Los sicarios (1999)

La localidad de Sabaneta se halla en las afueras de Medellín, separada de esta ciudad por el pueblo de Envigado, que luce en su Plaza mayor algunas airosas casas coloniales. Sabaneta no tiene mucha gracia en lo que a arquitectura se refiere. Su atracción principal, y acaso única, es su iglesia —grande, blanca y bien tenida—, o, mejor dicho, su altar, presidido por una María Auxiliadora de túnica roja y manto azul, coronada y con el Niño en los brazos, más conocida ahora como la Virgen de los Sicarios.

Fui a visitar Sabaneta un día martes laborable, a media tarde, y me llevé una sorpresa, pues la iglesia estaba atestada —sólo Nicaragua puede competir con Colombia en iglesias todavía repletas de gente—, y un gran número de fieles seguía el oficio desde el atrio y desparramados por la arbolada placita del contorno, arrodillándose y santiguándose con devoción. Había hombres, mujeres y niños, y, sobre todo, jóvenes. No tengo manera de saber cuántos de ellos ejercían la antigua profesión de asesinos mercenarios que la manía clasicista de los colombianos ha dignificado con un apelativo de raigambre latina —sicario pero todo parece indicar que muchos lo eran, o lo serán, o sueñan con serlo.

Además de formar parte de la vida social y política de Colombia, los sicarios constituyen también, como los cowboys del Oeste norteamericano o los samurais japoneses, una mitología fraguada por la literatura, el cine, la música, el periodismo y la fantasía popular, de modo que, cuando se habla de ellos conviene advertir que se pisa ese delicioso y resbaladizo territorio, el preferido de los novelistas, donde se confunden ficción y realidad. El sicario prototípico es un adolescente, a veces un niño de doce o trece años, nacido y crecido en el submundo darwiniano de "las comunas", barriadas de pobres, desplazados y marginales que han ido escalando las faldas de las montañas que cercan a Medellín. Vistas de lejos, desde el valle o las calles de la ciudad, las comunas parecen apacibles, y de noche bellísimas —un manto de luciérnagas—, pero en verdad impera en ella una indecible violencia, atizada por la miseria, el desempleo, la desesperanza, la droga, la corrupción y una criminalidad sin freno, cuyo emblema y epifenómeno es precisamente el sicario.

La institución proporciona dinero fácil, aventura, riesgo y diploma de virilidad, de modo que no es extraño que niños y jóvenes de vidas embotelladas y sin esperanza, vean en ella una tabla de salvación. El sicario se alquilaba al principio casi exclusivamente a los narcos, pero luego el espectro de los empleadores se amplió, y abarca ahora paramilitares, grupos políticos, pandillas y particulares ansiosos de liquidar a un enemigo, deshacerse de un socio incómodo o enviudar de prisa. El precio de un crimen varía con las fluctuaciones de la oferta y la demanda; en septiembre de este año, una vida humana en Medellín valía dos mil cuatrocientos dólares.

Para graduarse de sicario hay que pasar ciertas pruebas, como para ser caballero en la Edad Media. La más severa, termómetro de la sangre fría del aspirante, consiste en matar a un pariente cercano; pero, más común, es la de apostarse ante un semáforo y descerrajarle un tiro al primer —o segundo o tercer— automovilista detenido por la luz roja. Quien aprueba tiene derecho a su caballo, es decir a su moto y su arma de fuego. Es entonces cuando el joven va a postrarse a los pies de la Virgen de Sabaneta y hacer bendecir los tres escapularios que llevará siempre encima: uno en la muñeca, para el pulso; otro en el corazón, para proteger su vida, y el último en el tobillo, por dos razones: para escapar a tiempo y para que la cadena de la moto no se lo dañe demasiado. (Al disparar, desde la moto en marcha, el sicario mantiene el equilibrio apretando los talones contra su máquina, como el jinete los ijares de su montura, y con frecuencia la cadena de la moto lo hiere. Esa es la razón, me aseguran, de que la cirugía plástica del tobillo sea, en los hospitales "paisas", la más avanzada del mundo).

Antes de salir a hacer su trabajo, el sicario hierve las balas de su arma en agua bendita. Después se hierve a sí mismo con tragos de aguardiente y jalones de droga —coca, bazuco, marihuana— y, últimamente, con la "rochita", una tableta producida por los laboratorios Roche para calmar la desazón de los enfermos terminales, el blanco más apetecido de los atracos a las farmacias. Vacunado de este modo contra los escrúpulos y las emociones, está en condiciones óptimas para hacer un trabajo eficiente.

Suelen morir jóvenes, a veces tiroteados por la policía, pero más a menudo por otros sicarios, debido a disputas territoriales o mandados liquidar por sus propios empleadores, que les perdieron la confianza. Sabedores de lo precaria que es su existencia, la viven a cien kilómetros por hora, quemando enseguida lo que ganan por sus asesinatos en droga, trago, música, sexo (y algunos ex-votos a María Auxiliadora). Un amigo estaba presente en una discoteca de Medellín cuando entró un grupo de sicarios, a celebrar alguna hazaña. Por el micro anunciaron que el local quedaba clausurado y que nadie podría salir antes de que ellos partieran. (Temían un soplo a la policía). Bebieron, bailaron y se emborracharon hasta el amanecer, observados por sus dóciles rehenes. Mi amigo me aseguró que episodios así eran corrientes, y que eso no impedía a nadie en Medellín —la ciudad más violenta del mundo— frecuentar las discotecas.

¿Cuánto de esto es cierto y cuánto imaginación? No lo sé. Resumo lo que oí y leí en un viaje reciente por Colombia. El país anda muy mal, desde luego, desgarrado por el terrorismo, las guerrillas, el narcotráfico, los paramilitares, una cancerosa corrupción, los delincuentes comunes —la próspera industria del secuestro en especial— y una gran desilusión con el presidente Pastrana, cuyo plan de paz despertó inmensas expectativas, y en el que, un año después de su subida al poder, ya no cree nadie. (Por lo menos, ni uno solo de las decenas de colombianos con los que hablé). Pero, esto lo sabe ya todo el mundo, gracias a los medios que presentan a Colombia como un país en vías de delicuescencia.

Lo que no se sabe en el extranjero es que, junto a las desgracias que Colombia padece, hay en ese país muchas cosas que andan mejor que en otras partes, empezando por los países vecinos. En el Perú la frágil democracia no sobrevivió al terrorismo de Sendero Luminoso y a la inflación y los peruanos sufren desde 1992 un régimen autoritario, con un fantoche civil al frente, y una pandilla militar de torturadores y asesinos en la sombra que preside el celebérrimo capitán Vladimiro Montesinos, personaje digno de figurar en la Historia Universal de la Infamia, de Borges. La democracia venezolana ha quedado maltrecha debido a la demagogia y la corrupción y nadie sabe si saldrá indemne del populismo cesarista del comandante Chávez. En Colombia, en cambio, pese a los cataclismos sociales y políticos, hay todavía una legalidad, una prensa libre, unas fuerzas militares sometidas al poder civil, y un consenso muy amplio en contra del golpe militar. Eso justifica siempre la esperanza, aun en medio del apocalipsis.

Y otra cosa que en Colombia va bien —muy bien— es la cultura. Cuando la realidad histórica, el suelo que se pisa, parece deshacerse, y el horizonte se nubla, y los seres humanos se sienten sin orden ni concierto donde viven, afanosamente buscan otros órdenes donde refugiarse, otras vidas y rumbos más limpios, más bellos y más seguros que los que tienen a la mano. Nada crea un ambiente más propicio y estimulante para la creación y el arte que esta sensación de catástrofe y derrumbe social. Estuve en Manizales, en el Festival de Teatro, y una muchedumbre codiciosa de jóvenes abarrotaba los espectáculos y reía a carcajadas con una versión desopilante y circense del Quijote, presentada por La Candelaria de Bogotá, que dirige Santiago García. En la Feria del Libro de Medellín acaso no se vendían tantos libros como libreros y editores esperaban —la devaluación del peso y la crisis de la economía han golpeado con saña a los consumidores—, pero los lectores estaban allí, merodeando en torno a los estantes con avidez, y acudiendo en masa a las mesas redondas y conferencias literarias convocadas por el Ateneo. Y el Festival Internacional de Arte de Cali, con su exuberancia de exposiciones plásticas, conciertos, funciones de teatro y danza —entre ellas un Rito de los manglares, espléndido espectáculo de música y danza en homenaje y con motivos del pintor Hernando Tejada— y charlas y debates literarios, denotaba una vitalidad y una energía que hace tiempo no tenía ocasión de compartir (¡y eso que asisto a festivales!).

Por eso, no es de extrañar que la literatura colombiana viva una efervescencia creativa. Poetas, narradores, críticos, crecidos o noveles, publican sin cesar y sería difícil seguirles los pasos a todos, aun leyéndolos de sol a sol. A quien este artículo le haya abierto el apetito sobre el tema de los sicarios, recomiendo dos novelas que leí de un tirón durante mi viaje, las dos muy divertidas sin dejar de ser terribles: La Virgen de los Sicarios, de Fernando Vallejo, y Rosario Tijeras, de Jorge Franco Ramos. La primera es mucho más literaria e intelectual y la segunda más ligera y sentimental, pero ambas aprovechan con enorme ingenio y vivacidad de lenguaje esa materia prima atroz que es la condición de los adolescentes asesinos a sueldo de la violencia colombiana, para edificar unas ficciones llenas de garra, color y desenfado, que, al mismo tiempo que hunden sus raíces en experiencias desgarradoras, chisporrotean de libertad, humor, insolencia y diatribas (sobre todo la de Fernando Vallejo, cuyas anárquicas imprecaciones tienen a veces un vigor celinesco). Qué bueno que los escritores colombianos, azuzados por los estragos que los rodean, vengan a salvarnos de las frivolidades de la literatura light.

Artículos y ensayos
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