el buque insignia de la civilización.

Pero, dicho esto, hay que añadir que, entre las varias corrientes de pensamiento que caben dentro de la acepción de liberal, Isaiah Berlin no coincidió del todo con aquellos que, como un Frederick Hayek o un von Mises, ven en el mercado libre la garantía del progreso, no sólo el económico, también el político y el cultural, el sistema que mejor puede armonizar la casi infinita diversidad de expectativas y ambiciones humanas, dentro de un orden que salvaguarda la libertad. Isaiah Berlin albergó siempre dudas `social demócratas' sobre el laissez faire y volvió a reiterarlas pocas semanas antes de su muerte, en la espléndida entrevista —suerte de testamento— que concedió a Steven Lukes, repitiendo que no podría defender sin cierta angustia la irrestricta libertad económica que llenó de niños las minas de carbón.

El liberalismo de Isaiah Berlin consistió, sobre todo, en un permanente esfuerzo de comprensión del adversario ideológico, cuyas razones y argumentos procuró entender y explicar con un exceso de escrúpulo que desconcertaba a sus colegas intelectuales. ¿Cómo era posible que un partidario tan insobornable del sistema democrático, tan hostil a toda forma de colectivismo, escribiera uno de los más honestos y penetrantes estudios sobre Marx? Lo fue y, también, que este gran enemigo de la intolerancia religiosa y de los totalitarismos, escribiera el mejor ensayo moderno sobre Joseph de Maistre y los orígenes del fascismo. Y que su repulsa de los nacionalismos no le impidiera, más bien lo indujera, a estudiar con un celo que cabe llamar amoroso al Reverendo Herder, la piedra miliar de la visión regionalista, antiuniversalista de la historia.

La explicación es muy simple, aunque también insólita, y retrata a Isaiah Berlin de cuerpo entero. Como disciplina intelectual, dijo, es aburrido leer a los aliados, a quienes coinciden con nuestros puntos de vista. Más interesante es leer al enemigo, al que pone a prueba la solidez de nuestras defensas. Lo que, en verdad, me ha interesado siempre, es averiguar qué tienen de flaco, de débil o de erróneo las ideas en las que creo. ¿Para qué? Para poder enmendarlas o abandonarlas. Quienes hayan leído la obra de Isaiah Berlin saben que no hay pose alguna en estas afirmaciones, pues es cierto que su pensamiento estuvo siempre afinándose y enriqueciéndose en el cotejo con el de sus adversarios.

De toda la fecunda cosecha de hallazgos de este pensamiento, quiero sólo recordar la famosa distinción entre libertad `negativa' y libertad `positiva', que esbozó en su discurso inaugural del año académico, en Oxford, en 1958. Esta tesis ha pasado a ser universalmente aceptada, aunque muchos de los que usan estos conceptos ignoren a su autor. La libertad `negativa' es aquella que se entiende en función de lo que la niega o limita: la coerción. Se es más libre mientras menos obstáculos se encuentren para decidir su vida de acuerdo al criterio propio. Mientras menos autoridad se ejerza sobre mi conducta, más libre soy. Éste es un concepto más individual que social y absolutamente moderno. Nace en sociedades que han alcanzado un alto nivel de civilización y una cierta afluencia. Quienes defienden esta noción de libertad ven siempre en el poder el peligro mayor y proponen por eso que su radio de acción sea mínimo, el indispensable para evitar el caos.

La libertad `positiva' no quiere limitar la autoridad, sino adueñarse de ella, ejercerla. Esta noción es más social que individual pues sostiene que la posibilidad que tiene el individuo de decidir su destino está supeditada a causas sociales. ¿Cómo puede un analfabeto disfrutar de la libertad de prensa?

¿De qué sirve la libertad de viajar a quien vive en la miseria y no puede salir de su casa? Para esta noción `positiva', hay más libertad en términos sociales cuando menos diferencias se manifiestan en el cuerpo social, cuanto más homogéneo es el nivel económico y cultural de una comunidad.

Lo importante de estas dos concepciones de la libertad no es la sutileza intelectual que ha permitido diferenciarlas; son los horrores que cada una ha producido cuando ella sirvió para organizar a la sociedad de manera exclusiva, prescindiendo totalmente de la otra libertad. El gulag de los paraísos socialistas es el resultado de una libertad meramente `social', que desprecia la libertad `negativa', aquella que defiende al individuo contra la autoridad. Y las monstruosas desigualdades sociales y económicas y las iniquidades de la explotación de ciertas sociedades, la consecuencia de cifrar todo el progreso en la libertad `negativa', desdeñando por entero la `positiva'.

Para Isaiah Berlin ambas libertades son incompatibles, como el agua y el aceite. El verdadero progreso, sin embargo, está en no permitir que una suprima del todo a la otra, en mantener a ambas vivas, vigentes, en una difícil transacción, que debe irse remozando sin tregua, como hacía él, con sus convicciones, sometiéndolas a diario a la prueba del enemigo.

Artículos y ensayos
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