El bueno y el malo (1998)

Todos los demócratas del mundo han saludado con justificada alegría la detención por Scotland Yard, en The London Clinic, del ex dictador chileno Augusto Pinochet, a pedido de los jueces Baltasar Garzón y Manuel García Castellón, que investigan los asesinatos, torturas y desapariciones de más de setenta ciudadanos españoles durante los diecisiete años de tiranía pinochetista (1973-1990).

El procedimiento ha sido impecable, desde el punto de vista legal: la justicia española recurrió a la justicia británica, la cual accedió a la petición de arresto. El ex dictador, convaleciente de una operación de hernia discal, fue sacado de su sueño por la Policía y advertido de su detención. Ahora permanece preso en la clínica donde deberá prestar declaración a los jueces y esperar que los tribunales de Londres se pronuncien —en un plazo máximo de cuarenta días— sobre el pedido de extradición. Las autoridades de Londres se negaron a reconocer la inmunidad diplomática de Pinochet (senador no elegido en el Parlamento chileno), con un argumento que el ideólogo y ministro de Comercio e Industria de Tony Blair, Peter Mandelson, sintetizó así: "Que un dictador brutal como Pinochet quiera acogerse a la inmunidad diplomática, es algo que revuelve el estómago". Bravo, señor Mandelson: si todos los ministros de gobiernos democráticos pensaran como usted (y actuaran de manera coherente con esas ideas) la abominable especie de los dictadores entraría en proceso de extinción.

Es pronto para cantar victoria, sin embargo. Las posibilidades de ver a Pinochet frente a un tribunal, juzgado y condenado a pasar el resto de sus días en la cárcel, como merece, se verán mermadas por las presiones políticas y diplomáticas, que, en Londres, Madrid y Santiago, buscarán fórmulas para evitarlo. Pero, en este caso, hay una opinión pública, que, en los tres países directamente envueltos en el problema, y en el resto del mundo, aplaude lo ocurrido y presiona a través de organismos de derechos humanos y partidos políticos para que, por una vez en la historia contemporánea, un dictador sea juzgado por sus crímenes gracias a la acción mancomunada de los países democráticos. ¿Qué mejor advertencia para los aspirantes a dictadores que todavía pululan en América Latina, Africa y Asia, y en ciertas regiones de Europa? Saber que la comunidad internacional no les garantiza la impunidad para sus latrocinios y que vivirán siempre a salto de mata, como ratas acorraladas, con el riesgo de ser encarcelados y juzgados donde vayan, será una poderosa vacuna contra la plaga tercermundista de los pronunciamientos, cuartelazos y golpes de Estado. ¿No vivimos en la era de la globalización? Pues bien, si las fronteras entre los países se eclipsan para que circulen los productos industriales y los capitales, y para perseguir a los traficantes de drogas y estafadores de alto vuelo, ¿por qué no, también, para atrapar y penalizar a quienes, valiéndose de la fuerza bruta, someten a padecimientos indecibles a sus propios pueblos?

Que éste es el caso del general Augusto Pinochet lo reconoce todo el mundo, como se ha podido comprobar por las reacciones a su detención en Londres, universalmente favorables. El gobierno chileno ha protestado, sí, pero, con tan buena educación ("No queremos aparecer como abogados del general") que su protesta parece mero formalismo. ¿Cómo sería de otra manera si buen número de miembros de la coalición gobernante en Chile experimentó en carne propia las sevicias de la dictadura, entre ellos algunos ministros que pasaron por la cárcel y el exilio? Y uno de los partidos de gobierno, el socialista, ha aprobado explícitamente la acción de los jueces españoles y las autoridades británicas.

El golpe de Estado de Pinochet, en 1973, destruyó un sistema democrático que era uno de los más antiguos y sólidos en América Latina, y llevó a cabo una represión de una ferocidad infrecuente incluso en un Continente donde la violencia ha sido poco menos que la norma de la vida política. Los cuatro mil asesinatos documentados durante los diecisiete años del régimen de Pinochet dan sólo una pálida idea de los extremos de brutalidad a que éste llegó. Las torturas, desapariciones, hostigamiento al discrepante, censuras, acciones punitivas en el extranjero contra los disidentes, los millares de chilenos condenados al exilio en todos los rincones del mundo, constituyen un larguísimo catálogo de horror. Y, ciertamente, los logros económicos que alcanzó Chile en esos años, gracias a una audaz política de privatización y apertura a los mercados internacionales, no convalida en absoluto su prontuario criminal. Es alentador que el mundo entero lo entienda así.

Una de las rarísimas personas en recibir la noticia de la detención de Pinochet sin alegría, y hasta con cierta incomodidad, ha sido —sorprendentemente— Fidel Castro. Estaba en Oporto, Portugal, asistiendo a la cumbre de Jefes de Estado Iberoamericanos —una payasada anual de la que el dictador cubano es, siempre, el protagonista mediático— cuando la prensa (que lo adora), le dio la noticia. Se limitó a comentar, mesándose la barbita amarillenta, que aquel arresto era sin duda "una injerencia" y que era raro que ocurriera dados los buenos servicios que Chile prestó a Gran Bretaña durante la guerra de las Malvinas. Nada más. ¿Traducía esta prudente declaración una secreta alarma? ¿Temió, por un instante, el septuagenario Jefe Máximo verse algún día en parecido trance al que enfrenta el espadón chileno? Mucho me temo que esta hermosa perspectiva nunca se materialice.

Porque, en todos los años que llevo escribiendo contra los regímenes autoritarios, he llegado a la amarga conclusión de que sólo una minoría de personas sentimos una repugnancia idéntica por todas las dictaduras, sin excepción. Para muchísima gente, en cambio, las hay malas y buenas, según la ideología que las abriga. Pinochet es el dictador malo por antonomasia. Fidel Castro, en cambio, es el dictador bueno, cuyos crímenes los excusan no sólo sus partidarios, incluso sus adversarios, mirando al otro lado. Si el dictador chileno estuvo diecisiete años en el poder, él va a cumplir cuarenta en diciembre, con lo que habrá superado las más longevas tiranías de la historia latinoamericana. ¿Alguien lo deplora? ¿Alguien le reprocha los miles de cubanos encarcelados, torturados, asesinados y el millón y medio de exiliados? ¿Alguien osa mencionar siquiera que hace cuatro décadas que Cuba no sabe lo que son elecciones libres, libertad de expresión, pluralismo, ejercicio de la crítica, libertad para viajar o pensar y que por su desastrosa política económica el pueblo cubano se muere literalmente de hambre y la isla se ha convertido en el paraíso de la prostitución para el turismo? Esas cosas no se dicen siquiera, porque, como se trata de una dictadura buena, es de mal gusto mencionarlas.

Hasta Juan Pablo II, que, en lo que respecta a las dictaduras comunistas parecía tener posiciones inequívocas, tratándose de Fidel Castro ha hecho una excepción. Fue a La Habana y bendijo la Revolución. Fidel Castro, agradecido, le regaló unos cuantos presos (y los reemplazó rápidamente con otros). Desde entonces, han callado las escasas voces políticas que se atrevían a señalarlo como un anacronismo en un continente que, mal que mal, parece haber elegido el camino democrático, y, más bien, se multiplican los gestos de ayuda y oxígeno para su desfalleciente dictadura. En las cumbres de Jefes de Estado Iberoamericanos, donde es la estrella indiscutida —¿qué sex-appeal podrían tener, comparado al suyo, esos pobres diablos elegidos por cuatro o cinco años apenas y que gobiernan jaqueados por la oposición y la prensa?—, firma, muy serio, unos documentos donde proclama su entusiasta solidaridad con la libertad y la democracia. Sus colegas, sin ruborizarse por la farsa grotesca de la que son cómplices, los firman también. Y se le pegan y lo abrazan, para salir en las fotografías.La próxima cumbre será en La Habana, nada menos. ¿Qué más legitimación democrática podría desear el sátrapa bueno? Veintidós Jefes de Estado y de Gobierno, civiles y elegidos, rindiendo pleitesía al régimen que, con el de Corea del Norte, representa el último residuo del totalitarismo estalinista. Antes, como aperitivo del gran espectáculo, el gobierno español de José María Aznar —que, de haber mantenido una distancia crítica hacia Castro ha pasado luego, inexplicablemente, a alimentar una pasión pornográfica por la dictadura caribe— le enviará en visita oficial al rey Juan Carlos. El monarca español recibirá también, sin duda, como regalo, su ración de presos. Y, mientras, en la Plaza de la Revolución, llena hasta los topes, pronuncie su discurso, el dictador bueno susurrará sin duda a su cortesano más próximo, acaso un Premio Nobel, que estos enemigos de clase son todavía más tontos de lo que suponía. Y, por una vez, tendrá razón.

Artículos y ensayos
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