Águila de dos cabezas (2000)

Las elecciones presidenciales del 2 de julio, en México, son sin duda las más importantes de la historia moderna de ese país, pues con ellas puede culminar el proceso de democratización que viene experimentando desde hace algunos años el más grande y populoso (más de cien millones de habitantes) de los países de lengua española. Si así ocurriera, los efectos benéficos de esta experiencia desbordarían largamente la realidad mexicana y ejercerían una saludable influencia sobre el resto de América Latina, donde, en tanto que en países como los del cono Sur y Centroamérica la democracia va —más o menos— echando raíces, en otros, los de la región andina, parece sobrevivir a duras penas (y no por mucho tiempo más). Para que la democracia sea por fin una realidad en México el PRI, nombre que es una contradicción y galimatías al mismo tiempo (Partido Revolucionario Institucional), debe salir del poder que ocupa desde que fue fundado, en 1929, y ceder el lugar a la oposición. Por haber defendido esta tesis fui muy criticado hace unos días en México, donde se me recordó que lo esencial en una sociedad democrática no es la alternancia en el poder sino que en unos comicios libres se respete la voluntad popular. Esto es cierto, pero en una sociedad democrática, algo que no es todavía México, donde el PRI se ha mantenido en el gobierno a lo largo de 71 años —el régimen autoritario más largo que haya conocido el siglo XX—, gracias a ganar catorce elecciones consecutivas, casi todas ellas fraguadas, y donde su enquistamiento en el Estado ha sido tan completo como en los más explícitos regímenes totalitarios.

La superioridad del PRI sobre otros sistemas de control del poder se ha debido a que el asesinato simbólico del dictador "elegido" cada seis años —que era reemplazado y pasaba, cargado de millones, al desván de las cosas inútiles—, el empleo moderado de la coerción a la que el régimen prefirió siempre la corrupción para neutralizar a los opositores, y las constantes metamorfosis ideológicas de la camarilla gobernante para adaptarse a los vientos reinantes —el PRI ha sido de derecha, de centro y de izquierda a lo largo de su historia sin el menor embarazo ni explicación—, daban una apariencia de renovación y cambio y hacían la vida menos asfixiante para los ciudadanos que aquellos otros, dogmáticos, presididos por la cruz gamada o la hoz y el martillo y sembrados de campos de concentración. Con estos precedentes ¿quién, en su sano juicio, creería de buena fe en un triunfo limpio y transparente, en la décima quinta elección mexicana, del partido gobernante que ganó las catorce anteriores mediante fraudes? Su victoria parecería la última y audaz estrategia —¡la carta democrática!— concebida por el más extraordinario partido-camaleón que haya conocido la historia, para seguir en el poder.

Esa es la pesada hipoteca que pesa sobre los hombros de Francisco Labastida, el candidato priísta en estas elecciones, y la que lo condena a una disyuntiva trágica: perder, para que su país sea por fin libre, o ganar una victoria pírrica, que todo el mundo considerará un embauque, y que tendrá como consecuencia inmediata retroceder al México que parecía dar los primeros pasos firmes hacia una democracia genuina, al anacronismo autoritario que ha soportado ya siete décadas. El ex gobernador de Sinaloa es un hombre amable y bien hablado, que sobrelleva su candidatura con entusiasmo y un discurso bien trabado, con respuestas para todas las objeciones, aun las más enojosas. Cuando me dice que la prioridad en su país es la democratización y la lucha contra la corrupción, yo le creo, claro está. Pero ¿cómo podría él encabezar semejante empresa, siendo el candidato del partido responsable de la falta de democracia y la fuente primera de los tráficos ilícitos y los enriquecimientos a la sombra del Estado? Para dificultar más la tarea de Labastida, el PRI aparece ahora unificado detrás de su candidatura, de modo que la tesis según la cual ella representaría sólo a los sectores renovadores y menos manchados del régimen, ya no se tiene en pie: los impresentables "dinosaurios" o barones del Partido han cerrado filas con Francisco Labastida y a ratos dan la impresión de manejar los hilos de su campaña. A esto, él responde así: "como candidato, no tengo aún el poder y no puedo hacer los cambios necesarios en mi partido. Cuando lo tenga, los haré".

Aunque hay seis candidatos presidenciales, uno sólo de ellos cuenta como alternativa realista al régimen actual: Vicente Fox, candidato del PAN (Partido Acción Nacional), al que se ha aliado un movimiento ecologista. En la última encuesta nacional, Fox le había sacado un poco más de cinco puntos de ventaja a Francisco Labastida y la tendencia era a que esta distancia se ampliara a medida que la idea del "voto útil" tomaba cuerpo y muchos partidarios del tercero en los sondeos, Cuauhtémoc Cárdenas, del PRD, pivotaban hacia Fox. De este modo, paradójicamente, los votantes izquierdistas del PRD asegurarían el triunfo de un candidato considerado de derecha, como Vicente Fox. Pero esta posibilidad ha irritado sobremanera a Cárdenas, quien, en los últimos días, parece mucho más hostil a aquél que a Labastida, al extremo que algunos politólogos se preguntan si, en desesperación de causa, no estaría tramándose en la sombra una suerte de acción coordinada del PRD con el PRI para impedir el triunfo de Fox. Lo que desembocaría en una paradoja aún más delirante: Cuauhtémoc Cárdenas, el honesto (y anticuado) líder de izquierda y opositor enconado del régimen, favoreciendo, por humano despecho, la perpetuidad en el poder del PRI, que le robó la elección presidencial de 1984 con una oportuna caída del sistema a la hora del recuento de los votos.

La poderosa maquinaria informativa y mediática del Estado priísta ha conseguido acuñar una imagen de Vicente Fox bastante caricatural: la de un rústico terrateniente, sin mayores ínfulas intelectuales, de carácter intemperante y atrabiliario, enfeudado por completo a la tradición conservadora del PAN y a la religión católica y los curas. Sin embargo, nada de esto me pareció cierto, en los tres cuartos de hora que conversé con este gigante de dos metros de altura que, antes de entrar en política, trabajó por diecisiete años en la Coca-Cola de México, donde fue escalando posiciones desde un puesto ínfimo hasta la gerencia general, y luego administrando sus propias empresas en Guanajuato, estado del que sería más tarde gobernador. Es alguien que tiene ideas muy claras y las expone con mucha precisión. Me negó, de manera enfática, que pretenda poner fin a uno de los mejores logros de la revolución mexicana, el Estado laico, y, asimismo, favorecer o conceder una situación de privilegio a la Iglesia católica dentro de las otras religiones con arraigo en el país. Fortalecer la educación "laica, pública y gratuita" es punto clave de su programa. Él es católico y, como tal, opuesto al aborto, pero consciente de las responsabilidades del mandatario de un Estado no confesional: si el Congreso de México aprueba una ley favoreciendo el aborto, la promulgaría sin vacilar.

Me dijo, también, que su Gobierno sería de "transición hacia la democracia", empresa formidable —desmontar un Estado priísta con 71 años en el poder y reemplazarlo por instituciones libres y representativas— para lo que es indispensable una muy amplia colaboración multipartidaria, y que, por eso, llamaría a colaborar a gentes de todos los sectores, a fin de conformar un gobierno de ancha base política. Respecto a Chiapas, la negociación en primordial: él mismo, apenas elegido, tomaría la iniciativa de proponer al subcomandante Marcos un encuentro personal, para disipar desconfianzas y recelos, y fijar las coordenadas de un acuerdo general. En cuanto a Pemex, la gigantesca empresa pública administradora del petróleo, descarta de plano su privatización durante su gobierno. Entiendo que esta decisión no obedece a una cuestión de principio —su ideario liberal debería inclinarlo más bien a favor de aquella— sino de circunstancias. Me lo explicó así: el tema del petróleo es objeto de airadas controversias, y su privatización provocaría una violenta división y crispación nacional, totalmente inoportuna e írrita en el proceso de apertura y democratización de las instituciones, la primera de sus prioridades. Por eso, su programa se compromete a conservar a Pemex su estatuto actual de empresa pública.

En un acto cultural en el Palacio de Bellas Artes, un espectador me encaró con un cartel que decía: "Foximori". Me reprochaba así haber dicho que, si fuera mexicano, votaría en estas elecciones por Vicente Fox, un candidato que, según un caballito de batalla del PRI y de sus otros adversarios, podría hacer allí lo que hizo en el Perú el ingeniero Fujimori: instalar una dictadura. ¡Fantástica acusación! Quienes la formulan, olvidan que la dictadura (por más disimulada y debilitada que se halle) es todavía una realidad presente y actuante en México y que de lo que se trata no es de prevenirla en el futuro sino de salir de ella ahora, y cuanto antes. ¿En qué se fundan las presunciones de un Vicente Fox fujimorista? Nadie me pudo presentar una sola prueba, salvo la muy discutible de que, a veces, levantaba mucho la voz a la hora de los discursos. Lo cierto es que el candidato panista, desde que comenzó su vida política, ha actuado respetando las reglas de la exigua democracia que reina en su país, y que, más bien, fue víctima de esa exigüidad, pues le robaron una elección. Su carácter no debe ser tan intransigente como aseguran sus adversarios, pues su candidatura está ahora rodeada de mexicanos procedentes de corrientes y tendencias políticas distintas a la suya —uno de sus principales asesores es un destacado intelectual de izquierda, Jorge Castañeda—, anticipo de esa vasta alianza que él propone para impulsar la democratización. ¿Serán libres las elecciones del 2 de julio? ¿Se respetará la voluntad popular? El consenso general es de que así será. Se lo he preguntado a decenas de amigos mexicanos y no encontré uno solo que temiera un nuevo fraude. Tal vez esta confianza sea, más todavía que la costosa maquinaria electoral erigida para garantizar la pureza de los sufragios, lo que da a la actual campaña su clima abierto, sano, intensamente participativo y refrescante. Quien ha contribuido a crear esta nueva atmósfera política en el país es su actual Presidente, Ernesto Zedillo. Todos lo reconocen y, también, que no se ha visto manchado por tráficos indignos, como sus predecesores en el cargo. Es una persona muy amable y ocurrente, casado con una mujer bella y encantadora, Nilda Patricia, que lo ayuda con gran eficacia a sortear las preguntas políticas. A lo largo de un almuerzo de varias horas intenté suscitar el tema de la situación actual de México, pero fracasé en toda la línea. No me fue posible sacarle una sola sílaba sobre las elecciones. Dicen que su máxima ambición es pasar a la historia como el mandatario que hizo posible la democratización de México. Ojalá sea así, por él mismo, por México, y por toda América Latina. Y ojalá ese designio le dé fuerzas para resistir las horrendas presiones que se abatirán sobre su cabeza el próximo 2 de julio, día decisivo.

Artículos y ensayos
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