La buena alma de Jospin (1997)

Es un grave error equiparar el triunfo de los socialistas de Lionel Jospin y su alianza de la izquierda plural en Francia (radical socialistas, comunistas y ecologistas), en las elecciones del 1 de junio, con el triunfo en Gran Bretaña de Tony Blair y los laboristas que puso fin a 18 años de gobierno conservador.

Esta última fue una decisión sensata de los electores del Reino Unido, destinada a garantizar las reformas liberales que han hecho de la economía británica la más pujante de Europa occidental y la más rápida generadora de empleos y a castigar a un partido conservador, que, bajo el mediocre liderazgo de John Major, había quedado secuestrado en manos de un puñado de ultranacionalistas (Redwood, Portillo, Lilley) cuya demagogia hubiera podido provocar una ruptura definitiva entre el Reino Unido y la Unión Europea, que absorbe ya el 60% de las exportaciones británicas. El resultado electoral en Francia es el testimonio de la confusión y el desvarío en que se debate desde hace 20 años una sociedad que, pendulando de izquierda a derecha y de derecha a izquierda en cada consulta electoral, se ha visto una y otra vez frustrada a causa de unas políticas que, sistemáticamente, van aumentando el desempleo, las cargas sociales, los impuestos, la debilidad de las empresas para competir en los mercados mundiales y atenuando la influencia internacional de Francia. Es este fracaso de las dos grandes corrientes ideológicas —conservadores y socialistas— lo que ha permitido la alarmante progresión del extremismo nacionalista y xenófobo del Front National de Le Pen (15% en la última elección).

La decadencia de Francia no tiene otra explicación que el anacronismo y la cobardía de su clase política, y, dentro de ésta, principalmente, la de una derecha iliberal, que, habiendo sido plebiscitada por el pueblo francés luego de la desaparición de la hipoteca Mitterrand con la mayoría más aplastante que haya tenido un gobierno de la Quinta República, no se atrevió a hacer una sola —repito: ni una sola— de las reformas básicas de su estructura económica y social (esas mismas que a partir de 1979 hizo en Gran Bretaña la señora Thatcher) para modernizar a Francia y prepararla a entrar por la puerta grande en el siglo XXI. Por eso, Francia tiene todavía el Estado más grande e intervencionista y las leyes laborales más rígidas de Europa —lo que explica que su índice de desempleo sea del 13%, en tanto que en Inglaterra es sólo del 6%— y un sistema impositivo tan elevado que, como consecuencia, el incremento de su economía informal o sumergida vaya alcanzando velocidades italianas.

¿Por qué hubieran renovado el mandato que les pidió Chirac unos electores que, en los cuatro años de gobierno de la derecha, vieron frustradas todas las expectativas que les hizo concebir ese gobierno con sus irreales promesas populistas? El señor Chirac, recordemos, prometió aumentar el empleo y bajar los impuestos, asegurar el crecimiento y reforzar el Estado Benefactor, así como defender la "identidad francesa" contra los riesgos de que la empobreciera o dañara la peligrosa globalización. Como esas promesas eran incompatibles entre sí, no las cumplió, y, además, para colmo, se distrajo haciendo estallar bombas atómicas en el atolón de Mururoa en una costosa operación de subido ridículo.

Pronto fue evidente, para el mundo entero y para los propios franceses, que esa derecha era conservadora, sí, pero reñida a muerte con el liberalismo, y que, más bien, muerta de pánico de ser acusada de "ultraliberal" y "Thatcheriana", daba confusos manotazos negando con los hechos lo que pretendía estar haciendo en los discursos de sus líderes. Estos, por boca de Balladour primero, y luego de Juppé, hablaban de la necesidad de privatizar el sector público, pero, cada vez que el mero anuncio de una privatización generaba una reacción sindical —Air France, por ejemplo, durante el gobierno del primero, o los transportistas durante el segundo— daban rápidamente marcha atrás y les faltaba muy poco para pedir disculpas por su temeridad. Una de dos, pues: o nunca creyeron en la necesidad de esas reformas o su pusilanimidad y oportunismo coyuntural fueron más fuertes que sus convicciones (yo me inclino a creer que ambas cosas conjugadas, ya que, en gran parte por culpa del nacionalismo gaullista y su defensa del Estado grande, el liberalismo fue siempre una flor exótica en la derecha francesa).

Lo extraordinario es que, según los comentaristas de la prensa políticamente correcta del mundo entero, Chirac y los suyos fueron destronados por sus "políticas ultraliberales". ¿Cuáles? ¿Dónde están esas políticas? Ellas no se detectan ni con ayuda de los más penetrantes microscopios. ¿No tiene Francia, ahora, un sistema social prebendario más robusto que el que tenía cuando Mitterrand? ¿Han disminuido o aumentado desde entonces las llamadas "prestaciones sociales"? ¿Cuántas empresas públicas significativas han sido transferidas al sector privado en los últimos cuatro años? ¿El reglamentarismo e intervencionismo que ahogan su vida institucional y económica se han reducido un ápice? ¿Se paga menos o más impuestos? ¿Se ha recortado en un solo cargo la frondosa burocracia o ésta luce más oronda y numerosa que nunca? Si ésas son las políticas ultraliberales, ¿qué apelativo habría que utilizar para las que, en el Reino Unido, a lo largo de la década del ochenta, cortaron de raíz el declinar de la economía británica, abriéndola al mundo y saneándola gracias a la competencia y el mercado, y devolviendo a la sociedad civil la responsabilidad de crear riqueza que le habían expropiado el burócrata y el político? ¿Cuántos nuevos propietarios han creado en Francia los señores Balladour y Juppé? En Gran Bretaña, varios millones en menos de tres lustros, gracias a unas privatizaciones que permitieron una masiva diseminación del accionariado entre los consumidores, dando realidad y sentido a la noción de ese "capitalismo popular" sobre el que existe hoy, por fortuna, un consenso del que participan —como en Chile o en Nueva Zelandia, donde ha tenido lugar una revolución liberal parecida— conservadores y laboristas por igual. ¿Acaso se ha hecho algo ni siquiera remotamente similar en la "cara Lutecia" de Rubén Darío?

El enorme mérito de Tony Blair —por el que todo liberal genuino hubiera votado en Gran Bretaña para atajar ese nacionalismo que, como un tumor venenoso, había proliferado en el seno de los tories poniendo en peligro los logros alcanzados por sus gobiernos— consistió en renovar al Partido Laborista, colocándolo a la altura de la formidable transformación experimentada por el Reino Unido y, más aún —un verdadero salto dialéctico— convirtiéndolo en el mejor garante de aquellos cambios que han rejuvenecido y dinamizado extraordinariamente a un país que, hace sólo veinte años, parecía tan sonámbulo y atrasado como Francia ahora. A diferencia del socialismo francés, que todavía cree en el rol empresarial del Estado, desconfía de la empresa privada, defiende una seguridad social pública y un mercado laboral cautivo, el laborismo de Blair ha optado resueltamente por las políticas de mercado y de empresa privada, renunciando a las nacionalizaciones y admitido que la mejor manera de acelerar la creación de empleo es flexibilizando el mercado laboral. En vez de mirar con el torvo resentimiento y la desconfianza con que el socialismo francés (todavía trufado de nacionalismo económico y cultural) contempla la interdependencia y la globalización ("deshumanizada" llamó a esta última en uno de sus discursos de campaña el señor Jospin), los laboristas británicos ahora celebran ese fenómeno como la mayor oportunidad abierta a los países pobres para dejar de serlo y a los países prósperos para alcanzar mayores cuotas de desarrollo y civilización. Y, por ello, defienden una política proeuropea (moderada, eso sí, por una muy legítima preocupación por la vocación dirigista y burocrática que la proliferación de gobiernos socialistas contagió a Bruselas). La modernización del laborismo británico bajo el liderazgo de Tony Blair ha llegado, incluso, a admitir que, en el campo de la educación —último bastión del estatismo ideológico socialista y social demócrata— podía ser sano, democrático y eficaz, la competencia entre la escuela pública y la privada y en el seno de ambas, y en dar cada vez más a los padres de familia la libertad de elección. Si esto es "socialismo" todavía, ¿qué falta hacen ya los partidos liberales? Lo cierto es que el triunfo de Blair en Gran Bretaña ha sido la más estupenda victoria de la señora Thatcher, la más contundente demostración de que las valerosas reformas que llevó a cabo son ya irreversibles, un patrimonio que ha hecho suyo el conjunto de la sociedad británica.

El señor Lionel Jospin no es Tony Blair sino su antípoda, una reliquia decimonónica en las postrimerías del siglo XX. Es un alma buena y cándida, cuya honradez —pasó sin contaminarse por un gobierno abundoso en pillerías de la era Mitterrand— y frugalidad están fuera de toda duda. No ha cambiado su coche en diez años y sigue viviendo en el modesto departamento que tenía cuando era profesor de colegio. Eso sí, su programa de gobierno, si piensa aplicarlo, y no opta por traicionar a sus electores haciendo exactamente lo contrario de lo que les prometió, lo que sería el mal menor para su país, dará un nuevo empujón a la decadencia francesa y atizará aún más eso que los franceses se han acostumbrado a llamar "la crisis". Ha prometido, entre otras lindezas, combatir el desempleo creciente creando 700,000 empleos con dineros públicos, sin haberse percatado aún, por lo visto, de que crear puestos artificiales gastándose en ello los recursos del Estado, no sólo no resuelve el paro, sino, más bien, agrava los problemas económicos y sociales de los que el paro es un mero efecto o consecuencia. También se propone "reformar" Maastricht para que los requisitos impuestos a los países miembros de ortodoxia monetaria y fiscal den cabida a "las políticas de solidaridad", bella expresión que, en la primera semana de su gobierno, ya provocó una caída generalizada de las bolsas europeas y unos síntomas visibles de retracción inversora en Francia. A este paso, muy pronto veremos, como en los dos primeros años de la presidencia de Mitterrand, a los prudentes ahorristas franceses en una carrera desalada hacia la banca suiza y los paraísos fiscales del mundo entero. Con mucha convicción el señor Jospin ha prometido que pondrá "fin" a las privatizaciones —como si hubiera alguna en marcha— y sin duda que, en esto al menos, no se desdecirá. Es incluso, muy posible que bajo su gobierno las "prestaciones sociales " aumenten y que por lo tanto lo hagan también los tributos, con las previsibles reverberaciones sociales y económicas que llevarán a los electores franceses, dentro de cuatro años, exasperados por la caída de sus niveles de vida, el aumento del paro y la agitación social consiguiente, a decapitar a esta alma buena y reemplazarla por un conservador tan cavernario y paleolítico como el socialista que acaban de elegir.

Este juego no puede prolongarse ilimitadamente sin provocar, en un momento dado, uno de esos cataclismos históricos de que está repleta la bellísima historia del país que inventó la guillotina (bellísima para leerla en tratados y ficciones, pero no tanto para vivirla). La semilla del próximo cataclismo ya ha sido sembrada. Se llama Le Front National, y, regada y abonada por la crispación y la inseguridad en que se ven sumidas capas cada vez más numerosas de una sociedad que por la ineptitud de su clase dirigente se resiste a hacer la indispensable reforma liberal de sus instituciones y de su cultura política, ha venido implantándose en todo el territorio nacional y convirtiéndose en un factor determinante de las consultas electorales. Si este proceso continúa, ya no es sólo el empobrecimiento y atraso económico de la sociedad lo que se perfila en el horizonte del país que —¡oh paradoja!— fue la cuna de los pensadores liberales más lúcidos en los siglos XVIII y XIX, y de algunos valiosísimos en el XX. Es, pura y simplemente, el riesgo del desplome —explícito encubierto— de su sistema democrático.

En una célebre metáfora, durante los incendios de la Comuna de París, Marx celebró el idealismo de los franceses asegurando que estaban empeñados en "asaltar el cielo". Todo indica, que, en los umbrales del tercer milenio, esos tercos soñadores se niegan a apartar los ojos del cielo y, maleducados por sus políticos mediocres y cortoplacistas, se resisten todavía a mirar el mundo concreto y real en el que viven. Mientras más demoren en hacerlo, más terrible será su despertar.

Artículos y ensayos
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