La libertad recobrada (2001)

El tercer milenio ha traído a los peruanos la libertad que perdieron hace ocho años, con el autogolpe del 5 de abril de 1992. En pocos meses, el país ha cambiado de tal modo que parece otro. En los diarios, la radio y la televisión, así como en la vida política, renacen las costumbres democráticas —diversidad, controversia, crítica, legalidad, coexistencia—, que parecían extinguidas, y se respira por doquier un aire más limpio y confiado. Tal vez la fractura más dramática con lo que ocurría hasta ayer, sea la apariencia que ofrece el nuevo gobierno, el del presidente Valentín Paniagua y el primer ministro Pérez de Cuéllar, elegido por el Congreso para reemplazar al de Fujimori y Montesinos, los dos malhechores prófugos.

Aunque se trata de un gobierno de transición hacia la democracia, cuya función es conducir un proceso electoral transparente y entregar el mando el próximo 28 de julio a quien resulte elegido en los comicios de abril, las encuestas revelan una inmensa simpatía y reconocimiento por Paniagua, un austero profesor que rehúye la publicidad tanto como su antecesor la buscaba, y que se empeña, con el limitado poder que detenta, por hacer bien su trabajo. Desconcierto, respeto, confianza, es la reacción mayoritaria frente al puñado de personas que, en torno al nuevo mandatario, hacen esfuerzos denodados por enderezar lo mucho que la dictadura torció y ensució: los peruanos redescubren, maravillados, lo importante que es tener en Palacio de Gobierno, y en los ministerios, gente que no roba, que no hace demagogia, que no atropella los derechos elementales y dice la verdad. Gobernantes a los que se puede fiscalizar y criticar. ¿Era esto posible, pues? Sí, desde luego, y más vale descubrirlo tarde que nunca.

Sin embargo, sería exagerado decir que el país ha recibido el año nuevo con la alegría y el optimismo que cabía esperar de una sociedad que se sacude de una dictadura. Por el contrario, la celebración ha sido moderada y, en innumerables familias, simbólica. La razón es la situación económica que, de la clase media para abajo, golpea de manera inmisericorde a los peruanos. Lo he visto de cerca, en un viaje rápido por Arequipa, mi ciudad natal, y alrededores: fábricas quebradas, aumento vertical del desempleo, caída de los niveles de vida, desesperanza e incertidumbre ilimitada, sobre todo en los jóvenes.

Pero, ha contribuido también al abatimiento que cunde en muchos sectores, descubrir, gracias a la libertad recobrada, la vertiginosa corrupción que imperó en el Perú, a todos los niveles, en la más absoluta impunidad, durante el decenio fujimori-montesinista. No hay precedentes en la historia del Perú de un saqueo tan sistemático y oprobioso de los recursos públicos, ni de la gestación delictuosa de tales fortunas individuales a la sombra del poder político. Los ochocientos o mil millones de dólares que, se calcula, se embolsilló el ya celebérrimo Vladimiro Montesinos, traficando con los carteles de la droga, contrabandeando armas o recibiendo comisiones en todas las adquisiciones de material bélico, además de chantajes a empresarios y puesta en subasta de las sentencias judiciales, es sólo la cara más espectacular de la pillería. Todos los días aparecen funcionarios, abogados o militares de la dictadura que, de la noche a la mañana, hicieron formidables inversiones, en propiedades, en acciones, y transfirieron millones de dólares a paraísos fiscales. Para mencionar sólo un ejemplo, al ex ministro de Defensa del régimen autoritario, general Víctor Malca —también prófugo— se le ha descubierto una fortuna de unos quince millones de dólares (en bancos de Isla Grand Cayman) que, por fortuna, la Comisión que investiga la corrupción ha conseguido congelar. En un país donde un joven profesional, con estudios de posgrado en el extranjero e idiomas, debe considerarse afortunado si consigue empezar con mil dólares al mes, y donde empleados y obreros reciben la tercera o cuarta parte de eso, es comprensible que ese fuego de artificio publicitario de las fantásticas fortunas mal habidas en estos años turbios, produzca, junto con una sensación de asco y náusea, una tremenda desmoralización.

El Perú es un país pobre, para no decir pobrísimo. Salvo una minoría muy reducida que goza de altos niveles de vida, el resto, en una pendiente que se ancha como la base de una pirámide, va cayendo de manera veloz hasta los niveles de pobreza extrema en que están atrapados millones de peruanos. Los robos vertiginosos que Fujimori, Montesinos y sus cómplices cometieron en estos años, confiados en la impunidad que les garantizaba el control del poder judicial, de los medios de comunicación y de las fuerzas represivas, en un país de estas características paupérrimas, es, desde el punto de vista ético, doblemente punible, pero, también, hay que reconocerlo, una especie de hazaña financiera. El volumen del saqueo no se sabrá nunca con exactitud. Sin embargo, hay bastantes indicios para hacerse una idea de la magnitud de los atracos y despilfarros. Los once mil millones de dólares que entraron a las arcas del Estado en razón de las privatizaciones de empresas públicas ¿qué se hicieron? Una parte se gastó en operaciones populistas demagógicas —distribución de dádivas— en los sectores más pobres para poder acarrear gente a las manifestaciones del régimen. ¿Y el resto? No se empleó en reducir la deuda, desde luego, que, en los años de la dictadura, creció hasta rozar, en la actualidad, los treinta mil millones de dólares. Su servicio constituirá una pesada coyunda en los años venideros.

Acabar de sacar a la luz toda la inmundicia todavía oculta o a medio traslucirse de estos años, es una de las obligaciones del gobierno que van a elegir los peruanos dentro de cuatro meses. La tarea no será fácil, desde luego, pero es indispensable si se quiere que la recuperación democrática se haga sobre bases sólidas, y no sobre los cimientos podridos que deja el fujimorismo-montesinismo.

¿A quién le corresponderá presidir la magna tarea? Escribo este artículo cuando aún no se ha cerrado el plazo de inscripción de los candidatos. Todo indica que habrá muchos, acaso seis o más. Hasta ahora encabeza las encuestas, con una cuarta parte de la intención del voto, Alejandro Toledo, a quien la dictadura le robó la elección de abril pasado, y que, con sus llamados a la movilización popular contra el fraude, fue factor determinante del desplome del régimen. Detrás de é l, algo rezagados, van dos figuras muy respetables, de impecables credenciales democráticas: la ex parlamentaria democristiana Lourdes Flores y Jorge Santistevan, el ex Defensor del Pueblo. Es posible que haya otros candidatos salidos de la oposición a la dictadura, como el congresista Fernando Olivera, quien presentó el famoso vídeo mostrando a Vladimiro Montesinos comprando a un parlamentario por quince mil dólares, episodio que dio el puntillazo final al régimen de Fujimori.

Esta fragmentación del voto opositor a la dictadura refleja, sin duda, el saludable pluralismo de opciones que caracteriza a la democracia. Pero podría tener, como involuntario corolario político, que en una segunda vuelta electoral —si nadie alcanza la mitad más uno de los votos— pasara a competir con el finalista el candidato del régimen defenestrado: el economista Carlos Boloña.

Ahora tiene sólo el 6% de las intenciones de voto, pero la dispersión de candidaturas podría prestarle un gran servicio. No es un mal candidato. Fue un buen ministro de Economía en los comienzos del gobierno de Fujimori y muchos creemos que si, con el prestigio que entonces tenía, se hubiera opuesto a la alevosa traición antidemocrática de 1992, probablemente el golpe hubiera tenido muchas dificultades para prosperar. Pero no lo hizo y, más bien, lo ha servido hasta el final. Lo hace todavía, ahora con cierta maña.

Sus argumentos son que él salvó al Perú de la hiperinflación heredada del gobierno de Alan García y que él es un técnico, al que nadie puede achacar ni un robo ni un crimen. Respecto a la corrupción, propone investigar las cuentas bancarias de los ministros de los últimos treinta años, dando a entender, así, subliminalmente, en una vuelta de tuerca a la frase de Simone de Beauvoir, que nadie es ladrón si lo son todos.

Confieso que he escuchado con un escalofrío la manera como Boloña se desentiende de toda responsabilidad con los desafueros cometidos por el gobierno al que sirvió en dos oportunidades. Él no robó un centavo y por lo tanto nadie puede llamarlo un ladrón. Mientras Montesinos, Fuiimori y su corte de forajidos se enriquecían sin freno, él, en su despacho ministerial, trabajaba patrióticamente para poner fin a la cancerosa inflación y atraer inversiones extranjeras. Mientras, en los sótanos de la Comandancia General del Ejército, se torturaba y asesinaba, y los comandos terroristas del Servicio de Inteligencia (SIN) secuestraban, mataban y desaparecían a peruanas y peruanos humildes, sin cara y sin nombre, él —un técnico, no un político— creaba puestos de trabajo. Imposible no recordar a Albert Speer, el ministro de Hitler, proclamando ante sus jueces que él nunca envió un solo judío a los hornos crematorios, que él era sólo un técnico empeñado en construir carreteras y museos para el pueblo alemán. Es hermoso el renacer de la democracia, sin duda. Pero, la alegría que nos causa, no debería hacernos olvidar a los peruanos la extremada fragilidad sobre la que la libertad actual se asienta, y lo fácil que ha sido desbaratarla una y otra vez en la historia por las artes combinadas de la fuerza y el engaño.

Artículos y ensayos
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