España va bien (2000)

La victoria de José María Aznar y el Partido Popular en las elecciones españolas del 12 de marzo, aunque prevista por las encuestas, ha sorprendido a todo el mundo por su magnitud: una mayoría absoluta de 183 escaños, sobre 125 del Partido Socialista, que pierde en estos comicios algo menos de dos millones de votos y 16 diputaciones. Izquierda Unida, aliada de los socialistas, se desploma, pues pierde casi un millón y medio de electores (13 escaños). Ésta es la más alta votación obtenida por el centro derecha desde la transición democrática española, sólo comparable a la que obtuvo en su apogeo, en 1982, el dirigente socialista Felipe González. Los diez millones de votos conseguidos convierten a Aznar, como ha dicho Le Monde, en el líder de la tendencia liberal-conservadora en una Unión Europea de gobiernos mayoritariamente socialistas y socialdemócratas y disipan muchos estereotipos sobre la realidad social y política de España, empezando por el estribillo según el cual este país es "sociológicamente de izquierdas".

Los comicios recién habidos muestran a un electorado español moderno y europeo, desideologizado, donde las lealtades políticas tradicionales cuentan menos, a la hora de decidir el voto, que el pragmatismo. A muchos todavía parece peyorativa —una verdadera ignominia— la expresión "votar con el bolsillo", como si el colmo del idealismo y la generosidad fuera votar contra los propios intereses. En verdad, "votar con el bolsillo" significa preferir la realidad a la ficción, la experiencia vivida a la retórica del discurso y la proclama, algo que en política es un síntoma de racionalidad, sensatez y buen instinto democrático. La mayoría de los españoles no han votado por un líder carismático, ni por una doctrina que promete el paraíso, sino por un gobierno eficiente, que, en los últimos cuatro años, ha dado un gran impulso al crecimiento económico de España —un promedio anual de 3,7%, el más dinámico de Europa, según The Economist—, creando cerca de un millón novecientos mil puestos de trabajo (dos terceras partes de ellos con contratos indefinidos, es decir, trabajos estables), y que, en contra de lo pronosticado por sus adversarios, no ha debilitado sino reforzado las instituciones democráticas y la seguridad social, a la vez que consolidaba la integración del país en la Unión Europea y, con uno que otro tropezón, mantenía un elevado nivel de competencia y honestidad. Ha votado, también, por un gobierno que redujo los impuestos, exonerando de toda tributación directa al millón y medio de españoles de menores ingresos, reduciendo en un 30% la imposición al tramo más bajo, y en un 11% al siguiente, a la vez que rebajaba en un 20% el impuesto a las plusvalías, beneficiando de este modo a tres millones de pequeños ahorristas. Esto no es bastante para contentar a los amantes del absoluto y la utopía; pero, sí, para esos hombres y mujeres comunes y corrientes que consultan su experiencia concreta antes de decidir a quién votar, ciudadanos realistas, convencidos de que el progreso y el bienestar no se alcanzan jamás de golpe, sino a pocos y por partes, en un largo proceso de conquistas graduales que van extendiendo, de manera cada vez más profunda, al mayor número, la libertad, la propiedad, los derechos humanos y la prosperidad.

A la vez que una firme profesión de realismo político, el voto del 12 de marzo significa, a mi juicio, una severa descalificación del proyecto de Frente Popular precipitadamente forjado por Joaquín Almunia en las últimas semanas de la campaña electoral. Esta alianza de socialistas y comunistas entusiasmó a muchos intelectuales y artistas españoles que se apresuraron a manifestarle su respaldo, imaginando que, en política, el agua y el aceite son solubles e indiferenciables. No lo son. Esta alianza sólo podía ser efectiva si una de estas dos fuerzas políticas —Izquierda Unida en este caso— renunciaba a su actual naturaleza y se dejaba fagocitar por la otra y desaparecía en ella como un bolo alimenticio en el organismo que se lo traga. Pero, aun si Francisco Frutos y sus partidarios hubieran aceptado esta inmolación, es improbable, pienso, que este matrimonio contra natura hubiera resultado beneficioso para el PSOE (Partido Socialista Obrero Español).

Hace sólo 25 años España era, políticamente hablando, un país tercermundista, que daba unos pasos de principiante por la cultura democrática, luego de una ominosa dictadura de cuarenta años. Si aquello parece hoy mucho más remoto de lo que es, entrevisto desde esta democracia moderna y sólida en que se ha convertido, ello se debe a la solidez de unos consensos de sus fuerzas políticas en torno a los dos pilares de la modernidad y el progreso: la democracia política y la economía de mercado. El Partido Popular y el Partido Socialista, las dos grandes formaciones nacionales, aunque se detesten y se digan incendios, han respetado rigurosamente estos consensos, y, matices más, matices menos, ellos han presidido las políticas que sus respectivos gobiernos impulsaron. Gracias a ello ha avanzado España, quemando etapas, y, gracias a esta apuesta por la modernidad, el Partido Socialista de Felipe González dejó de ser el pequeño partido ideológico y de minorías radicalizadas que era en los comienzos de la transición y atrajo a sus filas a un vasto sector de las clases medias. Con acertado olfato, buena parte de este electorado centrista, socialdemócrata, ha rechazado la insensata pretensión de la dirigencia socialista de resucitar el Frente Popular con los comunistas.

¿Por qué? No porque Izquierda Unida, en caso de llegar al gobierno, hubiera puesto en peligro la democracia política en España, pues, por fortuna, los comunistas españoles en este campo se han adaptado a los nuevos tiempos y juegan las reglas del juego democrático. Sino, porque, en lo relativo al otro pilar de la modernidad, la política económica, Izquierda Unida sigue tenazmente aferrada al pasado, y sus tesis y propuestas son una receta segura de estancamiento, fracaso y crispación social. En este sentido están, como un sector de la intelligentsia, muy rezagados en comparación con los sindicatos españoles, cuya modernización es notable. Los comunistas no creen en el mercado y no ven en la empresa privada el motor del desarrollo, sino el instrumento de la explotación del obrero. Piensan que incumbe al Estado dirigir la vida económica y patrocinan el intervencionismo estatal como garante de la justicia social. Rechazan la OTAN y sus críticas a la Unión Europea coinciden, en muchos aspectos, con las de los nacionalistas europeos más recalcitrantes. Su anti-norteamericanismo virulento, su creencia en la lucha de clases, y otras fórmulas esquemáticas del más rancio marxismo han ido reduciendo su militancia e influencia sobre la sociedad española de una manera sistemática y es probable que, estas elecciones, sin el abrazo salvador del PSOE, hubieran significado poco menos que su desintegración como fuerza política operativa, su mudanza en un pequeño grupo de presión, de tenaz anacronismo ideológico, arrinconado en los márgenes de la vida política. La sociedad española de nuestros días sólo puede ver en un comunismo tan anacrónico una pintoresca antigualla. ¿Qué razonamiento hizo creer a Joaquín Almunia que el modernizado socialismo español que lideraba podía beneficiarse uniéndose en un pacto de gobierno con una formación política poco menos que prehistórica?

Ojalá que esta derrota sirva de tónico al PSOE para acelerar su renovación y recuperación política —en sintonía, por ejemplo, con el laborismo de Tony Blair—, pues su función, como fuerza fiscalizadora de oposición, es fundamental para la salud de la democracia española. Lo peor que podría ocurrirle, sería, claro está, que, en razón del cataclismo electoral, sucumbiera a la tentación infantil del izquierdismo, y abandonara la moderación centrista y el pragmatismo socialdemócrata que le abrió las puertas de la mayoría electoral, para retornar a sus viejos orígenes ideológicos. Pues esto, además de reducir aún más su clientela, debilitaría los cimientos de la vida democrática española de la que los socialistas son pieza fundamental.

En cuanto al Partido Popular, el formidable respaldo electoral que ha recibido debería permitirle continuar, sin tardanza, la modernización de España, abriendo mercados —el gas, los ferrocarriles—, culminando el proceso de privatización de la economía, garantizando la competencia e impidiendo la formación de monopolios, una fuente de ineficiencia y corrupción que desmoraliza a la sociedad tanto como los tráficos a la sombra del poder. Un aspecto significativo de su victoria es el crecimiento considerable de su base electoral en las ciudadelas del nacionalismo vasco y catalán. ¿Qué mejor incentivo para mantener la firmeza contra la minoría de fanáticos etarras partidarios del coche bomba y el tiro en la nuca, y, a la vez, la política de manos tendidas a las fuerzas nacionalistas capaces de ser involucradas en una política de consenso nacional? El peligro más grave que deben conjurar Aznar y los populares, luego de esta victoria, es el de la arrogancia, que amenaza siempre a quienes obtienen una aprobación tan maciza como la del 12 de marzo. Y, el segundo, la complacencia, creer que la tarea está cumplida y que las reformas más importantes son las hechas, no aquellas por hacer: en la sanidad, la educación y las pensiones, aumentar el derecho de elección del ciudadano y recortar el del burócrata.

Por haber dicho que "España va bien", a José María Aznar le cayó encima un diluvio de críticas. Sus adversarios le recordaron que España tiene todavía el índice más alto de desempleo en la Unión Europea, los brotes de racismo y xenofobia en distintos lugares de la península, el escándalo de las stock options de Telefónica, y mil cosas más que andan mal o podrían andar mejor. Sin embargo, que un país vaya bien no significa que haya resuelto todos los problemas, pues, si así fuera, todos los países andarían muy mal. Significa que ha encontrado un camino adecuado para afrontar los problemas y empezar a superarlos, aumentando las oportunidades y las raciones de libertad y mejorando las condiciones de vida para todos, dentro de un régimen de respeto a los derechos humanos y a la ley. España ha tomado este camino desde hace un cuarto de siglo, y, en los últimos cuatro años, el gobierno de José María Aznar la ha hecho avanzar por él de una manera excepcional. Alentado por el aval de los electores españoles, su obligación es ahora continuar ese impulso, sin desviarse ni un milímetro de la buena dirección.

Artículos y ensayos
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